Crónicas de un jaujino andariego

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La crónica viene adrede de la visita de un respetable jaujino, autor de numerosos e importantes proyectos agrícolas y asiduo retornante de nuestra ciudad a donde escapa periódicamente del medio atosigante y gris que es la capital: Lima. Eduardo, que es su nombre, me cita para vernos en la plaza de la ciudad y una vez reencontrados, luego de saludos y abrazos de rigor –sopesando el aplastante sol que reposa sobre nuestros hombros-, enrumbamos hacia uno de los numerosos cafés que existen en los alrededores. Allí, en medio de la amplia conversa, me confía que partirá con su esposa hacia Europa, en una gira que lo detendrá de modo especial en Francia y me pide sugerencias sobre los lugares a visitar.

Requerido por sus preguntas y respetuoso de su natural ansiedad, le digo que cuando se visita la capital París, la ciudad del amor, casi siempre el itinerario incluye visitar la Torre Eiffel, el Museo de Louvre, el Museo D Orsay, la Catedral de Notre Dame, el cabaret Moulin Rouge  o navegar por el rio Sena -en la hora del crepúsculo- para admirar la fosforescencia de las luces que se notan en la famosa torre mas el esplendor de la ciudad a la hora penumbrosa de la tarde, el Arco del Triunfo antesala de los famosos Campos Elíseos, etc. Le digo que, es conveniente, que él rompa esa casi monótona –aunque hermosa, irrepetible y bellísima- rutina y que centre su interés en ver y conocer algo nuevo, fuera de lo que es convencional para el común de los turistas. La oportunidad, advierto con singular añoranza, me sirve para retrotraerle al presente una inolvidable experiencia que, mi esposa y yo, vivimos en setiembre del 2021 con ocasión de nuestra estancia en esa renombrada capital parisina. Se trató de una excursión llena de intrepidez y aventura que realizamos hacia el norte de Francia y que paso a relatar.

Era un viernes de setiembre que, muy temprano, salimos de París, rumbo al norte, a bordo de un coche que conducía Yohann –un amable francés a quien hospedé por dos veces cuando estuvo en Perú- y la compañía de mi hiio Darío Junior como cicerone. Luego de superar un complicado tráfago que estresa la ciudad y que es común en casi todas las urbes, empezó una vía expresa apacible que hizo olvidar las molestias iniciales; la oportunidad sirvió para meditar, muy quedo, que esos extensos campos que se mostraban en el recorrido –otrora- habían sido escenarios de gloriosas jornadas épicas que, hasta ahora, no abandonan a Europa (recordemos que hoy mismo, más al este, en pleno siglo XXI hay una dolorosa guerra expansiva entre Rusia y Ucrania). Y mientras el vehículo que nos transportaba devoraba kilómetros y kilómetros de asfalto, no me percaté que, a un poco más de dos horas de viaje, ya estábamos ingresando a un lugar que –como todas los del viejo continente- ha hecho esfuerzos por mantener el perfil de ciudad con construcciones antiguas cuidadosa y policromamente mantenidas para sostener su vistosidad ante los visitantes: era Reims, de la que guardo cariñoso aprecio por las experiencias que me deparó.

Aparcado el vehículo, caminamos más o menos tres cuadras y doblando una calle, majestuosa y solemne, se mostró a mis ojos una gran arquitectura religiosa, enorme como conjunto alambicado de portones y torres que abrían cada vez más asombrados a mis ojos trotamundos. Es que, luego me entero, la Catedral de Reims es más grande que la de Notre Dame de París  era el templo donde juraban gobernar Francia todos los soberanos que ella tuvo, incluidos los Luises, que fueron los últimos representantes de la era monárquica hasta que la Revolución Francesa sepultó el absolutismo de las cortes europeas. Apurados por nuestra curiosidad, hicimos un esfuerzo por ingresar al templo. Advierto que –antes de ingresar por la puerta principal- una losa de mármol blanco en el piso recibe nuestros pasos, al detenerme leo inscripciones que relatan brevemente la historia del templo. Su estilo es gótico francés, más grande que los templos españoles y, sobre la puerta principal, destaca un rosetón enorme que le otorga a la arquitectura una descomunal solemnidad, no por gusto su antigüedad data de casi ocho siglos. El interior, que es deslumbrante, tiene vidriería multicolor con personajes místicos que se destacan y la majestad de su altar se combina con los varias lámparas de arañas de vidrio gigantes que cuelgan de la parte alta; el enmaderado de su púlpito y sus confesionarios, se nota, están finamente labrados y mientras los visitantes y feligreses oran y se encomiendan, yo voy leyendo la placa de mármol que en una de las paredes dan cuenta de todos los reyes de Francia que allí fueron ungidos ante la autoridad de los Papas de turno. Todo es silencio en el ambiente, algunos se comunican con leves murmuraciones y, luego de orar pidiendo a Dios nos apoye en este viaje y cuide de todos nosotros, indico con disimulo que hay que salir. Ya afuera, detengo mi mirada en algunos detalles del edificio. Noto que en el entorno, conformado por cuatro capillas que rodean la nave y en la parte superior, están las esculturas pequeñas de las famosas gárgolas, aquellos seres monstruosos encargados de espantar los demonios y las fuerzas del mal que, además, ofrecían una función purificadora. Los lugareños dicen que hay 1303 estatuas pequeñas,  siendo tan igual o mayor de las que existen en las catedrales Notre Dame de Paris y de Lyon. El espectáculo es escalofriante por lo grotesco de las famosas gárgolas. Apenas y casi tembloroso, alcanzo a fotografiarlas. Ya es mediodía y vamos urgiendo por un lugar donde almorzar y elegimos uno que se ubica frente a la catedral. Al ingresar, advertimos que un bullicioso grupo de jóvenes y mayores, casi uniformados, están concentrados en torno de una mesa celebrando la despedida de soltero de un joven con el que, previamente, han recorrido la ciudad en un bullicioso desfile, a manera de comparsa, anunciando a la comunidad el casorio. El mesero –muy comedido- nos dice que el barullo es común en Reims y ocurre siempre que va a haber una boda y termina así, en una celebración escanciada con abundante champaña.

La ocasión ha puesto sobre la mesa la discusión del champagne y, ¡oh, casualidad! estamos justamente en la región del champagne, de los famosos vinos espumantes gasificados a los que la UNESCO ha declarado patrimonio inmaterial de la humanidad. Entonces, concluimos, que no podríamos perder la ocasión de visitar una fábrica de champagne, sería imperdonable no hacerlo. El cicerone, muy atento,  nos remite a Pommery, una casona campestre enorme a manera de palacio, en las afueras de la ciudad, a la que ingresamos sin mayor problema. Una serie de flechas y avisos nos señalan la ruta, cuando de pronto ingresamos a un enorme salón, lleno de muebles y toneles gigantes donde –probablemente- se almacena el vino espumante, nos damos cuenta que es el lugar adonde debemos retornar luego de seguir las indicaciones gráficas que nos dicen que avancemos por una ruta cada vez más estrecha. Llegados a una puerta añosa de madera, empezamos a bajar unos doscientos escalones, más o menos a manera de rampa, y, de pronto, hemos llegado a ¡las catacumbas!, un túnel de desconocidas medidas de la altura de unos seis metros. El ambiente ha cambiado, de uno más o menos cálido como era en los exteriores, estamos en un ambiente de clara refrigeración. Lo cavernoso del lugar nos despierta algunos temores, aun así seguimos avanzando pese a que cada vez la luz se va tornando penumbrosa. Pese a la dificultad y el natural temor del lugar, nos damos cuenta que una serie de tubos extendidos a lo largo de las  paredes indican que el lugar tiene que ver con algo industrial y, llegado a unos cien metros al interior, vemos una especie de rotonda iluminada. Allí, un natural relajamiento del espíritu nos permite advertir algunos detalles: que en las paredes circundantes del túnel están colocados, en anaqueles verticales, infinidad de botellas de champagne –después nos explicarían que son millones- “madurando” su contenido a una temperatura especial (ello explica el frio del lugar); que desde ese lugar, salen como brazos, otros túneles en distintas  direcciones, todos conteniendo en sus muros las botellas mencionadas y, finalmente, que esa rotonda es un lugar de pascana para el visitante al que se le muestran –astuta y oportunamente- algunas obras de arte: pinturas en la parte superior, esculturas y cuadros en alto relieve. ¡Toda una belleza!. Absortos por el espectáculo –como no podría ser de otro modo- seguimos avanzando por el túnel principal y a otros  cien metros promedio, encontramos otra rotonda de similares características que la anterior y seguimos avanzando y, nuevamente, otra rotonda nos regala similares impresiones. Lo frígido y claroscuro del lugar y el silencio reinante que nos acompaña, nos infunde un raro estado emocional lindante con el miedo por lo que optamos por retornar. Seguimos las flechas de retorno y, nuevamente, llegamos a las escalinatas que bajamos al inicio; subimos y luego de abrir la puerta nos damos con ese cómodo lugar donde se ubicaban los muebles, tomamos asiento y una amable anfitriona nos ofrece degustar el riquísimo champagne Pommery, luego de lo cual nos indica que, si quisiéramos, podríamos adquirir el producto en su salón de ventas. Satisfechos por la experiencia compramos dos botellas y nos retiramos. Ha concluido, con suma complacencia, nuestra breve estadía en la histórica ciudad de Reims. No podría terminar el relato de esta parte del viaje sin antes decir que hemos estado en una ciudad  muy hermosa, donde existen abundantes monumentos y estatuas en lugares públicos, de amplias avenidas arborizadas por donde discurre un servicio de transporte eficiente, en sus calles y plazas no puede soslayarse la presencia de decenas de musulmanes migrantes a quienes reconocemos por sus clásicas vestimentas de turbantes. La amabilidad de sus gentes hacen que, en cualquier momento, los visitantes se animen en retornar para gozar de la hospitalidad de sus habitantes.

Continuando el viaje, hemos vuelto a la gran autopista que nos conduce al norte. La hora de la tarde y el vértigo de la velocidad hacen estragos en nuestro ánimo, sentimos la pesadez del viaje y ya es la hora del crepúsculo. Cuando la noche va entrando con su velo de oscuridad, divisamos un lugar de abundantes luces rutilantes que perfilan la silueta de un pueblo casi medioeval: es Rocroi (en francés le dicen Rocuá). El conductor enrumba allí e ingresamos a la única placita que existe, estacionando frente al único hotel y restaurante con el que cuenta. Queremos cenar y descansar, mientras pedimos la carta, Yohann se comunica telefónicamente con alguien. Lo supimos luego cuando, al poco tiempo, llegan tres personas al local para saludar a la delegación usando el idioma francés. Se trata de su familia que, alborozada, se sienta a la mesa y comparte nuestro menú. Luego -comunicándose siempre en francés- nos piden que los acompañemos y enrumbamos hacia su vivienda. Llegados a la casa, con una amabilidad extrema, nos dicen que vamos a descansar allí, señalándonos una habitación donde debemos dormir. Sorprendido por la generosidad de la familia, decidimos, en gratitud, sacrificar los champagnes Pommery que hemos adquirido y le pedimos brindar. El momento es ameno y la confianza se hace distendida. Mi esposa y yo acusamos una seria limitación, nuestro lenguaje y dominio del francés son nulos y no sabemos cómo expresar nuestra gratitud, nuestro lenguaje gestual es insuficiente.

La jornada del primer día ha sido extenuante, apenas nos levantamos, tenemos curiosidad de ver dónde hemos descansado puesto que por lo oscuro de la noche anterior no advertimos nada del lugar y, saliendo muy temprano, vemos que la casa que nos alojó es amplia, tiene un cerco de plantas tupidas y entrelazadas que rodean a un espacio donde una pequeña pista nos indica que se pueden estacionar vehículos. Divisando el entorno, notamos que casi todas las casas tienen similares características. Yohann, que ha advertido nuestra curiosidad, nos alcanza e indica que, por favor, lo acompañemos. Lo hacemos gustosos y enrumbamos por una acogedora callecita hacia una casa donde nos esperan dos ancianos: son sus abuelos Monique y Jhonny. Dos personas que, pese a su edad, desbordan una jovialidad admirable. Nos invitan a pasar y para sorpresa nuestra nos han preparado el desayuno. Comprendiendo nuestro rubor por tanta hospitalidad, la abuela –mediante su nieto a quien le habla en francés- nos pide permiso para cantar. Como no podía ser de otro modo, hacemos una venia de aceptación y escucho que con suma unción y solemnidad la dama entona el himno de Francia La Marsellesa, mientras lo hace veo caer una lágrima de las mejillas de Monique. Su nieto me explica, a continuación, que todas las mañanas desde que su único hijo varón murió en la Guerra de Indochina (Vietnam) ella, en homenaje, canta  a las 8 de la mañana la marsellesa. El momento es desgarrador, de una profunda comprensión y respeto. Terminada la entonación, pido permiso a los presentes y abrazo a Monique. Sencillamente me ha conmovido.

Luego del desayuno se hace una sobremesa, el abuelo Jhonny –de 94 años que parecen 60- pregunta por Jauja. Al parecer ya se ha informado de nuestra procedencia, lo invitamos a visitarnos y él acepta y –siempre en francés- comenta que sus cuatro pensiones le alcanzan para pagarse su pasaje a Perú. Yo, intrigado por ese raro sistema de pensiones de Francia, pregunto “¿cuatro pensiones?” y el anciano explica que sus pensiones provienen: uno por su participación en la segunda guerra mundial, otro por haber peleado por Francia en la guerra de Argelia, la tercera por hacer estado en la guerra de Indochina y la cuarta por haberse jubilado como obrero metalúrgico. Entonces, recuerdo que Rocroi está en una zona que, antaño, fue de múltiples guerras, no por gusto allí se realizó la guerra de los 30 años contra España, la guerra de los Cien Año contra Inglaterra; en la segunda guerra mundial la batalla de las Ardenas y, más al noreste, el desembarco de Normandía, llamado el Dia D, que dio origen a la caída del III Reich en la segunda guerra mundial. Lo corto del tiempo, pensé, no me permitirá visitar esos escenarios pero, abrigo la esperanza, algún día podré hacerlo para recorrer esos campos donde no miles sino millones de combatientes murieron. Aun así, me indican que en esa porción del norte francés todavía subsisten barricadas y trincheras defensivas utilizados por los bravos soldados franceses, por lo que pido hacer un recorrido inmediato y conocer la ingeniería utilizada.

La mañana ha sido de visitas, he ido a ver los campos de batalla de Rocroi, luego a un pequeño museo que existe en el lugar y, por la tarde, Tino, que es el padre de Yohann, me invita a visitar Charleville. A bordo de su vehículo Opel iniciamos el recorrido y a casi media hora llegamos a dicho lugar. Ya tenía información que uno de los más renombrados ”poetas malditos” de Francia era natural de allí; me estoy refiriendo a Arthur Rimbaud, al que Camus denominó “el más grande de todos los poetas”. Llegado a dicha ciudad, me encamino hacia el cementerio pero, lamentablemente, está cerrado. Desde la verja externa noto un mausoleo en la zona principal donde se lee la loza que indica el lugar donde reposan sus restos al lado de los de su madre, me apuro a tomar algunas fotografías y nos retiramos hacia la plaza principal donde se realiza una fiesta popular. En el trayecto, ubico en la pared lateral de una casa de dos pisos, un enorme mural en homenaje a Rimbaud; seguimos caminando y, al ingresar a la plaza, un bullicio descomunal está aplaudiendo una comparsa  con personajes humorísticos, bailantes, bandas de música, etc., a un costado, se ubican mesa y sillas donde nos posesionamos y celebramos la alegría de la fiesta local. Ha concluido el segundo día y, satisfechos, optamos por regresar a Rocroi.

Pero, nuevas sorpresas nos aguardarían para el tercer día: muy temprano, Tino y su familia, tenían decidido hacer una breve visita a Bélgica, nos invitan a acompañarlos y gustosos accedimos. Yo no suelto mi cámara fotográfica para registrar todos los detalles del viaje y mientras voy haciéndolo no advierto que más o menos a una hora de viaje, hemos cruzado la frontera y ya estamos en un valle estrecho que me recuerda la quebrada del valle del Mantaro en Jauja. Bélgica se muestra hermosa, llena de pequeños poblados que se alinean al pie del rio Mosa. Sus acantilados son pronunciados y en un área casi despejada ubicamos a la ciudad de Dinant. Hacemos una parada, lo  suficiente para visitar algunos castillos, cementerios y disfrutar de los numerosos lugares de expendio de bebidas y comidas. El diálogo se torna necesario para explicarnos que en esos parajes, durante las guerras mundiales existieron numerosas fábricas de armamentos ocupando obreros belgas y franceses (donde trabajó el abuelo Jhonny).  Mientras discurren las explicaciones, me he quedado pensando en esa rara vocación autodestructiva europea por vivir siempre en guerra, lo que me lleva a reconocer que todas las ciudades que he conocido tienen sistema de alarma, sirenas, etc. que activados llevan a los habitantes a buscar refugios (como por ejemplo las catacumbas de Reims que, según dicen, tienen decenas de kilómetros, igual o más que París).

Estamos en domingo y hay que apurar el retorno. Nosotros estamos de visita, pero Yohann y mi hijo deben empezar a laborar el lunes, por lo que sin más atenuantes hay que regresar a París. La jornada  ha sido intensa y muy grata, un verdadero regalo de nuestros anfitriones, Yohann, mi hijo Darío Jr., Jhonny, Monique, Tino, Nataly y Teo, a quienes les reservamos nuestra gratitud emocionada y fraterna.

Mi perorata ha sido extensa y Eduardo me ha escuchado con atención. Sé que, con su audacia y arrojo, tomará nota de algunas de mis experiencias y, cuando se encuentre en Europa, junto a su esposa Luz, podrá tomar las decisiones que le deparen muchos gratos momentos. ¡Bendiciones caro amigo!

Jauja, 31 de mayo del 2024

DARIO A. NÚÑEZ SOVERO

ERASMO SUAREZ ZAMBRANO: MAS ALLÁ DE UN IN MEMORIAN (1910 – 1996)

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Aquel día del 20 de enero –de un año ya pasado-, se levantó muy temprano, aun cuando no había dormido lo regular pues sus preocupaciones le habían arrebatado el sueño. Su asistente, que dormía en una habitación contigua y que en verdad era su sobrino, al sentir ruidos en el cuarto de Erasmo, se apresuró a levantarse para estar solícito a sus diarios requerimientos. Era el primer día de fiesta y había que responder a muchos desafíos como, entre otros, recibir a la orquesta que previamente había contratado de entre los mejores músicos de la región.

