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Teoría General del Lenguaje

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Rescatado del blog del Taller de Narrativa de Alexis Iparraguirre (año 2007):

“los referentes para la ortografía de una lengua
son siempre los escritores y periodistas reconocidos
y las instituciones que se arrogan la última palabra
sobre el idioma”

-Estuve ocupado terminando el cuento que debo entregar semanalmente. Aún soy un principiante en esto de escribir- dijo el no escritor inteligente aunque facilista.
-Me debiste haber buscado de todas maneras, me hubiera encantado ayudarte también en ese tema, podrías haber sacado provecho de mi experiencia- dijo el escritor autosuficiente con su conocimiento lingüístico.
-Tiene razón, ¡cómo no se me ocurrió! Me tomó un buen rato terminar el cuento, tenía una terrible duda y no quería presentarlo con algún error.
-Confío en que pudiste resolver el problema, es siempre difícil comenzar a escribir, aún para alguien como tú que tiene el buen hábito de leer. Dime sobre qué versaba tu duda.
-Felizmente ya resolví el problema, ya entregué el trabajo, pero me gustaría escuchar su opinión.
-Cuéntame.
-Es sobre una palabra difícil… la voy a escribir en mi mano, ¿la lee?
-Ah, su significado es muy sencillo…
-Lo sé, lo sé, su significado no fue el problema. Me enredé en algo más cotidiano.
-No será su escritura…
-Exacto.
-Me sorprendes, estamos hablando de escribir literatura. ¿Cómo es que dudas aún sobre ortografía?
-Como le digo, aún soy principiante en esto de escribir; sin embargo, le pido que preste más atención a la palabra.
-Ya que insistes, me parece que está muy claro. Olvidaste la tilde o debería decir el acento ortográfico.
-Bueno, lo mismo pensé yo, pero luego revisando un poco encontré algo muy peculiar
-¿Qué cosa?
-Que esta es una de las palabras que usa Borges en uno de los poemas que sé de memoria. Es un poema llamado “cuadros”.
-Ciertamente, pero ¿qué me quieres decir con eso?
-Recordará entonces que ese poema sólo contiene palabras tetrasílabas en los cuatro versos de cada una de las cuatro estrofas.
-Recuerdo, ¿qué me quieres decir con eso?
-Que una tilde en nuestra palabra provocaría un hiato.
-Y…
-Que un hiato provocaría una palabra pentasilábica. Borges no se equivocaría.
-Déjame ver tu mano.
-Ahora se da cuenta.
-Sí, es muy claro, Borges nunca. Me parece que estaba algo distraído. Es claro que tu palabra carece de tilde. Hiciste bien en quitar la tilde.
-Bueno, tampoco hice eso exactamente.
-Ah no…
-Mire por favor, de nuevo la palabra en mi mano, si puede repítala en su mente.
-¿Qué es lo que me estas pidiendo?
-Repítala, no se le hace extraña.
-No, ¿a que te refieres?
-Repítala. En voz alta si desea.
-Bueno, bueno, sí, me parece que hay algo extraño en ella.
-Hay cacofonía…
-No es exactamente cacofonía, pero es un error en efecto, no es así como se pronuncia la palabra.
-Como un error en nuestra lengua…
-Eso parece medio extraño, deberíamos conseguir un diccionario de la academia.
-Pero sin importar lo que diga en el diccionario, esa no es la forma en que hablamos, un diptongo sería imposible en nuestra palabra.
-Dices bien, es un dilema, un diptongo no es lo que pronunciamos normalmente.
-Exacto, es un dilema. Aunque hay que considerar que no debería sorprendernos que Borges se haya tomado la libertad de olvidarse de la tilde, ni tampoco deberíamos esperar que nuestra forma cotidiana de hablar se compenetre exactamente con una ortografía rígida, mientras más nos adentramos en el lenguaje, por ejemplo al escribir literatura, olvidamos lo abstracto que es el lenguaje, sí que es un dilema sin solución a la vista.
-Tienes mucha razón, pero me dijiste que resolviste el problema con esa palabra.
-No resolví el problema con la palabra, resolví el problema con el cuento.
-Cambiaste la palabra…
-No, solamente eliminé todas las tildes y entregué el cuento en mayúsculas.

 

Original en: http://blog.pucp.edu.pe/blog/lit114-0741/2007/10/18/teoria-general-del-lenguaje-por-jose-carlos-fernandez/#more-452

El equilibrio del universo

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Esta es la historia de un lector de Haruki Murakami:

