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Azar y voluntad en la familia

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Aunque tiene su importancia mantener como referencia de familia aquella que la compone papá, mamá e hijos, dentro de relaciones armoniosas, cada vez es menos común encontrarla en la realidad que vivimos, por diversas razones sobre las que no nos detenemos ahora. Sin embargo, considero que toda familia puede ser un núcleo privilegiado para poner en juego el amor. Por el nivel de cercanía, de confianza, de complementariedad, de gratuidad y tantas cosas positivas que hay que aprender a construirlas, porque no vienen por sí solas ni se dan de modo espontáneo.

Por eso mismo, una familia puede, por diversas razones o motivos, ser un espacio amoroso o no tanto; conflictivo o comprensivo; de acogida o más bien de rechazo. Normalmente presente de modo contradictorio y entremezclado. Depende cómo se construya ésta y de qué condiciones disponga. Cómo es su comprensión cultural y posibilidad funcional de desarrollo.

Porque un ámbito familiar podría terminar siendo también una suerte de infierno, insoportable, no deseado. De todos modos, es un espacio en el que muchas personas (buena parte), se desenvuelve de modo cotidiano, suele ser muy significativa para su crecimiento, y es referencialidad de vida para las decisiones que en la vida nos tocará establecer.

Sin embargo, no elegimos la familia que nos cobijó de niños; podemos más o menos elegir en libertad la familia que formamos al casarnos con nuestra pareja. Pero, en general, hay una serie de factores que no controlamos. Descubrir ello, siento que puede ayudar a situarnos mejor en la familia que nos tocó vivir. De qué modo puedo yo contribuir a construir una familia en los mejores términos desde esa realidad. ¿Cómo vivir los valores evangélicos desde la realidad que participo?

Seguro que no es fácil responder una pregunta así para todos ni de forma parecida. En el fondo se trata de descubrir la presencia del amor de Dios desde lo que me toca (o intentarlo sin cansancio), sabiendo que es un aprendizaje de casi todos los días y sobre lo que vamos haciendo un camino, recogiendo la riqueza de otras experiencias, de los medios que han dispuesto, pero recreando lo que a uno le corresponde de propio.

Por ejemplo, uno de los valores que nos enseñó Jesús (y es parte vital de nuestro cristianismo) es el “amor a los enemigos”. Y uno podría preguntarse, en una familia ¿quiénes son mis enemigos, a quiénes termino percibiendo como tales? Efectivamente, no debiera de haberlos, como quizás en toda relación humana no debiera haber enemigos, pero nos los terminamos creando o “apareciendo”. Por tanto, ello nos lleva a mirar cómo manejamos las diferencias (y la diversidad) dentro de la familia; cómo afrontamos los conflictos, los cuales nos pueden ser más o menos adversos. Más aún, si entre las familias de una pareja emergen rivalidades o al interior de una misma familia cosanguínea. O cómo superamos el enorme peso y sentido patriarcal (y machista) tan arraigado en las familias.

En mi propia experiencia están presentes y muchas veces en tensión todos los puntos que menciono, no soy ajeno a ello. Siempre me tengo que estar planteando cómo llegar mejor a (y construir) mi relación de pareja, con mis hijos, a mi familia más extensa… Porque muchas veces no coincidimos en intereses o expectativas, o realidades diversas. También porque yo puedo tener el riesgo o propensión de ser un tanto impositivo de mis propias ideas u opiniones. Los temas de los ingresos y manejo de los recursos es sensible a recurrentes tensiones. En fin, hay diversas causas que con facilidad se convierten en diferencia, tensión, distancia y, a veces, en rupturas.

Por ello, valores como amar sin esperar nada a cambio; no juzgar (¿chismes?); poner la confianza en Dios amor y no en el dinero o nuestro egoísmo, son elementos que tienen que ponernos atentos a cómo vivimos nuestro ser familia, cómo la construimos. Qué duda cabe, por ejemplo, que el amor de madre o padre hacia los hijos es algo que se recibe con absoluta gratuidad (cuando se recibe por cierto); desde el cual podemos aprender lo que es el amor y lo que significa amar. El asunto es cuando no ocurre así o uno ha crecido en condiciones algo distintas. ¿Cómo amamos, cómo aprendemos a amar?

Allí lo que queda es la escuela u otros espacios desde los cuales uno pueda conocer lo que significa amar y hacer la experiencia de amar. Cuestión sin la cual será muy difícil entender el significado de Dios en la vida de cada uno y acogerlo. El hogar es un lugar privilegiado para ello, es un espacio comunitario natural de ello; pero hay que construirlo hacia ello y posibilitarlo para los hijos más allá de los altibajos (o rupturas) que pueda haber de la relación de pareja (papá – mamá) que lo sustenta.

Cuidándonos de la influencia perversa que puede tener en cada uno el consumismo, la sociedad de consumo en la que vivimos, así como el fuerte individualismo al que nos somete el mercado capitalista y nos induce a quitarle sentido a las relaciones de solidaridad, vecindad, convivencia comunitaria, entre otros tantos aspectos.