Cuando advirtió que el sobrino llegó a su lado, muy convencido de sus actos, ordenó que le alcance la prótesis de la pierna cercenada años ha, enfatizando que fuera la mejor. El fiel asistente buscó en un estante de la habitación, de entre todas las prótesis, y halló la más nueva,  que su tío se apresuró a colocar sobre la pierna malograda. Rápido se aseó, se encimó el mejor terno y apenas si se acicaló cuando salió a la puerta principal para advertir que cuatro músicos ya lo estaban aguardando enfundados en vistosas ropas de gala y portando en la mano sus instrumentos. Con ademanes, entre cordiales y enérgicos, ordenó que pasen al interior dirigiéndose al comedor donde su amable esposa Luzmila les hacía esperar un apetitoso desayuno que fue engullido con avidez desacostumbrada, mientras otros músicos, previo reverenciosos saludos, iban llegando y se sumaban al momento gastronómico. Estos trajines iniciales, se habían convertido en rutinarios, los músicos –que en verdad lo acompañaban cada año- ya sabían que les esperaba una larga jornada tradicional que duraría hasta seis días. Concluido el desayuno, Erasmo Suárez espetó, con un vozarrón nasal que le salía desde el alma “¡arpa!” y, sorpresa, el músico que tocaba este instrumento apresurado ganó la calle para hacer sonar sus cuerdas, mientras sus demás colegas hacían lo mismo para armonizar un pasacalle que tronó los cielos de Jauja como una almibarada diana matinal preludio de la gran fiesta del 20 de enero de Yauyos-Jauja. Con el patriarca al frente,  ya acompañado de algunos “dirigentes” de su institución, la comitiva musical –como diría César Vallejo- “echóse a andar”. La ciudad estaba notificada que empezaba esa monumental expresión de júbilo anual: la fiesta de la tunantada.

Pero lo que no nos dice este “ritual” preliminar de la fiesta, es que, detrás de esta humanidad andante del inefable Erasmo,  estaba la figura de bonhomía de alguien que, sin quererlo, transformó la vida de la ciudad a la que sacudió de su dormida molicie señorial de ser una ciudad de fundación española a otra enteramente dinámica y renovada. Jauja, la longeva ciudad fundada por Pizarro, ahora viviría días de júbilo que sólo asistiendo a ellos podríamos explicar. Jauja tenía en él a un magistral exponente de esa tradición sincrética que es la tunantada y que, ahora, moviliza miles de personas trajinando afanes varios: transportistas, posaderos, bordadores, músicos, bailantes, ofertantes de rica gastronomía y, aún, ambulantes por doquier. Ellos y visitantes mil que anualmente llegan hasta esta ciudad colmada de expectante alegría, iban saludando a Erasmo Suárez y su comitiva, en reverenciosa gratitud por depararles una fiesta que a todos resultará inolvidable, jolgorio al que, naturalmente, han contribuido grandemente otros hijos del lugar. Esta faceta tradicionalista de nuestro personaje no fue adquirida de súbito. Lograrla significó largos aprendizajes que adquirió, cuando niño, viendo a su padre, Pablo, en similares quehaceres. El “Chino” Pablo, como  lo llamaban sus coetáneos, solía retornar anualmente desde Morococha, donde había instalado su negocio, para reunir a sus amigos en días previos al 20 de enero y, previsoramente, ensayar la danza que debía mostrarse con singular vistosidad en la plaza de los Yauyos, actitud a la que se consagró desde inicios del siglo pasado. Cuando el padre murió, el tema de la tradición quedó suelto e incierto y fueron los hijos, liderados por Erasmo, quienes tomaron la posta y desde entonces se convirtieron en promotores de esta fiesta, sin pensar que el tiempo la consagraría como la mayor de la región e ignorando que, por la belleza de su interpretación y las implicancias históricas que tiene, sería reconocida como Patrimonio Cultural de la Nación. La hoy renombrada fiesta tunantera, cultivada en toda la provincia de Jauja y aún en tierras foráneas del país y el extranjero, tiene el antecedente  del afiebrado trajín que, en su momento, puso Erasmo Suárez Zambrano y sus coterráneos para darle la grandeza de la que goza, pues fue el hombre que pundonorosa y anualmente, pigmentó a nuestra tierra de ese color tradicionalista que el Perú y el mundo hoy reconoce. Su aporte es generacional e inmarcesible.

No fue un polímata de exigente formación académica, pero, en cambio, fue un escaso diversificador de quehaceres cotidianos vinculados al bienestar de personas del entorno citadino de Jauja. El amor a su tierra y sus costumbres lo mantuvo cercano a las expectativas del pueblo y, desde este punto de vista, muy temprano abrazó ideas políticas que se sintetizaron en el ideario aprista. Y es justamente en este campo que, desde el año 1966 a 1968, el pueblo de Yauyos-Jauja lo hizo su primer alcalde constitucional, habiendo prodigado su interés en poner en marcha la administración municipal y diversas obras de grata recordación, pues siempre fue consciente de que su gobierno tenía la misión de hacer olvidar a sus dirigidos que ya no eran un barrio de Jauja, sino que ahora eran una comunidad con personería legal que debían forjar su propio desarrollo. Estas actitudes  ediles han fructificado en los hechos, pues el otrora naciente distrito de Yauyos hoy tiene mayores proyecciones que la propia capital, Jauja.

Dieciocho años después, en 1986, y siempre enarbolando su militancia partidaria como un lábaro promisorio para la provincia, Erasmo Suárez, fue designado Subprefecto de Jauja. Esta responsabilidad la asumió con asombroso estoicismo, pues no lo arredró el temor que despertaba el terrorismo de aquel tiempo, ensañado en aniquilar autoridades que designaba el gobierno central y otras elegidas mediante sufragio ciudadano. El personal que todavía labora en dicha dependencia recuerda, con discreto humor, la forma cómo provocaba a los violentistas: “llevaba su orquesta al mismo local subprefectural y ordenaba que toquen tunantada, no temía a nada…”. Así era este viejo jaujino, digno representante de la estirpe de los xauxas: corajudo, trabajador y sabio interprete de las necesidades populares.

Como pocos, advirtiendo que los ciudadanos de nuestra capital tenían muchas necesidades que atender y como digno continuador de las enseñanzas de su padre, Erasmo  rayó su quehacer en el campo del emprendimiento. Desde muy joven se dedicó al comercio, especialmente en el rubro de zapatería, campo en el que contó con el constante apoyo de su esposa y su hija Alicia. Con ellas administraban tres locales de venta de toda clase de calzados a donde los clientes, gustosos, acudían para adquirir sus prendas de vestir y además gozar de la amable atención que solían brindar sus propietarios, sumado a ello que era distribuidor mayorista de zapatos y zapatillas entre pequeños comerciantes a quienes proveía a crédito. Pero no sólo eso, en el local que administraba el patriarca –del jirón Grau- los viejos y amicales compañeros y adversarios ideológicos de Erasmo solían acudir, especialmente los días domingos, después de la misa de once, para entablar largas conversaciones en torno a la problemática de la provincia y, aún, de su viejo partido político. De este modo, se convirtió en un habitual y abierto contertulio de la ciudad, donde informalmente se discutían temas que eran de urgente tratamiento para el desarrollo de Jauja. La presencia de Erasmo Suárez en la vida de la ciudad era siempre gravitante, su cercanía al pueblo, sus diálogos que traducían el pulso de la provincia y las proyecciones que de estas reuniones se esbozaban hacían de su vida una brújula que necesitábamos todos para saber hacia dónde nos dirigíamos y qué debíamos hacer para enfrentarnos a los retos diarios de la vida. Erasmo Suárez no era una persona más, era por sobretodo una persona especial, una persona necesaria en la vida de las gentes, infaltable en la cotidianidad vital de nuestra tierra. Una persona a la que a sus numerosas facetas incorporó la de ser un profundo creyente, especialmente de la Virgen Chapetona, de cuyas celebraciones nunca estuvo ausente, e incluso fue mayordomo de fiesta en numerosas veces.

Cuando el ocaso existencial lo acercó a la inevitable muerte, no dudó en llamar a sus continuadores más cercanos para pedirles, en nombre de Jauja y de su institución a la que consagró su vida, -el “Centro Jauja”-, que había que continuar forjando y desarrollando aquello que jamás dejó: la tunantada. La sombra de su legado ha fructificado exponencialmente y hoy, la fiesta de la tunantada no solo es una tradición emblemática de Jauja que colma la identidad de los jaujinos, sino que es una expresión que traduce la alegría de un pueblo que sabe aquilatar la heredad de los mayores, entre los cuales la figura de Erasmo Suárez Zambrano crece “como crece la sombra cuando el sol declina”.

Jauja, 22 de marzo del 2024.

DARÍO A. NÚÑEZ SOVERO

LOS PRIMEROS ARRIEROS EN EL PERÚ (*)

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Reconocido el importante rol que desempeñó el arriero en la vida económica de la colonia, es necesario abundar sobre cómo es que –los del norte argentino- llegaron al Perú, región que era llamada por entonces conjuntamente con el Alto Perú (hoy Bolivia) como “las provincias de arriba”.

Existen dos autores argentinos, radicados en San Miguel de Tucumán, Juan Bautista García Posse y Juan Héctor Suárez, quienes tienen posiciones interesantes para centrar el tema de los arrieros. El primero, sostiene que los arrieros, inicialmente, eran indígenas del norte argentino que estaban bajo la égida de un encomendero, el segundo sostiene que los arrieros, sea cual sea el tiempo que recorrían los confines del sur de América, eran los gauchos. García Posse –en conversación personal con el suscrito- nos dice que eso es imposible porque la temporalidad del gaucho es el siglo XIX cuando su actividad fue recorrer a caballo el valle de Calchaquí, la parte de Buenos Aires, sur de Paraguay y Brasil para desollar vacas y obtener beneficios comerciales con el cuero y la grasa que extraían de ellas y el arriero es anterior a éste. Juan Suárez responde que, aun así, al hombre de la pampa se le denomina gaucho. Interesante disquisición que deberá ser deslindada entre los estudiosos del norte argentino y que no viene al caso profundizar porque lo que aquí nos trae y preocupa es el arriero –también llamado tucumano, argentino- y su génesis.

Existen documentos, que obran en el Archivo de Indias, que prueban que los primeros arrieros que salieron con destino al Perú, partieron desde las regiones del norte argentino y ellos, inicialmente, no eran hombres libres sino que eran naturales que estaban confiados a la tutela de los encomenderos (españoles a quienes se les otorgó una cantidad de ellos para tener derechos sobre su trabajo a cambio de protegerlos y evangelizarlos). Esta constituyó una sutil forma de esclavitud del nativo por lo que estos, cansados de la situación de subyugación en que vivían, buscaban alguna forma de liberarse de esta opresión La oportunidad la encontraron cuando, inicialmente, fueron encargados de trasladar las mulas, necesarias para el transporte de minerales desde los centros de producción hasta los puertos, y muchos de ellos optaron por no retornar y desaparecer sin mayor explicación. Esta situación, incómoda para el encomendero español fue superada cuando, a partir de que la corte española es asumida por la dinastía de los Habsburgo, se dieron las Nuevas Leyes (1542) que fueron inspiradas en las ardientes defensas que ejerció Fran Bartolomé de las Casas a favor de los naturales de las colonias de España en América, según las cuales, se exigió que los encomenderos, bajo compromiso ante los escribanos de entonces, se comprometan en destinar naturales para la labor de arrieros con cargo a que retornen en igual número a sus lugares de origen.

(*) este documento fue elaborado adrede de recordar el XIII aniversario de la expedición de la Resolución Viceministerial Nro. 076-2011-VMPCIC-MC y para su concreción se ha hecho bajo consultas personales con historiadores tucumanos como Juan Bautista García Posse y Juan Héctor Suárez. Para la lectura del contenido del documento que obra en el Archivo de Sevilla, se ha solicitado el apoyo de intelectuales de la Universidad La Sorbona de París.

Es justamente de este tiempo que existe el documento que acompaño, escrito, según Antonio Palacios,  en un “castellano medioeval” o, como se diría gramaticalmente, en un lenguaje “típico del Mio Cid”. Documento que, me he atrevido a traducir, con las disculpas del caso dado que no soy lingüista:

“En la ciudad de Santiago de Estero, cabeza de esta Gobernación de Tucumán, a ocho días del mes de febrero de mil quinientos ochentinueve [1589], su señoría el Gobernador don Juan Ramírez de Velasco, Capitán General y Justicia Mayor en estas provincias por el Católico Rey don Felipe nuestro Señor, digo que el tiempo y cuando su señoría entró a esta gobernación y sus provincias por Gobernador de ellas, entre las cosas que proveyó para el buen gobierno y sustento de ellas y conservación de los naturales, ordenó y mandó que ninguna persona sacase servicio de indios de esta tierra al Perú ni a otra parte fuera de su natural por muchos y justos respetos que a ellos les movieran sin dar fianzas que dentro de un breve tiempo les volverían a su natural, so ciertas penas y que les pagarías su trabajo y jornal, llevando para ello licencia de su señoría y habiéndose pregonado y guardado en toda esta dicha gobernación y puesto deudores y alcaldes de sacas para este dicho efecto, don Francisco de Vitoria, obispo de estas provincias, sin guardar la orden contenida, aunque llevó licencia para sacar su ganado y servicio con este aviamiento, sacó de la ciudad de San Miguel de Tucumán venticuatro indios casados y solteros y los llevó al Perú en su servicio y pasando por la ciudad de San Felipe de Salta, donde se hacen los dichos registros queriéndose usarlos  por no obligarse a volver los dichos indios a su natural, como se ha ordenado, pidiendo el  alcalde de sacas que allí estaba que se registrase los dichos indios, se les mostró un testimonio en que decía que ya estaban registrados y vistos en la dicha ciudad de San Miguel por un alcalde y ante escribano que había dado fe de ello y de la fianza con la que le habían dejado sacar en dicho servicio sin hacer las dichas diligencias y habiendo la noticia de su Señoría, el dicho testimonio era falso, contrahecho y que no se había hecho en el registro que había dejado la fianza”.

Este documento demuestra lo siguiente:

  1. Que ante la voluntad omnímoda de los encomenderos españoles se prohibió sacar naturales de sus tierras.
  2. Que se había dado instrucciones para que los encomenderos que hagan uso del trabajo de los naturales debían pagarles un salario.
  3. Que hubo formas de evadir estas directrices como, por ejemplo, el cura obispo que tenía permiso para sacar sus ganados y también sacar naturales al Perú, pero haciendo uso de la viveza solo registra el ganado que va a sacar y miente al decir que los indios ya están registrados, como le exigían los alcaldes de Sacas, porque al registrarlos adquiría la obligación de hacerlos retornar.

Sea cual fuera la forma, lo real es que los primeros arrieros que salieron con dirección al Perú, eran aborígenes del norte argentino. Con el tiempo, por los boyantes resultados que estaban dando las labores de arrieraje, a esta actividad se incorporan los mestizos y los mismos criollos, siendo que muchos de estos de, apellidos conocidos como los Araoz, los Iriarte (segundo apellido de Domingo Olavegoya), los Salguero, los Suárez, etc. provienen de esos lejanos lugares.

Cuando la actividad del arrieraje estuvo en el culmen de su esplendor, los caminos del Q’apac Ñan fueron el escenario perfecto que vio transcurrir miles y miles de caravanas de arrieros que fatigosamente trasladaban mulas hacia los centros mineros de la colonia provenientes de la Feria de Sumalao que se realizaba anualmente entre Salta y Catamarca, así como también productos, tanto de producción local, como los que llegaban a los puertos del Callao y Rio de la Plata. Entonces zonas pobres, como era el caso de San Miguel de Tucumán de pronto cobraron un gran auge y desarrollo insospechados, tanto que se creó, en el siglo XIX, una leyenda que decía que en esas zonas había una ciudad llamada Nuestra Señora de Talavera de Esteco donde las espuelas y cabalgaduras de los gauchos eran de oro y plata pura y la provincia era la zona más rica del mundo, similar a la leyenda del país de Jauja, un país poblado de utopías, donde los ríos eran de leche y mieles y los frutos de los árboles tenían como frutos quesos, bueñuelos, etc.

Corresponde, justo a este tiempo bonanzas del arrieraje que son citados por José Carlos de la Puente Luna en su libro “Los curacas hechiceros de Jauja” (2007) en cuyas páginas 99 y 100 dice lo siguiente:

“a comienzos del siglo XVII, Guamán Poma (1992:1019) se permitía afirmar, a su entrada en el valle de Jauja, que <el dicho autor [se] encontró con muchos españoles harrieros (sic) y rescatadores que pasaban adelante>. Los arrieros usaban las recuas de mulas –que llegaban para venderse desde Tucumán- para llevar lana, ropa de abasca –de burda hechura- y quesos a Lima, Ica y Huancavelica, así como traer de la Ciudad de los Reyes la llamada <ropa de Castilla>. También se utilizaban las mulas para para transportar aguardiente, maíz y otros bienes a zonas más lejanas como Cusco…”

En verdad que, el paso de los arrieros por todas las colonias españolas en América, era visto con singular alegría, porque ello significaba activar los mercados, generar intercambios de bienes, iniciar intensos modos de comunicación mediante cartas, encomiendas y generar nuevos círculos sociales como fue en el caso de Jauja, donde además dejaron su alegría y ese espíritu festivo que se advierte existe hasta ahora en la región calchaquí.