“Ayer llovió muy fuerte en Cambridge. Hace algunas semanas, en el sótano de la biblioteca Loeb, encontré entre los objetos reciclables un paraguas negro. Alguien que ya no lo necesitaba lo había dejado para alguien le dé una segunda vida. No era de mucha calidad pero aún servía a su propósito. Yo que tengo la oficina en el sótano siempre paso por el lugar y ese día tuve suerte con el paraguas. ¿Valor? Unos doce dólares. Ayer fue útil haberlo recogido, era un día de moverme harto en el campus. Una clase en el Law School, el partido de Argentina versus Polonia en el Instituto Latinoamericano, una reunión con el historiador chileno Pablo Whipple, la presentación del libro de Lilian Thuram en el departamento de Literatura y cenar en el comedor de los Phds. Al llegar al comedor cerré el paraguas y lo dejé en el suelo en el corredor que está entre la puerta del edificio y la entrada al espacio de comidas. Se quedó con otros siete u ocho paraguas, como la gente acostumbra a hacer aquí, uno de los tantos mini choques culturales que tenemos los latinos de ver que nadie se robe los paraguas que se dejan sin nadie cuidándolos. Estuve tal vez quince minutos escogiendo entre comidas insípidas y haciendo la cola para pagar hasta que salí de nuevo. Y miré al suelo y el paraguas ya no estaba. Miré y miré un poco por ahí, entre las sillas y sillones y solo había otros paraguas distintos al mío. Lo reconocía fácilmente porque el mango tenía una forma de gancho. ¿Alguien lo había tomado por error? ¿O alguien se lo había robado? ¿Podría pasar eso en Cambridge? Es el campus de la universidad, sería extraño, aunque el comedor está en el mismo Harvard Yard, donde caminan todos los turistas. Pensando en eso volteé a mirar y vi al señor de seguridad que me estaba mirando con cara amable. No pensaba hacer ningún reporte de robo ni nada parecido, tal vez simplemente me iba a ir, la lluvia es solo un poco de agua y seguro que luego por ahí me encontraría otro paraguas. Pero como el vigilante me miraba le hablé y le dije que se habían llevado mi paraguas. Le dije que igual no se preocupe, que probablemente alguien se había confundido porque la mayoría de los paraguas son de color negro. A medio reírse me dijo “pues deberías tomar otro de los que está ahí, es justo, alguien se llevó tu paraguas, tú te llevas otro, ¿no?”. Había pensado en eso, podría ser, sería una suerte de compensación, de reequilibrio. Pero si tomo otro paraguas, ¿qué pasaría si es que no era confusión sino un robo de mi paraguas? Yo le estaría haciendo lo mismo a alguien más. O ¿qué pasaría si yo me llevo un paraguas negro que no era el de quien se llevó el mío? En ese caso, mi acción continuaría una cadena interminable de justicias e injusticias con los paraguas de los estudiantes de la escuela que quién sabe hasta dónde escalaría (¿no era eso lo que sucedió con Peter Parker y su tío?). Pensé que sería mejor irme, era un paraguas barato, por el que tampoco había pagado en su momento. Le dije eso al de seguridad, pero él riéndose me dijo, “oh, me siento mal por ti, deberías llevarte uno”. Sin poder decidir, me senté en un sillón del hall y empecé a comer mi cena, mientras pensaba y miraba. Vi entrar a seis o siete personas con un paraguas parecido al mío, pensando que habían regresado a devolverlo, pero ninguna de ellas era realmente la persona que se lo llevó. Eran otros paraguas. Comí fresca la cena, era pasta y pescado y esa era al menos la parte positiva de haber perdido veinte o treinta minutos en esto, no tendría que llegar a casa y calentar la comida. Después de comer un rato observando a la gente entrar y dejar sus paraguas, me acerqué otra vez al de seguridad y le dije que no me llevaría ningún paraguas. Le dije que tenía un candidato de paraguas negro con el que alguien se podría haber confundido, un negro con una línea blanca, pero no quería llevármelo de una vez porque era uno más bonito que el mío. ¿Valor? Unos 20 o 25 dólares. Le dije que si es que al final de la hora de atención quedaba un paraguas libre, ese pasaría a ser mío y que lo guardara para yo poder recogerlo al día siguiente. Sería un acto de justicia, pero retrasado hasta el día siguiente. Así llegaría a mi casa con tranquilidad de conciencia; mojado pero en paz. 

 

***

Hoy regresé al comedor y al entrar al edificio vi el pequeño puesto de madera del vigilante. Y encima de su mesita estaba el paraguas negro que era el candidato a ser el de quien se llevó el mío, era el que tenía la línea blanca. Pero lo que no estaba ahí era el vigilante. Se había movido a algún lugar a hacer su ronda de inspecciones o tal vez a buscar algo de comer. ¿Debía tomar el paraguas y llevármelo sin más? Era lo mejor. No había duda de que era el mío. Claro, no el mío, sino el que estaba tomando en compensación al mío. Si lo tomaba, probablemente el vigilante sabría que había sido yo. Y todo volvería a la normalidad. Pero tomar el paraguas sin más se me hacía algo incompleto, algo anticlimático. Además, sería más divertido agradecerle al vigilante, pues quién sabe cuándo volvería a tocarle un turno en este comedor. Decidí esperar, sentarme un rato mientras regresara el señor y entretanto escribir esta historia en el ipad. Justo cuando llegaba al punto de la historia en que me sentaba a comer mi cena en la misma silla en que en ese momento estaba sentado escribiendo, apareció el vigilante. Me saludó entusiasta, casi como un cómplice de una broma, y tomó el nuevo paraguas negro y me lo entregó a la mano. Se río mucho al contarme que la noche anterior, al quedarse hasta la hora de cierre, fue viendo cómo los paraguas del suelo los iba tomando la gente uno a uno, se iban yendo todos ellos y que había vivido intensamente el suspenso de saber si alguien finalmente se llevaría el paraguas negro con la línea blanca. Al final, después de todo, quedó el paraguas negro que ahora yo tenía en la mano. Todavía se aseguró durante la noche de ver si no era el paraguas de algún estudiante usando algún espacio diferente al comedor, antes de tomarlo y guardarlo en el cajón de su mesita. Me reí un montón de toda la historia y le pregunté cómo se llamaba. Me dijo que su nombre era Silva. Ya me había parecido que su acento era brasilero y le dije “¿Silva?”. Me dijo, “Bueno me dicen Silva aquí, pero mi nombre es Saulo, Saulo Silva”. Me contó que era de Brasil, de una ciudad que tal vez no conozca, de Recife. Le dije, “Ah de guecifi [como escucho que los brasileros pronuncian el nombre de la ciudad], sí he leído mucho de la ciudad, no he estado, pero espero que pronto me toque ir”. Me preguntó cómo me llamaba y le dije que “José Carlos, pero mis amigos me llaman Zeca Pagodinho”. Se rió y hablamos un rato de las chances de Brasil de campeonar en el mundial. Y eso fue todo. Así retornó a su equilibrio el universo.

