Leyendo el artículo de Vicente Santuc “Postcristianismo: ¿Es posible ser cristiano bajo el paradigma del pluralismo religioso?” nos parece que la pregunta que plantea es clave en tanto no sólo nos remite a cómo vivir nuestro cristianismo en tiempos actuales si no el cómo hacerlo teniendo en cuenta al otro (el de otras religiones y culturas), encaminando un diálogo interreligioso.
Pareciera que cada vez más estamos yendo a superar las lógicas excluyentes de cómo se vivieron las experiencias religiosas de toda religión en el mundo, demasiado enclaustrada y mesiánica respecto a sus propias posibilidades. Lógica a la cual debía subordinarse a todo y todas las religiones existentes.
Estamos tomando conciencia de que no es suficiente ser tolerante con las demás religiones. Es preciso que todos aceptemos a cada religión como mediación legítima de Dios en su propio contexto singular, cultural y geográfico. En ese sentido, Santuc nos invita a “salir de la religión”, reconociendo “a todo cuerpo como habitado por el Espíritu” y dedicarnos a una “tarea de humanización”, reconociendo las diferencias. Encaminados en una lógica de la hierodiversidad (diversidad religiosa), asumiendo que lo “nuclear en toda la religión es posibilitar la experiencia y apertura a lo totalmente otro”. Reconociendo que, por ejemplo, el cristianismo es una tradición religiosa entre otras.
Es por tanto clave ir a una purificación de la memoria, del lenguaje y del conocimiento teológico, superando las “verdades de la singularidad cristiana”. Al respecto, nos plantea 8 ideas en los que se han planteado desplazamientos de sentido bajo el nuevo paradigma que se vislumbra: el “reino de Dios” (donde Jesucristo ni la Iglesia Católica pueden imponerse como la única o más importante mediación de Dios); la “revelación” (entendiendo que ella acontece en todas las religiones); la “misión” (no se trata tanto de “convertir” sino de profundizar en cada religión y aprender de todas ellas); la “experiencia como espacio religioso” (redescubrir a Dios en el otro y en la experiencia espiritual de cada quien); las “religiones son fragmentos” (incitar a todos a respetar el presente y la paternidad de Dios); la “relación con la naturaleza” (recuperar nuestra humanidad primera inserta en la naturaleza); ser factor de “experiencia radical” (construir el proyecto humano por aproximaciones, antes que producir verdades o conceptos); y el sentido de “pertenencia a una religión” (ninguna puede pretender agotar el misterio del cual se ocupa).
Frente a lo anterior Santuc nos sugiere algunas pautas de vida para todo cristiano atento y dispuesto a esa lógica del pluralismo: actitud ecuménica, vivir la fragmentación con actitud positiva, respeto por la singularidad de cada experiencia religiosa y actitud humilde respecto a nuestra condición de Iglesia “salvadora”; saber dar testimonio, individual y comunitariamente, transparentando de la mejor manera la presencia de Dios en nuestras vidas; vida comunitaria como un elemento clave de nuestra experiencia religiosa, convencidos de que su “amor se cumple en nosotros cuando nos amamos los unos a los otros”.
Es interesante la discusión que se plantea respecto a la diversidad religiosa y su ubicación en el mundo post moderno que vivimos de post cristianismo (¿podríamos decir de post religión?). En realidad, estando ante un profundo cambio de paradigmas (de cambio epocal), es importante dejarnos interpelar por los nuevos tiempos que nos toca vivir. Sin detenernos demasiado en “pedir permiso” por los cuestionamientos necesarios que tenemos ya encima y que requerimos procesar.
Nunca ha sido más cierto eso de saber discernir los signos de los tiempos en los tiempos actuales; no se agotaron en Vaticano II ni ocurrirá tampoco en el diálogo interreligioso que de a pocos empieza a construirse, con signos de apertura y horizontes que es fundamental encaminar.
Sin embargo, qué difícil puede resultar renunciar a tener la verdad absoluta, más aún si la consideramos que viene de Dios y hay quienes consideran tener la potestad (autoridad) de interpretarla correctamente y establecer una normatividad alrededor de ella (catecismo, principios, etc.). Pero que elemental nos tendrá que resultar convencernos de que la verdad no es excluyente (ni puede serla), ni inmutable (salvo quizás desde determinados “esencialismos”), ni dictada, etc., etc.
Creo que si convenimos que el diálogo es factor clave para la convivencia humana, la verdad no puede menos que someterse a dicho proceso, incluida la verdad religiosa. Por más que nos parezca (y yo desde mi fe lo creo) que Cristo es el “único” hijo de Dios, a éstas alturas quizás ni él mismo lo suscribiría. Es más, tendríamos que tener la capacidad de saber aceptar la hipótesis (aunque sea sólo una hipótesis) de que sólo se tratara de un gran profeta y nada más, como dicen por ejemplo los judíos de Jesús.
Es cierto que desde nuestra fe eso podría pasar por ser un disparate, pero ya no podemos encerrarnos en nuestras propias verdades por más verdaderas que las asumamos si queremos ser, entre otras cosas, inclusivos y constructores de argumentos que nos abarquen cada vez más a todos antes que lo contrario. Lo cual no tendría por qué significar renuncia a la propia identidad pero si el esfuerzo de dejarnos abarcar desde los argumentos y la convergencia de criterios más razonables y meditados posibles.
Es más, lo principal seguro estará en cómo nos enrriquecemos unas religiones de otras profundizando y radicalizando la propia vivencia de fe y espiritualidad. Sigue leyendo