A Jauja, llegaron incontables arrieros del norte argentino (estudios como el recientemente hecho por Domingo Martínez Castilla demuestran la intensa forma que se estableció en el compadrazgo espiritual con familias locales), ellos trajeron, además de mulas, los finos vinos de las zonas de viñedos de dicha región, su peculiar lenguaje que ahora se reproduce muy limitadamente en fiestas donde danza el arriero, los productos finos que entraban de contrabando por puertos del atlántico y que provenían de centros productivos de Inglaterra, Francia, Alemania y los Países Bajos, además de su alegría, expresada en canciones, romanceros, etc., uno de cuyos más altos resultados es nuestra conocida muliza. En nuestro medio, el recuerdo más vivo de la presencia de los arrieros en el Valle de Jauja ocurre en las fiestas anuales del 20 de Enero del distrito de Yauyos. Estas líneas, finalmente, solo tratan de –en nombre de tantos recuerdos dejados- ser un modesto homenaje a estos devoradores de distancias, que sin medir peligros surcaron los caminos de la colonia para dejarnos su mensaje de desarrollo y civilización y, por qué no decirlo, de alegría mil. ¡Bienvenidos hermanos arrieros!

Jauja, 07 de Enero del 2024.

Darío A. Núñez Sovero

Centro Cultural Los Tunantes

EL ARBOL QUE NO QUERIA MORIR

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Darío A. Núñez Sovero

Nunca supe de mis orígenes, menos sé si es que formé parte de un almácigo o que alguien cuidó de mí desde mi estado anterior de semilla. Algunos entendidos  -así los oí- al verme crecer, expresaban su admiración por mí estampa regia y erguida comentando, con voz que denotaba cierto asombro, algo así como “qué bonito rebrote de eucalipto”. Lo cierto es que al paso inexorable del tiempo fui tomando forma y creciendo más que mis congéneres que estaban a mis costados. Debía ser así porque, casi al pie mío, unos hombres abrieron un día una acequia por donde, en los meses de lluvia, discurría abundante agua, lo cual me dio cierta ventaja sobre los demás de mi especie que envidiaban mi privilegiada posición terrena. Digo privilegiada porque eso de vivir cerca de un caudal acuífero permite que el terreno se humedezca con vigor, lo que posibilitó que mis raíces se fortalezcan con el agua, tanto que penetraban con profundidad en la tierra que nos cobijaba.  Y así, con la envidia y mezquindad vecina fui creciendo con asombrosa prisa, sin que nadie perturbe mis primeros años de existencia. Fue un crecimiento sostenido que, sin embargo, demandó como dos décadas de años.

Con el tiempo advertí que, frente a mí, periódicamente venían unos hombres para labrar la tierra que me hospedaba, lo hacían con denuedo y mucho esfuerzo y algunas veces relajándose cuando entonaban canciones que violaban la quietud del azulado cielo que diariamente nos abrigaba. Los vi sudar y denotar cansancio y para mí fue alentador brindarle las sombras de mi ramaje cuando se echaban a descansar sus fatigas, terminando, en algunos casos, en reparadores sueños que yo celaba con fruición. Más de una vez, creí escuchar amorosos diálogos de amantes que se apretujaban contra mí corteza, jurándose encendidas frases de amor al tiempo que se comían mutuamente en desenfrenados y canibalescos besos. La belleza de mi vida en aquel tiempo, se complementaba cuando en temporadas de lluvia, mi entorno se revestía de un verdor intenso, realmente deslumbrante, que se coronaba en el aire con los trinos que alegres avecillas despedían de sus canoras gargantas. Vivir así me hacía adorar la vida, querer los milagros del sol y la luna, el aire que besaba diariamente todo mi ser, sacudiendo rumorosamente mis hojas afiladas y verdosas.

Así vivía hasta que la felicidad de aquellos tiempos –un día- se vio nublada cuando otros hombres llegaron al lugar de nuestro aposento y empezaron a cavar la tierra para instalar postes de cemento por donde debían sostenerse numerosos cables –creo que allí empezó la fatalidad de mi vida- que, según escuché debían conducir electricidad a barrios aledaños, pues, como diré más adelante, para mí todo cambió desde aquel instante.

El tiempo raudo atropellaba y a su paso parecía que se envolvía en todo nuestro entorno, se sucedían días y noches, veranos e inviernos y, en medio de ellos, truenos y rayos relampagueaban en el horizonte y el cielo inmediatamente desataba copiosas lloviznas que, en el fondo, fueron el marco perfecto para señalarnos estaciones y diversos quehaceres. Al principio vi bueyes que mugientes  halaban pesados arados sostenidos por rudos hombres y, no hace mucho tiempo, ruidosos motores de tractores que horadaban surcos anunciando siembras. Y esta rutina anual fue acompañando mi crecimiento hasta formarme como un árbol robusto, fuerte, de visible esbeltez y vigorosos brazos que sumaban al  abundante ramaje en la copa, tanto que llegué a ser la envidia callada de nuestros acompañantes.

Hasta que una tarde, ahora poco nomás, llegaron a bordo de un vehículo dos hombres que presurosos se bajaron de él para otear todo el entorno del lugar de mi alfombrada y verdosa estancia y comenzaron a divisar árbol tras árbol. Entre murmullos de clara aceptación, usando un improvisado plumón marcaron sobre mi corteza una X, luego –como habían llegado- se fueron. Fue entonces que tuve un mal presentimiento y sentí que mi destino vital estaba amenazado. Se fueron raudamente y quedé frente a esa duda existencial de saber qué es lo que me aguardaría. Traté de adivinar qué era lo que querían aquellos extraños y no alcancé a tener la verdad sino cuando, días después, a bordo de un camión descendieron decenas de hombres que, jubilosos y con la compañía de guturales sonidos que salían de un cuerno soplado por un experto, me dieron la respuesta de que mis días llegaban a su fase terminal. Los reiterados golpes de un tambor me generaban más pánico y cuando alguien empezó a hacer una ceremonia de gratitud a la tierra por la ofrenda que le daban –que en verdad era yo- sentí que la alegría de mis días se tornaban en un miedo incontrolable. Ni las hojas de coca que tendieron sobre multicolores mantas ni las sobras de un fuerte aguardiente contenido en copas que sacudían luego de beber y humedecían la tierra, calmaron mis ímpetus. De pronto, cerca de mi raíz empecé a sentir incontables golpes de hacha, cada uno más dolorosamente penetrante que el anterior. Los que manejaban el hacha se turnaban y cada uno, cuando lo hacía, trataba de demostrar su ferocidad contra mí. Aún con el dolor de cada golpe, alcancé a pensar en la razón que merecía para tener tan cruel insanía. Me respondí que en mi vida no había hecho nada contrario  que perturbe la paz de aquel lugar, que de repente mi ubicación al lado de los cables que tendieron un día hacía peligrar el bienestar de los pobladores beneficiarios, etc. Así en esas cavilaciones casi metafísicas, de pronto sentí que el líquido que recorre mi corpulencia de 35 metros de altura iba mermando su recorrido y que, fatalmente, ya nada podía hacer. Se aproximaba el fin de mi existencia. Casi moribundo, atiné a dictar a todas las instancias de mi organismo, una orden: resistir hasta el final, no doblegarse o en todo caso, morir con dignidad, como lo hacen todos los árboles, de pie. Esta orden se cumplió a medias porque con el dolor de los hachazos no me percaté que un avezado trepador, usando unas espuelas de metal, me había escalado hasta cierta altura para anudar una soga que jalado por los festejantes direccionaría mi caída a un área libre colindante para evitar que caiga sobre los cables eléctricos vecinos y se genere una tragedia. Y así fue. Desfalleciente y ya sin poder sostener el volumen de mi respetable peso, asediado por incontables hachazos finales y tirado de la soga por los presentes, caí aplomadamente sobre el área verdosa que en vida me había acompañado. Mi caída fue estruendosa, tanto que inmediatamente generó un júbilo de los expectantes, adolorido por mi tremebunda caída escuché que, a gritos, la concurrencia gritaba “alaláu padrino” y un presuroso hombre se multiplicaba para repartir más copas de caña “curada” con variados jugos de fruta, mientras algunos entendidos cortaban con el hacha algunas ramas que estaban más abajo de mi copa. Esas mismas personas dispusieron que casi la mitad de mi tronco fuera cercenado –según dijeron- antes de ser cargado al camión. Y cuando una voz estentórea convocó a la concurrencia con la frase “todos al palo”, fueron inmediatamente a levantarme para envolver, con gruesas sogas, el frondoso contingente de mi copa. Enseguida, envalentonados por más arengas, algunas soeces, condujeron la mitad restante de mi cuerpo con dirección al vehículo estacionado que debía transportarme. Fue ese el instante en que, desfallecientes, los vigorosos brazos armados de ramas que forjé, hicieron la primera resistencia, dificultando la labor de los cargadores. Era evidente que con toda esa pesadez de mi copa no iban a poder subirme a ningún vehículo por lo que se ordenó cortar algunos de esos brazos enramados. Ya sobre un camión que acusaba dificultad para llevar el apreciado volumen que todavía tenía, me hicieron llegar a una placita donde evidentemente iba a desarrollarse una fiesta. Entre canciones y bailes de parejas que estaban presentes y todavía sobre el carro que me había traído, unas damitas, luego de renunciar a las caricias de sus acompañantes, empezaron a colocar diversos y coloridos objetos en mis ramas y mientras me envolvían con serpentinas y cadenetas y trataban de encimarme con mantas y frazadas, gimebundo y al borde de la muerte, recordé a todas las partes que de mí sobrevivían que tenían que resistir y al final morir con dignidad. Creo que eso fue decisivo para el fin, porque cuando el camión empezó a retroceder para generar fuerza y ubicarme en el hueco donde se pretendía reimplantarme, nuevamente el peso de mis restos se resistieron y desafiaron la fuerza motriz del vehículo que, finalmente, se rindió. Conscientes, los bailantes, que no podrían pararme frente a todos y vencida la tarde, optaron por bajarme a tierra y abandonarme entre los sopores festivos de los bailantes, no sin antes retirar todos los objetos y enseres que habían colocado en el ramaje de mi copa.

Al día siguiente, luego de haber estado tirado sobre el suelo por varias horas tolerando las lluvias de este marzo acuoso, volvieron los que el día anterior me habían abandonado, esta vez con otro árbol más liviano y a bordo de un camión. Este generó tanta fuerza que no tuvo dificultad de colocar al nuevo árbol sobre el hueco donde debían erguirlo, también vi que, antes de hacerlo, las idénticas damas del día de ayer, colocaron los mismos objetos que habían retirado de mi copa, emebelleciéndolo con diversos colores provenientes de los variados enseres que colocaron. Cuando, para asombro de los presentes, el camión colocó en su nuevo sitio a mi reemplazante, el hombre del vozarrón que había ordenado cargarme al camión en la chacra donde crecí, dispuso que otro hombre, que sostenía una motosierra, troce todo el tronco que restaba de mí. Y así se hizo y mientras era cargado -despedazado por la indiferencia humana frente a mis despojos- al camión que llevaría mis restos, supe que mi destino era un horno a leña donde, probablemente, arderán mis últimos vestigios. Así terminé mis días pletóricos, llenos de vida, la belleza de mi estampa se difuminó en tronquitos insignificantes, como un homenaje trágico a la muerte-.

Jauja, 11 de Marzo del 2023

EL ARRIERO DE LA TUNANTADA (*)

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Darío A. Núñez Sovero

 La tunantada, como expresión tradicional de la nación xauxa, es una representación dancística que recoge parte de las experiencias históricas por las que ha pasado esta colectividad a través del tiempo –especialmente en tiempos de colonia e inicios de la república-, de allí que algunos autores, caso concreto de Carlos Hurtado Ames, la consideren como un “drama social” (1). Este drama social se caracteriza por reproducir integradamente lo que en algún tiempo constituyeron los estratos más visibles de la sociedad colonial y republicana de Jauja que, además, le incorporó un elemento muy en boga en estos días y ,que es lo que conocemos como inclusión social. En efecto, llegado el momento, ninguna de las expresiones dancísticas que conocemos resalta una que hermana a través de la música y el baile a diferentes cultores unidos por el sentimiento tunantero. Desde el arrogante y presuntuoso español hasta la humilde y raída María Pichana, todos renuncian a sus pruritos clasistas para unirse en torno a la tradición tunantera, sin que unos sean más que otros, no jerarquizados y todos unidos por una relación horizontal. Este carácter socialmente integrador es el que, entre otros merecimientos, ha sustentado para que el gobierno peruano reconozca a la Tunantada como Patrimonio Cultural de la Nación.

 Este grupo de danzantes –que en la tunantada llegan a ser hasta 15 con diferente atuendo- es el que reproduce la estratificación social pasada y, probablemente, es el Tucumano –también denominado argentino o arriero-  el que, merecidamente, puede ser conjeturado como un auténtico personaje tunantero. Como un transhumante que llega a la fiesta para traer el lejano mensaje de su procedencia. Como se verá más adelante, el tucumano, llegado de tierras remotas sabía incorporarse, sin menoscabo de su lejano origen, en la tradición tunantera, aun cuando la cadencia de su baile sea un poco más ruda y con movimientos de visible energía sin que ello signifique que desentonaba la comparsa de sus acompañantes con quienes se compenetraba armoniosamente. Esta peculiaridad llevó a algunos estudiosos recientes a afirmar con singular acierto que en la tunantada se guardaba “la armonía de las diferencias”.

No se podría explicar la vida de los habitantes en tiempos de la colonia e inicios de la república sin detallar el rol que les cupo desempeñar a los arrieros como los dinamizadores de la economía de aquellos tiempos. Los arrieros, fueron los vasos comunicantes que llevaron civilización y cultura a todos los confines de la sociedad colonial, fueron ellos los que, en ausencia de vías de comunicación adecuadas, le insuflaron a los diferentes confines de la colonia la fluidez de traslado de personas e intercambio de bienes necesarios para el bienestar general de los habitantes de aquel tiempo. Pero antes de entrar en detalle de su importante rol social y económico, es menester explicar por qué y cómo los arrieros llegaron a Jauja.

LA PRESENCIA DE JAUJA EN TIEMPOS DEL COLONIAJE ESPAÑOL EN AMERICA DEL SUR

Jauja desde los inicios y aun antes de la conquista fue un lugar de renombre y atrayente fama. Hay hechos de gran trascendencia histórica pero poco difundidos que justifican la curiosidad que despertaba Jauja en todos los confines del que fuera Tahuantinsuyo, convertido luego en el Virreinato del Perú. En torno a ello, el conocido historiador Raúl Porras Barrenechea, nos recuerda en su obra “Jauja Capital Mítica”, que en los inicios de la colonia solo había dos pueblos fundados; Cusco y Xauxa.

 

Almagro quien salió del Cuzco en Diciembre dice en su carta al Rey el 3 de Mayo de 1534, desde San Miguel: “el gobernador en nombre de vuestra magestad ha poblado dos pueblos de españoles, el uno en el pueblo de Xauxa y el otro en el asiento del Cuzco, los cuales están fundados” (2).

 

Por otro lado, el 25 de abril del año 1534, Pizarro, con las formalidades establecidas por la corona española, decide fundar Jauja como la capital de la  Gobernación de Nueva Castilla, con lo cual, luego de algunos protocolos y el levantamiento correspondiente del acta de fundación “El propio Pizarro, obrero incansable,  midió, ayudado por Juan de Pancorbo, el terreno destinado el templo. Otro gran solar fue adjudicado para monasterio de la Orden de Santo Domingo. Los indios de Jauja, a las órdenes de los caciques  Cusichaca y Guacra Paucar, trabajaron afanosamente en levantar los muros de las casas y de la Iglesia. Y así, con una traza española y mano de obra india, empieza a surgir la capital mestiza de Pizarro (3).

Ajusticiado Atahualpa en Cajamarca, Pizarro se vio en la obligación de designar a un sucesor que le permita estar en contacto con los naturales y controlar todo atisbo de sublevación. El designado fue Manco Inca a quien Pizarro tenía permanentemente a su lado. Estando en Xauxa, Manco Inca, con el fin de congraciarse con los españoles y parecerles “buena gente” dispuso organizar una gran cacería de animales –lo que se conoce como chaco- en el que participaron  entre 20 a 30 mil naturales que formaron una gran cadena humana que se cerraba cada vez más y fruto del cual “se mataron once mil y tantos cabezas de ganado montés, vicuñas, venados, zorras y algunas aves que con las voces que los indios daban, las aturdían y mataban” (4). Con referencias históricas como ésta, es fácil deducir que la Xauxa de esos tiempos era un lugar boyante, con un medio ambiente generoso y de gran riqueza natural.

Estos hechos relevantes de nuestra historia se van a complementar con algo que cronistas de aquella época como Francisco Jeréz y Pedro Sancho relatan sorprendidos “El pueblo de Xauxa es grande i está en un valle hermoso, i es tierra templada: pasa un rio poderoso por la una parte del pueblo. Es abundoso de bastimentos e ganados; está hecho a manera de pueblo de España, muy junto a sus calles bien tracadas. Hai a vista del otros muchos pueblos sus subjetos, i era tanta la gente que paresció allí de la del mesmo pueblo e sus comarcas, que otra semejante en un solo pueblo no se ha visto en Indias, porque al parescer de quantos españoles lo vieron se juntaban cada día en la placa principal mas de cien mill ánimas, i estaban los mercados e otras placas e calles del mesmo pueblo tan llenas de gente, que parescía cosa de maravilla su grandísima moltitud” (5).

Las dos primeras citas nos dejan entrever la importancia que tuvo la ciudad de Xauxa en tiempos incásicos y los primeros años de la conquista, ello sumado a la leyenda que surgió en Europa como que Jauja era un lugar de ensueño, abundancia y ocio, despertó la curiosidad de muchos viajeros por conocerla. La cita última, nos revela a una Xauxa densamente poblada, colmada de gentes provenientes de todos los pueblos colindantes y, naturalmente, esta situación constituyó un  atractivo poderoso para cualquier mercado de intercambio de bienes, realidad de la que no eran ajenos los arrieros. Imaginar un mercado de consumidores de más de cien mil almas tiene que llamar la atención de cualquier mercader y los arrieros que entre otras cosas transportaban bienes económicos eran expertos en esta actividad.