Harvard and the Legacy of Slavery

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Last Spring while I was attending a session of a class with professor Annette Gordon-Reed at the Harvard Law School, she shared with us some lines she once read in an archive about a person who had just received an enslaved child separated from his family in a plantation in the American south. The person witnessed the child crying loudly and disconsolately, and asked something along the lines of: “Is it that he is feeling longing for his mother?” This was the level of strangeness with which enslavers looked at the people they owned. Their feelings, their humanity were just an improbable thought for them. Even in a class in which we touched upon many horrible episodes of American history in which law served to protect the institution of slavery, this story was certainly overwhelming for the students.

 

A similar strangeness when looking at an slaved person I found in a episode documented by the 2022 Report of the Presidential Comittee on Harvard & the Legacy of Slavery. John Winthrop, a professor of mathematics and natural philosophy at Harvard between 1738 and 1779, was an owner of slaves. After the death of George, an enslaved young man of Winthrop’s, he acquired another enslaved person, a child. In his notes, he shows interest in the age of the boy. He uses his height and the comparison with “his boys” to conclude that the enslaved child might have been eight and a half years old. Once again it strikes me the strangeness with which John Winthrop sees the boy he is meeting for the first time and, at the same time, the dehumanized way in which he goes about guessing his age. However, this time the protagonist of the story is not an unknown person in the 18th century American south but a former professor and former president of the university in which I am studying.

 

The Report of the Presidential Comittee on Harvard & the Legacy of Slavery is succesful in bringing the community closer to the legacies of this past. Perhaps because the project was led by historians rather than by social scientists, the report focuses less on statistics about the involvement of the university with slavery and more on narrating real stories. This shows more powerfully how much slavery was part of the quotidian life as well as of the academic discussions of members of the Harvard community in the 17th, 18th and 19th century despite the campus being geographically far away from the southern plantations with which we normally associate the institution of slavery. Winthrop is a relevant name in the history of the university, of Cambridge and perhaps of the country, since he was contemporary with important Harvard characters like John Adams, the second president of the United States. But the story of Winthrop strikes a chord with me because I see that name all around me. Winthrop is the name of the beautiful undergraduate house that I see every time that I go to run along the river. Winthrop is the name of the park near Harvard Square where I go with friends to eat on the weekends.

 

Going back to the archival source, the actual record annotation of Winthrop makes me wonder how many other enslaved people might have been owned by prominent members of the Harvard community, which we do not know of from the study of the archives. The notes of Winthrop are not written in a diary but in an Ames Almanac. These almanacs in the 18th century contained notes and writings by the editors (in this case, Nathaniel Ames) about different topics of general interest: in the case of 1759 the almanac contained an explanation about the characteristics of the solar system. Interwoven with the pages of the dates and events of the year there were also prints about eclipses, weather, value conversions for gold and poems. The 26 pages almanac had only 4 blank pages used by Winthrop for brief notes. Hence, the notes contained not annotations about his daily life, but records of scattered events such as the presence of bears in the area or the surrender of Quebec as part of the Seven Years War.

 

The page that mentioned the dead of George and the acquisition of a new “negro boy” is centered more in an outbreak of measles in Cambridge that year. George died of complications of measles in May of 1759. Thus, I wonder whether we would know about him at all if he had died of another cause. Maybe the presence of enslaved people in the life of professors, authorities and students at Harvard was so quotidian that the passing of one of them might not make it to the notes in an almanac unless it is part of an extraordinary event such as the outbreak of a disease in the city.

 

Scipio was the name of the “new negro boy” of Winthrop. Winthrop chose the name when he first was presented with the boy. Rather than considering the own identity of the boy, a scholarly figure like him might have thought in the main classical figure of the African continent as seen by Europeans when thinking of a name for a boy so strange to him that no other mention of Scipio has been found in his records.

 

Conversación pendiente desde spring break

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Lo que dijo lo dijo respecto de la semiótica, la antropología y la cultura oriental. Pero tranquilamente lo podría haber dicho respecto del derecho, la historia y el urbanismo. Había ella estado hacía unas semanas en una reunión de presentación de los proyectos de investigación de los investigadores doctorales y de maestría del Yenching y todos los otros proyectos habían sido muy bien recibidos por los profesores del departamento y del Instituto, eran temas realmente muy llamativos, muy sexys. Pero para sí se cuestionaba que eran todavía nada más que hipótesis o ideas, que nada aseguraba que vayan a ser confirmadas o refutadas con el trabajo de campo, con la revisión de data. En sí, cualquier idea suelta podría construirse y lanzarse en un espacio como ese. Su trabajo, por el contrario, estaba en la etapa de haber casi terminado el trabajo de campo. La etapa le daba inevitablemente una conexión más directa con las complejidades del trabajo etnográfico y, por ello, era más prudente en el abordaje de su propio problema, tenía miedo a la asertividad. Le dije que le entendía perfectamente, le comenté que hacía pocos días de una propuesta de investigación, mi asesora, una historiadora formada en Norteamérica, había tachado las palabras “maybe” y “I hope” de mi propuesta. “Tienes que mostrar confianza en tu propuesta al comité” me había dicho. Esos comentarios a la propuesta antecedieron a una larga discusión en el seminario en que hablamos sobre cuánto se puede anticipar lo que uno va a encontrar en el archivo, ¿acaso no hay que dejar al archivo hablar? O es que uno puede adelantarse a afirmar lo que plantea encontrar, en base a la experiencia o en base a la revisión de la literatura previa. ¿Cuán sesgado estaría en ese caso el trabajo con las fuentes primarias? Era exactamente su situación. Me comentó también que la academia americana era más proclive a enfrascarse en los debates más teóricos, a asegurarse de que la propuesta teórica propia esté en un diálogo con las corrientes y escuelas de su arte, a poner a las escuelas en dialéctica, su asesora era de Chicago (me quedó la duda, no pregunté, si es que se refería a la universidad de Chicago o a la escuela de Chicago, o a las dos cosas (o a ninguna de ellas porque tal vez solo había nacido en Chicago, eso solo lo pensé después)). En fin, tenía su presentación final el 18 de mayo, ya para entonces la mayor parte de gente en la universidad se habrá marchado, no tendría de qué preocuparse; sería, más bien, una celebración de la producción del grupo de nueve alumnos durante el año. Ahí nos interrumpió un grupo de personas, una chica con un cello, un chico con una guitarra y un parante para la partitura y Rebecca Stewart, una amiga que es germanista y cantante lírica. Iban a improvisar un concierto en el comedor de Lehman Hall a diez centímetros de nuestra mesa. Fuimos por café y salimos hacia Richards Hall caminando.

