El ejercicio profesional, como todo lo que se conceptúa como “económico”, suele verse como aquello que puede permitir un ingreso o una ganancia. Es más, mientras más elevada se logra establecer (el ingreso o la ganancia), pasa a considerarse como una situación de “éxito”, importando poco (muchas veces) los medios de los cuales se valen las personas para conseguir o alcanzar dicho propósito.
Sin embargo, el ejercicio profesional, más que un sentido genérico de lo que permite” ganarnos la vida” (cuestión que puede ser uno de sus varios componentes), debiera permitirnos sobre todo (y principalmente) el ejercicio de nuestro sentido vocacional, de lo que permite nuestro crecimiento y realización en cada persona. De hecho, estamos en una sociedad que nos genera muchos desencuentros entre uno y otro, predominando de modo casi “normal” el sentido de “ganar dinero a como dé lugar”, con tal de satisfacer las necesidades que le apremian a uno y a su familia.
Más allá de dónde logramos establecer el mejor punto de equilibrio en cada caso, hay otros elementos fundamentales en el desarrollo y el ejercicio profesional. Quizás en contracorriente de lo que es nuestro propio ejercicio y la competencia a las que muchas veces nos llevan la lógica del mercado. Me refiero a que, desde cada profesión (y ejercicio profesional) estamos llamados a ejercer un sentido pedagógico; a exigirnos siempre un sentido pedagógico, tanto de lo que es nuestro propio conocimiento acumulado, nuestra propia experiencia y los horizontes que descubrimos en nuestro cotidiano quehacer.
Lo decimos así porque es una de las mejores formas de construir buenas relaciones y de esforzarnos en desarrollarlas en solidaridad y respeto por el otro. Más aún, en contextos como los que vivimos de desigualdad y exclusión; de individualismos exacerbados en los que nos movemos. Donde el tomar en cuenta al otro, al diferente, e incluso al “amigo”, es algo que pasamos por alto con facilidad.
Hay un sentido elemental y lógico de lo anterior. Se trata de que nadie parte de cero en el conocimiento, sino de un cierto nivel de desarrollo de éste (el que nos ha tocado vivir en cada fase de desarrollo de la humanidad). De alguna forma a todos nos pertenece ese conocimiento acumulado y una forma de inclusión e igualdad debiera darse en la facilidad del acceso y aprovechamiento del mismo; en esa disposición y capacidad de compartirlo con los demás; y, dicho sea de paso, en la conciencia de que aprendemos mejor lo que “ya sabemos”, compartiéndolo con terceros, especialmente si un desafío de por medio es la de laborar en “equipo”.
Al menos es lo que yo siento intentando compartir el modo de procesar proyectos (sociales, pastorales, educativos, etc.) y de construir relaciones interpersonales y sociales con los distintos referentes con los que me toca relacionarme, ya fueran formuladores o ejecutores de proyectos, o donantes de fondos y agentes de cooperación de quienes se logra los recursos para los mismos. Es fundamental ayudar a generar procesos de aprendizajes a todo nivel; en lo que corresponde en nuestro caso, a la gestión de proyectos, distinguiendo roles diversos que toca poner en juego en cada ámbito y lo que ayuda mejor a economizar esfuerzos, recursos y eficiencia en los resultados que se busca encaminar. Donde lo principal siempre son los beneficiarios finales de nuestras acciones, a quienes queremos beneficiar con nuestras buenas intenciones, profesionalismo, asertividad y proyección.
En estos días de marzo que iniciamos un nuevo año escolar, ¿cómo no pensar en ello? Cuando la labor de los maestros será poner en juego el mejor sentido pedagógico con sus alumnos y alumnas en distintos niveles de enseñanza, en sus distintos niveles de calidad, acceso a conocimientos y herramientas, entre otros. Donde la lógica de la enseñanza ya dejó de ser (hace mucho tiempo o en el papel al menos) el que uno sabe (el profesor) y el otro acumula conocimientos, cual libro “en blanco” (el alumno). Ya incluso las nuevas TICs (tecnologías de información y comunicación), lo permiten menos porque hay un acceso cada vez más universal a ellas. Su uso y conocimiento es cada vez mejor aprovechado por los más jóvenes (adolescentes, niños, infantes…) que por sus profesores (directores, autoridades educativas, padres de familia…).
Con mayor razón, una de las formas de dialogar es hacer pedagogía unos con otros. Tanto en el sentido profesional que hemos ido aludiendo, especialmente en el ámbito educativo. Pero también desde los diversos ámbitos de nuestra vida, especialmente la familia. Todo ello nos puede deparar un crecimiento y conocimiento poco aprendido o el que a veces nos provoca “miedo”, por nuestras propias inseguridades. Sin embargo, es un pequeño desafío a descubrir cada uno en lo que le toca.
Guillermo Valera Moreno
Magdalena del Mar, 9 de marzo de 2014