La fama de Jauja iba expandiéndose cada vez más, aun cuando había perdido la capitalidad que Pizarro le quiso asignar -luego del primer cabildo de vecinos de la América española, acaecido en Jauja el 29 de Noviembre de 1534 que acordó trasladar la capital a un lugar de la costa cercano al mar y lo que sería luego Lima-, sin embargo no dejó de ser un importante paso de viajeros que trataban de llegar a Lima desde el Cusco o viceversa. Es de este modo como al valle de Jauja llegaron estudiosos de la talla de Antonio Raimondi, Leonce Angrand y otros quienes se encargarían de realizar provechosos estudios de nuestra biodiversidad y multiculturalidad. Raimondi llega a Jauja en la década del 60 del siglo XIX, pero siete décadas antes llegó a nuestra querida ciudad otro estudioso que se sorprendió de lo que observó, habiendo escrito sus impresiones sobre Jauja en su obra “Descripción del Perú”. Él se llamó Tadeás Haenke, naturalista y sabio austríaco que llegó al Perú contratado por la corona española para realizar investigaciones científicas en toda la extensión de los reinos de España en América. Haenke llega en la expedición científica de Alejandro Malaespina y entre otros descubrimientos halló las ingentes riquezas salitreras del sur que después serían motivo de la Guerra del Pacífico de 1879, alertando la necesidad de su explotación. Pues bien, al visitar el valle de Jauja, Haenke vio con sorpresa algunos detalles que paso a resaltar:

“…Al S de Tarma sigue el partido de Jauja, que tiene treinta y cinco leguas de N a S y venticinco de ancho. El terreno de que se compone es una quebrada o valle, de temperamento agradable y suave, aunque se experimenta bastante frio en los altos de uno y otro lado, siendo célebre este partido por la feracidad de sus tierras, en las cuales se coge mucha cebada y trigo, con que se engorda cantidad de ganado de cerda, del que conducen anualmente a Lima dos mil cabezas, juntamente con gran porción de manteca, huevos, jamones y tocinos. En los parajes fríos hay varias estancias de ganado de Castilla, y del cual remiten a los reales de minas de Yauli y Pasco; y de las lanas fabrican también ropa de la tierra. Críanse (sic) igualmente papas, coca, plátanos, piñas y otras frutas; y aunque no faltan algunas minas no se trabajan en el día.

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La facilidad que tiene el valle de Jauja para expender sus harinas, semillas y demás frutos en los minerales referidos, mantiene en él un continuo y vasto tráfico que lo ha elevado a un estado más floreciente que el que prometían su situación y cortos límites. Así su población es una de las más numerosas contando 52,286 almas entre españoles, indios y mestizos, repartidos en catorce doctrinas, 1 villa y 16 puebles anexos, de los cuales es capital la villa de Atun Jauja, con el nombre de Santa Fe, diez leguas distante de Tarma y treinta y siete de Lima. También parece que esta provincia fue una de las más pobladas en el tiempo de los incas, según lo dan a entender las muchas y grandes ruinas de poblaciones y castillos que se encuentran por todas partes.

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Solo con la lluvia se riega su amenísimo valle, y a veces falta el agua para su riego y aún la necesaria para la bebida de los habitantes. A una legua del pueblo de Jauja hay un puente de piedra y un arco. Tiene esta provincia, en el pueblo de Jauja, un colegio de misioneros apostólico franciscanos, con el titulo de Santa Rosa de Ocopa, fundado el año de 1725 para hospicio de misioneros…” (6)

Decía que, en la lectura de lo escrito por Haenke, hay detalles interesantes y estos los resumo:

En primer lugar habla de una Jauja cuya extensión comprendía todo el valle de lo que hoy es el valle del Mantaro teniendo como capital a la villa de Atun Jauja; también explica que la gran producción que había en el valle era para atender necesidades de los centros mineros y de la capital del Perú y que, desde el punto de vista de la evangelización, este rol estaba reservado para el convento de Ocopa (este es un dato relevante porque marcó para la posteridad el rol cultural que le ha caracterizado a Jauja) y, finalmente, un detalle que no podemos soslayar es el hecho de que los campos agrícolas estaban colmados de sembríos de cebada y trigo. Esta última afirmación encuentra complementación cuando afirma que:

“… los alimentos más comunes que acostumbran son: las papas, el maíz, el camote y la yuca. Estos cuatro frutos les sirven en lugar de pan: solamente los de la costa compran pan cocido, cuando lo tienen en su mismo pueblo o pasan por alguno donde se amasa. En el valle de Jauja, en Huaylas, Huánuco y otros valles abundantes de trigo, comen también pan; pero por lo regular en estas provincias, como en las de la costa, mantiénense con papas y camotes asados, maíz tostado (que llaman cancha) o cosido (que llaman mote)…” (7)

Lo dicho por el sabio viajero Haenke confirma la tradición panificadora de Jauja, tradición que es secular que justifica, hasta nuestros días, por qué la variedad y sabor original de nuestros panes son alimentos buscados por cuanto visitante llega a nuestros pagos y por qué en cuanto evento gastronómico se realiza nunca está ausente el expendio de los panes jaujinos. La trascendencia de Jauja y su renombre van tomando forma en la versión de viajeros que se trasladan de Lima al Cusco, el Alto Perú y Buenos Aires con el valioso auxilio de los arrieros. ¡Cómo ante tanta bondad se podría estar impasible!, ¡cómo no deleitarse siquiera alguna vez con las apetecibles ofertas del mercado jaujino, verdadero imán que mueve la curiosidad de los foráneos!

DE LA ARRIERIA PROPIAMENTE DICHA

Es indudable que para explicar el tema que nos ocupa hay un trinomio que es indisoluble, especialmente cuando hablamos de los albores de la colonia, sin que ello quiera decir que en tiempos prehispánicos esta importante actividad estaba ausente en el quehacer del habitante del Tahuantinsuyo. Lo fundamental es saber que con la conquista y la llegada de los españoles empezó un desarrollo minero insospechado –avalado por la sed insaciable del conquistador por acopiar riquezas auríferas y argentíferas- y con ella la arriería se generalizó para atender las múltiples necesidades del transporte y así fue que empezó una de las actividades económicas más importantes de la colonia. Esta trilogía estuvo dada por la relación que se estableció entra la minería, el comercio y la arriería. Para ello, naturalmente hubo la necesidad de utilizar la infraestructura básica que estuvo dada por la red de caminos del incario que se conoce como Qhapac Ñan. Los caminos del incario eran dos, los principales y los transversales: los principales que denominaron los Caminos Reales, también llamados longitudinales que eran, a su vez, dos: uno de la costa que venía desde el sur de la actual Colombia hasta los valles centrales de Chile y el de la Sierra que venía desde Quito, pasando por Jauja y Cusco terminaba en lo que hoy se conoce como el norte de Argentina. Estos caminos principales estaban unidos por múltiples caminos transversales y de penetración  -también conocidos como caminos secundarios, cuya estimación –según el proyecto Qhapac Ñan del Ministerio de Cultura del Perú- alcanza un total que a 60 mil kilómetros de longitud. Esta infraestructura vial, a la caída del Tahuantinsuyo, quedó intacta y sirvió muchísimo para cubrir los circuitos económicos que se iniciaron e intensificaron a partir de la conquista española e inicios del virreinato. Si bien es cierto que para entonces ya existía un sistema incipiente de arrieraje, éste se intensificó a partir de la explotación de minerales en Potosí (descubierta en 1545), Huancavelica (1564) y posteriormente Cerro de Pasco. La explotación del oro y plata fue la actividad dominante del quehacer español y para sacarlo y enviarlo a Europa se demandó implementar un sistema de transporte que resultó ser una actividad dificultosa. El arrieraje, según el historiador tucumano Juan Bautista García Posse, primero estuvo desarrollado bajo la sombra de los encomenderos quienes teniendo a su cargo un número de indígenas, comisionaron a estos las tareas de arriero, especialmente de transporte de minerales; pero es el caso que muchos de estos indígenas ya no retornaban –por muerte o por eludir al encomendero-, esto obligó a que, ya la colonia bajo los lineamientos de la corona vinculada a la dinastía de los Ausburgo, los arrieros fueran sometidos a contratos ante las escribanías locales; entonces había la obligación de retornar el mismo número de arrieros que salían de la zona de Tucumán –que eran más o menos entre 16 hombres incluidos el capataz y su ayudante- con destino a las “provincias del norte” (así llamaban los lugareños a la región del Alto Perú y Perú mismo en aquellos tiempos). En medio de estas difíciles contingencias, fue el arriero el gran gladiador que se encargó de vencer todos los escollos que se le presentó y que no eran pocos: distancias desoladas e interminables, noches gélidas, tramos donde escaseaba el agua, tormentas borrascosas especialmente en la región andina, vadeo de ríos donde no había puentes, escasez de agua, etc.  Fue, el arriero, un verdadero victorioso de incontables dificultades, un desafiador de peligros, un indomable e intrépido peleador contra todas las dificultades que le presentaba la hosca geografía sudamericana a la que finalmente venció.

Cuando Potosí y sus inmensas posibilidades mineras fueron descubiertas en el año de 1545, empezó un insospechado frenesí por la actividad minera de los españoles que comprometió la mano de obra indígena con trágicas consecuencias (no olvidemos que las mitas eran sistemas de trabajo que obligaban a las comunidades a servir en las minas). Esta febrilidad duró un poco más de un siglo hasta que decayó cuando las vetas de mineral comenzaron a agotarse. Para entonces la única ganadería conocida era la de los camélidos sudamericanos, tradición que venía desde tiempos prehispánicos. La necesidad de sacar el mineral hacia los puertos demandó el uso del transporte a través de las llamas. Pero ocurre que este transporte era insuficiente y se complicaba porque, estos animales,  no podían llevar más de 6 arrobas de peso y era necesario pensar en su relevo por cuanto, si bien es cierto las llamas comían pastos naturales que los había en abundancia, era menester ver otra manera más  económica de transportar el mineral. Para entonces, en los extensos campos de San Salvador de Jujuy y Salta en el noroeste argentino había una ganadería de mulas que, según Concolorcorvo, habían  sido criadas en Buenos Aires, invernadas hasta por dos años en Córdoba y trasladadas a Salta para su comercialización en ferias, y a la que se dedicaba gran cantidad de lugareños y viendo que estos animales eran más fuertes y resistentes y podían trasladar bienes por rutas extensas se optó por el relevo. Mónica Domene, investigadora de Salta, nos lo recuerda –citando a Concolorcorvo- que “Cada año miles de mulas eran engordadas y vendidas en la feria de Sumalao (que significa lugar hermoso) desde donde emprendían largas y difíciles travesías hacia el Alto Perú por zonas desérticas y de gran altura y sometidas al rigor climático”. Las mulas podían transportar dos tercios de 6 arrobas cada uno, o sea un total de 12 arrobas (equivalente a 137.82 kilogramos). Lo único que dificultaba este tipo de transporte era que las mulas demandaban pasturas y agua para su sustento, lo cual obligó a buscar nuevos circuitos de vías que permitan a los viajeros superar estos problemas. Sin embargo, este tipo de transporte se generalizó y fue demandado en el caso de la explotación de las minas de Huancavelica, de Cerro de Pasco y de minas menores que empezaron a aparecer. Pero no todo era transporte de mineral, también se presentó la necesidad de transportar bienes y provisiones para atender los requerimientos de la mina y los mineros, así los arrieros empezaron a trasladar maderas, sal, alimentos y enseres que requería el sustento de estas poblaciones, produciéndose un intenso intercambio de productos y de trabajos especializados, pues los arrieros trabajaban con recuas propias o alquilaban sus servicios a comerciantes para transportar los productos, con el tiempo .hacia el siglo XVIII- de esta actividad, también, participaban criollos.  Esto sumado a que nuevas poblaciones fueron apareciendo a lo largo de todo el virreinato, generó una intensa actividad del arrieraje dando ocupación a miles de personas, ya sea en calidad de propietarios de bienes o en calidad de comerciantes que contrataban fletes, ganadería de mulas, ayudantes, madrineros y tenedores de recua, cada uno con funciones especiales que, finalmente, debían hacer llegar los bienes en perfecto estado de conservación. Es interesante resaltar que, las comunidades indígenas de ese tiempo, viendo que el arrieraje era una actividad en auge que daba buenos ingresos, deciden participar en esta actividad a través de la compra individual de recuas de transporte donde también puedan involucrarse con el traslado, venta e intercambio de la producción local. De esta misma febrilidad, además de los indígenas locales, deciden entrar en este tema gentes mestizas y mulatas.

La ganadería de mulas era un quehacer rentable y los campos de San Salvador de Jujuy y Salta estaban colmados de esta actividad, el precio de las mulas era altísimo al principio, por lo que solo gente pudiente podía adquirirlas, sin embargo con su generalización estos precios bajaron y el transporte mulero recorrió todos los confines de las colonias españolas en América.

“Las ferias de mulas en Salta era, en su época, una de las más grandes del mundo. Allí se comercializaban, en 1771, unas 60,000 mulas y 4,000 caballos usados para el transporte de cargas y el trabajo en las minas de la región andina del virreinato del Perú”

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“Los animales se destinaban al trabajo en las minas peruanas y altoperuanas y al transporte legal de mercaderías entre Lima y la entonces próspera gobernación de Tucumán…”(8)

Por otro lado, en reciente intervención realizada por internet, el Arqueólogo e investigador jaujino Manuel Perales Munguía, nos dice –sobre este mismo asunto-  citando al historiador español Nicolás Sánchez Albornoz que, solo en el período de 1805-1808, al Perú llegaron 40,000 mulas, citando fuentes estadísticas del tráfico de animales de aquellos años (9)

En el caso del paso de los arrieros por Jauja, está generalizada la versión que ellos llegaban desde el sur para acampar en las inmediaciones de la fuente de La Samaritana, lugar donde, además de abrevar al ganado y las recuas que conducían, venderlas a particulares y élites locales, daban rienda suelta a sus merecidos descansos, en cuyos entretiempos se escuchaban tonalidades propias de los gauchos que entremezclados con endechas locales dieron, posteriormente, origen a las conocidas mulizas. Concluida la pascana, los viajeros seguían rumbo a Cerro de Pasco o siguiendo por al ramal del Pariacaca buscaban llegar a Lima.

La pregunta, entonces, se cae de madura: ¿quién traía las mulas a los centros mineros peruanos desde el norte argentino? ¿Quiénes aprovechaban este tráfico de mulas para también intercambiar productos de los pueblos por donde pasaban los muleros –arrieros tucumanos- en ferias locales que se realizaban en su trayecto?. La respuesta es una sola: los argentinos que procedían de la región noroeste del virreinato del Rio de la Plata (región de San Miguel de Tucumán). La memoria histórica de Jauja reproduce estos hechos a través de la tradición xauxa de la tunantada, poniendo en la escena dancística de esta costumbre al arriero o tucumano o argentino. Personaje que la literatura recuerda como seres de alto nivel de extraversión, estampa recia que inspiraba temor y respeto, pero que ocultaba mucha alegría, probablemente por saber que el lugar de la pascana adonde arribaba le permitía intercambiar productos, arrear inmensas recuas de mulas y celebrar esta llegada contagiando su euforia a los pobladores del lugar. El perfil de estos arrieros traduce lo que Domene nos dice, citando a Ercilia Navamuel en su libro “El Gaucho”, “,,,el gaucho del noroeste argentino, tiene su origen en los primeros españoles llegados a la región [que] en azarosas expediciones para subsistir tuvieron que aprender de los aborígenes las cualidades de la tierra en la que se quedaron a poblar…de esta manera se va formando la cultura criolla…”

LOS ARRIEROS EN LAS LUCHAS DE LA INDEPENDENCIA

Los arrieros tuvieron un rol fundamental en las luchas por la independencia de Argentina y el Perú. Quien más se ha dedicado a este estudio, en el caso de Perú, ha sido el historiador Juan José Vega. Él nos dice que, hacia fines del siglo XVIII, las colonias españolas en América habían sufrido un gran desgaste y fruto de eso, cansados de los abusos de los españoles, el germen para repeler al invasor había madurado en los estratos quechuas y aymaras de la sociedad de aquellos tiempos y nadie mejor que la clase andina pudiente –los caciques- para traducir este descontento.

En las regiones de Bolivia, los arrieros fueron los grandes transportistas de los pertrechos militares que la misión libertadora demandaba. Ellos fueron los que, además que fueron reclutados, se enfrentaron a las huestes españolas y su conocimiento de los caminos fueron fundamentales para el movimiento de las fuerzas patrióticas. Mónica Domene en reciente intervención en Tucumán nos dice que “A partir de 1814 los paisanos que integraban las milicias comenzaron a ser denominados gauchos por José de San Martín, Gral. Del Ejército Auxiliar del Perú, comparándolo por su destreza como jinetes con los “gauchos” de la Banda Oriental del Rio de la Plata liderados por José de Artigas. También, fue en el sur del Perú que la revolución de Túpac Amaru liderara ese rechazo al español y fueron miembros de su familia los primeros en alinearse a esta causa. “No solo fue arriero José Gabriel Túpac Amaru el Inca, fue también arriero Diego Cristóbal Túpac Amaru, que fue el sucesor y que gobernó más tiempo que el Inca José Gabriel, porque estuvo al mano hasta 1782, también fue arriero Túpac Catari, el Virrey aimara de la sublevación, hombre difícil, díscolo, pero de todas maneras nominado por Túpac Amaru y que lo había conocido. Seguramente como trajinante del Alto Perú. Fue arriero también Manuel Valderrama, que es el gran caudillo de la revolución arequipeña, capítulo ignorado por la historia oficial. Y fue también arriero Pedro Vilcapaza, el famoso líder azangarino” (10)-

Manuel Perales Munguía, nos recuerda que tanto Francisco de Paula Otero como Domingo Olavegoya Iriarte, fueron arrieros (el primero tendría luego un papel fundamental en la Jura de la Independencia de Tarma y el segundo, cuyo segundo apellido proviene de Tucumán, sería el acaudalado propietario de minas y de ganaderías del centro del Perú que obró de benefactor en la sanación de enfermos de tisis en Jauja).

Para concluir, es interesante resaltar la versión del profesor universitario jaujino Simeón Orellana, quién nos recuerda que fueron los arrieros los que desempeñaron, en tiempos de las luchas de la independencia, labores de espionaje a favor de las fuerzas patrióticas y no podía ser de otro modo su actuar considerando que el ejército libertador provenía del Sur y que el primer grito libertario en Argentina se dio precisamente en Tucumán (11).