No se preocupe Doctor, yo me encargo

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“Este whatsapp es todo un problema para las llamadas”, me dijo. Ya no le comenté que había sido yo quien le había colgado porque estaba en la zona silenciosa de la biblioteca cuando recibí su primera llamada. Amable y apurado me dio unas rápidas ideas para la preparación de la próxima presentación de su libro “El Indio en el Derecho” con el Instituto Riva-Agüero. Me contó también de unas peripecias finales con la edición, que era lo último que quedaba pendiente con el libro. “Queda solamente que lo leamos Doctor”.

*            *            *

No ha pasado más de una semana desde esa nuestra última conversación. Ha pasado casi una década desde la primera. En aquella ocasión le llamó al derecho real de superficie, mi tema de tesis, “Uno de esos curiosos casos de los que hablaba Ihering que como fantasmas surgen del pasado”. Me exigió entonces aprovechar el año en Alemania y escribir a su amigo Thomas Duve para coordinar una estancia en la biblioteca del Instituto Max Planck en Frankfurt. Todos estos años después, ahora para el doctorado, otra vez ha sido él llevándome ante otra colega suya, para trabajar en esta silenciosa biblioteca. Habrá quienes lo recuerden como un magistrado, pero eso era algo pasajero en él. Habrá quienes lo recuerden como un historiador, pero él mismo decía que esa era “incompleta descripción”. Él fundamentalmente era un investigador del derecho, alguien que había encontrado su vocación en estudiar y descubrir más maneras de entender el derecho como un fenómeno social, un fenómeno de la vida y no solo de los textos legales, y que había aprendido a utilizar el método de la historia como su herramienta predilecta. Un historiador del derecho.

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Me dio la indicación de que participemos en la presentación de su libro como comentaristas Hans Cuadros, yo y todavía le quedaba la duda de qué otro académico podía ser. Yo me comprometí a pensar en ello y eso lo dejó tranquilo. “Gracias José Carlos, ya te tengo que dejar…”.

El Ciro Alegría que yo conocí

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Nada más inconfundible en Ciro Alegría que su saco plomo con parches en los codos. Ese era su atuendo cotidiano en la universidad. Muchos costureros te recomiendan no abrir los bolsillos del costado porque al usarlos el saco pierde su forma, dicen ellos. Pero Ciro sí que los usaba, en medio de sus explicaciones en clase buscaba en su bolsillo el estuche de tizas y digo “buscaba” porque de seguro había otros objetos en ellos. Al final de la clase parado al lado del escritorio escuchaba nuestras preguntas con las manos en esos bolsillos. Luego, sin sacar las manos, nos hablaba con esa voz inteligente pero por demás amable, ese su estilo razonado a la vez que entrecortado de hablar y su muy ligero humor, como cuando preguntaba inquisitivamente si alguno de los presentes era un ser amoral.

La clase de Ética se daba algo así como a las once de la mañana en el segundo piso de Estudios Generales Letras, en uno de esos salones que no dan hacia afuera del edificio, sino que se elevan sobre el patio central. Era una clase numerosa, era exigido llevar dos cursos de filosofía antes de pasar a facultad. No había escuchado grandes comentarios de Ciro en contraste con lo que se escuchaba de las impresionantes clases de Levy del Águila o de la curiosidad por llevar con el famoso Salomón Lerner. Pero de algún modo terminé en ese curso en la inscripción. Y fue junto con Juan Luis Orrego lo mejor que tuve de profesores en letras.

Algunos compañeros tenían siempre presente que él era el hijo del célebre Ciro Alegría y el hijo, además, que llevaba su nombre. Pero en las clases eso no existía. Era una clase de puro pensar la filosofía, de preguntarse qué hubiera dicho Gorgias, cómo se leería esto con Rawls, en buena cuenta, de seguir una línea de preguntas sobre la moral, casi no incorporando nada de sus vivencias personales, salvo alguna esporádica referencia al exilio de su padre. Recuerdo que con mi amigo Lucho Vilca le dábamos vueltas y más vueltas a las ideas de Platón, de Hobbes, de Mill y de Camus hasta terminar el día y desde esas veces él me reprochaba mi predilección por Hobbes.

En esos días se formó mi convicción de que quería estudiar filosofía y ya no derecho. Iba a cada uno de los eventos de filosofía que se hacían en el auditorio de humanidades, siempre impresionado de que además hubiera un coffee break gratis. Iba también a las charlas de Miguel Giusti, de Victor Krebbs y, claro, de Ciro en el Goethe Institut. Qué sueño parecía en ese momento aprender alemán y quizás un día estudiar en Alemania como esos profesores. Qué lejanas sonaban esas veces las grandes universidades de la civilización.

