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Análisis y opiniones políticas

Economía y política en las elecciones presidenciales

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Economía y política en las elecciones presidenciales
Aldo Panfichi

Síntesis: A diferencia de elecciones anteriores, el proceso electoral del 2006 se desenvuelve en un escenario de crecimiento económico y buenas perspectivas futuras. El crecimiento sostenido de la economía parece haber socavado las bases sociales y el empuje de las candidaturas que se presentan como antisistémicas. La apelación en contra de los partidos tradicionales sigue dando réditos, pero no tantos como antes; ello se ve reflejado en la votación de primera vuelta. Sin embargo, el crecimiento económico y sus beneficios están distribuidos desigualmente, motivo por el cual, en las regiones donde la variable pobreza se combina con exclusión étnica y con experiencias traumáticas de violencia política, la votación por Ollanta Humala es altísima.
A diferencia de las dramáticas coyunturas electorales de años anteriores, el proceso electoral del 2006 se desenvuelve en un escenario de crecimiento económico y buenas perspectivas futuras. El Perú de hoy es muy distinto del de 1990, cuando la hiperinflación y el terror por Sendero Luminoso alentaron el surgimiento de un caudillo autoritario, que ofrecía esperanzas al desaliento propio de una situación de crisis profunda. En los últimos años, la economía peruana ha crecido sostenidamente, alcanzando el 2005 una tasa de crecimiento del 6.7%. Este crecimiento se ha basado sobre todo en los buenos precios internacionales de varios de nuestros productos de exportación (minería, manufactura, y agricultura costeña), precios altos que parece continuarán en los próximos años. No extraña, entonces, que el valor de nuestras exportaciones se haya incrementado sustantivamente de US$ 7,714 millones en el 2002 a US$ 16,900 millones en el 2005. La inflación, además, está bajo control y las reservas internacionales son cerca de US$ 14,248 millones. Los buenos indicadores, no obstante, se combinan con el crecimiento de la desigualdad y el alto índice de pobreza que apenas se ha reducido del 54.3% en el 2001 al 51.6% en el 2004.
En este escenario se desarrolla el proceso electoral del 2006 y quizás aquí se puede encontrar algunas claves que permiten comprender mejor los resultados electorales hasta ahora obtenidos. En primer lugar, el crecimiento económico parece haber socavado las bases sociales y el empuje aluvional de las candidaturas que se presentan como antisistémicas como la de Ollanta Humala de Unión por el Perú. La apelación en contra de los partidos tradicionales sigue dando réditos, pero no tanto como antes, basta recordar que las candidaturas de Unidad Nacional y el APRA suman cerca del 50%. Ésta sería la razón por la que la candidatura de UPP no ha logrado ganar en primera vuelta con más del 50% de los votos, como sus voceros lo anunciaron repetidas veces, sino con el 31%. Es evidente que la estrategia electoral de Humala, al enfatizar el discurso de confrontación contra el orden establecido (la economía y la política), sobreestimó el sentimiento antisistema de los peruanos, y subestimó el hecho que algunos sectores y regiones parecen haber logrado ciertas mejoras.
Éste, precisamente, es el segundo punto que quisiera indicar. El crecimiento económico y sus beneficios están distribuidos desigualmente en el territorio nacional. Algunas regiones concentran la mayor parte de este crecimiento, básicamente Lima-Callao, y la costa agroexportadora (norte y sur chico), mientras en otras regiones más tradicionales, como las zonas alto andinas (centro y sur), es casi cero. En aquellos lugares donde el crecimiento se concentra no sorprende la preferencia por Lourdes Flores (35%), pero tampoco la que consigue Alan García en La Libertad (53.5%), Lambayeque (37.1%), Piura (33%) e Ica (35%). Es verdad que estos lugares son considerados históricamente apristas, y que el origen del partido en los años 30 está fuertemente vinculado al sindicalismo en las grandes haciendas azucareras y a la lucha contra el capital extranjero, pero hoy con el boom agroexportador, el APRA parece menos antiimperialista y más vinculado a la recuperación capitalista de las tierras. Si en la década de 1930 el norte aprista se inspiraba en el “Antimperialismo y el APRA”, ahora sin duda el libro de cabecera vuelve a ser “30 años de Aprismo”
Finalmente, en la situación opuesta no hay una correlación directa entre la pobreza y el voto por Ollanta, como bien anota Pedro Francke. Más de la mitad de los peruanos son pobres y la candidatura nacionalista ha logrado apenas un tercio de las preferencias. Los pobres han votado por una baraja de candidaturas que va más allá de los contendores principales, incluyendo a Lourdes que ha penetrado fuertemente en los barrios de Lima. Además que buena parte del voto fujimorista, del partido evangélico y otros partidos menores provienen también de estos sectores. Lo que sí es cierto es que en regiones donde la variable pobreza se combina con exclusión étnica y con experiencias traumáticas de violencia política, la votación por Ollanta es altísima. Se trata de las regiones más tradicionales y menos favorecidas por el crecimiento económico como Ayacucho, Huancavelica, Apurímac, Cusco, Puno, Cusco y Arequipa.
En suma, la compleja relación entre economía y política nos revela los distintos escenarios que deberán tomar en cuenta no sólo los candidatos finalistas de la segunda vuelta, sino sobre todo quien sea elegido nuestro próximo presidente.