LA VIDA NO TAN SANTA DE LOS TUCUMANOS EN JAUJA

No se crea que la vida de los tucumanos que estuvieron por Jauja fue impoluta, que fue una vida llena de expresiones de santidad o algo así. Edgardo Rivera Martínez, célebre autor jaujino, en su cuento “El tucumano” (12) –que aparece al final de su libro “Cuentos del ande y la neblina”- nos relata que, este personaje, llegaba a la fiesta de Yauyos-Jauja y encargaba, la custodia del vino que traía a los conductores de negocios del entorno de la placita, para beberlo con la concurrencia en los “descansos” que hacía la orquesta, versión que guarda correlato con la verdad, pues las zonas del norte argentino –Mendoza, Salta, Catamarca- eran zonas vitivinícolas de la mejor producción de vinos del norte argentino. La investigadora Domene nos manifiesta que la picardía del arriero criollo estaba vinculado a su doble vida: los largos días de ausencia por diez meses, que promedio duraba el viaje, lo llevaron a tener consortes en Tucumán y Perú, por lo que, también, tuvo descendencia fuera de Argentina. Y es justo en este rubro que, recientemente, Domingo Martínez Castilla, incansable investigador de temas sociales referidos a Jauja, ha encontrado datos muy singulares del paso de los arrieros gauchos por Jauja. De entre estos ha encontrado los lazos de familiaridad espiritual que contrajo con numerosas familias de la región:

“En los libros de la doctrina de Santa Fe de Atun Jauja (que conserva volúmenes que se remontan al año 1757), los verdaderos tucumanos también dejaron sus huellas, como se ve en los casos que se ha podido encontrar en los libros parroquiales disponibles por internet.

En un período de dos semanas entre julio y agosto de 1790, hay tres bautismos apadrinados por tres diferentes forasteros, muy probablemente arrieros.

  • 23 de julio: Francisco Vásquez, forastero de Tucumán, padrino de bautismo de la niña María Espíritu, de un mes y quince días, hija legítima de Manuel Sobero y de Lucía Robles, mestizos de Jauja (en el registro aparece como Basquez del Tocuman; en este artículo se usa la ortografía actualizada para facilitar la lectura)
  • 2 de Agosto: Clemente León, forastero de Tucumán, padrino de baitismo de Toribio, de un año, hijo legítimo de José Critóbal y de María Marcela, indios de Pichos.
  • 6 de agosto: Santiago León Palomino, forastero de Tucumán, padrino de María Marcela, de seis meses, hija legítima de Francisco Jumpa y de María Cayetana, indios de Yacus.
  • Estos tres registros de bautismo no muestran ninguna deferencia especial hacia los padrinos tucumanos, ni tampoco indican si ellos eran mestizos o inndios, mulatos, criollos o españoles.

Un mes más tarde , aparece en ese libro otro padrino tucumano:

  • 7 de setiembre de 1790: Don Domingo Acuña, español forastero del Tucumán, padrino de bautizo de Bernardo, niño español de quince días, hijo legítimo de Francisco Orihuela y de Simona Falcón, españoles de Jauja.

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En los libros de bautismos de la doctrina de Santa Fe de Atun Jauja, faltan los registro desde 1791 hasta 1796 (el volumen correspondiente a este período no esta en internet). Pero hay un tucumano que aparece en el libro de entierros del año 1795, como sigue:

Santiago León Mestizo forastero de Salta

En treinta de Enero de mil setecientos noventa y sinco años Yo el infraescripto cura propio y vicario de esta Doctrina Di sepultura eclesiastica al cuerpo difunto de Santiago Leon de edad de quarenta años al parecer Casado forastero del Tucuman de Salta quien murio con todos los santos sacramentos como catolico y fiel cristiano.
[Testigos] don [Francisco] Martinez don Visente Caravallo y los sacristanes y lo firme

Vicente Rubio de Celes

Es muy probable que se trate del mismo arriero tucumano que fue padrino de bautismo de María Marcela Jumpa en agosto de 1790. Esta vez se quedó para siempre en Jauja.

Los viajeros del Tucumán se relacionaban también con habitantes de otros pueblos aledaños. Por ejemplo, en una partida de bautismo más antigua en los libros de la vecina doctrina de Nuestra Señora de la Natividad de Apata, a unos 18 kilómetros al sur de Jauja:

  • 25 de octubre de 1763: Tomás Francisco de la Roca, natural del Tucumán, fue padrino de bautismo de Úrsula, de tres días de nacida, hija natural de [ilegible] Mucha y de Antonio Castañeda, mestizos.

Siglo XIX

Entre 1809 y 1810 hay también menciones de gente del Tucumán.

  • 7 de junio de 1809: Don Ángel López, natural del Tucumán, fue padrino de José Gamarra, mestizo de un año, hijo natural de Rosario Gamarra y de padre no conocido.
  • 4 de junio de 1810: Don Francisco Araos [¿Aráoz?], natural de Salta, fue padrino de Francisco Caracciolo, niño español de dos días, hijo legítimo de don Juan Landa y de doña Josefa Marticorena. (En la partida de Agustín, hermano mayor de Francisco Caracciolo, se estipula que Juan Landa es europeo y Administrador de Correos, y Josefa Marticorena es española de Jauja. Una nota personal adicional: Francisco Caracciolo Landa Marticorena fue abuelo de Esther Martínez Landa, abuela a su vez de quien esto escribe.)
  • 15 de julio de 1810: Casimiro Contreras, natural de Salta, fue padrino de María Josefa, niña india de tres meses, hija de Nolberto Mucha y de Simona Mayta, del Tambo.
  • 17 de julio de 1810: Don Gregorio Torres, natural de Salta, fue padrino de Manuela Castro de un mes, hija natural de Francisca Castro y de padre no conocido.
  • 20 de julio de 1810: Pedro Chocar [¿Chocán?], natural de Salta, fue padrino de Valerio, mestizo de dos meses, hijo de Manuel Sobero y de Isabel Palacios.
  • 29 de julio de 1810: Don Fructuoso Martínez, natural de Salta, fue padrino de Manuel, mestizo de un mes, hijo de José Salas y de Celestina Pérez.
  • 1 de agosto de 1810: Don Fructuoso Martínez, natural de Salta, fue padrino de Silberia [sic], española de un año, hija de don Francisco Montero y de doña María Arredondo” (13)

 

DE LAS PRENDAS DE VESTIR DEL BAILANTE DE TUCUMANO

En la fiesta del 20 de Enero de Yauyos-Jauja, existe una versión estereotipada del atuendo del arriero o tucumano. Incluso las diversas publicaciones de revistas especializadas que anualmente publican entidades vinculadas con la tunantada mencionan, entre otras prendas que debe vestir, a generalidades que no guardan correlato con la versión histórica del arriero de la colonia e inicios de la república que llegó a Jauja con tropas de mulas y mercaderías para comercializarlas. Los fatigados hombres de la pampa argentina que llegaron a nuestra ciudad tenían otro tipo de indumentarias y es menester aclarar este asunto (sin que ello quiera proponer un cambio del actual vestuario sobre el que ya se ha generalizado un claro convencionalismo). Voy a referirme solo a algunas prendas: el sombrero, el poncho, el pantalón y las botas con espuelas.

Dicen las recomendaciones de la fiesta de Yauyos que, el sombrero, debe ser “macora de paja de alas amplias, cintas blanco y celeste…”. Los gauchos argentinos han reglamentado sus atuendos meticulosamente, así en Salta – y en otras provincias vecinas- está prohibido usar el sombrero de paja, estableciendo que “el sombrero [debe ser] de ala ancha entre 5 y 11 centímetros, cuyo material sea pana, fieltro, nutria, de colores negro, tonos de blanco, beige y marrón …No se acepta sombreros de fibra sintética, ni de paja…”(14). Con un añadido: el ala del sombrero está ligeramente levantado en la parte delantera por cuanto, dicen los gauchos, representa el fiero viento de la pampa que tiene que vencer el arriero en sus largos peregrinajes. Con respecto a la cinta ellos usan las de color negro.

En cuanto al poncho, prenda de evidente raigambre andina, en el caso de la tunantada se exige el poncho de jebe negro, siendo evidente que el gaucho jamás usó esta prenda pues el boom cauchero se inicia hacia 1880 cuando el arrieraje ya entraba en decadencia por el auge de nuevos medios de transporte. El poncho salteño es “de color rojo con guardas negras de lana” Es asombroso, en este acápite, decir que los ponchos de lana del tucumano tenían tan fina urdimbre que impedían la filtración del agua en los duros climas que toleró al arriero (es indudable que en este aspecto y dado a que esta región estaba incorporada al collasuyo en tiempos delTahuantinsuyo, la influencia del tejido Paracas está presente).

Sobre el pantalón, indican fríamente los responsables de la fiesta yauyina que debe ser “pantalón de montar”. El pantalón del argentino que llegó a Jauja, inicialmente, se llamaba chiripá –pantalón de botapiés anchos, a partir del año 1858 evoluciona hacia la bombacha que era un pantalón ancho que se angosta en las rodillas. Sobre esto, nos recuerda el historiador tucumano Juan Bautista García Posse, que esta prenda llegó a la Argentina llevado por los ingleses, los que, a su vez, tomaron el uso de los turcos. Además, por los difíciles caminos que atravesaban los arrieros, muchos de ellos solían proteger sus bombachas usando guarda calzones (prenda de cuero finísimo que protegía la bombacha gaucha).

Finalmente, con relación a las botas y espuelas, es interesante decir que los tucumanos de nuestra fiesta usan “botas de cuero color marrón con pasadores y hebilla, brillosas espuelas de metal de siete puntas”, mientras que los gauchos salteños usan “botas de tipo salteño, con o sin carruje, de un solo color. No se permiten botas artísticas…”, añadiendo que sobre las espuelas “no se admiten espuelas romas ni de tipo equitación”. Es interesante decir que, la variedad de espuelas que existe en Tucumán es amplia, encontrándose, en los museos existentes de la ciudad, desde tres puntas hasta de quince.

 

LOS ARRIEROS CONFUNDIDOS CON LA ALEGRIA POPULAR

Es indudable que el tránsito de los arrieros por lo innumerables pueblos por donde pasaban producía grata alegría por todo lo que ellos significaban: oportunidades de comprar productos, vender producciones locales, procurar alimentos a los viajeros, forrajes a las recuas, etc. De modo alguno su paso sacudía la modorra pueblerina y, si habían pascanas o descansos, eran oportunidades para escuchar sus cantos nostálgicos, endechas, lamentos y, también, compartir la alegría natural que se observaba en el pueblo hospitalario. Es así que, además de haber sido protagonista de bailes locales en Jauja -que luego sería la tunantada- su paso por otras localidades ha dejado huellas para la posteridad.

De este tránsito y la manera como se confundían con los pobladores locales en diversos pueblos del Perú existe visible rastro festivo. Hemos tomado nota, entre otras celebraciones, de danzas como Los Majeños en el Cusco, la danza del Mula-Mula en Azángaro, Los arrieros de Matalaque en Moquegua y la danza de San Antonio de Padua Patrón de los arrieros de Junín (esta se celebra el día del 13 de Junio de cada año, en homenaje al Santo Patrón y la protección que daba a los arrieros de Junín que trasladaban el mineral desde Cerro de Pasco hasta la estación de ferrocarril de Chicla, para su traslado al puerto del Callao).

Finalmente, es necesario decir que, el arrieraje, dio estertores de término cuando el ferrocarril se implementó como principal vía de transporte, habiendo permanecido, en algún  tiempo posterior, solo el de llamas y burros para vincularse con pueblos olvidados del país.

Estas líneas pretenden –en el fondo. Ser un modesto homenaje a la valentía y arrojo de los arrieros, especialmente tucumanos, quienes desde los siglos XVI, XVII y XVIII, con todas las dificultades existentes, fueron los grandes portadores de la civilización de aquellos tiempos, devorando interminables caminos, cantando, en algunas veces, como lo hacen hasta hoy los gauchos argentinos, legendarios hombres de las pampas de Don Segundo Sombra, cantando:

“Las penas son las nuestras,

Las vaquitas son ajenas”

  • HURTADO AMES, Carlos. La tunantada de Jauja – Yauyos. Huancayo, Ed. Talleres gráficos. 2022. P. 27
  • PORRRAS BARRENECHEA, Raúl. Jauja, capital mítica. P. 121
  • P. 123
  • 119
  • Citado por Espinoza Bravo, Clodoaldo en Jauja Antigua. P. 60
  • HAENKE, Tadeás. DESCRIPCION DEL PERU, 1799. Ed, digital en PDF. P.100
  • P. 56
  • Feria de mulas de Salta. -ECyT-ar
  • Versión digital de exposición de Manuel Perales Munguía: El Qhapac Ñan y Jauja. Unión de Culturas, unión de expresiones.
  • Entrevista a Juan José Vega: Los arrieros. 16-10-2010.
  • Centro Cultural de Promoción y Revalorización de la Tunantada. Memorias. Jauja 2020. p. 39.
  • RIVERA MARTINEZ, Edgardo. Cuentos del ande y la neblina. Lima, Ed.Metrocolor, 2013. p. 485.
  • MARTINEZ CASTILLA, Domingo. (2013, setiembre 18) Tucumanos de Jauja, Tucumanos en Jauja. Titulo provisional (blog).
  • Reglamento General de Desfile. Salta, Argentina.

 

(*) El presente trabajo fue presentado en el II Pre congreso Mundial de la Tunantada realizado en Buenos Aires y San Miguel de Tucumán del 15 al 24 de Setiembre del 2023, evento organizado por el Centro Cultural “Los Tunantes” de Jauja con la colaboración de las instituciones “Jaujinos a rajatabla” y “Jaujinos de Oro” de Buenos Aires y la Asociación Civil de Mujeres Tradicionalistas de Tucumán

 

AÑORANDO VOLVER A RECORRER EL JIRÓN JUNÍN Y EL VIEJO CINE COLONIAL DE JAUJA

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Darío A. Núñez Sovero

En esta hora matinal de tímida claridad por las persistentes lloviznas y  con un cielo aplomado por la presencia de espesas nubes que quieren opacar, también, mi memoria,  la lobreguez del tiempo hace una invitación forzada para retrotraer recuerdos de todo lo caminado, aun cuando el ambiente poblado de un penetrante frio conspire para reactualizar lo registrado a través de nuestra existencia. Es esa taciturnidad y melancolía la que hace aparecer los recuerdos vividos en nuestro lugar natal.

Y mientras recorro, la década del 50, con paso cansino pero firme, toda la longitud del ahora curtido jirón Junín de nuestra pequeña ciudad, creo venir –en mi recuerdo- a los Quintana que, en la cuadra uno, alegres esperaban los granos que llegaban de los confines de Yanamarca para comprarlos y a la vez armar cargas para ser trasladados a Lima, mientras nerviosos pasajeros aguardan subirse a algún vehículo que los lleve hasta Tarma o la selva central; en la cuadra dos era habitual ver a los tractores que bulliciosos marchaban a surcar chacras en pos de promisorias cosechas desde el domicilio de “Pachascucho” Víctor Galarza, en la cuadra tres ya nos era familiar escuchar la tertulia jocosa y “modernizante” del panificador  “Cucho” Mayor desde la bodega de Efró Aquino, ambos avecindados con “Jishu” López y el “Caballo” Núñez y en la cuadra cuatro nos fue habitual ver los afanes labriegos de don Manuel Ramírez, honorable ciudadano preocupado siempre por el bienestar de la ciudad (mientras con su hijo Lucho y otros mozalbetes de aquel tiempo nos enfrascábamos en inolvidables partida de billar en el “taco” del “loco” Prado) embarcado con sus vecinos –Pablo Peñaloza, Pancho Gamarra, los Colareta y los Terrazos entre otros- en  sacudir su rutina para entregarse optimistas a las labores  del día; en esta misma cuadra, luego veríamos los laberintos comerciales que se daban en el establecimiento de Ricardo Torres Goicochea. Mientras desato –con mi pensamiento- las cuadras de ese viejo jirón, me asiste el recuerdo de la cuadra cinco donde la familia Vilcarromero, los Marull y su vecino don Juan Rivera mostraban una cordialidad hoy olvidada y que lindaba con efusivos saludos y generosidades. Y ya en la cuadra seis, creo ver la fábrica de caramelos del japonés Onuma, el domicilio de mi profesor de Inglés, el “Raco” Rivera y los negocios de Gustavo Hurtado y los Infantes Mandujano. En este recuento de las “existencias” del jirón Junín, de pronto ya me he hallado en la cuadra siete y he creído ver nuevamente la laboriosidad del señor Toribio Suárez en cuya tienda se agolpaban personas ávidas de adquirir panes para saciar sus apetitos mañaneros, mientras al frente la esposa de don Pedro Onaka abría las pesadas puertas de su negocio de ropa típica y otras vituallas demandadas por sus clientes, más allá la casa del Dr. Víctor Manuel Márquez mostraba siempre su hidalguía y señorío al lado de la no menos hermosa casona de los Camarena, mientras –llegando casi a la esquina de la plaza y superando el negocio del restaurante “Los Angeles” de don Joaquín Kanashiro- he creído ver al antiguo local del cine Colonial, en donde hoy funciona el Banco de Crédito, mientras al final ubicábamos la tienda del señor Tafur –que luego ocuparía doña Angélica Goto- y al frente el famoso Restaurante de Benito Araki. Y ya en plena plaza principal, cuadra ocho, me arroba el recuerdo de la tienda del señor Lorenzo Lizárraga donde habitualmente contertuliaban viejos jaujinos, la notaria Peña registrando enredos de propietarios de casas y parcelas de la ciudad y las tiendas de don Víctor Hiroshi Kanashiro, Erasmo Suárez e Hiroshi Kato las que, al lado del local de “Expreso Sudamericano” desde donde muchos se despedían para iniciar su exilio en Lima, le daban a esa cuadra un marco de agolpamiento de gentes provenientes de todas partes de la provincia, entretanto, al frente, don Pánfilo Cáceres atendía con suma diligencia a sus clientes con la provisión de revistas y periódicos de actualidad y al costado su esposa vendía jugos, ambos estaban en dos kioskos de madera que luego desaparecieron cuando el parque fue desempedrado para dar paso a su pavimentación. A continuación, la cuadra nueve, siempre fue emblemática, pues en ella empezaba la primigenia tienda de Makino Umemoto y, luego del restaurante Nakamura, encontrábamos al entonces moderno Cine Colonial, mientras al frente veíamos la sastrería de don Ricarte Oruna y el Café Montecarlo de Galindo Santos justo al lado de la fotografía Ozuka. Eso lo teníamos presente siempre porque hasta allí nos desplazábamos diariamente para entablar, en sus aceras, amenas chácharas con los paisanos de nuestro tiempo y cuando digo emblemático es porque allí también teníamos al Bazar “El Baratillo” del señor Bendezú, la librería Inca, la fotografía Barzola y, casi en la esquina, la tienda del señor Chávez. Todavía me parece ver, en este desfile de remembranzas, en la cuadra diez la tienda de la señora Abilia Mayta y, al lado, la Botica del chino Alejandro Loo Llamoja, frente a la funeraria del “viejo” La Rosa (en medios bohemios se contaba, jocosamente, que cuando los deudos acudían a dicha funeraria para adquirir un ataúd, el longevo La Rosa, animado por los tragos espirituosos que se había encimado, les decía “¿y de qué sabor quieres? porque tengo de manzana, plátano, papaya y palta”, aludiendo a que sus ataúdes estaban hecho de cajones de fruta); más allá ubicábamos la casa de la familia Richter, las tiendas de ropa típica de doña Flavia Caro, casi frente de la otra gran tienda de Umemoto y la casa no menos hermosa de don Moisés Palacios; en sus esquinas, las tiendas de “Wayunca” Mayor y la panadería de don Fortunato Higuchi. El antiguo jirón Junín, siempre de casitas de techo a dos aguas, de pintorescas y coloridas tejas y de paredes de adobe a dos pisos, terminaba en la cuadra once donde ubicábamos la tienda de aguas gaseosas de don Genaro Higuchi, el hotel “Huarancayo” de Amadeo Abregou, la tienda de granos del señor Mallma y las emblemáticas de doña Juana Dávila y al frente la funeraria de los hermanos Raúl y Germán Suárez, la tienda  de don Segundino Valladares y los hermanos Felipe y Pedro Olivera, dos peluquerías: la del señor Chancafe y otra donde se reunían los músicos; terminando en la tienda de la señora Juana Mayta, una dama siempre amable,  frente a la propiedad de la familia Salas Espinoza, donde hoy se erige Caja Huancayo. Todo ese recorrido se hace presente en mi memoria en esta nostálgica e invernal hora del recuerdo y de recuento de una Jauja que, para mí, era una ciudad cargada de un tibio e ensoñado romanticismo, de gentes que aunque presurosas siempre tenían tiempo para extender un cordial saludo a los viandantes.