El centro del curso de Ética era claramente Kant. Uno salía de ese curso experto en entender todas las formulaciones del imperativo categórico y esa es la que con el tiempo vería como filosofía oficial detrás de ámbitos como los derechos humanos y la reivindicación de las minorías. Sin embargo, siempre me molestó que la construcción de Kant se basara en asumir apriorísticamente la buena voluntad en la Fundamentación de la Metafísica. Me parecía una trampa en su razonamiento. Un día se lo pregunté al final de la clase a Ciro y sonrió casi disculpándose por no poder encontrar una línea lógica tan fina como la de Platón o Hobbes. Seguro que le pareció demasiada explicación para un joven de Estudios Generales Letras la del contexto histórico que determinaba las distintas asunciones no solo de Kant, sino básicamente las de todos los filósofos que leíamos y hasta las de nosotros mismos.

Pero fue justamente esa mi fascinación con el leviatán y el mayor bien para el mayor número de personas que hizo que mi ensayo en el examen final fuera una combinación de Hobbes y Mill en la respuesta al problema de la justicia retributiva. Ya ahí, y hasta mis primeros años de facultad, el derecho penal me parecía el más fascinante espacio de discusión del aspecto más filosófico de la ética. A pesar del sesgo hacia Kant (y seguramente hacia Rawls) que tenía el curso, Ciro recibió muy bien mi ensayo del examen final. Creo que en el final había preguntas teóricas, unas tres o cuatro, pero él nos dijo que aunque nos equivocáramos en ellas, lo más importante de la nota era nuestro ensayo. Por eso estuve tan contento cuando recibí un veinte en ese final. Me había equivocado en algunas preguntas pero el ensayo le pareció bueno. Lo supe cuando al recoger el examen había colocado una nota diciendo “Conversemos. Material para investigación”. Aquí ese viejo ensayo del 2007 que nunca llegué a desarrollar más:

http://blog.pucp.edu.pe/blog/tlon/2014/04/13/justicia-penal/

Luego de eso el derecho significó otra revolución en mi mente y me fui alejando de esa pretensión de estudiar filosofía, aunque muchas veces me pesó no haber pedido a Ciro que sea mi asesor de tesis. Muchos profesores luego en mi carrera me impresionaron y en tantos reconocía realmente una habilidad increíble para enseñar y cautivar. Pero siempre pensé que si yo algún día me convertía en profesor, no llegaría a tener o desarrollar esas habilidades histriónicas de esos profesores. Si llegaba a enseñar en algún momento quería que fuera al estilo de Ciro. Y usaría un saco con parches similar al suyo. En eso pensé no hace mucho cuando se me asignó por primera vez un curso en la universidad.

*            *            *

Uno de esos tantos días de acercarme al final de la clase junto con el grupo de alumnos, un compañero le preguntó sobre el Extranjero de Camus y, haciendo referencia al tema del día (y tal vez, el tema del ciclo), el hombre amoral, le preguntó si cuando Meursault dispara al árabe ese no era acaso un acto moral, deliberado, “¿por qué le disparó?”. Habiendo hablado por horas de ello con Lucho la noche anterior se me escapó decir “¿y por qué no dispararle?, si ya tenía el revólver en la mano”. Y Ciro sonrió y dijo “exactamente” y nos explicó que un hombre amoral sigue ejecutando acciones como comer, caminar y matar, que solamente su sentimiento interno es de escepticismo y apatía.

En nombre de Alan

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Las noticias te las informan primero los grupos de whatsapp. Apenas despierto miro el celular y ya hay un gran número de notificaciones de gente en Perú. Un grupo de ex compañeros de mi promoción de pregrado es el que ya se ha lanzado en su vocación de reporteros. A las siete en punto de la mañana uno de ellos preguntó si Alan ya había sido detenido e instantes después comentó “Alan se ha disparado un balazo… No se sabe su estado, no le deseo la muerte pero tampoco nada bueno”. A Alan se le odia seguramente, pero, ¿la muerte? ¿Qué se debe responder ante ello? ¿Qué se debe desear ante ello? Y la segunda fuente de información yo creo que es naturalmente el twitter. Un par de minutos en esa aplicación y ya tienes la versión light de todo lo que ha pasado en el mundo (en tu mundo). Alan se habría disparado en su casa en el momento en que los agentes del Ministerio Público fueron a detenerlo. Leí bien, se disparó con un revólver. Difícil de comprender la magnitud de la noticia. Y lo primero que se me viene a la mente al ver todo esto es la periodista Patricia Gamarra. En su twitter había estado desde hacía semanas sumando una chela (un emoticon de cerveza) por cada vez que Alan mencionaba el problema de la anemia en el país, el enésimo caballito de batalla que Alan había adoptado en su larga carrera política, esta vez para desestabilizar a Martín Vizcarra. Había prometido Patricia Gamarra que el número final de chelas que acumulara en este perverso juego sería el número de chelas que se pondría el día que se llevaran a Alan detenido. Y cómo dudar de esa apuesta si los grandes políticos de nuestro medio habían ido cayendo uno a uno a punta de declaraciones de empresarios brasileros en los últimos meses. No era una pregunta de si sí o si no, era una pregunta de cuántas chelas. ¿Podía ser tan fácil esto? Nunca nada sucede tan sencillamente en la vida, aquello que más esperas, o quizás no generalizaré, aquello que más espero nunca sucede, tengo que trabajar mucho para creer que no sucederá para que realmente suceda, y creo que eso es una regla de la vida, la ley de murphy. Y en efecto en eso pensé, esa apuesta segura de Patricia Gamarra ya no parece ir a suceder, Alan se ha intentado suicidar e increíblemente le está cerrando la boca a Patricia Gamarra (y a muchos otros), está ganando esa apuesta imposible de ganar. Y, sin embargo, no hay nada más que continuar el día, tengo que terminar de alistarme e ir a mi cubículo, tengo que reunirme a las nueve y media con Sami, mi compañera de trabajo en el seminario de Neil Brenner y tenemos que avanzar en el proyecto.

