¿Necesitamos de la religión?

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Cada vez que profundizo en la religión, en mi vida espiritual, en mi experiencia de Dios, he ido sintiendo la pequeñez y lo grandioso que puedo ser y, así conmigo, cada ser humano. Que frente a lo que hemos recibido de manera tan gratuita como vida, creación y cosmos, otras personas que nos rodean e historia acumulada (en plural), no podríamos ser más que agradecidos e impulsarnos a compartir con todos lo que hemos recibido. Haciéndonos responsables de nuestra persona, prójimos y de todo lo que nos rodea, con sentido profundo de compromiso y responsabilidad y no sólo como algo casual, del azar o superficial.

Sin embargo, uno dice, todo lo anterior no logra conjugarse en una experiencia compartida, en una capacidad de diálogo y convivencia que nos permita acoger y profundizar lo humano, empezando porque nadie tenga que morir por necesidad (la persona, lo que piensa, lo que actúa, lo que sueña) y siguiendo porque todos tendríamos que lograr la capacidad de valorar al diferente y facilitar los medios posibles de realización de su propia vida. No es sencillo pero tendría que ser parte de los mínimos con los que tendríamos que institucionalizarnos en adelante para ser coherentes. Mínimos que no son solo cuestión de ideas y derechos que debemos incluir y posibilitar para cada persona, sino capacidad de argumentar, decidir y discrepar más colectivamente sobre nuestros destinos.

Es aprender a vivir con responsabilidad solidaria y velando siempre por el más débil; ha saber hacernos responsables de todo lo humano y cuanto le acontece; de que algo de sentido tan común como el respeto a la vida de toda persona sea realmente algo que nos movilice espontáneamente y no este sujeta a negociación o cosa por el estilo. Haciéndonos compasivos con todo sufrimiento y sabiendo descubrir los mejores medios para encaminar las respuestas necesarias en cada caso.

Si todo ello lo queremos vivir sin recurrir a Dios, no debiera plantearse como problema si conceptuamos (como aproximación argumentativa) adecuadamente a qué nos referimos con Dios. Incluso, yo podría decir que en una experiencia así, vivimos la experiencia de Dios, la presencia del Padre, aún así no lo explicitemos o pongamos en consideración; ya lo habremos hecho en tanto no es una cuestión de ritos o fórmulas, sino de lo que hacemos con nuestra vida y la de quienes tenemos capacidad de influenciar.

Puesto que todo lo que nos encamina a hacer más humano el mundo y a cada persona nos encamina a Dios, otros aspectos son los que debieran rodearse de un carácter “sagrado” si fuera el caso, más allá de qué tanto nos hacemos o somos conscientes de ello. Al final esto último puede ser lo menos importante. Y lo más seguro será que sepamos descubrir nuestra propia expresión de Dios dibujada en la experiencia que llevamos, en cada persona con la que nos relacionemos. Será una gracia plena y seguramente nos aproximará a la posibilidad que nos rebeló Jesús, desde la humilde experiencia cristiana, aunque no única por más que creamos en ella como lo más auténtico o verdadero.

Guillermo Valera

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