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El comandante Ollanta Humala: ¿outsider o insider?

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El comandante Ollanta Humala: ¿outsider o insider?
Por Aldo Panfichi
Pontificia Universidad Católica del Perú

Durante los últimos años, el término outsider ha sido usado frecuentemente en la política peruana para referirse a aquellos candidatos que provienen de fuera del sistema político y obtienen resonantes victorias electorales, apelando a la representación sociológica y emocional de los pobres y excluidos. El caso paradigmático es Alberto Fujimori, quien a inicios de la década de 1990 inspiró la popularización de este término, pero también outsider ha sido utilizado para referirse a los alcaldes Belmont y Castañeda Lossio, al presidente Toledo y últimamente a Ollanta Humala. En este itinerario, el término ha ido oscureciendo sus elementos constitutivos, para utilizarse de manera indiscriminada haciendo referencia a todos los políticos que no pertenecen a los partidos establecidos. En un país en el que estos partidos son minoritarios, resulta, entonces, que la mayoría de los políticos pueden ser calificados como outsiders.

En realidad, el término political outsider tiene una larga tradición en la ciencia política norteamericana, donde se lo utiliza en sentido opuesto a political insider. Este último término se refiere a aquellos dirigentes, consultores u operadores políticos que por sus contactos y vínculos de confianza con las elites permanecen siempre cerca de los círculos de poder. Un outsider se caracteriza, precisamente, por no tener estos contactos y por estar excluido de las redes e instituciones que reproducen el poder en una sociedad. Según este punto de vista, lo que definiría a un outsider es su condición de excluido, y el hecho de provenir de fuera del sistema político —del Estado y de los partidos—.

Teniendo en consideración estos criterios, planteamos que es un error considerar al comandante Ollanta Humala como un outsider, debido a que él proviene de una de las instituciones más antiguas del Estado —«partido» dicen algunos—: las Fuerzas Armadas. Una institución que ha jugado roles fundamentales en la construcción de la nación, y de la que han surgido héroes y mitos fundadores de la patria que han buscado cohesionar a la heterogénea población peruana desde los orígenes mismos de la República. Incluso los traumas causados por las guerras —sobre todo la del Pacifico— constituyen hasta hoy un componente esencial de la identidad nacional y una variable política bastante sensible, como la última campaña electoral lo demuestra. Basta mencionar el papel jugado por los militares en la organización de ceremonias cívico-patrióticas como la jura de la bandera y otras, que se desarrollan los domingos en casi todas las plazas públicas del interior del país, y a las que asisten autoridades políticas, vecinos notables y representantes de la sociedad civil local.

La participación de militares en los altos cargos políticos es también una característica permanente en nuestra historia. No se los puede considerar outsiders o excluidos del sistema político, ya que los números no admiten confusión. Entre 1821 y 2005, el Perú ha tenido 74 presidentes, 68,9% de los cuales —51 de ellos— han sido militares: 8 mariscales, 34 generales, 6 coroneles, 2 tenientes coroneles y un contraalmirante. Durante el siglo XX, la tradición se mantuvo con 11 gobiernos liderados por militares, además de una nutrida presencia castrense en los gabinetes civiles. Hasta el momento, ningún presidente ha sido comandante, lo cual no quiere decir que no lo pueda ser ahora o en el futuro. La alta participación de los militares en la política ha llevado a los sociólogos holandeses Koonings y Kruijt a proponer el término ejército político para referirse al caso peruano. El término alude a aquellas instituciones militares que consideran su participación o control sobre la política interna y los asuntos de gobierno como parte central de sus funciones legítimas y patrióticas.

Precisamente, estas fueron las razones que se esgrimieron en 1968 para justificar el golpe de Estado y la instalación del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas liderado por el general Juan Velasco Alvarado. Un gobierno militar nacionalista y reformista que quebró las bases económicas y políticas del sistema oligárquico, y buscó limitar la influencia del capital extranjero en favor de un Estado y una economía nacional fuertes. En estas tareas, los militares no estuvieron solos, sino que contaron con la activa participación de intelectuales, técnicos y políticos provenientes de pequeños partidos de centro-izquierda, así como de dirigentes populares del campo y la ciudad. Más allá de la evaluación que uno tenga sobre esta experiencia, es indudable que el gobierno militar de Velasco Alvarado produjo cambios profundos en la naturaleza y composición de la economía y la sociedad peruanas.

Poco después de retirarse del poder en 1980, los militares fueron convocados por los gobiernos democráticamente elegidos para participar en la lucha antisubversiva contra Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. En amplias zonas del país, conforme este enfrentamiento se agudizaba, los gobiernos civiles abdicaron el poder político en favor de los uniformados, que pasaron a ocupar jefaturas político-militares en las zonas de conflicto. Luego de cruentos enfrentamientos en los que murieron miles de personas no combatientes, los militares derrotaron a los subversivos con la activa participación de las organizaciones de autodefensa indígenas y de las comunidades campesinas.