A las diez y treinta y tres de la mañana es de nuevo el grupo de whatsapp de los compañeros de promoción el que alerta y es el mismo compañero de la primera frase el que escribe: “Sí”; “Murió”; “Ala…”. En las últimas horas se había estado debatiendo médicamente, a la vez que políticamente, históricamente, judicialmente, su muerte. Esta acaba de confirmarse. No me puedo imaginar cómo esté Perú en estos momentos y, sin embargo, tengo solo media hora para terminar una lectura para un seminario antes de ir a un evento en el segundo piso del edificio Sackler. Termino al vuelo la lectura y salgo corriendo al evento. Es una charla titulada “1910 to the 4th Transformation” haciendo referencia a la Revolución Mexicana y a las promesas de reforma del recientemente electo Andres Manuel López Obrador. La organiza DRCLAS, el David Rockefeller Center for Latin American Studies de Harvard. Entro al salón y me saludo con Diane Davis, la profesora latinoamericanista con la que justamente estamos trabajando una investigación que considera el proceso de urbanización de los ejidos en México y que hacía unas horas me había enviado la propuesta urbana de López Obrador (AMLOPOLIS) para revisarla. Escuchamos una charla y luego otra, luego la rueda de preguntas y antes de que hagan una segunda pregunta, una investigadora del DRCLAS, una señora mayor, alza la voz y anuncia que Alan García, expresidente de Perú, acaba de fallecer de un tiro en la cabeza. La gente en la sala, investigadores y profesionales de Latinoamérica, más que todo de México, expresan un rumor rápido, alguien se anima a repreguntarle a la investigadora cómo ha pasado, pero rápidamente dicen “bueno, creo que seguimos”; muchos han venido de lejos para hablar no de Alan, sino de México. ¿Cuán importante era Alan en Latinoamérica? Algunos dicen que era el mejor orador de la región, tal vez olvidándose de Fidel, la verdad no sé qué juzgar de la parca reacción de los presentes en esta charla. Tal vez no era tan importante a nivel regional, tal vez Perú no es tan importante a nivel regional. Es, pues, un país de media tabla en todo. Pero lo que ha hecho Alan hoy está un paso más allá de lo que hacen los políticos en esta región, he hecho algo por la historia, por las páginas de los libros que serán dedicadas a él; culpable como seguramente era, se rehusó a salir de su casa enmarrocado, ya se había negado a ello con su intento de asilo, ahora lo hace nuevamente, pero esta vez es diferente. Todos los políticos básicos enmudecen, se suavizan, se retraen cuando está la cárcel de por medio, aprenden a vivir en la cárcel, se vuelven más cristianos, vuelven a pensar en sus familias, en su hogar, reciben un lavado forzoso de toda la suciedad de la política. Pero Alan no, Alan es en sí mismo la política, es el amo de esa suciedad y su preocupación por su lugar en la historia va más allá de su partido, va más allá de su dinero, va incluso más allá de su esposa, sus hijos, su hijo menor, es capaz de tomar la decisión final pensando en esas páginas de la historia. Eso, pues, lo separa del resto de los políticos que hemos tenido en todo el tiempo en que yo he vivido.

Termina a las cinco el seminario con Neil Brenner y nos vamos caminando con él desde el quinto piso de Gund Hall hasta el tercero pasando por los trays. En esos instantes de caminar me dice, “No te preocupes, mándame tus ideas sobre el paper cuando puedas, imagino que debes estar con la cabeza en otro lado con lo que está pasando en Perú”. Él, que no es un latinoamericanista, ha escuchado también las noticias. Yo le digo, “Sí, la verdad es que en este momento en Perú están de cabeza” y le cuento lo que parece estar pasando, lo que parece ser una movida maestra, la movida final: el suicidio vuelve en una figura sanguinaria al fiscal a cargo del caso, ya esa figura de persecución irracional se había ido fomentando en los últimos meses. También pone en ascuas al gobierno, que decididamente apoya la labor de los fiscales. También cierra la boca de todos los que no veían el día en que Alan saliera enmarrocado de su casa. Finalmente, le da un empujón casi sin precedentes a un partido aprista que había estado moribundo por su cercanía a los casos de corrupción. O tal vez me esté equivocando largamente, pero esa es mi lectura de esta movida en este momento. Consuelo a Neil diciendo que esta noticia viene en un contexto en el que, felizmente, el aparato institucional de Perú está funcionando, se ha seguido la sucesión presidencial después de la renuncia de PPK, está en marcha un proceso de investigación de parte de un equipo fiscal serio, el suicidio es, en última instancia, no una desgracia nacional, solamente una desgracia personal. E inevitablemente Neil me empieza a preguntar sobre cómo deben haber sido los entretelones del momento del suicidio, qué clase de situaciones se habrán presentado en el momento de decidir matarse. Y yo no lo sé, no sé cómo es que había decidido todo esto, cómo había vivido esos últimos instantes Alan, lo más cercano que recuerdo es la entrevista que vi ayer, donde Alan responde con cotidianeidad a las preguntas de Carlos Villareal, un lamentable entrevistador, quizás buen reportero, pero de los peores entrevistadores que he visto, qué pena que Alan tuviera su última entrevista con él. Ya ahí el tema de la discusión había sido su inminente detención y no recuerdo haber podido leer nada en las palabras suyas que puedan asemejarse a unas palabras finales, a un momento de especial tensión, a una despedida final, qué pasaría por la mente de Alan en ese momento, por qué entraba a las minucias de los documentos de su caso, por qué solo mencionó casi de pasada su lugar en la historia, no lo comprendo.

Tengo horas de oficina con Diane Davis a las cinco y quince. Ya voy preparado para, en nombre de Alan, darle explicaciones sobre las noticias de este día.

