Hay cosas diversas por las que uno tendría que detenerse y no siempre se hace. Vamos cada día muchas veces “como viene” y pensamos que cuando nos toque volver a echarnos en nuestra cama a descansar nos daremos un momento para “procesar”. Quizás no empleamos adecuadamente algunos momentos que debieran servirnos a ello, como cuando vamos de un lugar a otro (en el transporte público al menos); cuando esperamos que nos atiendan en alguna diligencia; cuando estamos haciendo ejercicios físicos (si los hacemos en un gimnasio o por nuestra cuenta).
El asunto es que podemos dar un espacio para procesar lo que nos transcurre, detenernos, hacer una pausa. Y, normalmente, lo hacemos quizás sin darnos cuenta, sobre todo si hemos tenido la experiencia de reflexionar sobre la propia vida en diversas ocasiones o desde los pequeños momentos de oración que nos damos (si nos los damos). Sin embargo, es también importante, muy importante, que podamos asumirlo del modo lo más consciente posible, incluso dedicándole un espacio específico o propio, el que pudiera ser necesario (15’, 20’, más minutos…). Todo abundará a que lo hagamos con especial atención.
Se trata de un espacio singular para echar una mirada sobre el propio caminar (en especial) y lo que van siendo nuestras decisiones o cómo enfrentamos las situaciones que nos acontecen, cómo nos preparamos para lo que viene, las explicaciones que podemos establecer frente a experiencias que pueden tener distintas lecturas. Particularmente las más significativas en el día a día, o las que nos terminan resonando un poco más en nuestro espíritu o las que para otros pueden ser consideradas como significativas aunque para uno no lo sean tanto. Dedicar un momento, un tiempo específico a reflexionar cómo uno fluye en la vida cotidiana, de qué modo las cosas fueron mejores para todos los implicados en mi propio caminar, de qué modo me impliqué en el caminar de otros, en fin…
Darnos tiempo para en el cotidiano reflexionar sobre mi caminar y mi acontecer, ayuda a todo. Empezando por saborear los momentos en lo que corresponde. De hecho, según nuestros papilas degustativas, no todo es dulce, salado, amargo, insípido, agradable, atractivo… Tampoco podemos pensar ni esperar que lo salado se sienta como dulce o lo insípido como atractivo. Cada sabor tiene su propia característica y hay que apreciarlo, en principio, en lo que es, aceptándolo tal cual. De allí podemos distinguirlo de otros que nos pueden gustar más o menos. Sin embargo, de todos aprendemos y todos nos pueden ser necesarios para determinadas cosas, ya fueran razones de salud, dietas, opciones, etc. La carne de chancho puede ser muy sabrosa, pero optar por no comerla por temas religiosos; la carne en general ser agradable pero tener una opción vegetariana.
Después de saborear, necesitamos situarnos siempre éticamente. No es un asunto meramente moralista, pero si importante de saber situarnos entre lo que puede estar bien o estar mal; si ya somos grandecitos, el punto es saber situarnos –además- entre algo bueno y algo que puede ser mejor. Donde ponemos en consideración no sólo nuestro propio interés si no el del conjunto de las personas que pueden verse afectadas por algo. Aprendemos a tomar decisiones (pequeñas, medianas, grandes, trascendentes) de acuerdo a los criterios con los que las tomamos. Discerniendo lo que puede ser malo, bueno, mejor, lo importante…
Se trata de cómo desde mi vida voy haciendo un camino vinculado al bien, a saber amar, a saber ponerme al servicio de lo que me corresponde. Desde mi propia vocación, con lo que soy y tengo como virtudes (y limitaciones) como persona. Desde lo que me siento más llamado a vivir para realizarme como persona en sociedad.
Guillermo Valera Moreno
Magdalena del Mar, 28 de mayo de 2017