Algunas palabras para un amigo

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Hay quienes más allá de los “ruidos” en torno a su persona (buenos o no tanto) dejan huella en sus expresiones y experiencia de vida. Seguramente a quienes vivimos su “pasión y muerte”, sin saber cuándo concluiría, nos dejó mucha marca, nos afectó más allá de lo que puede ser la amistad y cercanía de alguien que se llega a conocer sin haberlo visto físicamente. Creo que ello fue también mi experiencia con Monseñor Oscar Romero.

Lo conocí por folletos que nos llegaban al Centro Federado de Ciencias Sociales de mi alma mater (la Cato), por allá en la segunda mitad de los 70s, siendo estudiante de Sociología. Había mucha afluencia de ideas, movimientos sociales e inquietudes diversas sobre el devenir de nuestro país y la globalización que se dejaba sentir cada vez más de modos distintos.

Nos empezamos a enterar de un obispo conservador que, tocado por la muerte de un sacerdote muy amigo suyo (Rutilio Grande, SJ), había empezado a reaccionar sobre el contexto de cosas que se vivía en El Salvador, república centroamericana un tanto lejana, aunque convertida en muy cercana por la revolución Sandinista en Nicaragua, cuestión que nos obligaba a estar más al tanto de lo que transcurría en esas zonas, extendido a Guatemala, Cuba, México y otros.

Admirados de cómo ese proceso de conversión se personifica en alguien de quien quizás se esperaba poco y, de pronto, se empieza a abrir un amplio horizonte que no es otra cosa que hacerse sensible al sufrimiento de su pueblo, a las injusticias que rodean su situación y al descontrolado poder de quienes usurpan y explotan indignamente a la población local. Una reacción muy evangélica después de todo. No es que el obispo conservador se hizo de “izquierda”. Se trata de una reacción humana y un deseo de no ser ciego a las realidades que le toca poner en cuestión, a ser solidario con el pobre que sufre, más aún, injustamente.

En lo que a mí me toca, poco tiempo después del asesinato de Monseñor Romero, estando ya por culminar mis estudios en la PUCP, me tocó ir a trabajar a San Ignacio, Cajamarca. Lugar de confluencias y hermosura. Pues, allí, llegué para iniciar (junto a otros, 1982) las labores del Cenecape “Oscar Arnulfo Romero”, entidad que se constituyó de modo acertado entre la parroquia local y el Ministerio de Educación. Fue, pues, muy inspirador y motivador, sabiendo de quien se trataba, acompañando una labor que, en mi caso, abarcó 3 años.

Fueron acciones de proyección hacia el campo (y también en la ciudad misma), en torno a la salud (promotores y botiquines de salud), tecnificación agrícola (especialmente en torno al café) y pecuaria; a ello se sumó labores de corte y confección (sobre todo con mujeres); labores de organización campesina, así como las acciones de pastoral que abarcaban al conjunto. ¡Qué tales viajes y recorridos aquellos! Hacia los diversos caseríos de la provincia, a lomo de mula y por varios días.

Ese pequeño recorrido me hace vincular dichas vivencias con el valor que puedo asignar a la oración. Porque fue también un aprendizaje y saber valorar el descubrir a Dios en todas esas experiencias, engranando eso que Jon Sobrino nos invita a tomar en cuenta, sobre el vivir una oración encarnada en la realidad. Estableciendo esa interacción de reflexión – acción y de oración y praxis. Como forma de tomarle pulso a lo que vivimos y darle profundidad.

Donde aprendimos también a ir situando a Jesús como nuestro referente, más allá de todas las inconsecuencias y desencuentros por los que cada uno suele pasar. Valorando en todo ello la necesidad y el deseo de ser parte de una comunidad desde la cual doy sentido más amplio a mi vida de fe y aprendo a acompañarme por otros, a confiar mi vida y mi fe a otros. En ello también Monseñor Romero nos deja su ejemplo.

Porque todos podemos preguntarnos acerca de ¿qué nos dice de nuestra propia realidad y sentido de compromiso? Convencidos de que todos tenemos capacidad de cambiar para obrar el bien (también para lo contrario). Si nos ayudamos del discernimiento, podemos obrar más cercanamente la voluntad de nuestro Padre grande. Todo ello, para preguntarnos también sobre ¿cómo nos enriquece nuestra oración (o podría hacerlo)?

Guillermo Valera Moreno
Magdalena del Mar, 4 de junio de 2015

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