Dirijo este escrito a un público adulto, buscando situar una explicación de la actualidad y sentido de una vida religiosa a partir de clarificar el significado del pecado en la humanidad y para cada persona.
En realidad, parto de considerar que toda persona tiene una dimensión de fe y religiosidad que le es consustancial y que se conecta al sentido de la vida, su identidad y sus aspiraciones y realización. Nadie escapa a ello y lo vamos descubriendo a lo largo de toda nuestra vida. Sólo que hay marcadas diferencias entre nuestra condición de niños, jóvenes y adultos. En tanto nos vamos haciendo personas autónomas y capaces de valernos por nosotros mismos en libertad.
Por la psicología hemos descubierto que hay características inherentes a toda persona también, como es la existencia de su ego; pero también su característica relacional (socializadora) que le hace entrar en relación con todos los individuos que le rodean (al menos potencialmente). Esas tendencias al “ego” y “relacional” no son ni buenas ni malas; existen y nos permiten obrar de acuerdo a la educación / formación que hemos recibido.
Sin embargo, muchas veces se ha marcado nuestra tendencia al ego como propensión al “pecado”, a lo malo, cuando no necesariamente tiene que ser así. Por oposición, se podría decir, que nuestra tendencia relacional (con el otro, la naturaleza, Dios, etc.) podría considerarse como vinculado a lo bueno, aunque tampoco necesariamente es así. Una y otra nos pueden ayudarnos a orientarnos hacia el bien; encaminarnos a hacer cosas buenas; y a considerarse buenas en sí por los resultados que nos provocan. Pero son procesos que se ponen en juego en cada persona, desde su propia situación particular y contexto que le ha tocado vivir.
Ya sea desde una lógica humanista o religiosa creyente en Dios, aspiramos al bien en tanto nos permite vincularnos de mejor manera con los demás y generar relaciones de armonía y convivencia adecuadas. Pero, siempre y cuando, lo hayamos aprendido, identificado; que así como yo quiero satisfacer mi hambre, es necesario que todos los seres humanos lo hagan. Cuando ello no ocurre se generan diferencias a diverso nivel y se puede uno encerrar, con suma facilidad, en la propia comodidad y olvidar al “vecino”. ¿Qué tiene que ver esto con la tendencia humana hacia el pecado?
Desde la reflexión que nos plantea, por ejemplo, Gen. 2-3 y el llamado “pecado original”, uno podría decir superficialmente que estamos “marcados” por un estigma que simbólicamente se explica por lo que sucedió en el PARAISO TERRENAL. Ello, muchas veces nos ha dado la idea de que lo que ha marcado la relación entre Dios y el hombre ha sido el pecado y, por tanto, el castigo por ello.
Sin embargo, diversos autores como Horacio Simian-Yofre(*), nos ayudan a situarnos de otra manera frente a tan diversos sentidos comunes que nos hemos dado en la interpretación de la vida y del pecado en la relación con Dios. Por ejemplo, este autor nos hace ver que Dios se fijó en una serie de personajes, en muchos momentos, que no eran muy “santos”. Es el caso de Jacob, personaje ambigüo que engaña a su hermano y, sin embargo, Dios lo elige. Moisés mismo no fue del todo fiel; David cometió crimen y traición a un súbdito fiel. Y así, otros tantos personajes. Israel como pueblo, no era tan santo por elegido que fuera; allí esta el relato del becerro de oro como expresión de los ídolos con los que competía su relación con Yavé.
Esto ocurre, entre otras cosas, porque Dios nos da a conocer que no hace depender su relación con el hombre según qué tanto éste le ame o le sea fiel. Su amor es anterior y está por encima de las circunstancias en que éste se concreta a modo de diálogo. Como dice José Castillo, todo empezó “con una promesa” y ella va a ser una constante que se va a ir renovando en distintos momentos históricos, pero como sentido de purificación de dicha relación amorosa. Porque lo que marca esa relación es el amor de Dios hacia el mundo y hacia las personas. En ese proceso Dios nos está enseñando a amar y a hacer de ello el centro de nuestra vida, lo que le da sentido y finalidad.
Lo que ocurre es que tenemos distintas maneras de aproximarnos en la experiencia espiritual que se teje en distintos momentos entre Dios y el hombre. Por eso, porque la biblia busca transmitir la experiencia comunitaria de Dios de quienes vivieron a lo largo de muchos siglos (antes de Cristo) y su comprensión, ésta se muestra muy marcada por una lógica de las faltas que se cometían, antes que valorar la gratuidad del amor de Dios en la vida de las personas. Además, porque el conocimiento y la experiencia de vida de las personas estaba muy fusionada con un ambiente muy sacralizado.