De este largo inventario de locales, personas y negocios existentes en el jirón Junín, por sus implicancias en la vida de sus pobladores, el que marcó la vida de muchos –incluida la mía- es, indudablemente, el Cine Colonial. No conocí el local de la cuadra siete (de la década del 40) pero si el de la cuadra nueve –que lamentablemente desapareció para dar paso a una pollería- cuya infraestructura pervive felizmente. Y eso porque en ese local creo ver estaciones de mi vida, recuerdos de niñez, de juventud y madurez.

 Cuando, niño aún, empecé a asistir a las proyecciones de películas, lo hacía esporádicamente y, por mis limitaciones económicas, iba al “gallinero” como solían denominar a la galería, la misma que estaba en la parte alta y tenía largas bancas de madera, donde nos sentábamos al lado de “pandillas” de jovenzuelos que por lo barato del precio de la entrada eran en gran número. En la parte posterior de esta galería y al medio, se ubicaba la sala de proyecciones desde donde se emitía la película de turno. Es de citar que el cine era de propiedad de una empresa que tenía una cadena de establecimientos similares en la región, así es como además de Jauja había un local en Tarma y dos en Huancayo –el cine Central y el Astoria- con programaciones idénticas pero alternadas. Es decir que lo que un día se proyectaba en Jauja, al día siguiente se hacía en Huancayo o Tarma o al revés. Lo importante es que se anunciaban programaciones semanales en impresiones que eran distribuidas anteladamente en tiendas y establecimientos públicos, de tal manera que todos sabíamos el día que debíamos asistir, según el gusto del cinéfilo; los días domingos las proyecciones eran casi todo el día: matinal, matineé, vermotuh y noche. De este modo era que, según mi apreciación, los días de mayor concurrencia de usuarios era el martes; ello porque eran esos días en que se proyectaban las famosas seriales. Recuerdo haber visto series de Flash Gordon, series de cowboys como “El llanero solitario”, de lucha libre como “El Santo” y otras que nos tenían en suspenso hasta el martes siguiente en que se resolvían agudos dramas en que quedaba la serie anterior. Era imposible perderse una serial, aunque nos faltara dinero para entrar al “gallinero” donde, en el ingreso, felizmente, estaba un señor bonachón –don Matías Zambrano- que incluso recibía monedas, por debajo, para hacerse el desentendido y fingir que no se daba cuenta de nuestra subrepticia incursión. Pero, que yo recuerde, en galería había toda una “escuela” de la replana y el vocabulario soez digno de un submundo. Esto, sin exageración. Y el momento culmen de ello era cuando, imprevistamente, en tiempos en que la película desarrollaba una situación de máxima expectación había un súbito “corte” que significaba interrupción de la transmisión lo que acarreaba que el operador -el reconocido ciudadano don “Toyo” Vivanco- se haga acreedor de los insultos más abyectos y abominables de todo el idioma, es así como en el ambiente se escuchaban adjetivaciones a viva voz como “Bombo”, mentadas de madre, y toda clase de vituperios que incendiaban los oídos y sonrojaban los rostros de los presentes, especialmente damas y niños. Y así transcurrió mi niñez cinéfila, entre seriales y chanzas con los muchachos del barrio y escuela.

Ya en plena juventud, las orientaciones de nuestros gustos fueron variando. Las seriales no nos eran atrayentes y fueron quedado atrás. Por estar experimentando una nueva etapa de nuestras vidas, también quedó atrás nuestras visitas a galería y empezamos a ser usuarios de la famosa platea alta y los laterales cuyas entradas tenían un costo mayor. Pero eso qué importaba, más fuerte era la urgencia de estar cerca de ese ambiente que encendía nuestras hormonas: el amor. Las películas épicas, de aventuras y otras de corte romántico  ocuparon un lugar preferente en nuestros gustos, pero ello no bastaba porque había un interés mayor y era el de ir al cine para concretar  alguna cita que previamente habíamos entablado con alguna chica de nuestro tiempo y, si bien es cierto que proyectaban películas muy interesantes como las bíblicas (“Los diez Mandamientos”, “Ben Hur”, “Espartaco”, “Sansón y Dalila”, etc.) o sagas juveniles como “Gigante”, Rebelde sin Causa”, “Lo que el Viento se llevó”, “Amor sin Barreras” entre otras, más fuerza y atención generaba esperar el momento en que se apagaban las luces para trasladarnos a una butaca que nos permitía estar al lado de la muchacha soñada, entonces las imprevistas sombras y oscuridad del recinto eran cómplices y servían de invitación perfecta para coger la mano de la enamorada y, en algunos atrevidos casos, darse mutuamente encendidos besos. Los pudores eran desafiados porque en aquel delicioso tiempo no había otro momento para hacerlo y entonces, decenas de romances surgieron que, luego, se convirtieron en sólidas relaciones conyugales. El cine, pues, significó para muchos el fermento para consolidar promisorios futuros al lado de la persona amada. Esas mismas sensaciones fueron muy bien captadas por algunos padres celosos que no concedían libertad a sus hijas y optaban por acompañarlas, allí las frustraciones aparecían y los desencantos permitían idear nuevas formas para el cortejo de la enamorada. Es este tiempo el que hizo del cine Colonial –y probablemente de muchos cines del país- un lugar de cortejos amorosos y un templo de edulcoradas citas. ¡Tiempos bellos!, gracias recordado cine por habernos regalado estos inolvidables recuerdos.

Con el correr de los tiempos y superados los momentos de enamoramiento, ya con la persona amada a nuestro lado, el cine siguió siendo un lugar de amena distracción de las fatigas diarias. Dado a que los nuevos tiempos eran de trabajo y con mayores responsabilidades, los momentos de descanso se redujeron y apenas disponíamos del tiempo exacto para llegar a una función de cine. Pero habían inconvenientes como, por ejemplo, la gran demanda de entradas, lo que hacía que a cierta hora ellas se habían agotado. Entonces empezamos a engreír a una dama bondadosa que era doña Rosita Arteaga encargada del expendio de boletos. Ella, con nuestra súplica y agradecimiento, se encargaba de reservarnos las entradas de pullman –estando con nuestra cónyuge no podíamos menos que llevarla a esa sección- y las veces que llegábamos tarde no faltaba la amable compañía de trabajadoras –como la señora Dora Espinoza o doña Dora López- que nos conducían hasta nuestros asientos ayudadas por pequeñas linternas. Para ello la concurrencia ya se había premunido de dulces o confites  salados que se adquirían en la parte externa en la carreta del señor Contreras  y que, discretamente, se hacían llegar a nuestras favorecidas acompañantes. Mientras todo esto ocurría dentro del cine, afuera el momento más esperado para los sufridos enamorados, era esperar la salida del cine. Aquellos que merodeaban se conformaban con ver, aunque de lejos, a las señoritas que les robaba el sueño (hoy comprendo esa inexplicable  rima de Bécquer que dice “… hoy la he visto y me ha mirado/ hoy creo en Dios”).

El cine Colonial, para la historia de Jauja  tiene un gran significado en el sentido que tiene una relación directa con la vida afectiva de sus ciudadanos. También tiene significado porque allí se vieron espectáculos inolvidables: asistí con mis amigos a varios como, por ejemplo, cuando se presentaron los famosos “Ángeles Negros” de Chile en pleno apogeo de su fama, Los Dolton´s, Los York’s o Alicia Maguiña para cantar “Jauja” y rendirle homenaje a Juan Bolívar Crespo o conjuntos de nombradía local como “Los Rubíes”, “Los caballeros de Jauja”, etc.

Paso y repaso por ese viejo local del cine Colonial y no puedo menos que sacudir mis recuerdos y echar al aire una sonrisa de gratitud por todo aquello que me dio y que dio, con toda seguridad, a miles de jaujinos que vivieron en los tiempos dorados de su alegre vigencia. Esto es lo que no podía callar, como he callado muchos nombres de forma involuntaria por la lejanía de este inventario de reminiscencias por lo que adelanto mis disculpas.

Jauja, 02 de abril del 2023.

PARA CONOCER Y COMPRENDER LA TUNANTADA DE ESTE TIEMPO

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Darío A. Núñez Sovero

El 1ro. de junio del presente año, en la Sala de Sesiones de la Casona de la cuatricentenaria Universidad Mayor de San Marcos, se presentó el Libro Memoria del Primer Encuentro Cultural “Revalorando la Tunantada”, publicación que responde a la invalorable inquietud del Centro Cultural de Promoción y Revaloración de la Tunantada “Los Tunantes”. La presentación estuvo a cargo del Dr. José Carlos Vilcapoma Ignacio, Presidente del CIOFF Internacional –el mismo que el año 2011 fuera el que entregó a Jauja la Resolución que declaró a la tunantada como Patrimonio Cultural de la Nación, en su condición de Viceministro de Cultura- y una de las voces más autorizadas en temas de tradiciones y costumbres en el país. Ante un auditorio expectante, empezó su disertación diciendo algo –para mí- desconcertante: con una serenidad elocuente, instó a la concurrencia a no distraer su tiempo en disquisiciones banales –mencionó, entre ellas, a las largas discrepancias que existen para explicar, casi chauvinistamente, sobre el lugar donde se originó la tunantada y, por el contrario, focalizar el estudio y debate tunantero en aspectos sustanciales como, por ejemplo, explicar la presencia del personaje denominado “anti” –comúnmente llamado chuncho- en las numerosas cuadrillas que se presentan en el recinto de la plaza de Yauyos, en las fiestas del 20 de Enero. Al margen de que si la discusión por la presencia del anti en la tunantada es banal o no, lo cierto es que en su conjunto ella (la tunantada) es una de las expresiones más elevadas de nuestra nacionalidad que –a los jaujinos- nos vale para reafirmar su ancestralidad así como también reforzar nuestro sentimiento identitario.

La tunantada es un baile resultado de un largo proceso de sincretización, de la fusión cultural de dos mundos: la cultura andina y la europea. Desde este punto de vista la tunantada es un elevado producto cultural con peculiaridades propias en los ámbitos dancístico, musical e histórico.

Esta introducción me sirve, además, para mencionar algunos puntos centrales que, especialmente al lector, le permitan ubicarse en las distintas dimensiones de nuestra tunantada. A saber:

  1. Históricamente, la tunantada, es el resultado de un largo proceso evolutivo. No es que ella apareció súbitamente. En este largo proceso, los cultores y sus intérpretes han ido, progresivamente, apareciendo en el escenario festivo. Estudios recientes, como el que nos muestra el historiador Carlos Hurtado Ames, nos dice que la tunantada auroral -en sus inicios- tuvo lugar con personajes cuyo disfraz, entre otros elementos, usaba máscaras de animales como el zorro y/o el venado y que, lentamente, fue transformándose en máscaras y caretas de figura humana y que la tunantada actual es una realidad que tomó forma casi recientemente. Otros aportes, como el de Antonio Palacios Rivera, nos indican que fueron los curanderos procedentes del norte boliviano que se nombran como jamilles –en aymara Kallawallas, “el que lleva medicinas”- los que frecuentaban el valle en tiempos de la influencia de la cultura Wari en nuestro medio y que la reminiscencia de ellos justifica su presencia una vez que la tunantada fue cobrando forma. Nos dice, igualmente, que el caso del ingreso de los tucumanos –arriero argentino- fue posterior a esta incorporación, especialmente cuando, en tiempos de la colonia, la explotación minera fue dominante en las actividades económicas de la región y la provisión de las vigorosas mulas se hizo necesaria para el traslado del mineral desde los centros de explotación hacia los puertos. La última incorporación al elenco dancístico fue de “la jaujina”; danzante cuya inclusión data hacia los años 60 del siglo pasado. Del mismo modo como fue cobrando forma el conjunto tunantero, a la aparición de nuevos cultores correspondió otros que fueron desapareciendo, más que nada por su falta de sentido de pertenencia con nuestra identidad (el charro, el payaso, el chino, entre ellos). Este largo proceso fue cimentando la tunantada de este tiempo hasta verla como ahora la conocemos.
  2. Cuando la tunantada cobró forma, sus cultores fueron progresivamente agrupándose en entidades que fueron denominándose, primero, cuadrillas de tunantes y, desde no hace más de dos décadas, instituciones tunanteras. De estas, las más antiguas, se ubican en Jauja. En una publicación citada por Hurtado Ames en su obra “La tunantada de Jauja-Yauyos” se dice que hacia 1887 don Pablo Suárez Núñez conocido entre sus coetáneos como “Chino”, ya tenía una agrupación tunantera –la misma que, a su muerte, tuvo como continuadores a sus hijos Erasmo y Guillermo y que en tiempos recientes se conoce como “Centro Jauja”-, posteriormente aparecieron el “Hatun Xauxa” y otra institución más que nucleaba a cultores residentes en el hoy distrito de Yauyos-Jauja.

“Además, independientemente, contribuyen tres cuadrillas de “tunantes” (bailarines enmascarados) que son financiados de diferentes maneras. Estas son: La Cuadrilla de “los Suárez. Que por tradición mantienen los hermanos Erasmo y Guillermo. Cuyo padre, Don Pablo”. Fue un entusiasta de la “tunantada”. En los tiempos en que el famoso Manuel G. Quintana era un mozo gallardo a quien nadie aventajaba en el baile y disfraz de la “chupaquina”. El “chino” Suárez. Como se le decía por cariño a Don Pablo. Tuvo a su cargo una cuadrilla de bailarines, desde 1897 hacia 1919, la misma que después de algunos años de interrupción continuaron presentándose los hijos.

La segunda cuadrilla es la del barrio de Yauyos. Que tiene tradición de familia, cuyo sostenimiento recae cada año en diferentes personas que se comprometen voluntariamente. La tercera pertenece al Club Hatun Xauxa…”(1)

La cita anterior –publicada hacia 1952- tiene algunos errores de apreciación, pues, es evidente que la llamada cuadrilla de Yauyos es la que se denomina “Cultural 20 de Enero” y la denominada Hatun Xauxa no era del club que por aquellos años existía, sino de algunos cultores que, por discrepancias con la cuadrilla de los hermanos Suárez, decidieron fundar otra institución a la que denominaron como tal y entre cuyos promotores se encontraban don Francisco Montalvo, Saturnino Salas y otros. Estas instituciones, por las evidencias fundacionales que tienen, disputan su antigüedad con otras de los distritos de Muquiyauyo y Huaripampa, quienes reclaman para sí ser las más antiguas; ello no quita que sean las de la provincia de Jauja las que tienen los primeros registros en la memoria histórica de los lugareños.

Si hacia 1952, las instituciones tunanteras eran en número de tres, ellas fueron incrementándose progresivamente, tanto que hacia 1977 llegaron a ser siete. Esta situación hizo que el recinto de la fiesta del “20 de Enero” -la placita denominada Jerga Kumu- quede con una estrechez mayúscula, sumado a que la concurrencia asistente, los bailantes y los comercios que inevitablemente se instalan, atiborren la capacidad del recinto, situación lamentable que obligó al Alcalde de entonces –Magno Rojas Peralta- a implementar la necesidad de trasladar la fiesta a otro escenario: la actual plaza “Juan Bolívar Crespo” (2).

