He tenido ocasión en estos días de revisar la Encíclica Ecclesian Suan, la primera que publicara Paulo VI en su Papado, en 1964, estando aún el Concilio Vaticano II en reuniones y discerniendo sobre los temas que le correspondió. Le he tomado atención como un pretexto para aproximarme a los 50 años de Vaticano II y por sus contenidos, ya que trata sobre la Iglesia en el mundo y marca una serie de criterios a tomar en cuenta para encaminar la misma que veo importantes.
Lo fundamental que se pone de relieve, más allá de los temores con los que a veces se manifiesta, es el tema del diálogo en el mundo actual. Del diálogo por cierto de la Iglesia con el mundo actual y su ubicación en él, tomando como figura la relación de nuestro Padre Dios con la Iglesia, la misma que debiera de tomarse en cuenta desde la Iglesia con el mundo, del cual forma parte y a la vez busca iluminar.
Buscando ser fieles a Jesús, podríamos decir que estamos llamados todos como Iglesia (tanto jerarquía como “pueblo de Dios”), a traducir esa manifestación en el propósito de ser un fiel reflejo divino ante los hombres, así como manifestación humana -lo más acabada posible- ante Dios. En esa medida, tendrá más sentido el poder decir que la Iglesia es y no es del mundo, siempre desde “su vital relación con Cristo”.
Sin embargo, la Iglesia obra situada en el mundo, es parte del mundo y es fiel reflejo de este, desde sus propias mediaciones humanas e históricas que le corresponde en cada época. No podría ser de otro modo. Más aún, cuando por la fe asumimos que todas las personas somos reflejos de la divinidad, en tanto cada uno ha sido hecho a “imagen y semejanza de Dios”. Y ello es anterior a nuestra condición de bautizados o no, lo cual nos hace más conscientes de nuestro sentido de pertenencia, aunque no de nuestra condición de hijos de Dios.
Son interesantes estos puntos porque la propia Encíclica que inspira nuestros comentarios, nos llama la atención sobre el sentido de conciencia del cual hay que partir para establecer una buena relación con quienes nos rodean. Conciencia que significa también identidad, estructuras, contenidos fundamentales. Todos los cuales se pueden resumir en el seguimiento de Jesús; obrar en el amor, el servicio y el bien; discerniendo y orando con el Padre; confiados en el Espíritu Santo. Reconocidos en la vida de María nuestra madre.
Con esa actitud, sentido de gratuidad y experimentando que es el Padre quien nos conduce en última instancia, se nos invita a abrazarnos como Iglesia y abrirnos al mundo. Ahora bien, habría que considerar que más que una dicotomía Iglesia – mundo, estaríamos ante el múltiple desafío de cómo hacernos más parte del mundo en todas sus expresiones. Para evangelizarlo todo (y como Iglesia en él), para recrearnos en todo él desde sus múltiples manifestaciones, como diálogo creativo intercultural que pone por delante lo que es presencia de Dios y el discernirlo juntos, para saberlo reconocer o aprender a reconocerlo desde distintas miradas.
En la Encíclica que nos inspira se habla de abrazar el diálogo en distintos ámbitos, a modo de seguir círculos concéntricos: con la humanidad; con las grandes religiones (Islam, budismo, judaísmo, etc.); con los hermanos apartados (diversas expresiones cristianas) y en la Iglesia misma. Menuda tarea en la que se ha ido avanzando en las últimas décadas con relativo éxito (aproximaciones, comunicación, intercambios), aunque lo que puede haber faltado es sobretodo gestos y símbolos de convergencia y cambio. Por ejemplo, si la Iglesia Católica desea manifestarse desde el servicio y el amor (principal cuestión para la que fue creada), ¿por qué no se ha renunciado a que el Vaticano sea un Estado? ¿Por qué no se ha hecho de su sede central otras latitudes más llamadas o convergentes con su propósito misionero, como podría ser alguna zona del África o del Asia?
Porque la renovación para la que es llamada nuestra Iglesia, ayer, hoy y más adelante, siempre estará emparentada con su capacidad de servicio, de amor y de bien que pueda testimoniar, fruto de la verdad, la justicia y la paz con la que proceda, alejada -por cierto- de toda tentación de poder. Desde allí habrá que hacer todo “aggiornamento” que se vea necesario, toda adaptación a los tiempos y la lectura de los propios “signos de los tiempos”.
Pero la parte más extensa a la que se dedica la “Ecclesian Suan” es, como decíamos antes, al diálogo, al rol de la iglesia en el mundo desde su capacidad de dialogar y establecer comunicación adecuada con sus distintos componentes, teniendo como trasfondo además la preocupación por la paz mundial, la misma que ha ido variando en móviles de conflicto pero no superando completamente los mismos. Hoy, con mayor razón y preocupación, en tanto los temas delas grandes ideologías han dado paso al de las llamadas “grandes civilizaciones” y los sistemas de creencias que los sostienen o están detrás de ellas -muchas veces- como soportes de los poderes establecidos.
Hoy en el mundo y a distinto nivel hay responsabilidad sobre el destino de la humanidad, tanto como Iglesias, como sociedad civil, como Estados, como grandes (medianas y pequeñas) empresas, como medios de comunicación… En todo ámbito y nivel estamos exigidos de dialogar si queremos avanzar en el cambio de época en que nos encontramos. Valorando en ello lo humano y poniendo en función de lo humano todo lo que nos corresponda desarrollar y crecer. He allí buena parte de nuestros desafíos, como Iglesia y sociedad. Y para nada es algo obvio.
Guillermo Valera Moreno
Lima, 8 de abril de 2012