Silabus de Curso No Aceptado por la PUCP

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Este curso tiene como objetivo estudiar de forma interdisciplinaria el concepto de propiedad que subyace al urbanismo contemporáneo en el mundo occidental y, en particular, en el contexto peruano. Muchas de las propuestas innovadoras que aspiran a repensar la forma en que ocupamos los espacios urbanos se ven obstaculizadas o imposibilitadas por las estructuras institucionales con que funciona la vida urbana. Una de las estructuras institucionales más importantes es el derecho de propiedad. Aunque usualmente se toma este concepto como un instrumento jurídico con carácter neutral, es decir, se atribuyen los éxitos y fracasos de las propuestas a los políticos que las plantean o a los técnicos que las implementan, la forma en que se tiene y se adquiere la propiedad en nuestra sociedad está muy lejos de ser neutral y condiciona las posibilidades al diseño urbano y de viviendas. Por ejemplo, la idea de una persona o familia deba contar con un título de propiedad de su propia vivienda – la base fundamental sobre la que se basa el funcionamiento de instituciones como COFOPRI y SUNARP – no es más que una alternativa dentro de muchas otras. Tanto las prácticas coloniales como las prehispánicas con respecto a la tierra que se daban (y quizás se siguen dando) en el territorio peruano se caracterizan por la existencia de un elemento colectivo que la propiedad formal contemporánea se esfuerza por eliminar. De ello son ejemplos el ayllu, las faenas o las vinculaciones. Por otro lado, en el mundo circulan prácticas colectivas respecto de la tierra que tienen sólidas bases teóricas como la idea del commons en Elinor Ostrom y concretas aplicaciones prácticas como los fideicomisos de tierras (community land trusts). ¿Puede el sistema jurídico – político y cultural – peruano aceptar estos desarrollos intelectuales y de política pública? ¿No son acaso más acordes con nuestra realidad que derechos de propiedad desarrollados en el contexto europeo liberal del siglo XIX? ¿Cómo puede el urbanismo ayudar a repensar las influencias neoliberales que tiene la propiedad contemporánea y plantear formas sociales distintas en la ciudad contemporánea? ¿Qué agencia tiene un arquitecto o un científico social en colaborar con dichos cambios o en cuestionar la necesidad de los mismos? Los distintos debates urbanos, sociales, jurídicos, económicos y políticos que nacen de estas preguntas serán el objeto del presente curso, así como la base de las intervenciones urbanas que se irán desarrollando a través de los respectivos trabajos grupales a lo largo del ciclo.

Noticia de Camión Cisterna

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Al final de la avenida Pershing, justo antes de comenzar el puente que va sobre la avenida Brasil, hay un semáforo. No cruza ninguna calle perpendicular, es básicamente para los carros que voltean en U y para los peatones que van hacia o desde el Hospital Militar. Ahí sucedió aquel episodio hace algunos años. Yo estaba manejando de camino a la Universidad Católica, pasé de la avenida Javier Prado a la avenida Sánchez Carrión, y ya estaba cruzando la avenida Gregorio Escobedo, más o menos la zona en que la misma calle empieza a llamarse avenida Pershing, cuando vi esta imagen: una cuadra y media más adelante estaba avanzando un camión cisterna blanco del cual, a través de una de sus escotillas o quizás de un orificio en el tanque se podía ver a lo lejos que empezaba a salir un humo blanco. Nadie dentro del camión parecía darse cuenta de lo que estaba pasando y siguieron manejando con dirección hacia avenida La Marina. Eventualmente, el camión alcanzó la cola de carros que estaban parados en el semáforo en rojo del Hospital Militar y también paró. En los pocos instantes que me tardó ver esa escena había seguido avanzando en esa misma dirección pero cada vez más lento, no por decisión propia, sino porque los autos delante de mí empezaron a reducir la velocidad o a parar. Más que la propia escena del camión cisterna, lo que había hecho detener al pelotón de carros que venía conmigo era un grupo de carros que había empezado a voltearse hacia la dirección contraria. En particular fue una camioneta la que hizo primero la maniobra y ya había conseguido venir hacia nosotros. En la escena que he descrito no he incluido sonidos pero sí que había bulla en ese momento. Muchos carros habían empezado a tocar la bocina por la interrupción del tráfico. No todos, porque lo que más había era desconcierto. Los que impacientemente tocaban bocina lo hacían se dirigían en particular a la camioneta que venía en sentido contrario. Orillé el carro hacia la izquierda, hacia el lado de la zona de pasto que hay entre pista de ida y la de vuelta y fue justamente en ese momento en que la camioneta que venía de regreso cruzó. Era un señor que parecía estar con su esposa al lado y sus hijos en el asiento trasero, y gritaba a viva voz “¡va a explotar, va a explotar!”, para advertir a la gente, pero tal vez también para justificar su maniobra, para justificar su intento de abrirse paso en la dirección contraria. Y aunque había muchos conductores que no sabían a qué se refería o que pensaban que era una total exageración, ya había algunos carros que habían empezado a seguir su ejemplo y a tratar de dar la vuelta. Es en ese momento, al escuchar la desesperación de ese conductor empecé a pensar si acaso era esto una noticia que aparecería en los periódicos o noticieros en las horas siguientes, si acaso así se veía un accidente o una tragedia desde el punto de vista de un protagonista, empecé a pensar en la forma en que las tragedias solo las escuchamos en la radio o las vemos en twitter, con el sesgo que tenemos de considerarlas ajenas a nosotros y empecé a pensar si una explosión me alcanzaría desde unos 200 metros de distancia, si tal vez eran en realidad 100 metros, si tal vez estar dentro del carro me salvaría la vida, empecé a ver cuánto espacio tenía para subir con el carro hacia el pasto central, a ver si es que había algún surco que me impidiera llegar hasta el carril de regreso, pero también me puse a pensar si quizás todo era una exageración y si me vería tan extraño o ridículo como el señor que acababa de regresar, pensé también que justificaba plenamente cualquier ridiculez del señor, estaba con su familia al fin y al cabo, cómo no poner a salvo a su familia aunque el peligro sea mínimo. Sin embargo, mientras pensaba, la luz del semáforo cambio a verde. Los autos en el pelotón del camión cisterna empezaron a avanzar, creo que nunca se habían enterado de nada. El camión cisterna también empezó a avanzar, se estaba alejando de mí. No había episodio, no había noticia, no había tragedia. Los autos que estaban en el proceso de voltear para venir en contra regresaron a su posición normal y empezaron a avanzar. La corriente de carros seguidamente empezó a avanzar y yo también. Por el retrovisor llegué a ver que solo la camioneta de esa familia había optado por rendirse en su intento por ir contra la corriente y había empezado a atravesar el pasto entre los dos carriles, la decisión de alejarse del cisterna ya la había tomado ese señor de manera definitiva. No me apuré a seguir al camión cisterna porque no estaba seguro de nada, aún salía ese humo blanco de la parte posterior pero tampoco me rezagué tanto como para perderlo de vista, quizás explotaría más adelante, quizás esto sí sería noticia, solo que quizás sin mí como protagonista, me ganaba la curiosidad acerca de esa posibilidad a la vez que me reprochaba tener ese mismo horrible morbo que caracteriza a los periodistas. En cierto momento, tal vez por avenida Sucre, me desvié y simplemente no volví a ver al camión cisterna. Ese día un poco más tarde y en la noche revisé el celular y twitter para saber si había explotado algún camión cisterna en alguna parte de avenida La Marina. Nada. No había ninguna noticia al respecto.

