El Ciro Alegría que yo conocí

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Nada más inconfundible en Ciro Alegría que su saco plomo con parches en los codos. Ese era su atuendo cotidiano en la universidad. Muchos costureros te recomiendan no abrir los bolsillos del costado porque al usarlos el saco pierde su forma, dicen ellos. Pero Ciro sí que los usaba, en medio de sus explicaciones en clase buscaba en su bolsillo el estuche de tizas y digo “buscaba” porque de seguro había otros objetos en ellos. Al final de la clase parado al lado del escritorio escuchaba nuestras preguntas con las manos en esos bolsillos. Luego, sin sacar las manos, nos hablaba con esa voz inteligente pero por demás amable, ese su estilo razonado a la vez que entrecortado de hablar y su muy ligero humor, como cuando preguntaba inquisitivamente si alguno de los presentes era un ser amoral.

La clase de Ética se daba algo así como a las once de la mañana en el segundo piso de Estudios Generales Letras, en uno de esos salones que no dan hacia afuera del edificio, sino que se elevan sobre el patio central. Era una clase numerosa, era exigido llevar dos cursos de filosofía antes de pasar a facultad. No había escuchado grandes comentarios de Ciro en contraste con lo que se escuchaba de las impresionantes clases de Levy del Águila o de la curiosidad por llevar con el famoso Salomón Lerner. Pero de algún modo terminé en ese curso en la inscripción. Y fue junto con Juan Luis Orrego lo mejor que tuve de profesores en letras.

Algunos compañeros tenían siempre presente que él era el hijo del célebre Ciro Alegría y el hijo, además, que llevaba su nombre. Pero en las clases eso no existía. Era una clase de puro pensar la filosofía, de preguntarse qué hubiera dicho Gorgias, cómo se leería esto con Rawls, en buena cuenta, de seguir una línea de preguntas sobre la moral, casi no incorporando nada de sus vivencias personales, salvo alguna esporádica referencia al exilio de su padre. Recuerdo que con mi amigo Lucho Vilca le dábamos vueltas y más vueltas a las ideas de Platón, de Hobbes, de Mill y de Camus hasta terminar el día y desde esas veces él me reprochaba mi predilección por Hobbes.

En esos días se formó mi convicción de que quería estudiar filosofía y ya no derecho. Iba a cada uno de los eventos de filosofía que se hacían en el auditorio de humanidades, siempre impresionado de que además hubiera un coffee break gratis. Iba también a las charlas de Miguel Giusti, de Victor Krebbs y, claro, de Ciro en el Goethe Institut. Qué sueño parecía en ese momento aprender alemán y quizás un día estudiar en Alemania como esos profesores. Qué lejanas sonaban esas veces las grandes universidades de la civilización.

El centro del curso de Ética era claramente Kant. Uno salía de ese curso experto en entender todas las formulaciones del imperativo categórico y esa es la que con el tiempo vería como filosofía oficial detrás de ámbitos como los derechos humanos y la reivindicación de las minorías. Sin embargo, siempre me molestó que la construcción de Kant se basara en asumir apriorísticamente la buena voluntad en la Fundamentación de la Metafísica. Me parecía una trampa en su razonamiento. Un día se lo pregunté al final de la clase a Ciro y sonrió casi disculpándose por no poder encontrar una línea lógica tan fina como la de Platón o Hobbes. Seguro que le pareció demasiada explicación para un joven de Estudios Generales Letras la del contexto histórico que determinaba las distintas asunciones no solo de Kant, sino básicamente las de todos los filósofos que leíamos y hasta las de nosotros mismos.

Pero fue justamente esa mi fascinación con el leviatán y el mayor bien para el mayor número de personas que hizo que mi ensayo en el examen final fuera una combinación de Hobbes y Mill en la respuesta al problema de la justicia retributiva. Ya ahí, y hasta mis primeros años de facultad, el derecho penal me parecía el más fascinante espacio de discusión del aspecto más filosófico de la ética. A pesar del sesgo hacia Kant (y seguramente hacia Rawls) que tenía el curso, Ciro recibió muy bien mi ensayo del examen final. Creo que en el final había preguntas teóricas, unas tres o cuatro, pero él nos dijo que aunque nos equivocáramos en ellas, lo más importante de la nota era nuestro ensayo. Por eso estuve tan contento cuando recibí un veinte en ese final. Me había equivocado en algunas preguntas pero el ensayo le pareció bueno. Lo supe cuando al recoger el examen había colocado una nota diciendo “Conversemos. Material para investigación”. Aquí ese viejo ensayo del 2007 que nunca llegué a desarrollar más:

http://blog.pucp.edu.pe/blog/tlon/2014/04/13/justicia-penal/

Luego de eso el derecho significó otra revolución en mi mente y me fui alejando de esa pretensión de estudiar filosofía, aunque muchas veces me pesó no haber pedido a Ciro que sea mi asesor de tesis. Muchos profesores luego en mi carrera me impresionaron y en tantos reconocía realmente una habilidad increíble para enseñar y cautivar. Pero siempre pensé que si yo algún día me convertía en profesor, no llegaría a tener o desarrollar esas habilidades histriónicas de esos profesores. Si llegaba a enseñar en algún momento quería que fuera al estilo de Ciro. Y usaría un saco con parches similar al suyo. En eso pensé no hace mucho cuando se me asignó por primera vez un curso en la universidad.

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Uno de esos tantos días de acercarme al final de la clase junto con el grupo de alumnos, un compañero le preguntó sobre el Extranjero de Camus y, haciendo referencia al tema del día (y tal vez, el tema del ciclo), el hombre amoral, le preguntó si cuando Meursault dispara al árabe ese no era acaso un acto moral, deliberado, “¿por qué le disparó?”. Habiendo hablado por horas de ello con Lucho la noche anterior se me escapó decir “¿y por qué no dispararle?, si ya tenía el revólver en la mano”. Y Ciro sonrió y dijo “exactamente” y nos explicó que un hombre amoral sigue ejecutando acciones como comer, caminar y matar, que solamente su sentimiento interno es de escepticismo y apatía.

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