Esta “mudanza” festiva, fue determinante para que ocurran algunos fenómenos inusuales hasta entonces:

  • El número de instituciones tunanteras fue incrementándose ante la realidad de un recinto con amplio espacio.
  • Las orquestas típicas tuvieron que incrementar el número de sus integrantes (en la primera placita eran en número promedio de ocho a diez integrantes, suficientes para hacerse escuchar) pues la amplitud del nuevo escenario hacía que, para escuchar la música y ésta no se diluya, era necesario más músicos intérpretes (hubo un tiempo brevísimo que, incluso, algún despistado conjunto bailó animado por orquesta con dos arpas). Fue entonces que las orquestas llegaron a tener hasta 23 integrantes, siendo mayoría saxofonistas (3).
  • El incremento de los llamados “toldos” en torno de la plaza fue sorprendente y, sus conductores, se agruparon en una entidad –denominada asociación de tolderos- que ha tomado la responsabilidad de hacer una festividad especial el último día las fiestas con singular programa de actividades.
  1. Fue en el año 2011 que la denominada Asociación de Instituciones Tunanteras del 20 de Enero de Jauja-Yauyos –bajo la presidencia de Neri Orihuela Miguel- logró que la Tunantada fuera reconocida como Patrimonio Cultural de la Nación. Esta situación, que consolidó la valía de esta tradición como una actividad que cautiva ingentes cultores y animadores lo que ha trascendido las fronteras locales para rebasarla a niveles nacionales y extranjeros, fue determinante para que se popularizara e incrementen mayor número de instituciones que la cultiven, habiendo, solo en el caso de Jauja, llegado a tener 35 en Yauyos-Jauja (que sumados los 10 que bailan en las festividades del Señor Agonías Limpias del barrio San Lorenzo y las 5 que hay en la fiesta patronal del barrio San Antonio llegan a 50). Esto sin contar las entidades que bailan en las fiestas de casi todos los distritos y algunos anexos que hay en la provincia de Jauja, con lo cual podría afirmarse que la Tunantada se ha popularizado y convertido en una tradición emblemática que refuerza la identidad de los jaujinos. Este contingente de admiradores y cultores tunanteros (sumados a los que bailan fuera de las fronteras nacionales y que son oriundos de estas tierras, más las organizaciones y autoridades jaujinas) se aprestan a realizar acciones e iniciativas para que las festividades de la tunantada logren ser reconocidas por la UNESCO como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, tarea que demandará mucho esfuerzo pero que, por cierto, con mucha voluntad es lograble.
  2. Desde que la tunantada empezó a ser cultivada por centenas de cultores, los actores fueron inicialmente del género masculino. Los bailantes se disfrazaban en lugares no revelados y disfrutaban de saberse anónimos ante los espectadores. Así ocurrió durante décadas de años. Hacia los años 60 de la centuria pasada, esta situación cambió con el incremento de danzantes del género femenino, especialmente cuando –como repito- la jaujina se incorpora al conjunto de las cuadrillas hasta tener hoy en día casi mayoría de participantes. Un antiguo cultor de la tunantada –Antonio Fabián Chale- nos explica que fueron doña Paulina Calderón, vecina de Yauyos, y doña Marina Muñoz, vecina de El Mantaro, las primeras y osadas damas que se atrevieron a romper el convencionalismo de la hegemonía varonil en el conjunto de danzantes (para lo cual -según el relator- tuvieron que fajarse el pecho para ocultar sus senos), la primera en el “Centro Cultural 20 de Enero” y la segunda en el “Centro Jauja”. La audacia de estas damas fue contundente para iniciar una onda cada vez creciente de participación femenina tanto que, en la voz autorizada de Hurtado Ames, hoy se ha tornado determinante en las distintas facetas de la fiesta. Desde entonces, la gracia, el donaire y la elegancia que le pone la mujer al conjunto de recios y soberbios danzantes varones, le ha puesto a esta tradición el toque de sutileza y hermosura del que carecía.
  3. Hay varios aspectos que necesitan ser desentrañados -a manera de mensajes históricos o códigos encubiertos- en la danza de la tunantada. A saber: en el repertorio de la literatura local, algunos entendidos, no se ponen de acuerdo en definir si el personaje denominado “chuto”, realmente es el que nombran como “indio” o el que denominan “Huatrila”, siendo que el primero es el que usa birrete y “shucuy” –pellejo- en los pies, para hacerlo más auténtico con nuestra tradición andina y, el segundo, es el que usa “tongo” y botas para parecerlo elegante y con una andinidad decente. También, es necesario desentrañar, en el caso del bailante “Chapetón”, si la personalidad arrogante y soberbia que despliega se condice con el movimiento armonioso del bastón –que tiene como antecedente el uso del bastón europeo y/o el varayoc incaico que insuflaba autoridad a quién lo usaba-, tanto como saber si es que en el zapateo que remata las interpretaciones cíclicas de la danza tunantera del bailante hay antecedentes del zapateo español de la región de Andalucía-España, lo que configuraría visible influencia del canté jondo español que es una mezcla de la fusión festiva gitana, árabe y judía, que termina con el vistoso movimiento de brazos como es el que se ve –en el chapetón- acompañando al zapateo. Este último danzante, en mi modesto parecer, de entre los más de doce tipos de bailantes que hay en la tunantada, es el que más traduce el sincretismo cultural de la danza, pues evidencia una clara síntesis de la integración de las culturas andina y europea.
  4. La temporalidad de las festividades de la tunantada guarda estrecha relación con los fenómenos climatológicos que afronta la región. Según Antonio Palacios Rivera, el hecho de que la mayor cantidad de festividades de los pueblos del valle del Mantaro se realicen en tiempos de lluvia –Diciembre, Enero y Febrero- significa que, en sus inicios, existió la necesidad de devolver a la pachamama la generosidad que nos brinda en los campos de cultivo. Una creencia ancestral de los lugareños es que los meses de enero y febrero son de alta descarga pluvial y, en el caso de la fecha del 20 de enero, según Palacios Rivera, había el temor que se anuncie con la ferocidad de rayos, truenos, tormentas, heladas, granizadas, etc. que generaba temor de perder los sembríos; por ello es que los naturales solían esperar aquella fecha con provisiones de pilas de malezas y otros elementos inflamables, que al ser encendidos, generaban calor para neutralizar los efectos devastadores de la furia de la naturaleza y, en el caso que no haya ocurrido nada, en gratitud al buen trato de  ella, se armaba el Kutichiy que era una celebración de júbilo –este sería el antecedente más remoto de los orígenes de la fiesta del 20 de enero- por haber salvado los sembríos de la furia de los dioses. Esta referencia me lleva a pensar que existen razones valederas para sostenerlos. Una ciudadana de Jauja, Nilda Rojas, recordaba que hace más de 50 años atrás, su señor padre –sicaíno- la víspera del 20 de enero solía juntar, conjuntamente con sus hermanos, todos los rastrojos posibles para quemarlos ante la amenaza de una posible helada; Palacios Rivera cita más ejemplos (4): en esta quema de rastrojos para ahuyentar las heladas y tempestades no participaban las mujeres, pues a  ellas se las asociaba con la fecundidad de la tierra y la esperanza de un provisión beneficiosa de alimentos provenientes de esta época de siembras. Con el tiempo, es este kutichiy el que fue madurando para generar un espíritu festivo en los pobladores y es el que ha llegado a nosotros en la forma de tunantada, justamente en los meses de diciembre, enero y febrero (los pueblos de El Mantaro, Muquiyauyo, Masma, Paca, Huamalí, algunos del valle de Yanamarca y Huaripampa y Yauyos, en ese orden, tienen sus festividades tunanteras más célebres en esta temporada).
  5. Musicalmente, también existe una realidad histórica y actual que es preciso comentar: la tunantada, en ciernes, vio amenizar el baile con instrumentos nativos y de cuerda. El violín, el arpa y otros fueron los que tuvieron inicial rol principal cuando se interpretaban las melodías tunanteras. Esto cambió radicalmente cuando, hacia la década pasada del 30, aparecen los instrumentos de viento, especialmente el clarinete y el saxofón.

Mígdol Mucha Ninahuanca, es un respetable músico vivo local de reconocida autoridad en el mundo tunantero, no solo por ser un añejo actor musical de la fiesta de la tunantada sino además por su versación académica en este campo. Se inició como músico a los 7 años de edad y en la fiesta de Yauyos-Jauja tocó desde el año 1950, al lado de renombrados músicos como Tiburcio Mallaupoma, Zenobio Daga, Feliciano Mucha (su padre), Esteban Palacios, Silvestre Limaylla, Vicente Saquicoray. Ha sido, además Director del Instituto Superior de Música de Acolla y es Director de la “Orquesta Hermanos Mucha” y con la experiencia que posee, nos dice que, hacia 1936, la orquesta tunantera era de apenas 4 músicos: un arpista, un violinista y dos clarinetistas. Hoy esa cifra exigua se ha desbordado y ha llegado a ser hasta de 23 “números” de los cuales la gran mayoría son saxofonistas (en el argot musical se entiende que número es un músico).  Esto se debió entre otras cosas a que luego apareció el saxofón (el primero fue el saxo en Do) y que la gente interpreta que cuanto más “números” tiene una orquesta ésta es mejor porque suena más, lo cual no es así porque con ello se sacrifica la calidad de la interpretación y porque se fomenta el ocio de algunos músicos que se relajan porque saben que en la exageración de músicos su “viveza” no se va a notar. Nos dice, además, que la tunantada auténtica es la jaujina y ella, orquestadamente, se interpreta en La menor, siempre con temas inéditos pues ellos son creados adrede para la fiesta que debe empezar; que el ritmo tunantero es sincopado que utiliza figuras de semicorcheas-corcheas y semicorcheas y que en la ejecución del movimiento deben darse de 65 a 70 negras por minuto (5).

Alarmado porque la tunantada original viene siendo sobredimensionada por la que utiliza “instrumentos tecnológicos modernos”, Mígdol Mucha, no niega la vigencia cada vez mas creciente  de estas interpretaciones y él, prefiere darles la categoría de música latinoamericana pues utiliza la batería, la guitarra electrónica, parlantes de alta sonoridad, etc. Lo cierto es que la tunantada jaujina es la que se vale de orquestas en su interpretación musical y aquella que no es interpretada así es un “remedo” de tunantada, porque es interpretada de manera más lenta o rápida que la original.

Se distorsionaría este comentario si  digo que la tunantada tiene una melodía alegre, por lo general es de una naturaleza triste, muy triste, que pareciera estar reproduciendo el drama existencial humano, el trágico llanto de algo perdido o, como dijo el artista jaujino Ernesto Bonilla del Valle, “es como un llanto en el alma”. Pienso que allí radica su gran recepción en el corazón colectivo de nuestro pueblo, el de haber calado hondamente en el gusto popular. Cuando fui a Bolivia me sorprendió verificar que a ellos también les había llegado el mensaje melancólico tunantero, tanto que lo habían rubricado como un “dulce puñal al corazón”. La tunantada, desde este punto de vista, es un numen que conjunciona muchos aspectos de la vida humana: soledad, melancolía, amores en lontananza, caminos inacabables, admiración por la naturaleza y sus fuerzas ocultas, etc.

  1. Los que todavía tenemos continuidad en este mundo, reconocemos y agradecemos el valioso legado que nos dejaron los que nos antecedieron, por eso no podemos callar el aporte de numerosos cultores a quienes tenemos presente en el obituario tunantero de nuestra memoria, entre otros, Juan Bolívar Crespo, Antonio Bravo Minaya, “Mufle” Yupanqui, Marcelino Espinoza, Epifanio Sánchez, “Panqueque” Briceño, “Achcar” Rodolfo Cordero, “Huayhuar” Alejandro Artica, Alberto Suárez Marticorena, Francisco Cárdenas Bullón, “Chita” López, los hermanos Erasmo y Guillermo Suárez, los hermanos Alejandro y Juan Contreras, “Mocho” Suárez, Felipe Olivera, Francisco Montalvo, César Aylas y tantos otros nombres que dejaron sus sudores y fatigas yauyinas en los afanes de la fiesta tunantera dejándolas como una ofrenda llena de policromía y retorcidos pentagramas musicales que enciman nuestros recuerdos.

La fiesta del 20 de Enero de Jauja-Yauyos es una fiesta magnificente que agrupa a los mejores danzantes y músicos de la región, su trascendencia en la vida de nuestros pueblos es tangible, por ello no escatimaremos esfuerzos en realzarla siempre que se nos permita.

En estas líneas, he querido reseñar lo que es la tunantada de este tiempo y me remito especialmente a los que recién se adentran a este mundo para que la vayan conociendo en sus interioridades. Si así fuera, creo que el objetivo se ha logrado.

Jauja, 16 de noviembre del 2022

Notas

  1. Citado por Carlos Hurtado Ames en “La tunantada de Jauja-Yauyos” que reproduce una publicación de la revista Folklore de Octubre de 1952. p.236
  2. “Revalorando la Tunantada” Memoria del Primer Encuentro Cultural. Mayo, 2022. Pp.176-177.
  3. Total: Escuela de Música. Entrevista a Mígdol Mucha Ninahuanaca. “Hablemos de tunantada”.
  4. Diálogo grabado entre este escriba y Antonio Palacios R.
  5. Ibídem

A cincuenta años del fallecimiento de “Tayta” Pancho

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Francisco Carlé

Darío A. Núñez Sovero

Hoy, 8 de Junio del 2022, se cumplen cincuenta años del fallecimiento de un pro hombre de Jauja. Uno de aquellos que, sin haber nacido en nuestra tierra, le dio un giro capital a la vida de la provincia que lo cobijó por decenas de años y cuya impronta se mantiene incólume a través del tiempo.

Ese hombre se llamaba Francisco Carlé Casset, un sacerdote francés, miembro de la Congregación Religiosa de los Canónigos Regulares de la Inmaculada Concepción, cuyo arribo a nuestra ciudad ocurrió el año 1914, para desempeñar un apostolado religioso y social que marcó la vida de estas tierras casi a lo largo de todo el siglo XX. “Tayta” Pancho, como original y amorosamente lo llamaba la feligresía de estas tierras, empezó su gran tarea el año 1924 en que fue designado como Párroco de la provincia. Consciente de que debía preservar la fe cristiana, no dudó en iniciar la tarea de trabajar para la niñez jaujina y para quienes fundó con admirable constancia la biblioteca parroquial y la sala de proyecciones cinematográficas, obras que gozaron de generalizada aceptación. A la par se preocupó por remozar el local de nuestro principal templo religioso, la Iglesia Matriz, convirtiéndola tal cual lo vemos ahora –hermosa, arrogante y digna del cielo azul de Jauja, ante la cual se yergue soberbiamente-. Se dedicó, también,  a mejorar las condiciones de la salud del pueblo para lo cual gestionó la dotación del agua potable para la ciudad y, para los distritos, se preocupó por fundar capillas por doquier y abrir caminos comunales en toda la provincia. También, con extraordinaria visión futurista, puso en marcha la fábrica de asfalto de Paccha y, preocupado por mejorar los accesos a la región, juntamente con notables de aquel tiempo como el Director del Sanatorio Olavegoya, Dr. García Frías, y el Dr. Virgilio Reyes, Alcalde de la ciudad, idearon impulsar lo que es hoy el Aeropuerto Regional “Francisco Carlé”, entonces inaugurado como aeropuerto Jauja-Tambo. Para esta megaobra –de aquel tiempo- fue el principal convocante desde su púlpito para que la ciudadanía de Jauja y sus distritos trabajen en numerosas faenas comunales, para luego entregársela al país como un valioso legado patrimonial fruto del esfuerzo colectivo de la ciudadanía jaujina.

La ejemplificadora y estimulante obra de “Tayta” Pancho fue desplegada a lo largo de 40 años que duró su autoridad como Párroco, los que lo conocimos tenemos el orgullo de mencionarlo como un altísimo referente de laboriosidad y fe. Hoy, que recordamos su gran tarea, no podíamos sumarnos a ese insoslayable velo de olvido para quienes forjaron ciudadanía y amor por lo nuestro. Por ello queremos felicitar el gesto de las integrantes de la Promoción del Colegio El Carmen 1972 “Francisco Carlé” y de algunos religiosos que todavía evocan, con solidaria lealtad, el reconocimiento para un hombre que luchó denodadamente por mejorar nuestros destinos y engrandecer a Jauja. Religiosos como él han tenido un rol principal en el desarrollo de la historia de nuestros pueblos, recordemos nomás que fue el cura apatino Estanislao Márquez quien obró como Secretario de Actas en las gestas de la proclama de la independencia de Huancayo y Jauja el 20 de Noviembre de 1820 o el valioso y heroico concurso del Fray Bruno Terreros en ls Campaña de la Breña.

Por ello, con devota y callada emoción terrígena decimos: ¡Loor a la memoria de “Tayta” Pancho!

PRÓLOGO: ADREDE DE UNA PROXIMA PUBLICACION SOBRE LA AMADA TUNANTADA

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Darío A. Núñez Sovero

La Tunantada es un campo, un tema o, si se quiere, un aspecto que, en el campo cultural, está inscrito con tinta indeleble en el alma popular de la ciudadanía de la región central del país, en donde se encarneció después de ser el parto sublime del espíritu festivo del alma xauxa. Su vigencia cobra ribetes de inusual popularidad, tanto que se ha tornado imprescindible en cuanto evento sociocultural hay en estos momentos.

En lo que se refiere a una posición personal, nadie discutirá que la Tunantada se ha incorporado en cada uno de nosotros con la fuerza avasallante de algo que, pareciese, estuvo creado y cantado para traducir nuestros sentimientos más profundos. Como si fuera la asignatura que nos ha impuesto la escuela de la vida para aprobarla con beneplácito cada vez que nos convoquen para rendir examen en el recinto agorero de la plaza de Yauyos-Jauja. Es que, solo al escuchar sus notas quejumbrosas pero de mielado acento, pareciese que un mundo sonoro trata de leer nuestras tragedias existenciales diarias. La Tunantada, para el mundo de Los Tunantes, es pan que desborda la alforja sentimental de nuestras alegrías y frustraciones para convertirse en poderoso alimento de nutre nuestras precarias vidas.

Hoy, la Tunantada, es algo así como el santuario donde se reactivan y, a la vez, se calman nuestras tribulaciones más agudas. El estilete que horada interioridades y profundiza las heridas más sórdidas en el sano propósito de embalsamarlas. ¡Ah, tunantada! Ofrenda de afiebrado pentagrama que busca cristalizar melodías que aquietan desenfrenadas efervescencias. (Te amamos, Tunantada, porque eres la buscada traducción perfecta del tumulto doloroso de nuestras múltiples experiencias).

