Primero fueron las flores, sólo después que el agua fueron las flores. Las flores son una parte de las plantas pero antes fueron las flores. En esa aridez la cual sólo de vez en cuando se regaba, crecían y se morían pero todo sus restos hacían una tierra más fértil. Su belleza a su muerte, su colorido a su muerte. Ninguna se queda metida en la tierra, todas como todas querían ascender, captar la luz. Asentarse donde ha de morir. Su conocimiento como su desconocimiento a su muerte. Pero no les importaba! Primero era florecer. Luego, igual, no les importaba. No luchaban entre ellas, solo que morir o vivir, sabían, no dependía jamás de ellas. Quién no quiere alcanzar la luz!? Al contrario, que se mataran unas con otras, no les permitiría alcanzar la luz, su vida. La maldad se instaló mucho pero mucho después. Instalarse, pero no reinar ni para reinar. Aun así, de todos modos, siempre han existido y existirán quienes nunca olviden que aniquilarse entre ellas es el final; no de una ni de tres, sino de todas. Antes pero mucho antes de la maldad, aunque no lo supieran, entre ellas había paz. Paz ni siquiera con ellas mismas, sino con lo que hacen fértil. Elegir entre una total aridez o un verdor de un prado que no ha sido pisado por ningún ser; algo que crece y muere en paz cada vez. Un campo de cualquier variedad de flor. Florecer, toda su luz y color captados, toda la explosión de vida. Lo primigenio, lo único antes que las flores, antes que toda paz o amor o sentimiento de vida. Aunque no se mirarán, a lo lejos unas con otras, estaban siempre firmes, conociendo su único y principal cometido. No se mataban entre ellas jamás. Y de dónde venía luego de toda esa aridez toda la vida, podrían preguntar otros, lo cual pocos saben o muy pocos quieren saber. No se ven a lo lejos y ya por ello creen que no existen, pero ellas están, son parte de ellos. En algún minúsculo momento son ellos. En algún minúsculo momento serán ellas. En algún minúsculo momento fueron ellos. Toda la vida serán ellos si no se matan. Después quizás venga de nuevo toda esa aridez y luego quizás, quién sabe, otras flores a vivir. Si somos flores no neguemos nuestro color, toda nuestra vida. Sería como querer negar toda la vida, todo lo que ha sido antes y nos alumbra, cosa imposible. Si todos mueren, nadie sabrá nada, pero si permanecen, solo en ellas está mucho el hecho de morir o vivir para siempre. No lo saben o es que no quieren saber, pero desde todo inicio, aquello siempre ha estado única y exclusivamente en ellas. No se pueden explicar. Una sola no puede hablar por ellas, pero esa sola no debe olvidar a otras. Todas son una y una son todas. Tampoco todas pueden hablar por una sola, aun así, sus pólenes se esparcen por el aire. Después de que se instaló la triste maldad, les empezaron a importar sus colores, arrancarle el color a otra. Olvidaron que su color y entre otras cosas más no les pertenecen. Si les perteneciera no perderían su color. Aun así como si no tuviesen el suyo. Se guardan en esa aridez y despiertan a otra. En sus nimios, ínfimos, minúsculos y triviales momentos propios.