Toda una generación de jóvenes oficiales, entre ellos Ollanta Humala, hizo su carrera militar durante los años de conflicto, desarrollando vínculos y familiarizándose con los problemas que afligían a las comunidades locales. En muchos lugares donde los municipios, colegios, postas médicas y oficinas públicas no funcionaban por los estragos de la guerra, la única presencia del Estado eran las bases militares. La única autoridad a la que podía recurrir la población eran estos oficiales; una autoridad temida, pero que al mismo tiempo constituía la única esperanza de orden y protección. Quizá por ahí se explique en parte la alta votación obtenida por el candidato Humala en las zonas de conflicto, incluida la localidad de Madre Mía (provincia de Tocache), donde tiene acusaciones de violaciones a los derechos humanos.

Una anotación complementaria es que tanto la generación de Ollanta como la de Velasco, tuvieron que ir al interior a luchar contra la subversión, y aprender en el camino sobre las necesidades y urgencias de la población. La diferencia es que esta experiencia formativa dio lugar en el caso de Velasco a un proyecto institucional de reformas, mientras en el caso de Humala hasta el momento parece ser la iniciativa de un Comandante que se rebela primero contra la jerarquía militar y luego ingresa al terreno de la competencia político electoral.

Las relaciones entre los militares y los civiles son bastante fluidas, un aspecto obvio pero poco valorado en el análisis político, donde se tiende a separarlos en compartimentos estancos. Por lo general, se asume que la sociedad civil, como esfera de actividad, solo pertenece a los civiles, una idea que surge de los contextos en los que este concepto reaparece en el análisis académico, durante la segunda mitad del siglo XX. En efecto, es en los contextos de las luchas civiles contra regímenes autoritarios —como las dictaduras militares del Cono Sur y los socialismos estatales de Europa del Este— en los que se establece esta dicotomía.

Sin embargo, como acabamos de ver, en la práctica existen fuertes y variados vínculos entre el espacio militar y el civil. El ejército en sí siempre ha sido un vehículo de movilidad y socialización para jóvenes indígenas y campesinos reclutados a la fuerza para hacer el servicio militar. Una vez terminado su servicio, la experiencia militar pasa a constituir un elemento importante en la identidad y organización de estos ex reclutas. Por ello, en muchas partes del país existen asociaciones de licenciados del ejército, verdaderas organizaciones de la sociedad civil cuyos miembros se reúnen periódicamente para realizar actividades sociales y comunitarias. Muchos de estos hombres formaron parte de las rondas campesinas y las organizaciones de autodefensa que enfrentaron a Sendero Luminoso en alianza con los militares en actividad durante las décadas de 1980 y 1990. Luego, durante los gobiernos de transición, los encontramos como líderes de comunidades campesinas, alcaldes y concejales de centros poblados y distritos rurales. Incluso varios de ellos participan activamente de las mesas de concertación para el desarrollo local en algunas provincias —como Huanta, en Ayacucho, y Churcampa, en Huancavelica —, para luego constituir elementos claves en los movimientos nacionalistas liderados por los hermanos Antauro y Ollanta Humala.

La participación de estos licenciados podría explicar, en parte, el amplio apoyo electoral que ha obtenido la candidatura del comandante Ollanta Humala en las regiones pobres e indígenas más afectadas por la guerra antisubversiva. Sin embargo, esto es más una hipótesis de trabajo que una certidumbre. Sorprende, eso sí, la forma en que, en tan pocos meses, esta candidatura ha podido construir una estructura política nacional de apoyo. Según el informe del conteo rápido de Transparencia, Unión por el Perú tuvo personeros en 75,5% de todas las mesas de sufragio a nivel nacional, mientras Unidad Nacional lo hizo en 77,8% y el APRA en 78,6%. Indudablemente, en esto juega un papel la existencia de experimentados operadores políticos de origen izquierdista que se encuentran a disposición de alguna candidatura con posibilidades de éxito. También que los candidatos al Congreso fueron los encargados de reclutar y colocar a personeros con el objeto de defender sus propios votos en las mesas. Sin embargo, esta explicación no parece ser suficiente, lo cual sugiere la participación de los licenciados en las actividades de vigilancia electoral.

En suma, existen demasiadas evidencias de los estrechos vínculos entre lo militar y lo político como para sustentar la idea de que el comandante Ollanta Humala es un outsider, un personaje excluido de las instituciones del poder y sin vínculos con los círculos políticos. Este no parece ser el caso, más aún si pertenece a una institución que ha participado y participa en la política peruana desde la fundación de la República. Necesitamos una discusión más áspera y menos liviana, como bien reclama Romeo Grompone, para avanzar en el conocimiento de los procesos políticos. Estas notas se inscriben en esta dirección.

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