No sé si, al final, este texto sea un panegírico o termine siendo un madrigal para esta expresión consustancial al alma jaujina, que es la Tunantada.  Lo cierto es que los hombres que habitamos estas legendarias tierras no escatimamos elogio para lo que se constituye como una de las expresiones máximas de nuestra nacionalidad. Esta es, entre otras, la poderosa razón para que los miembros de la institución Los Tunantes, novísima en su género e integrada por auténticos cultores y estudiosos de nuestra tradición, nos hayamos trazado el propósito, altruista y de alta significación, de estudiarla desde las perspectivas más insospechadas. Desde aquellos puntos de vista no manifiestos tangiblemente,  pero que subyacen “bajo la piel” tunantera como un alimento que la motorizan permanentemente, dándole esencia y razón de ser.

Que se sepa, nunca se han hecho esfuerzos por estudiar este fenómeno cultural de la Tunantada de manera tan completa. Es cierto que existen algunos estudios que la abordan con entusiasmo y cierta versación, pero lo hacen de modo parcial y desconectándola de su integridad. Digamos: sesgándola. Los Tunantes, nos hemos propuesto -respetando lo avanzado que aplaudimos y valoramos- estudiar la Tunantada desde una perspectiva más completa, de forma  integral.

Así es como, en el presente texto, el lector encontrará, en la versión autorizada de cultores como Rubén Suárez, Gina Huaytalla y Eduardo Arias, una explicación detallada y paciente sobre la definición, los orígenes y la evolución histórica de la Tunantada. Tema de por si polémico por cuanto esclarece rotundamente que ella no es algo que aparece o se forja en los albores del siglo XX, sino que es el resultado de un largo proceso evolutivo a través del cual fue tomando ribetes especiales para mostrarse tal como hoy la conocemos.

También, y dada la experiencia de ellos, en la segunda parte, encontramos un análisis y cuidadosa exposición sobre las características tradicionales y actuales de los personajes (bailantes) de la Tunantada. Aquí la versación de Billy Segura y Arturo Amaya se hacen evidentes para mostrarnos, desde dentro, cómo es el atuendo o vestuario de los trece personajes que bailan en las llamadas cuadrillas de tunantes, la génesis de cómo es que son incorporados a los conjuntos tunanteros y algunas explicaciones de los variados matices que se muestran en las vestimentas de los bailantes. Esta descripción se torna en fundamental para garantizar la preservación de esta hermosa tradición dado a que, últimamente, se viene advirtiendo una creciente tendencia distorsionadora, fenómeno que responde más a intereses comerciales que a fines de autenticación. Esta es la gran tarea que nuestra entidad -a la que con justicia hemos registrado como “Centro Cultural de Promoción y Revaloración Los Tunantes”-  tiene  que asumir para devolverle la lozanía, autenticidad y prosapia que posee desde antaño.

Sin ánimo de desmerecer lo tratado, no es sino hasta el capítulo tercero de este estudio en que entramos en un campo novísimo y polémico: concederle a nuestra Tunantada una dimensión nueva de interpretación. La responsabilidad de este tema recae en los puntos de vista de Antonio Palacios Rivera. Él, como un reconocido y autorizado cultor de este tiempo de nuestro idioma shausha limay, nos entrega una interpretación original que vincula profundamente a la vigencia de la tunantada con el entrañable amor que tiene el hombre de estos lares con la naturaleza, especialmente con los vaivenes temporales que anualmente se repiten en nuestro hemisferio. Esto se puede colegir cuando leemos cómo, con plena convicción, afirma “…Los antiguos shawshas producto de ser hábiles observadores de la naturaleza identificaron que cada veinte de enero, llegaba “tayta chapa” y con antelación preparaban ciertos rituales para neutralizar las contraproducentes heladas y granizadas…” uno de estos rituales sería la tunantada primigenia que forjaron  como el “kutichiy”, ritual de reciprocidad que consistía en alabar y agradar a las deidades para que los campos de cultivo proporcionen abundantes alimentos. Esta tesis –que naturalmente necesita de mayor abundamiento- vincula directamente a la tunantada con los “apus” andinos. He allí su originalidad. Hay, por otro lado, un aporte más de Palacios Rivera al entendimiento cabal de nuestra tradición de la Tunantada: su vinculación intrínseca con la variante quechua wanka que conocemos como quechua shawsha. Encuentra que, para aplacar una inesperada ira divina, los antiguos shaushas hicieron de su idioma un poderoso vehículo comunicacional que recreó poéticamente sus fonemas para expresarles su alegría y gratitud. Es así que, desde entonces, es el shawsha limay el medio que la tunantada acoge como transmisor del júbilo colectivo de los habitantes, tradición que tiene vigencia actual y que, propone, hay que repotenciar y, al igual que la Tunantada toda, revalorar. Esta interpretación de la Tunantada vinculándola al ámbito meteorológico y lingüístico ha despertado resquemores que nuevos aportes se encargarán de desvirtuar. Lo importante es que se está brindando otro ángulo de estudio que, como ya se ha dicho, necesita de mayores aportes.

Todos aquellos que queremos a la Tunantada como una expresión original del mundo afectivo de los naturales de esta región, sentimos que en el tono lastimero de sus notas hay un mensaje intrínseco de nuestras dolidas vivencias. Profundizar el estudio de este armonioso contingente sonoro, es el propósito del estudio que, en la cuarta parte de esta publicación, nos alcanzan José Luis Hurtado Zamudio, Carlos Gamarra Meza y Candy Hurtado Bonilla. Ellos, por vez primera, se adentran en los melifluos vericuetos de la música tunantera para decirnos cuáles son las características principales de su contenido, sus tonalidades a veces lúgubres pero significativas para el alma humana que ellos  denominan “sentimiento en la melodía”, pero que en el fondo nos es sino el traslado del complejo mundo andino, cargado de una aplastante geografía, que va corroyendo la afectividad humana traducida en esa música que pareciera estar hecha a nuestra medida, como si una asfixiante ajorca apretara el alma humana, aún de los más pétreos espíritus. Hay, pues, una alta significación en la música tunantera que tiene mucha sustancia en el orbe volitivo de los xauxas. Ese es el gran aporte que, hasta ahora, no se había dicho pero que latía permanentemente en el éter esperando la sesuda visión de nuestros estudiosos para explicárnoslo.

La oleada de permanente crecimiento de la Tunantada en todos los ámbitos donde subyace el sentimiento y la simpatía por nuestra tradición, ha posibilitado la formación de incontables instituciones que, en fiestas jubilares del país, eventos sociales y, especialmente, en las fiestas patronales de la provincia de Jauja, se expresan de manera visible tratando de mantener los rasgos de originalidad y autenticidad tunantera. Es de este modo cómo hoy la tunantada es cultivada tanto en el ámbito nacional como internacional. Centenas de cultores sienten, como una necesidad vital de nuestro sentimiento gregario, el alinearse en alguna de estas instituciones, para recrear la alegría y tragedia diaria de nuestras vivencias. Por razones pandémicas, esta vez, nos ha sido imposible hacer un inventario más acabado de todas las entidades que, en torno a la Tunantada, se han formado en diversas latitudes. Por ello, en este necesario, obligado y limitado recuento, presentamos las instituciones existentes en el ámbito de la ciudad de Jauja y algunos distritos circundantes, donde late con cierto vigor el sentimiento tunantero. Queda pendiente, para nuevas entregas mostrar, la realidad de todas las instituciones existentes que indudablemente son muchas y a las que alentamos para que sigan esforzándose por mostrar, a la curiosidad del observador, la prosapia, elegancia y belleza de nuestra secular tradición. Compromiso que, en mi calidad de responsable de esta quinta pate de la presente edición, la asumo plenamente.

No podía concluirse este interesante estudio sin hacer un descarnado informe de cómo se viene desarrollando la fiesta de la Tunantada en la sede emblemática del distrito de Yauyos-Jauja. Esta responsabilidad, en la parte sexta, recae  en la experiencia y versación de las conocidas personas de Luis Castro Hurtado, Arturo Amaya Suárez y Eduardo Arias Nieto. Ellos, con su conocida prolijidad, han hecho un análisis de todo lo que viene ocurriendo actualmente en la fiesta conocido como “20 de Enero”. Para ello, no solo han acudido a su experiencia sino que, además, la han complementado con la aplicación de instrumentos que la ciencia investigativa nos proporciona como la Encuesta. Es así que a través de las respuestas de 60 encuestados han construido un perfil de lo que viene ocurriendo anualmente en el desarrollo de este evento que, en verdad, es la fiesta más renombrada de la región. No conforme con los resultados, proponen sugerencias y recomendaciones que deben ser recogidas, con beneplácito, por los responsables de su anual organización; muchas de las cuales ya han sido alcanzadas a las autoridades del Ministerio de Cultura a efectos de tener elementos válidos para la evaluación quinquenal que se hace para seguir otorgándole la calidad de Patrimonio Cultural de la Nación. He aquí lo valioso de este aporte: no remitirse solo al campo descriptivo de la festividad o resaltar los valores intrínsecos que en ella habitan, sino, además, ayudar a las autoridades a evaluarla permanentemente para que siga preservando su vigencia a través de los tiempos, como un legado que registra el espíritu festivo de nuestra raza, heredad del que sentimos profundo orgullo.

El Centro Cultural de Promoción y Revaloración Los Tunantes, desde este punto de vista, no es una entidad xauxa más. Es una institución que ha nacido para estudiar y aportar con el desarrollo auténtico y pleno de nuestra nacionalidad que en el campo del arte se expresa a través de la Tunantada. Y si algo original tienen estos estudios es que, los responsables, lo hacen desde la interioridad de sus vivencias, de sus valiosas experiencias, que se han ido acumulando a través de muchos años como amantes y cultores de ella. Lo valioso de este estudio, también, radica en que sabedores que la Tunantada recorre confines insospechados, es necesario que todos nos despojemos de la alegría con la que ella nos envuelve para dar paso a la obligada reflexión de los variados aspectos que en ella coexisten.

Amar a Jauja es una conducta reservada para quienes hemos acrecentado este sentimiento a través de nuestras vidas. Este amor se traduce en muchos aspectos, de ellos el amor que sentimos por nuestra Tunantada quizás sea la más hermosa y delicada tarea que hemos asumido y que, esta vez, se manifiesta en este trabajo que ponemos a la valiosa consideración del lector. Si logramos que nuevos cultores se incorporen a amar y cultivar nuestra tradición, la alegría y satisfacción invadirán nuestros espíritus y nos sentiremos largamente halagados.

Jauja, Diciembre del 2021.

VICTOR MODESTO VILLAVICENCIO, EJEMPLAR JURISTA JAUJINO

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Darío A. Núñez Sovero

Existe una clara y acentuada discrepancia generacional en nuestras vidas y ello no me ha posibilitado saber mucho de su quehacer existencial. Pero después de leer la vida y obra de este ilustre jaujino, me digo para mis interiores: me hubiese gustado ser coetáneo de tan insigne personaje, compartir sus extraordinarias experiencias y, sobretodo, nutrirme del enorme bagaje intelectual y vivencial que lo caracterizó en su tiempo.

Víctor Modesto Villavicencio forma parte de esa selecta galería de intelectuales que se forjaron en las centenarias aulas de la única y generosa madre nutricia que tuvo Jauja en el siglo pasado: el colegio “San José”; en esas vetustas aulas a donde decenas de oleadas juveniles llegaban desde todos los confines de la región para aplacar sus sedientos espíritus ávidos de colmarse con las fuentes de sabiduría que  recreaba la ciencia novecentista, en ellas se forjó quien, luego, sería la eminencia más notoria de la ciencia penitenciaria y criminalística del Perú. En esas indetenibles mareas juveniles estaba él, junto a otros  intelectuales en ciernes como Clodoaldo Alberto Espinoza Bravo, Pedro Monge Córdova, Manuel y Max Espinoza Galarza, Alejandro Contreras Sosa y su hermano Juan –generación de oro del saber jaujino- entre otros notables de singular recordación. Época áurea de la inteligencia regional que se enriqueció con el concurso de otros notables de ese tiempo como Adolfo Vienrich y José Gálvez en Tarma, los Parra del Riego y Serafín Delmar en Huancayo.

Quizás la diferencia más notable que hubo entre ellos fue que mientras todos los citados en el parágrafo anterior hacían su desarrollo cultural  aquí mismo, Víctor Modesto Villavicencio lo hizo fuera del terruño. En efecto, nuestro ilustre paisano nacido en la casa de su conocida familia, los Del Valle, advino al mundo justo cuando el siglo paría su nacimiento, hizo sus estudios secundarios en el colegio josefino para, inmediatamente y hacia 1918, dirigirse a Lima donde iniciaría sus estudios de Derecho en la cuatricentenaria Universidad Nacional Mayor de San Marcos de donde, con la prontitud que lo animaba, se graduaría como Abogado, especializándose luego en Criminalística. Con los apremios de apoyar económicamente a la familia, se vio obligado a trabajar, justo en el campo para el que con esmero se preparó –fue Director de la Escuela Penitenciaria de Vigilantes- y luego a asumir la defensa de casos notorios de aquel tiempo, que detallaremos más adelante que le permitieron gozar de una bonanza económica inusual. La vida que siguió nuestro ilustre intelectual fue, paradójicamente, una vida de pronunciados contrastes, marcados tanto por sus resonantes éxitos en el campo de la defensa jurídica como por los años que pasó en prisión en los que sufrió la venganza y aprobio de sus persecutores políticos.

Los 69 años de vida existencial de Víctor Modesto Vlillavicencio fueron años de muchísimas y ricas experiencias que necesitan ser cuidadosamente referidas. Para mejor entender de nuestros propósitos los encasillaremos en tres niveles: el personal, el profesional y el político.

Apadrinando la boda del matrimonio Bonilla – Bardales

Desde el punto de vista personal, procedía de una familia de abolengo –inmigrantes españoles- emparentados por su lado materno con la familia Del Valle que entonces era poseedora de extensas propiedades. Sus parientes que le han sobrevivido recuerdan con especial acento de cariño y nostalgia su temperamento siempre vivaz y lleno de aventuras insólitas como la de haberse puesto, una vez, en el confesionario de la iglesia matriz para remedar de confesor de algunos incautos y enterado de ello el párroco –el padre Francisco Carlé- pretendió ponerlo en el limbo de la expulsión confesional o cuando quiso bromear a transeúntes montando a caballo con un disfraz de calavera para asustarlos, habiendo merecido denuncia de víctimas del terror ante sus padres, lo que valió severas reprimendas. Luego de haber egresado de las aulas josefinas, con la iluminación y febrilidad de su juventud, quiso ser actor y con esa obsesión viajó a Estados Unidos para ser actor de Hollywod. Ya profesional y en la plenitud de su vida, tuvo dos matrimonios de los cuales su descendencia fue marcadamente femenina, familia a la que amó y cuidó con decisión y entereza. Luis Antonio Eguiguren, notable jurista de la centuria pasada y prologuista de su obra “Vidas frustradas” nos refiere que producto del encono que se ganó con Óscar R. Benavides, presidente de la república, una noche en que se realizó una incursión en su casa por parte de las fuerzas represivas hubo tal confusión y prepotencia para vanamente capturarlo, fue hecho triste que trajo consecuencias fatales a su familia como que su esposa –que se encontraba en estado de gestación- murió durante el parto. Después de esa trágica circunstancia, la vida de Víctor Modesto tuvo los contrastes más incomprensibles que fueron desde sus rutilantes éxitos profesionales hasta la injusta prisión que sufrió a causa de esos mismos éxitos y su relación con el partido político más perseguido de la primera mitad del siglo pasado: el partido aprista peruano.

Desde el punto de vista profesional, la vida del controvertido penalista jaujino Villavicencio, tuvo ribetes marcadamente exitosos. Hacia 1930 ya se le reputaba como el más connotado penalista y criminólogo del Perú (sus sucesores en el campo penal, como su conocido discípulo Roy Freire, pueden dar fe de ello). Fue requerido como expositor en cuanto foro nacional e internacional se realizaba y a la par fue publicando numerosas obras y artículos especializados de su campo profesional. Y, justamente, fue esta reputación que lo llevó a ser llamado para la defensa de los casos políticos más sonados de la década del treinta pasado como fueron los casos de la defensa de Víctor Raúl Haya de la Torre y –otro fundador del aprismo- Manuel Seoane, casos en los que brillantemente ganó logrando el archivamiento de sus procesos que obstinadamente patrocinaba el gobierno que lideraba el presidente Benavides, enconado enemigo del aprismo. Los biógrafos de Villavicencio explican que su notoriedad y prestigio lo llevaron a que, luego de sus injustas prisiones, el Presidente Manuel Prado Ugarteche lo tenga como su principal asesor jurídico, hecho que me recuerda que –en su segundo período presidencial entre 1956-1962- este mismo presidente tenga como médico de cabecera a otro jaujino, el Dr. Max Espinoza Galarza, reputado neumólogo de prestigio internacional.

Década del 60: Entrevistado por el legendario Pablo De Maladengoitia en canal 5

Desde la perspectiva política, ya he referido que –estando estudiando en la universidad sanmarquina- Villavicencio encontró afinidades políticas con el aprismo, partido en el que militó y del que, consecuente con sus principios, se separó luego de advertir deslealtades y contubernios con quienes lo habían perseguido. Esta militancia lo llevó a ser víctima de largos encarcelamientos en diversas prisiones del país reteniéndolo no como preso político sino como preso común al lado de los más abyectos delincuentes. Fue en estos aciagos tiempo, justamente,  que nuestro paisano Víctor Modesto escribió su célebre novela “Vidas Frustradas”, que es un testimonio escrito de las graves injusticias que asolaban el país con la instauración de dictaduras que asolaron al país durante muchos años. El doctor Eguiguren dice, a este respecto, que “Vidas frustradas” es una novela autobiográfica y, para nosotros, debe ser un obligado desafío su lectura en estos tiempos en que nuestra democracia se ve amenazada por vientos que nos alejan de nuestras más elementales libertades. La obra de nuestro autor fue nutrida y está repartida entre temas especializados del campo jurídico como en el de la literatura y el ensayo. Nadie como él tuvo un derrotero tan lleno de contrastes que van desde lo doloroso hasta los de plena felicidad. Por ello Víctor Modesto Villavicencio es acreedor de nuestra admiración y justo aplauso. En la historia de Jauja, su nombre debe ser grabado en el mármol de la inmortalidad.