Darío A. Núñez Sovero
En esta hora matinal de tímida claridad por las persistentes lloviznas y con un cielo aplomado por la presencia de espesas nubes que quieren opacar, también, mi memoria, la lobreguez del tiempo hace una invitación forzada para retrotraer recuerdos de todo lo caminado, aun cuando el ambiente poblado de un penetrante frio conspire para reactualizar lo registrado a través de nuestra existencia. Es esa taciturnidad y melancolía la que hace aparecer los recuerdos vividos en nuestro lugar natal.
Y mientras recorro, la década del 50, con paso cansino pero firme, toda la longitud del ahora curtido jirón Junín de nuestra pequeña ciudad, creo venir –en mi recuerdo- a los Quintana que, en la cuadra uno, alegres esperaban los granos que llegaban de los confines de Yanamarca para comprarlos y a la vez armar cargas para ser trasladados a Lima, mientras nerviosos pasajeros aguardan subirse a algún vehículo que los lleve hasta Tarma o la selva central; en la cuadra dos era habitual ver a los tractores que bulliciosos marchaban a surcar chacras en pos de promisorias cosechas desde el domicilio de “Pachascucho” Víctor Galarza, en la cuadra tres ya nos era familiar escuchar la tertulia jocosa y “modernizante” del panificador “Cucho” Mayor desde la bodega de Efró Aquino, ambos avecindados con “Jishu” López y el “Caballo” Núñez y en la cuadra cuatro nos fue habitual ver los afanes labriegos de don Manuel Ramírez, honorable ciudadano preocupado siempre por el bienestar de la ciudad (mientras con su hijo Lucho y otros mozalbetes de aquel tiempo nos enfrascábamos en inolvidables partida de billar en el “taco” del “loco” Prado) embarcado con sus vecinos –Pablo Peñaloza, Pancho Gamarra, los Colareta y los Terrazos entre otros- en sacudir su rutina para entregarse optimistas a las labores del día; en esta misma cuadra, luego veríamos los laberintos comerciales que se daban en el establecimiento de Ricardo Torres Goicochea. Mientras desato –con mi pensamiento- las cuadras de ese viejo jirón, me asiste el recuerdo de la cuadra cinco donde la familia Vilcarromero, los Marull y su vecino don Juan Rivera mostraban una cordialidad hoy olvidada y que lindaba con efusivos saludos y generosidades. Y ya en la cuadra seis, creo ver la fábrica de caramelos del japonés Onuma, el domicilio de mi profesor de Inglés, el “Raco” Rivera y los negocios de Gustavo Hurtado y los Infantes Mandujano. En este recuento de las “existencias” del jirón Junín, de pronto ya me he hallado en la cuadra siete y he creído ver nuevamente la laboriosidad del señor Toribio Suárez en cuya tienda se agolpaban personas ávidas de adquirir panes para saciar sus apetitos mañaneros, mientras al frente la esposa de don Pedro Onaka abría las pesadas puertas de su negocio de ropa típica y otras vituallas demandadas por sus clientes, más allá la casa del Dr. Víctor Manuel Márquez mostraba siempre su hidalguía y señorío al lado de la no menos hermosa casona de los Camarena, mientras –llegando casi a la esquina de la plaza y superando el negocio del restaurante “Los Angeles” de don Joaquín Kanashiro- he creído ver al antiguo local del cine Colonial, en donde hoy funciona el Banco de Crédito, mientras al final ubicábamos la tienda del señor Tafur –que luego ocuparía doña Angélica Goto- y al frente el famoso Restaurante de Benito Araki. Y ya en plena plaza principal, cuadra ocho, me arroba el recuerdo de la tienda del señor Lorenzo Lizárraga donde habitualmente contertuliaban viejos jaujinos, la notaria Peña registrando enredos de propietarios de casas y parcelas de la ciudad y las tiendas de don Víctor Hiroshi Kanashiro, Erasmo Suárez e Hiroshi Kato las que, al lado del local de “Expreso Sudamericano” desde donde muchos se despedían para iniciar su exilio en Lima, le daban a esa cuadra un marco de agolpamiento de gentes provenientes de todas partes de la provincia, entretanto, al frente, don Pánfilo Cáceres atendía con suma diligencia a sus clientes con la provisión de revistas y periódicos de actualidad y al costado su esposa vendía jugos, ambos estaban en dos kioskos de madera que luego desaparecieron cuando el parque fue desempedrado para dar paso a su pavimentación. A continuación, la cuadra nueve, siempre fue emblemática, pues en ella empezaba la primigenia tienda de Makino Umemoto y, luego del restaurante Nakamura, encontrábamos al entonces moderno Cine Colonial, mientras al frente veíamos la sastrería de don Ricarte Oruna y el Café Montecarlo de Galindo Santos justo al lado de la fotografía Ozuka. Eso lo teníamos presente siempre porque hasta allí nos desplazábamos diariamente para entablar, en sus aceras, amenas chácharas con los paisanos de nuestro tiempo y cuando digo emblemático es porque allí también teníamos al Bazar “El Baratillo” del señor Bendezú, la librería Inca, la fotografía Barzola y, casi en la esquina, la tienda del señor Chávez. Todavía me parece ver, en este desfile de remembranzas, en la cuadra diez la tienda de la señora Abilia Mayta y, al lado, la Botica del