Columna originalmente publicada en El Comercio
“Basombrío se hizo una”, se escucha en las tribunas de los estadios en los últimos días. Los aficionados se refieren a la reciente autorización del Ministerio del Interior de permitir que los instrumentos musicales, las banderolas e incluso los globos se puedan volver a utilizar en los estadios, siempre y cuando no tengan mensajes de odio, discriminación o racismo. Una sana rectificación a la absurda medida prohibicionista del ministro anterior, que evidenciaba un enorme desconocimiento de lo que es el fútbol hoy en el mundo: un espectáculo deportivo que forma parte de la oferta de entretenimiento de un país, y donde el colorido, la fiesta y la puesta en escena de diversas formas de aliento son tan importantes como lo que ocurre en el campo de juego.
Buena parte del retorno a los estadios de las familias, las mujeres jóvenes y los niños, que se observa cada fin de semana, es precisamente por el deseo de participar de este espectáculo. En él los espectadores participan activamente, jugando su “propio partido”, mediante cánticos o coreografías de apoyo como participaban, guardando las distancias, los espectadores del antiguo teatro griego o –si prefieren– del circo romano. Lo positivo es que la teatralización de la rivalidad es una forma de combatir las conductas violentas que lamentablemente han venido ganando terreno en nuestra cultura deportiva, ante la desidia de los clubes y las autoridades. De lo que se trata, entonces, es de cambiar el sentido de la competencia entre los hinchas, alejándolos de los enfrentamientos para orientarlos a la producción de formas innovadoras de aliento.
Un paso en esta dirección acaba de suceder. El gigante mosaico de papel con el mensaje “No al racismo”, que los hinchas de Alianza Lima mostraron durante el partido contra Independiente de Argentina hace pocos días, fue respondido por los hinchas de Universitario en el último clásico con una enorme figura de la insignia del club hecha con globos de colores. Prohibir las banderolas, la música y los papeles en las tribunas era precisamente ir en contra de la producción de este espectáculo. Pareciera que no hay conciencia de que el fútbol es un espectáculo que forma parte de la industria de entretenimiento que consume el país y, por lo tanto, compite con otros espectáculos como los conciertos de música, los bailes masivos y las funciones de teatro o circo al aire libre. Todos ellos –sociológicamente– cumplen funciones similares al permitir descargas emocionales que ayudan a disipar las tensiones de la vida diaria.
Efectivamente, Basombrío se hizo una, pero no es suficiente. Como en el fútbol, este es un partido de dos. Los hinchas reformistas que proponen cambios y que aspiran incluso a ser actores sociales en sus entornos locales aún tienen mucho trabajo por delante. Deben superar la desconfianza de la opinión pública no familiarizada con sus iniciativas, pero también depurar a los hinchas tradicionalmente radicales que prefieren el lenguaje del enfrentamiento y la intolerancia frente a los rivales. También deben dejar de lado las relaciones de clientela y aprovechamiento mutuo con los clubes y sus ocasionales dirigentes. Cambiar estos hábitos es un proceso sumamente difícil, ya que son producto de momentos históricos que se niegan a ser superados, y donde la violencia es aún el lenguaje dominante entre nosotros los peruanos.
Cambiar la cultura futbolística del aficionado peruano es una cruzada que convoca no solo a los hinchas reformistas sino también a los clubes de mayor hinchada, hoy en manos de la Sunat e Indecopi, y también a las autoridades políticas como el ministro Basombrío. ¿Podemos armar entre todos un equipo con un mismo norte renovador o preferimos seguir jugando solos?