Pero nada de lo anterior significa que los relatos de la biblia, especialmente del Génesis, intentaran ser algo histórico (verificable), ni que pretendieran ser la explicación última de la relación espiritual que nos corresponde establecer en cada época, incluyendo nuestro hoy. Porque temas como el “pecado original”, tomado a la letra no hace sino ubicarnos en una lógica infantil; si somos adultos, será poco satisfactoria. Tampoco se trata de rechazarla como metáfora de la relación de Dios y los hombres y cómo fue interpretada y visibilizada hace 25 siglos. Pero no tiene por qué ser la que exactamente nos tenga que explicar la experiencia de un Dios, esencialmente amoroso, en todo momento y que, por lo tanto, el tema del paraíso (por seguir con nuestro ejemplo) pudo estar marcado más por un aprender a “caminar solos” desde nuestra libertad, aprendiendo a establecer límites y a diferenciar lo bueno de lo que no. Como dice también Simon-Yofre podría ser que “JHWH sabe que la última razón de la rebeldía es la debilidad de una libertad contingente, la del ser humano cuando se aleja de su fuente de energía, la divinidad” (p.425). El amor, podríamos decir, desde una perspectiva sólo humanista.
Tan poco visible era la expresión amorosa de Dios hace 20 siglos que Dios tuvo que obligarse a enviar a su propio hijo, cuya misión central fue revelarnos el amor del Padre y promover su reinado entre los hombres. Dios – amor no era para nada obvio; se había convertido en Leyes, cumplimiento, instituciones vacías, en el hombre subordinado al sábado. Han pasado más de 20 centurias y ¿cuánto hemos aprendido de ello? En nuestra experiencia de vida hoy ¿cuánto pesa el pecado y cuánto pesa el amor como preocupación central; no sólo qué le da más centralidad sino desde dónde explicamos a Dios y qué imágenes de Dios construimos?
Siendo conscientes que, además, no vivimos en un mundo sólo cristiano sino de muchas religiones. ¿Puede ser Dios = amor? Si es así, ¿el amor (o Dios) puede ser sólo una idea de perfección, de bien, de verdad, o se requiere una experiencia personal y profunda que nos lleve a expresarlo en mi relación con los demás? Sea como este marcada nuestra experiencia, no debemos olvidar que aprendemos a amar porque alguien ya nos amó: nuestros padres, familia, profesores, etc.; si nuestra profundidad nos lo permite ver, tendremos que decir que también Dios nos amó antes que nosotros a Él.
En ese contexto de cosas y de significación, el pecado no se relativiza ni pierde actualidad. Creo que todos lo vemos muy presente en la muerte, el dolor, la pobreza, los sufrimientos, etc. Pero no es lo que define la relación de Dios con el hombre ni es lo más importante en la relación que debemos establecer con Él. Más bien, porque aprendemos a amar y orientarnos al bien, es que tenemos fe de que nunca el pecado será lo determinante, por más contradictoria que aparezca la realidad que vivimos. Es más, estamos llamados a obrar el bien desde el amor y el servicio.
Así sea sólo desde una ética humanista “que prescinden de la existencia y autoridad de un ser divino, ignoran el concepto de ‘pecado’ y establecen criterios de bien y mal existenciales, (…) en función de principios de convivencia social” (Simon-Yofre, p.431). Porque la defensa de derechos en un sentido estrictamente laico es clave para obrar el reinado de Dios en el mundo actual. Porque requerimos hacerlo desde un sentido dialogal y de concertación para avanzar todos y no sólo unos cuantos en ese mismo propósito.
Por tanto, creo que debemos entender la tendencia del ser humano hacia el pecado no como algo inevitable y “natural”. Construimos el bien o el mal de acuerdo hacia donde decidimos orientar nuestra vida personal, la de nuestros hijos, la de nuestra sociedad, la de la humanidad. ¿Tenemos capacidad para imprimir en todo ello la marca y energía del amor (de Dios)? Cada uno tiene que responder cómo se siente llamado a caminar en la vida.
Guillermo Valera Moreno
(*) Horacio Simian-Yofre: “Pecado del hombre, justicia divina”. En: Estudios Bíblicos Mexicanos Nº4, pp. 417 – 435. Departamento de Publicaciones de la Universidad Pontificia de México A.C. México, noviembre de 2005.