El amor nos hace crecer

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Podría sonar redundante hablar de evangelizar nuestra afectividad, en el sentido de amarla, y sin embargo no es para nada obvio. Asumir que Dios nos ama o tener la experiencia profunda de sentirnos amados no suele ser muy común, más aún si hemos pasado por experiencias negativas que han dejado huella negativa en uno, ya fuera de pequeños o en nuestra misma vida adulta.

Al respecto, recuerdo mucho de un hecho que me ocurrió hace dos años, siendo acompañante en Ejercicios Espirituales ignacianos (de ocho días). Hubo una madre soltera que me tocó acompañar y que me contaba situaciones muy dolorosas de su vida; tan así que nuestras primeras entrevistas estuvieron muy marcadas por ellas y siempre lloraba y se lamentaba del “desamor” en su vida. Fue en la tercera o cuarta entrevista que, estando ella sollozando, se me ocurrió decirle que debía tener la plena seguridad que, por encima de cualquier experiencia dolorosa que le hubiera tocado vivir, Dios la amaba y la quería incondicionalmente, por ser ella una persona como todos, con nuestros límites y virtudes. Realmente me impactó el cambio que, de pronto, se operó en ella, pues le cambió radicalmente el rostro y su actitud en pocos segundos; hacia delante fue ya muy diferente. Entre otras cosas, ya no volvió a llorar en las entrevistas y le acompañó una paz muy significativa en lo que siguió como proceso de ejercicios.

Otra cuestión que me venía a la mente era el tema del amor y el enorme desafío que implica. Si bien, se trata de algo muy simple de señalar y no es nada complicado afirmar “amémonos los unos a los otros”, “amemos si esperar nada a cambio”, “amemos a nuestros enemigos”, etc., no deja de ser algo bastante complejo; pues es un asunto que “no es fácil” y podríamos decir que el “amor siempre cuesta”. Así nos lo hacía ver un sacerdote amigo, en una reunión de comunidad (participo en CVX – Comunidades de Vida Cristiana) cuando hace poco abordamos un tema vinculado. Sobretodo porque el amor muchas veces puede venir relacionado a un tema de sentimientos o a la relación de pareja y éste es un tema y una experiencia más amplio a esos aspectos. Claro, siempre será una pregunta a tomar en cuenta ¿cómo hacemos para tener al amor en el centro de nuestras vidas y no sólo como una cuestión teórica sino de experiencia de vida?

Aunque parezca que no, en primer lugar se trata de cómo hacemos conciencia y experiencia de “sentirnos amados”, de sabernos amados. Como dice K. Flaherty (1), saber “aceptar, nombrar y caminar con Cristo” aprendiendo a “amar como Él nos amó” (p.216). No se muy bien por qué pero nos cuesta aceptar que aprendemos a amar desde la experiencia del amor que recibimos de otros, a pesar que podría considerarse una verdad de Perogrullo; más aún, si confirmamos que situaciones como el amor de nuestros padres fue lo que posibilitó el que viniéramos al mundo; sus cuidados, el que creciéramos adecuadamente y recibiéramos una educación; así, hasta llegar a lo que somos hoy. Cómo no reconocer en la creación que nos rodea y la historia que nos precede y en tantas cosas, la “mano” del creador (de Dios, de alguien “superior” a nosotros, etc.). Sin embargo, muchas veces preferimos pensar que las cosas son como son por cuestiones voluntaristas de uno o de las personas en general, sin incorporar esa dimensión de gratuidad fundamental a la experiencia humana. Más aún por la capacidad que se nos ha dado de pensar y decidir; el ejercicio de nuestra libertad; la propia capacidad de amar; entre tantas otras cosas.

Es de mucha significación lograr “una mayor aceptación de nuestra propia afectividad, nuestras emociones y sentimientos” (p.217), asumiéndonos en todo lo que somos y lo que ello comprende el saberse parte de una cultura, historia y ámbito social y familiar concreto. Aprendiendo a “ser amigos de la persona que somos” (p.218) y aprendiendo a salir de uno mismo. Incluso, personas como Jesús, crecieron entre familiares concretos, en un pueblo específico, con su propia historia y contexto social. Como todos y a su modo, lucho por crecer, integrarse, asumió riesgos, tuvo traumas y heridas, algunos complejos. Aprendió a escuchar, a orar, a discernir, a hablar. A ser sensible a los problemas de su tiempo. Creció en su propia afectividad, integrada a su fe y realidad local de Nazareth.

El ámbito de nuestra afectividad no es fácil, ya que nos cuesta ver y, más aún, escudriñar en ella; ir a nuestras raíces (¿por qué soy como soy?), conocerse uno lo mejor posible para saber como “conducirse” y “gobernarse a sí mismo”. Es un proceso que puede durar toda la vida y que, conforme vamos madurando en ello, se va logrando una integración psicológica y mayor sabiduría. No hay que asustarse de ser (más o menos como todos) una “persona limitada y sufrida que también ha hecho sufrir a otros: (así) Dios me ama y me llama a caminar” (p.226). Aprender a amar empezando por amar “a la persona más difícil de amar que está dentro de nosotros”. Tenemos que saber sentirnos desafiados sobre cómo vivimos la vida; conscientes de no requerir de mérito alguno para saberse amado por Dios; muriendo a nuestros propios egoísmos y amando desde nuestra relación con Dios. Sabiendo preguntarme en toda situación ¿qué haría en ella Jesús?

Se trata de estar atentos: no siempre vemos ni oímos como corresponde. Necesitamos de “la gracia combinada con el seguimiento de Jesús” (p.229). Tenemos que ser conscientes que necesitamos en forma recurrente morir para “nacer a una vida más plena”; estamos sujetos a una serie de “pérdidas” que son necesarias para crecer. Todo ese proceso debemos aprender a vivirlo con dignidad porque queremos dirigirnos hacia la plenitud de la vida; purificando nuestras imágenes de Dios, muriendo a nuestro egocentrismo y en una exigencia constante de conversión, de “caminar en las huellas del maestro”. Aprendiendo a caminar y crecer en el amor “aunque nos haga vulnerables” (p.234), siendo siempre críticos sobre cómo son nuestras relaciones con los demás, siguiendo a Jesús desde donde me ha tocado vivir, amando con ternura, actuando con justicia y caminando humildemente con nuestro Dios (p.235).

Todos ellos son aspectos y miradas de cómo debemos sentirnos llamados también a ser profetas en tiempos actuales, a discernir los signos de nuestro tiempo y obrar de acuerdo a ello.

Guillermo Valera M. (guillovalera@hotmail.com)

(1) Kevin Flaherty sj: “Evangelizar la afectividad“. En Aprendiendo a vivir: madurez humana y ética. CEP. Lima, 2004.

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