chino Alejandro Loo Llamoja, frente a la funeraria del “viejo” La Rosa (en medios bohemios se contaba, jocosamente, que cuando los deudos acudían a dicha funeraria para adquirir un ataúd, el longevo La Rosa, animado por los tragos espirituosos que se había encimado, les decía “¿y de qué sabor quieres? porque tengo de manzana, plátano, papaya y palta”, aludiendo a que sus ataúdes estaban hecho de cajones de fruta); más allá ubicábamos la casa de la familia Richter, las tiendas de ropa típica de doña Flavia Caro, casi frente de la otra gran tienda de Umemoto y la casa no menos hermosa de don Moisés Palacios; en sus esquinas, las tiendas de “Wayunca” Mayor y la panadería de don Fortunato Higuchi. El antiguo jirón Junín, siempre de casitas de techo a dos aguas, de pintorescas y coloridas tejas y de paredes de adobe a dos pisos, terminaba en la cuadra once donde ubicábamos la tienda de aguas gaseosas de don Genaro Higuchi, el hotel “Huarancayo” de Amadeo Abregou, la tienda de granos del señor Mallma y las emblemáticas de doña Juana Dávila y al frente la funeraria de los hermanos Raúl y Germán Suárez, la tienda de don Segundino Valladares y los hermanos Felipe y Pedro Olivera, dos peluquerías: la del señor Chancafe y otra donde se reunían los músicos; terminando en la tienda de la señora Juana Mayta, una dama siempre amable, frente a la propiedad de la familia Salas Espinoza, donde hoy se erige Caja Huancayo. Todo ese recorrido se hace presente en mi memoria en esta nostálgica e invernal hora del recuerdo y de recuento de una Jauja que, para mí, era una ciudad cargada de un tibio e ensoñado romanticismo, de gentes que aunque presurosas siempre tenían tiempo para extender un cordial saludo a los viandantes.
De este largo inventario de locales, personas y negocios existentes en el jirón Junín, por sus implicancias en la vida de sus pobladores, el que marcó la vida de muchos –incluida la mía- es, indudablemente, el Cine Colonial. No conocí el local de la cuadra siete (de la década del 40) pero si el de la cuadra nueve –que lamentablemente desapareció para dar paso a una pollería- cuya infraestructura pervive felizmente. Y eso porque en ese local creo ver estaciones de mi vida, recuerdos de niñez, de juventud y madurez.
Cuando, niño aún, empecé a asistir a las proyecciones de películas, lo hacía esporádicamente y, por mis limitaciones económicas, iba al “gallinero” como solían denominar a la galería, la misma que estaba en la parte alta y tenía largas bancas de madera, donde nos sentábamos al lado de “pandillas” de jovenzuelos que por lo barato del precio de la entrada eran en gran número. En la parte posterior de esta galería y al medio, se ubicaba la sala de proyecciones desde donde se emitía la película de turno. Es de citar que el cine era de propiedad de una empresa que tenía una cadena de establecimientos similares en la región, así es como además de Jauja había un local en Tarma y dos en Huancayo –el cine Central y el Astoria- con programaciones idénticas pero alternadas. Es decir que lo que un día se proyectaba en Jauja, al día siguiente se hacía en Huancayo o Tarma o al revés. Lo importante es que se anunciaban programaciones semanales en impresiones que eran distribuidas anteladamente en tiendas y establecimientos públicos, de tal manera que todos sabíamos el día que debíamos asistir, según el gusto del cinéfilo; los días domingos las proyecciones eran casi todo el día: matinal, matineé, vermotuh y noche. De este modo era que, según mi apreciación, los días de mayor concurrencia de usuarios era el martes; ello porque eran esos días en que se proyectaban las famosas seriales. Recuerdo haber visto series de Flash Gordon, series de cowboys como “El llanero solitario”, de lucha libre como “El Santo” y otras que nos tenían en suspenso hasta el martes siguiente en que se resolvían agudos dramas en que quedaba la serie anterior. Era imposible perderse una serial, aunque nos faltara dinero para entrar al “gallinero” donde, en el ingreso, felizmente, estaba un señor bonachón –don Matías Zambrano- que incluso recibía monedas, por debajo, para hacerse el desentendido y fingir que no se daba cuenta de nuestra subrepticia incursión. Pero, que yo recuerde, en galería había toda una “escuela” de la replana y el vocabulario soez digno de un submundo. Esto, sin exageración. Y el momento culmen de ello era cuando, imprevistamente, en tiempos en que la película desarrollaba una situación de máxima expectación había un súbito “corte” que significaba interrupción de la transmisión lo que acarreaba que el operador -el reconocido ciudadano don “Toyo” Vivanco- se haga acreedor de los insultos más abyectos y abominables de todo el idioma, es así como en el ambiente se escuchaban adjetivaciones a viva voz como “Bombo”, mentadas de madre, y toda clase de vituperios que incendiaban los oídos y sonrojaban los rostros de los presentes, especialmente damas y niños. Y así transcurrió mi niñez cinéfila, entre seriales y chanzas con los muchachos del barrio y escuela.
