Alegría y servicio en la familia

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Al hablar de la familia, referirse a las bodas de Caná, como parte de la vida de Jesús, es todo un símbolo de la alegría del evangelio. Por lo que representa de significado todo matrimonio que recién se inicia, la importancia de la celebración y la presencia suficiente de sus diversos componentes que colaboran a ello culturalmente (como es el vino en éste caso). Se dice que dicha escena es el primer signo milagroso en la vida pública de Jesús.

Allí se pone en juego también esa relación tan cercana que suele haber entre madre – hijo e hijo – madre, dando lugar a esa secuencia rítmica de “se acabó el vino”, “ya no tienen vino” / “no ha llegado mi hora” / “hagan lo que él les diga” / “llenen de agua éstas tinajas” … hasta llegar a la sorpresa del encargado de la fiesta “tú has guardado el mejor vino hasta ahora”.

Sin embargo, siendo la familia motivo de alegría, no hemos de olvidar que Jesús también será crítico de ella en otros momentos; como también lo fue de la ley, del templo, de los Escribas y Fariseos.

Los tiempos que vivimos, más aún, inspirados en Pentecostés, nos invitan a darnos profundidad de vida. Por tanto, es prudente preguntarse cómo hacemos y vivimos el evangelio desde nuestras familias, sea la realidad que ella estuviera atravesando o en la que estuviera anclada. Porque es importante saber y buscar articular una sinfonía con todas sus expresiones y diversidad, con todas las voces (todas) que las componen, desde un carácter plural y tolerante, por tanto, armónico. Preguntándonos cómo ser vida en la familia a partir de los evangelios; luz y fuerza; alegre noticia. Como hechura vinculante de Dios en el mundo.

Aparecida nos habla de la familia como “uno de los tesoros más importantes de los pueblos” y “patrimonio de la humanidad entera”, “afectada por difíciles condiciones de vida” que la amenazan. Por tanto, “llamados a trabajar para que esta situación sea transformada, y la familia asuma su ser y su misión en el ámbito de la sociedad y de la iglesia” (432). Entendida desde las características peculiares de Latinoamérica, con mucha migración, pobreza, desigualdad y explotación indiscriminada. Donde aún no nos miramos todos como iguales, menos como hermanos.

Se le ha nombrado a la familia como “Iglesia doméstica”, lo cual adquiere sentido en una doble labor, tanto hacia adentro, como hacia afuera. Aunque a veces la familia se la ve o se le agota con una mirada de lo que ocurre en ella “puertas para adentro” (o sea, la comunicación entre esposos, educación de los hijos y colaterales), ella está invitada también a asumir el reto de “ponerse al servicio de la acción misionera en medio del mundo”, al servicio de la construcción del reino de Dios.

Si lo anterior es verdad, toda familia (cual sea ésta) debiera sentirse llamada (o descubrir su llamado) al discernimiento y construcción de un estilo de vida evangélico. Signado por actitudes de solidaridad, austeridad, servicio y vida sencilla; opciones principales por la justicia, la defensa de la naturaleza y el respeto de los derechos humanos.

De otro lado, debiera sentirse invitada (cada familia) a descubrir la presencia de Dios desde la propia historia familiar, en los dones recibidos, en el amor y servicio. Nadie nos tiene que decir en qué está presente Dios (también nos pueden colaborar en ello), pero cada uno debiera poder descubrirlo. Por cierto, buscando cada familia, preguntándonos nuevamente, de qué modo nos hacemos instrumentos específicos del amor de Dios y de su reinado. Cada quien con lo que tiene entre manos y la característica peculiar de familia que pueda tener, y de modo agradecido.

Dicha reflexión será muy útil vincularla a la reflexión comunitaria que vamos construyendo. Por ejemplo, desde el FODA de la familia (Fortalezas, Oportunidades, Debilidades, Amenazas) que podemos compartir y vamos aproximando. Sabiendo que es una realidad muy compleja y que la vivimos de muy diversas maneras. En la que todos estamos involucrados de una u otra manera, directa o indirectamente. Podemos no llegar a ser padre o madre, pero todos somos hijos e hijas y ello nos identifica, nos homogeniza, nos iguala. Nos hace uno, también, en Jesús (hijo de Dios).

Guillermo Valera Moreno
Magdalena del Mar, 5 de junio de 2015

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