A veces podemos cometer el riesgo de preguntarnos ¿qué hacemos parados sobre nuestros zapatos, en el punto en el que estamos, haciendo lo que nos corresponde (¿en serio?), buscando construir o darle sentido a lo que nos acontece? Y es importante de vez en cuando saber situarnos con mayor conciencia en nuestra vida y reflexionarla, saborearla. Separar el grano de la paja, lo accesorio de lo importante, las metas de los medios, los indicadores de los datos, la vida de las razones para vivir…
Resulta que puede resultar muy simple responder. Si una planta se realiza de la manera óptima expresándose como planta, es decir, como lo que es. Si un tigre o un picaflor se expresan de la mejor manera en cuanto son un mamífero o un pájaro. Es decir, no cualquier mamífero sino el tigre que corresponde; no cualquier pájaro si no, un picaflor. ¿No será que a los seres humanos nos corresponde, entonces ser “humanos” para evidencia r lo que somos?
Y no simples seres humanos si no el ser humano que estoy llamado a ser, cada uno, de acuerdo a la propia vocación, mis capacidades y limitaciones, mi ubicación geográfica, social, temporal, intelectual, espiritual… Con la singularidad que se nos ha regalado para ser, primero, descubierta. Después, para ser encaminada, desde mi propia conciencia de ser lo que soy. Así mismo, para aceptarla dentro de la vida que me toca vivir, crecer, experimentar. Por último, para saber dar gracias por todo lo que hemos recibido y, desde allí (sólo desde allí) agradecer también lo que pudimos atinar a asumir con nuestras propias “manos” lo que nos correspondió hacer, crecer, aportar. Con la actitud de “devolver” los dones recibidos, ciento por uno, si ese ha sido el caso.
El ciento por uno se resuelve en el servicio, en el saber colocarse el último, en aprender una y otra vez a perdonar. Siendo paciente y compasivo. Sabiéndonos enternecer tanto con una puesta de sol sobre el río, una laguna o el mar, así como con el dolor y la miseria humana que nos habita, dentro y fuera de cada uno. El ciento por uno no es el sinónimo de la riqueza (dinero) que debemos pagar o devolver. Eso puede ser muy fácil. Se trata de cuánto crecimos (y crecemos) en amor, en ese ciento por uno que recibimos. Y que se expresa también bajo la forma de “tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber…”. No es para nada un misterio. Aunque para cada uno es siempre un misterio el recorrer su propio camino hacia ello, hacia donde nos mueve finalmente el amor.
Volvemos a preguntarnos. ¿Cómo ser humanos desde nuestro día a día? Desde lo que nos toca caminar en los ámbitos en que nos movemos. Sabiéndonos plagados de contradicciones, pero ganados por la esperanza de que siempre podemos ir más allá y podemos ser acogidos. Con la fe (que siempre es débil y parece apagarse muchas veces) que cada uno tenemos y en la que debemos confiar pese a todo, porque también es verdad que la fe “mueve montañas” y nos transforma si la hacemos crecer, habitar y brotar desde nuestro ser más profundo. Haciendo que el amor en nuestras vidas sea lo que nos inunde y que significa aprender siempre a obrar el bien, madurar en hacer el bien, superar miedos y temores por obrar el bien. Conscientes que inocencias, ingenuidades y males con caretas de bien nos pueden sacar de nuestro camino. También los errores a los que cada uno puede estar sujeto.
De allí la importancia, entre otras cosas, de aprender a discernir para encaminar de la mejor manera nuestra vida. Con la reflexión del caso. Partiendo siempre de la experiencia de vida como seres humanos que somos. Atendiendo no sólo a razones o ideas (buenas por cierto). También descubriendo en los sentimientos que nos provoca cada situación, ¿cómo nos habla del camino hacia el bien que queremos construir? Que siempre tiene que hacerse en diálogo ya que todos estamos llamados (y para todos es válido) a los procesos de discernimiento de lo que corresponda. Más aún, cuando se trata de un discernimiento compartido o comunitario.
Guillermo Valera Moreno
Magdalena del Mar, 2 de septiembre de 2017