La Revolución y la Tierra

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Una vez cuando tenía unos cinco o seis años estábamos con mi familia en el canchón de nuestra casa en Andahuaylillas. Mientras mi papá y algunos tíos tomaban un ron alrededor de una fogata, yo cogí una rama que había estado cerca de las llamas. La punta de la rama ya había empezado a quemarse y se había vuelto como una pequeña brasa. Al mover la rama encontré divertido empezar a sacudirla y a moverla en círculos, viendo cómo la ilusión óptica hacía que apareciera un redondo anaranjado por donde yo movía con rapidez el pedazo de madera que había convertido en una suerte de antorcha. De pronto mi mamá se acercó a mí y me exigió que dejara de hacer aquello. Sin prestar demasiada importancia pero sin tampoco hablar en tono de broma, me dijo que no hiciera esos movimientos, que esas señales eran las que hacían los senderistas.

En medio de las palabras del relator, aparece de fondo la imagen de unos cerros en casi total oscuridad, seguramente vistos desde la ciudad, desde alguna ciudad en la sierra, ¿tal vez Cusco? ¿tal vez una ciudad oscurecida por el atentado contra una torre de transmisión eléctrica? Y lo único que resalta es la imagen de la hoz y el martillo. Una señal anaranjada dibujada en la pendiente del cerro a través de fogatas y antorchas, una de las tantas acciones de Sendero que manejaba tan deliberadamente su maquinaria propagandística.

Hace algunos meses, Marco Avilés, autodenominado periodista, cholo e inmigrante, fue a una entrevista en RPP. Lo entrevistaron con suavidad Patricia del Río y con evidente hostilidad Aldo Mariátegui. El tema de la discusión fue el de la identidad peruana, la identidad chola, la discriminación y la Lima migrante actual. El video de la entrevista circuló un poco por las redes sociales mostrando la forma déspota de Mariátegui de tratar al entrevistado, reproduciendo con la entrevista las interacciones que a diario se dan en una sociedad como la peruana y, en particular, la limeña que no se ha encontrado a sí misma y que cada vez parece más lejos de hacerlo con la velocidad a la que va desarrollándose. Apenas vi la entrevista comenté en el post la frase “el problema del indio”. Evidentemente un par de personas me comentaron de inmediato reprochándome la frase que ellos sentían dirigida despectivamente a la actuación de Marco Avilés en la entrevista. Sabiendo que ello sucedería respondí inmediatamente que con el término “el problema del indio” me había referido al problema de identidad del peruano que se discutía en la entrevista. Mencioné que ese era el término que el mismo José Carlos Mariátegui usaba en sus siete ensayos para referirse al tema de la discusión entre Avilés y Mariátegui (Aldo) – José Carlos se refería entonces más que todo al problema del indio desde una perspectiva económica marxista, lo que naturalmente no incluí en el debate en redes sociales – y me di por satisfecho con haber compartido con un par de peruanos más eso que comento desde hace diez años a aquellos con quienes nos surgen conversaciones profundas: el problema fundamental del Perú es el problema del indio. Lo dice José Carlos.

En la pantalla gigante del cine veía que José Carlos Mariátegui aparecía al fondo en banderolas y gigantografías en las actividades del SINAMOS durante los años setenta. Sin embargo, al frente siempre estaba el sombrero de copa y cabello largo del peruano original: Tupac Amaru. Al ver ello me molestaba ligeramente que se hubiera exaltado en los años de Velasco a la figura de Tupac Amaru, José Gabriel. Un mal estratega militar a juzgar por sus erróneos cálculos en el sitio del Cusco y cuyas cartas no mostraban una clara idea de cómo proceder en caso de tomar el poder, ¿abolir todos los tributos y cargas y después qué? José Gabriel, una persona más bien pasional y descarrilada, más que un líder astuto. Tal vez su utilidad histórica está más en la relación magnífica de complementariedad que tenía con Micaela. Pero bueno, al final del día, tenía que ser Tupac Amaru, el hombre al que los caballos no pudieron descuartizar, solo a él le podían dibujar esos músculos y ropa rasgada, no al enjuto José Carlos Mariátegui.