Ya en plena juventud, las orientaciones de nuestros gustos fueron variando. Las seriales no nos eran atrayentes y fueron quedado atrás. Por estar experimentando una nueva etapa de nuestras vidas, también quedó atrás nuestras visitas a galería y empezamos a ser usuarios de la famosa platea alta y los laterales cuyas entradas tenían un costo mayor. Pero eso qué importaba, más fuerte era la urgencia de estar cerca de ese ambiente que encendía nuestras hormonas: el amor. Las películas épicas, de aventuras y otras de corte romántico ocuparon un lugar preferente en nuestros gustos, pero ello no bastaba porque había un interés mayor y era el de ir al cine para concretar alguna cita que previamente habíamos entablado con alguna chica de nuestro tiempo y, si bien es cierto que proyectaban películas muy interesantes como las bíblicas (“Los diez Mandamientos”, “Ben Hur”, “Espartaco”, “Sansón y Dalila”, etc.) o sagas juveniles como “Gigante”, Rebelde sin Causa”, “Lo que el Viento se llevó”, “Amor sin Barreras” entre otras, más fuerza y atención generaba esperar el momento en que se apagaban las luces para trasladarnos a una butaca que nos permitía estar al lado de la muchacha soñada, entonces las imprevistas sombras y oscuridad del recinto eran cómplices y servían de invitación perfecta para coger la mano de la enamorada y, en algunos atrevidos casos, darse mutuamente encendidos besos. Los pudores eran desafiados porque en aquel delicioso tiempo no había otro momento para hacerlo y entonces, decenas de romances surgieron que, luego, se convirtieron en sólidas relaciones conyugales. El cine, pues, significó para muchos el fermento para consolidar promisorios futuros al lado de la persona amada. Esas mismas sensaciones fueron muy bien captadas por algunos padres celosos que no concedían libertad a sus hijas y optaban por acompañarlas, allí las frustraciones aparecían y los desencantos permitían idear nuevas formas para el cortejo de la enamorada. Es este tiempo el que hizo del cine Colonial –y probablemente de muchos cines del país- un lugar de cortejos amorosos y un templo de edulcoradas citas. ¡Tiempos bellos!, gracias recordado cine por habernos regalado estos inolvidables recuerdos.
Con el correr de los tiempos y superados los momentos de enamoramiento, ya con la persona amada a nuestro lado, el cine siguió siendo un lugar de amena distracción de las fatigas diarias. Dado a que los nuevos tiempos eran de trabajo y con mayores responsabilidades, los momentos de descanso se redujeron y apenas disponíamos del tiempo exacto para llegar a una función de cine. Pero habían inconvenientes como, por ejemplo, la gran demanda de entradas, lo que hacía que a cierta hora ellas se habían agotado. Entonces empezamos a engreír a una dama bondadosa que era doña Rosita Arteaga encargada del expendio de boletos. Ella, con nuestra súplica y agradecimiento, se encargaba de reservarnos las entradas de pullman –estando con nuestra cónyuge no podíamos menos que llevarla a esa sección- y las veces que llegábamos tarde no faltaba la amable compañía de trabajadoras –como la señora Dora Espinoza o doña Dora López- que nos conducían hasta nuestros asientos ayudadas por pequeñas linternas. Para ello la concurrencia ya se había premunido de dulces o confites salados que se adquirían en la parte externa en la carreta del señor Contreras y que, discretamente, se hacían llegar a nuestras favorecidas acompañantes. Mientras todo esto ocurría dentro del cine, afuera el momento más esperado para los sufridos enamorados, era esperar la salida del cine. Aquellos que merodeaban se conformaban con ver, aunque de lejos, a las señoritas que les robaba el sueño (hoy comprendo esa inexplicable rima de Bécquer que dice “… hoy la he visto y me ha mirado/ hoy creo en Dios”).
El cine Colonial, para la historia de Jauja tiene un gran significado en el sentido que tiene una relación directa con la vida afectiva de sus ciudadanos. También tiene significado porque allí se vieron espectáculos inolvidables: asistí con mis amigos a varios como, por ejemplo, cuando se presentaron los famosos “Ángeles Negros” de Chile en pleno apogeo de su fama, Los Dolton´s, Los York’s o Alicia Maguiña para cantar “Jauja” y rendirle homenaje a Juan Bolívar Crespo o conjuntos de nombradía local como “Los Rubíes”, “Los caballeros de Jauja”, etc.
Paso y repaso por ese viejo local del cine Colonial y no puedo menos que sacudir mis recuerdos y echar al aire una sonrisa de gratitud por todo aquello que me dio y que dio, con toda seguridad, a miles de jaujinos que vivieron en los tiempos dorados de su alegre vigencia. Esto es lo que no podía callar, como he callado muchos nombres de forma involuntaria por la lejanía de este inventario de reminiscencias por lo que adelanto mis disculpas.
Jauja, 02 de abril del 2023.