Archivo por meses: julio 2015

El Viaje de Ocicat (I)

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Mis instrucciones me dicen que debo hacer cambio de trenes en Kröpcke, así que bajo del número seis con dirección a Nordhafen y subo al número cuatro con dirección a Garbsen o al número cinco con dirección a Stöcken. Tuve suerte de toparme con un chico llamado Cristoph al llegar al Hauptbahnhof, la estación central. El con paciencia delineó un mapa e instrucciones manuscritas en la palma de mi mano. Me indicó que era preciso que me bajara en Königsworther Platz. Así lo hago. En esta estación, observo el ascensor para las personas discapacitadas al fondo. El descanso que hay en las gradas que suben al nivel de la calle. Cada cosa me recuerda el terrible viaje que acabo de hacer, pero también a los entrañables amigos que he hecho en él. Salgo del subterráneo y sigo el sendero sin todavía ver persona alguna. Me voy acercando al colosal edificio que llaman Conti-Campus, no hay nadie en la portería, pienso en estos instantes que nunca había reparado en si en esa caseta había alguien normalmente. Ingreso al Erdgeschoss y tomo el ascensor de la izquierda, presionó el botón del piso 15. Roland Schwarze y Christian Wolff deben encontrarse en el 1501 y 1507 respectivamente. Si no ellos, al menos sus anaqueles de libros y mapas. Tengo que salir de este nostálgico lugar.

José Carlos Mariátegui

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Cualquier problema peruano puede resumirse en ese único predicamento: el problema del indio. Es ése el problema de la eterna invasión que antecede al crecimiento de una ciudad. Es ése el problema detrás de la intriga que se reproduce en la discusión de cualquier proyecto de inversión en las provincias del país. Y, más transversalmente, ése es el problema de la manera en que un peruano se ve en el sitio que ocupa en la geografía mundial. El peruano se pregunta sobre sí mismo, y ese su preguntar es el problema del indio. Mariátegui dedicó todo su capítulo sobre el problema del indio a demostrar que no se trataba de un problema de índole moral, educacional o religioso. Y centraba esta discusión en un aspecto más materialista y concreto, sacudido de atavismos abstractos o románticos, como era la perspectiva económica y social del problema del indio: el problema de la tierra. Y aunque no le faltaba razón, pienso que ese particular acento en su enfoque respondía a la concatenación de toda su línea de pensamientos. La conquista de la tierra, el más viejo de los factores era la meca de los logros que el socialismo podía aspirar. Tal vez respondía también al escaso desarrollo de la revalorización del indio en esos días. Pero pienso que hoy día es clarísimo que el problema ha dejado largamente de ser el de la tierra, de ser un problema económico. Hoy es un problema de identidad, un problema antropológico, social, psicológico. La inseguridad de los ciudadanos, las instituciones y el cuestionamiento que minuto a minuto sale a flote de nuestra manera “occidental” o “andina/autóctona” de responder a cualquier pregunta compleja o simple que se nos haga. La respuesta, más que en Cuba o en la Revolución de Octubre, está actualmente en el poder que amasan los Cuauhtémoc o Guzmanes de Culiacán que con su mexicanísimo poder económico orgullosos amenazan de muerte al yanqui racista y, aunque con mayores reservas, en la enferma búsqueda de hacer bien las cosas de los japoneses que siempre sabrán levantarse de cualquier desastre para ir al karaoke en la noche con los amigos del trabajo. A lo mejor la respuesta al problema se encuentre en esa suerte de comunitarismo indio, esa cercanía e informalismo para tratar la vida, la formación de instituciones más familiares y menos rígidas, que seguramente no deba dedicarse a la tecnología, sino a la bienvenida de turistas, a la gastronomía, a la ganadería o a la botánica. Tal vez ahí se encuentre nuestra mina de oro y no lo sepamos, tal como sucede con un niño prodigio que nunca tuvo la oportunidad de tocar el piano.

La Revolución de las Moscas Muertas

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Nosotras no creemos en el rock presente, solo en el rock pasado, y pesado. Y cuando nos invitan a una fiesta por nuestro tamaño la capucha llega hasta nuestra mismísima nariz, es una suerte de impertinencia al vestirse y telón que oculta el espectaculito. Le tememos a los músculos, a los dedos y naturalmente a los matamoscas, especialmente a los matamoscas con tantos dólares en los bolsillos, no, más bien a los matamoscas que tienen un parlante donde debería ir la boca. Mira mi bufanda, mira estas botas y este abrigo, alguien todavía cree que somos de carne y hueso? Es el problema de usar demasiado la mente, eeeeso genera un comezón interno, que requiere de una varita para colocarla en un recipiente. Otro punto importante: el cabello desordenado. Pasar todo el día volando no le permite a uno mantener esa línea perfecta, más aún cuando hay momentos, créeme, en que nos entra una desesperación brutal, que nos sacudimos, levantamos los brazos y saltamos suicidas desde el sofá en que estábamos en posición de yoga. Finalmente, está la intranquilidad, no poder estar contento con un solo objeto, los compro todos! Y la plata y la vida nos quedan cortos, nunca nunca he durado más de cinco minutos en la mitad del camino. Es nuestra lógica interna al fin y al cabo. Y, con todo, el mundo nos escoge y tú me escoges a mí. Ya maduro, ya con millas y estaciones encima, incluso con frases repetidas porque el primero en llegar es el que tuvo todo el idioma a su disposición. Así tan débil tú me escoges. Y yo escondo mi pancarta de “vive la France”.