Guillermo Valera Moreno
Magdalena del Mar, 11 de julio de 2015

Ser comunidad es agradable

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Conversando sobre la importancia de la comunidad, veíamos que la existencia de cada comunidad pequeña da lugar a la existencia de un Núcleo CVX, el cual es posible si existen y funcionan las comunidades que lo sustentan. De modo equivalente, cada comunidad pequeña sólo puede tener vida si así lo permiten sus integrantes, ya que una comunidad la conforman sus miembros; no es una definición en abstracto, no existe al margen de sus integrantes; depende de cada uno y de todos, porque todos son siempre importantes y necesarios.

No existe comunidad al margen de sus integrantes. Para ello, una cosa elemental es que la comunidad tenga vida regular a través de sus reuniones y de cómo se desempeñan sus integrantes en la misión que cada uno va asumiendo en su vida y desde el compromiso comunitario, desde el discernimiento que va creciendo en la experiencia recurrente de los ejercicios espirituales, la oración diaria y tantos o varios detalles más.

Es por eso muy necesario que todos nos hagamos responsables de todos de alguna manera; de manera especial de alguien o de algunos, pero a todos nos importa qué pasa con cada integrante y, saber de la suerte de cada uno, de las circunstancias de cada uno, es algo que va más allá del grado de amistad que podamos sentir entre unos y otros, la cual siempre será relativa al nivel de empatía y circunstancias que nos acercan mejor a unos o a otros. Por eso, el preguntarse de manera recurrente por la vida de cada miembro, sus procesos y circunstancias es tan positivo. Mejor aún si ello va formando parte de una práctica de la revisión de vida con mayor profundidad, la misma que nos va haciendo más responsables unos de otros, sin reemplazar ni sustituir la individualidad y responsabilidad personal de cada uno.

Por eso, es bueno constatar que hacer comunidad pasa por enamorarse de la misma comunidad; de lo que significa y debe serlo en la vida de cada cual. Enamorarse de Dios desde un espacio de referencia que debe ser vital para el crecimiento de mi vida y la de todos, si le damos el lugar que requiere. Enamorarse de alguien y de algo que nos ayuda a construir sentidos en las cosas que hacemos y nos permite ir conociendo la presencia del amor de Dios en nuestras vidas, e integrándola; nos permite aprender a discernir lo que puede ser de Dios y lo que “bajo careta de bien” no lo resulta ser, o no tanto como aparenta.

Y supone esfuerzo. Poner cada uno de su parte. Ninguna comunidad surge, camina hacia adelante, se hace de Dios, si sus integrantes no ponen los medios adecuados para que camine y salga adelante. Con la conciencia de que nunca van a estar resueltas las dificultades de modo concluyente y que la comunidad la hacemos y construimos durante toda la vida, el amor lo aprendemos y maduramos durante toda la vida. Y eso cuesta. La comunidad nunca puede estar en “piloto automático” (o peor aún, sin “piloto”) porque pierde fuerza, se debilita y se nos puede diluir sin darnos cuenta (o sin querer aceptarlo).

Por tanto, todos (cada uno) debemos hacernos responsables de los integrantes de mi comunidad (quizás en especial de alguno/s); debemos aprender a enamorarnos de nuestra comunidad, hallando su sentido pleno en nuestra vida; vivir nuestra fe en comunidad (y su sentido de misión) cuesta, nos supone esfuerzo. No lo olvidemos. Pues ello nos sitúa en el camino de la corresponsabilidad, donde no necesitamos que nos digan que es necesario formarnos, hacer Ejercicios Espirituales, asistir a nuestras reuniones, hacernos y sentirnos parte de la misión de Dios (y algunos etcéteras). Porque simplemente lo asumimos como parte de nuestra vida.

Hablamos de “corresponsabilidad”, como conversábamos con David Uzcata (Coordinador del Núcleo CVX El Agustino), diferente a lo que puede ser un colaborador o un participante. Veíamos que en lo primero (la corresponsabilidad), cada uno nos hacemos responsables de lo que nos corresponde. Tanto de nuestra vida, nuestra misión, de la marcha comunitaria, de los compromisos que decidimos asumir, de nuestra propia fe y manera de amar a los demás. Obramos en razón del llamado profundo que sentimos de Dios en nuestras vidas y que nos permite conducirnos en confianza, aunque sabiéndonos pecadores.

Veíamos que un “participante” es más bien alguien que recién inicia una experiencia en comunidad (o antes incluso) y participa de las actividades como una suerte de invitado, siendo su rol únicamente el de hacerse parte de una actividad, asistir a la misma y poco más (incluida la reunión comunitaria si ya es parte de alguna de ellas). Un “colaborador” veíamos que era diferente de un participante en cuanto su nivel de involucramiento iba más allá, colaborando en tareas de organización, difusión u otras puntuales responsabilidades; sin sentir aún a la comunidad como plenamente suya o como parte integrada a su propio proceso personal.

Participante, colaborador, corresponsable… Distintos grados de inserción en el proceso y la vida de una comunidad laical. Donde realmente, cuando nos hacemos “corresponsables” podemos decir que ya somos parte adecuada de una CVX (podemos decir, de una comunidad en general), sin lo cual será siempre una experiencia limitada o poco madura al crecimiento que queremos darnos en el siempre retador propósito del seguimiento de Jesús, cuestión muy agradable.

Guillermo Valera Moreno
Magdalena del Mar, 5 de julio de 2015