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Concierto de Navidad

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Aún antes de que acabara la presentación observamos a la Soprano salir de la Catedral. Acompañada por su madre y desapercibida. Con el vestido en un bolso bandolera Nike, el que había sustituido por un jean ajustado y una casaca púrpura en una capilla que se encuentra entre el altar y el nicho del Señor de los Temblores. El concertino era un señor ya mayor, quien probablemente en la competencia local pasaba muchos apuros por imponerse sobre los jóvenes usuarios de las nuevas tecnologías. Como, de momento, no había alguien mejor, el concertino por defecto era él, como lo había sido desde hace treinta años, más por el sonido de su labia que por su habilidad con el arco. El director era un músico más bien joven, profesor a duras penas de un colegio de mujeres, quien luego de una etapa de crecimiento y aprendizaje con el cabello corto, había cogido la batuta hasta tener la confianza de dejarse el cabello hasta los hombros. Con su energía en los movimientos, el oboe y el fagot bromeaban diciendo que seguían más a su cabello que a la varita. El director había logrado domar a los niños para que, si no llegaban a disfrutar, al menos puedan soportar el aburrimiento de la Pavana de Fauré y el arreglo Air de la BWV 1068. Y entre él y el concertino, que había agregado a sus virtudes una serena paciencia frente a los niños, habían repetido hasta la perfección las señales con la batuta y el arco para el inicio y la introducción de los villancicos tradicionales. Eso no era lo que más preocupaba a los dos. En lo que pensaban ambos era en los padres de familia. Todos habían llegado con cámaras de fotos y se les veía en ese estado entusiasta. A esa preocupación se unía la entrada gratuita y la escasez de asientos en la Catedral, que habían sido reservados nada más que para las autoridades municipales y las personas de tercera edad. El movimiento del público era atroz, su bulla solo contrarrestada por la amplitud del edificio, la que naturalmente significaba la imperfección del sonido de cualquier orquesta. Al menos esto último lo sabía muy bien el director al aceptar el concierto de cada navidad. Y cada navidad se hacía la misma pregunta: ¿Cómo había hecho Bernstein para controlar al coro de niños de la Filarmónica de Dresden en Berlin aquella navidad del 89? ¿Cómo había hecho para controlar a sus padres? Sin embargo, contra todo pronóstico, el concierto siguió decentemente su curso, la quietud de los niños fue admirable, el barullo de los padres el esperable, y, salvo uno que otro desliz de una de las flautas, del propio concertino y del contrabajo que habían tenido que acomodar a último momento, se adentraron en las canciones tradicionales que sabían despertarían más emociones en el público que las combinaciones europeas. Se acercaron finalmente al último silencio que había sido acomodado en esa versión orquestal del villancico final. La intensidad de los sonidos iba in crescendo. Concertino y director habían apostado que en ese próximo silencio los padres de familia estallarían en júbilo y se pararían a aplaudir. Ya había sucedido así en un concierto similar con el coro del colegio Byron de Lima. El último movimiento ni se oyó porque los padres dieron fin al concierto anticipadamente. En la apuesta, el concertino se puso del lado de la tropa de padres cusqueños y su prudencia milenaria al aplaudir. El director con sus 35 conciertos escuchados en el extranjero juvenilmente pensaba que pesaría más la emoción de los familiares al escuchar un silencio que podía llenarse con sus aplausos. No estaba ante el público del Metropolitan o de la Bastilla, ni menos ante el público de la Schauspielhaus que acogió a su héroe Bernstein. Estaba en su tierra natal y ahí los aplausos prorrumpirían. Además, él controlaba el silencio, su duración. Y así lo hizo. Sacudió con fuerza su melena hasta callar al más distraido de los trompetas. Y esperó. Esperó al chasquido de dos palmas al unirse. Bastaba una persona, bastaban dos palmas, unidas con fuerza y el estrépito de la multitud les seguiría. Así ya había ocurrido en su cálida visita a las ciudades de la costa. Una sola abuela entusiasta y el público daría por terminado el concierto. Pero no ocurrió. El silencio perduró. Solo vio los ojos del concertino, y en sus ojos a la gente y en la gente la mirada de reojo, y en el reojo la prudencia máxima y el silencio que carcomió desde tan atrás a aquellos que veían a los cusqueños callar y solo mirar ante las órdenes y los insultos. Los cusqueños callaron y el concertino dio finalmente todo por cerrado y enfiló su violin en el último movimiento del villancico con sus comisuras levantadas y sin esperar señal alguna de la batuta. El concierto terminó solo unos segundos después.

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Saludo en Plateros de Tamaru

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¿Qué tiene aquella esquina que en el olvido deberá quedar? No lo sabemos. ¿Qué puede haber sido ese saludo que como sutil debió darse? No lo sé yo. Acaso las pizcas de remordimiento y de pasado quedaron tras bambalinas, y las apagaron las directoras de lo ya dictaminado. Solo sé que las repeticiones de lugares se ven afortunadamente flotar. Es a veces una rémora, muchas veces un cobijo, pero siempre un universo, la circunstancia de la pequeñez. Yo le atribuyo unos dos saludos por hora dentro de este infiernillo. Incluso si uno se pone a no pensar, se percibe de él un sonido propio, un sabor propio. Eso sí, necesitas unas buenas botas, porque, recuerda, sea un pastor alemán despedazado o un río de lluvia sobre el empedrado, tienes que pisar hacia adelante.

Hemos procurado, debo agregar, ejercitar los músculos de la parte superior de tu cuerpo. Eso tiene naturalmente una repercusión que viene a contramano de lo que significan estos días. Te es imposible voltear el cuello hacia la derecha. La conexión entre tu hombro izquierdo y tu cuello está completamente enfriada. De eso no hay nada que hacer. No hay donde esconder, atar o aniquilar el dolor. Lo único que se sabe es que se aminora con una cobertura de lana tras una frotación con ungüento de hoja de coca.

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