Así como Jesús fue un ser humano como el común de los mortales, tenemos que aprender que el evangelio es posible de vivir por cada uno. Es posible amar y ser amado, por más errores o limitaciones que nos pueda haber tocado experimentar en el propio derrotero, porque amar siempre estará en la posibilidad de cada uno y, dejarse encontrar por el amor de Dios, será algo equivalente, siempre desde nuestra respectiva fe y crecimiento en ella.
Debemos convencernos que vivir desde el signo del amor y el horizonte del bien es posible. Es más, nos hace mejores personas y nos permite crecer en las diversas dimensiones de nuestra humanidad, tanto individualmente y como grupos de entorno en los que nos movemos y, por cierto, como sociedad. Con inteligencia podemos descubrir que es la mejor manera de vivir, pero nos negamos muchas veces a ello. Y siempre estaremos a tiempo de considerarlo.
Una dimensión para vivirlo es el de la familia. Podemos hablar de evangelización y familia o de un “evangelio de la familia”, como ya lo señalan algunos teólogos. Asumiendo a la familia desde la consideración de ser “célula básica de la sociedad”. Ello, porque se trata de algo fundamental que nos debiera llevar a situar condiciones de vida digna para toda persona y para construir sentidos de vida, seguridad y vida estable.
Sin embargo, sabemos que hay muchas limitaciones que atraviesan y disgregan a las familias. Desde los temas de migraciones diversas (muchas veces por dificultades económicas) o huida de un lugar a otro (caso de los refugiados políticos); las condiciones de miseria y pobreza de tantos; la situación de individualismo y consumismo que nos termina encerrando en pequeñas burbujas artificiales; la inestabilidad e inseguridad del mundo que nos ha tocado vivir, ya fuera por ser parte de fracasos en la formación de una familia o porque nos conduce al temor de formar nuevas familias.
Sin embargo, como razona un teólogo como Walter Kasper, estamos llamados a “vivir la fe de la Iglesia y dar testimonio de la belleza y la alegría de la fe vivida en el seno de la familia”. A buscar proclamar “la belleza y la alegría del evangelio de la familia” (El Evangelio de la familia. Sal Terrae, 2014). En ese mismo marco, se nos invita al “camino de la atenta escucha recíproca, del diálogo y de la oración”. Apuntando a lograr articular una sinfonía con todas las voces todas. A un conjunto armónico de las voces en la Iglesia. Justamente, en el camino ahora abierto del Sínodo de la familia que debe continuarse en el presente año.
Distinguiendo que es necesario abordar la dimensión de la familia como algo más enriquecedor y profundo, más que un propósito de reafirmar una doctrina sobre la familia. Necesitamos hacer vida de la familia a partir de los evangelios, de lo que hemos crecido, creído y vivido en la Iglesia. Como luz y fuerza de la vida que es Jesucristo. Porque desde la familia queremos ser una alegre noticia, luz y fuerza de la familia, y no situarnos con el sentimiento de una carga más, de una mochila ya pesada.
Entendido y fundamentado en la fe. Más aún, en tanto la familia es un sacramento gestado en el matrimonio; no como formalidad sino como hechura vinculante del compromiso de Dios con el mundo, reflejado desde cada uno de esos vínculos de amor y compromiso que se conjuga en cada pareja que decide hacerse familia.
Situándonos desde un horizonte amplio y como un camino de fe; fe que se arraiga en los fundamentos y totalidad del amor de Dios, revelado por Jesús. Por ese amor gratuito de Dios que es camino hacia la felicidad y que debemos hacer vida desde la experiencia de cada uno.
Guillermo Valera Moreno
Magdalena del Mar, 15 de marzo de 2015