Mejorar siempre el lugar donde vivimos

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Parece que fuera un continuo empezar, la forma como aprende a entenderse y a convivir cada individuo que nace, con las personas que le rodean. Empezando con sus propios padres (especialmente la madre), siguiendo con los hermanos y demás familiares cercanos, los vecinos y todos aquellos que irán tejiendo sus propias experiencias de manera más o menos directa (en la escuela, el ámbito religioso, el trabajo, etc.).

Pero todo ello se teje también en cada contexto en el que toda persona se aparece (nace) a la vida, lo cual esta marcado por una determinada manera de ver las cosas, una forma de vivir y de conseguir el sustento, una determinada normatividad que permite a la gente organizarse de una manera y no de otra. En general, esta marcado por una cultura y una institucionalidad que son propios a cada época y circunstancia que hace distinta también la historia de unos y de otros.

Lo anterior se podría complementar con los elementos que consideramos constitutivos a toda persona, todo lo que está presente en forma potencial en todo individuo, como son sus capacidades de amar, de ser libre, de tener fe y darle sentido a su vida, de relacionarse y ser solidario, de entendimiento y diálogo, de búsqueda y trascendencia, entre otros más que se podrían incluir. En razón de ellas se busca dar respuestas a una serie de interrogantes, descubrir nuevas pistas del conocimiento, ganar o reforzar posiciones de poder, o simplemente vehicular técnicas que nos faciliten mejor la vida que llevamos.

Claro está (aunque no para todos) que, en cada cultura, se ha desarrollado a su manera. Las hay quienes han “sobresalido” a lo largo de la historia, como es en particular la llamada “cultura occidental”; desde ella se han irradiado muchos aprendizajes y maneras de hacer las cosas, formas de pensar, creencias religiosas o de diverso tipo, la propia ciencia o la manera de aproximarse a la realidad a través de ella. Y tantas cosas que muchas veces las damos como sentido común y ya no las cuestionamos. Obviamente, lo que es sentido común de la vida de las personas no suele cuestionarse, a no ser que se den situaciones o razones específicas para ello; simplemente se vive con las cosas como “dadas”.

El asunto esta en que al irnos relacionando más cercanamente unos con otros y generar el proceso que hoy denominamos de “globalización”, hemos caído más en la cuenta de la interrelación que puede haber entre unos y otros, sea en la parte del mundo en que nos encontremos. Puesto que, si queremos “vivir bien” y aspirar a una “vida buena” para uno (algunos o para todos), cada vez es menos posible plantearla al margen de los demás y desconociendo al otro, porque su “realidad” también me afecta. Es más, como diría Kwame A. Aphia, recordando a su padre, sobre el sentido de ser ciudadano del mundo: “cualquiera fuera el lugar que eligiéramos para vivir –y, como ciudadanos del mundo, no cabía duda de que podríamos elegir cualquier lugar que nos recibiera- debiéramos procurar dejarlo ‘mejor de cómo lo hayan encontrado’.”

Esa interrelación a la que nos hemos referido, la podemos observar, por ejemplo, en el caso del tema climático. Si llueve o hace excesivo calor en una zona, en general, a todos nos afecta. Es cierto que quien tiene más recursos económicos le resultará más sencillo buscar paliativos o salir de un lugar e ir a otro para estar mejor. Pero no deja de ser cierto que, en ese nuevo lugar o en otros posibles, también se manifestarán los efectos del clima sin que lo podamos controlar del todo; y no dejaremos de sentir los efectos que se manifiestan para la generalidad de las personas (en una latitud u otra).

Esta también el caso, más en pequeño (o más en grande según se vea), de cuando se decide explotar una mina y los efectos nocivos que puede traer para el ecosistema local, ya sea por el uso excesivo (muchas veces irracional) de químicos para extraer los minerales (como suele ser el uso del mercurio para la extracción del oro); ya sea por el cambio de situación que se provoca localmente, por la pérdida de otros recursos, como por ejemplo, tierras cultivables, paisaje, agua, recursos maderables, entre otros. Ya sea por la presencia de los relaves mineros que se constituyen a partir de los desechos de las minas y que no devienen para nada en “materias biodegradables”, todo lo contrario.

En éstos casos de explotaciones mineras (o similares), la población local permanente y todos los que laboran propiamente en la mina, se verán afectados por el deterioro que se pueda provocar al medio ambiente durante el tiempo que dure la explotación de la mina en cuestión, incluido los técnicos, gerentes y, en algunos casos, los dueños de éstas (a todos éstos últimos, si viven localmente en la zona minera, aunque ello ya no suele ser así, normalmente viven en las grandes ciudades y dirigen desde allí sus actividades). Remarco de todos modos la idea que el deterioro del medio ambiente, ya sea en forma inmediata o por efecto de acumulación, termina afectándonos a todos.

Sin embargo, somos conscientes de que a todos no nos afecta o no nos beneficia por igual la serie de fenómenos o actividades económicas que realizamos. Ello ya lo sabemos desde hace muchos siglos y se explica en las distintas formas de imponerse unos a otros que han existido. Uno de sus mecanismos principales ha sido el ejercicio de la violencia, en sus diversas expresiones (la guerra por ejemplo); también por medio de otra serie de mecanismos como las creencias religiosas o los sistemas de ejercicio del poder político, los cuales han servido para un dominio de unos sobre otros y para la extracción del mayor beneficio, sin importar o presuponer vinculación entre una cosa y otra , o que la vida humana podía ser lo que estuviera por encima de todo y de todos (la de todos y no solo la de aquellos considerados “cercanos”).

No obstante, vamos cayendo en la cuenta de nuestras posibilidades y límites al aceptar que, quiérase o no, somos parte de una misma “aldea global”; metafóricamente podríamos decir que “somos parte de un mismo cuerpo”. Sin por ello caer en miradas “funcionalistas” de la problemática que nos acontece, se podría asumir que, si algo le sucede a mi pie, la mano no puede decir que “no le importa” por más alejado que esta se encuentre del primero; si algo le sucede a mi corazón, el cerebro no podría pensar que no le afecta, pues lo más probable es que el cerebro deje de ser irrigado de sangre y no pueda seguir funcionando; es más, todo el cuerpo moriría en una circunstancia así.

Guardando la distancia con el ejemplo, podríamos estar llegando a una emulación en el mundo en que vivimos, la misma que no pretende ser catastrofista, pero que nos invita a ser más conscientes de una serie de hechos, al menos mientras no podamos salir a vivir fuera del mundo, en otro planeta, cuestión que se ve como improbable en el corto o mediano plazo. Por cierto, nada sobre lo que nos estamos refiriendo se da mecánicamente ni guarda totalmente una relación de causa – efecto; sólo quiero afirmar la apreciación de que cada vez nos hacemos más interdependientes; ser en todo conscientes de que “estamos” obligados a “vivir juntos”. Por tanto, lo que puede ocurrir en “el otro” es algo que de hecho me interesa (o debiera serlo), más allá de qué tanto puedo ser solidario con él; casi por el simple hecho de que puede afectar mi propia sobrevivencia en el corto, mediano o largo plazo.

Guillermo Valera M.
30 julio de 2010

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