Camino de Santiago. Día 5. Santiago, Monte do Gozo, San Paio

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El Camino llegó a su fin hoy. De O Pedrouzo a Santiago de Compostela, el último tramo del antiguo Camino Francés. Era otra vez un tramo corto, de 20 kilómetros (mi nuevo parámetro de la longitud de una caminata son los infames 29 kilómetros de Palas de Rei a Arzúa). Fuimos a un ritmo bien pausado, mirando más los bosques y los montes alrededor; intenté saborear más el momento como lo hice en el primer día. Es extraño decirlo, pero el acto de caminar por estos senderos rurales ya para este tramo se volvió una experiencia memorable en sí misma, que no está determinada solo por la cercanía al destino final. Después de todo, al destino final se puede llegar hasta en avión — esta etapa del Camino rodea el aeropuerto Rosalía de Castro, para seguir en dirección a Santiago. Parte del Camino eran ya uno que otro amigo con quienes el saludo ya no era solo un “Buen Camino”, sino un intercambio más cercano de reacciones y sentimientos. Especialmente recordaré a José María “Chema”, un andaluz que antes había hecho el Camino, pero que esta vez lo hacía con su hija. Y a Miguel, un madrileño que ha hecho el Camino del Norte, que se une al Francés en Arzúa, quien iba hablando de cuando en cuando por teléfono con una amiga suya que hace el Camino Portugués, con quien se encontrarán cuando lleguen simultáneamente a Santiago. También nos detuvimos en más lugares en esta etapa. Entramos a la Capilla de Santa Lucía en San Paio, donde se guarda — nos contó una voluntaria italiana — una reliquia de Santa Lucía, que es una santa que cuida de la vista. Paramos también en el riachuelo de Sionlla, donde por siglos los peregrinos paraban para mojarse y bañarse antes de comenzar la entrada hacia Santiago. Queríamos acumular la mayor cantidad de sellos posibles en el cartón del peregrino. También cualquier excusa era bienvenida para descansar la espalda y, por qué no, retrasar un poco el evento de la llegada. Y ya con la llegada cercana, alcanzamos el Monte do Gozo, uno de los lugares más esperados de toda la peregrinación, porque es desde donde a lo lejos por primera vez se puede ver Santiago y las dos torres de la Catedral. Aunque luego quedaba algo menos de una hora de caminata, ese fue tal vez el momento más especial de todo el recorrido para mí, especialmente al entrar a rezar a la pequeña Capilla de San Marcos que está en la cima del monte. No sé describir lo que en ese momento sentía, ni tampoco en ese momento podía entender lo que me sucedía. Era una mezcla de sentimientos muy intensos que rebalsaban mi mente. Principalmente estaba nostálgico porque ya faltaban solo algunos kilómetros. Ya en este momento, después de caminar varios días, había asumido y hecho mía la identidad del peregrino (esa que se sintió extraña cuando el primer día cogí el báculo y empecé a intentar entender para qué servía). Me daba pena ver que esa identidad se desvanezca. Pero también estaba feliz — o quizás, mejor dicho, ansioso — por ya terminar, por ya decir “listo, lo logré”. Caminar es duro, el tercer día fue un esfuerzo físico al que no estoy acostumbrado y, con los estragos de ese tramo, desde el Monte do Gozo se veía tan cerca la idea de experimentar ese momento de llegada y el descanso ya ininterrumpido que vendría después. Ese era también el sentimiento que por siglos otros peregrinos habían sentido desde este mismo lugar (el pasado le da carácter épico a cualquier circunstancia), la emoción de la cercanía del fin, teniendo la visión en miniatura de la Catedral en el horizonte. En estos minutos, ya todo eso me tenía trastocado el ánimo y no sabía cómo sentirme, no sabía si seguir avanzando o hacer una pausa más larga. Pero encima de todo ello, como una capa adicional de complejidad en mi cabeza, había un juego adicional de sentimientos en lo religioso. Había muy cerca de mí un grupo de hermanos, monjas y jóvenes franceses, que probablemente habían llegado poco antes y que estaban entonado unos cantos suaves dentro de la capilla. La música transmite mucho. El canto me transmitió mucho de ese sentimiento ambiguo respecto de mi relación con Dios y la religión y el catolicismo. Tal vez no le entregaría toda mi energía a la fe cristiana de la forma en que el grupo de franceses vivían ese momento, pero no puedo negar que la energía que yo recibía de ellos en ese pequeño espacio era algo tangible y que no había percibido hasta entonces en todo el camino. Creo que hasta esos momentos, con toda la complejidad y belleza natural y cultural que se aprecia en una aventura como esta, aún podía llamarla una experiencia personal, un viaje material por un nuevo lugar por conocer en el mundo. Pero ahí, luego de salir de la capilla, sentí una cercanía mayor con el misticismo que generan los ritos, los lugares, los momentos y las personas del catolicismo. Todo eso también estaba en mi mente. Y aunque no podía definir y expresar bien estos sentimientos que ebullían en mí, creo que todos los que estaban a mi alrededor también lo sentían y no necesitaba explicarlo. En fin, ese fue el momento más especial, tal vez de todo el recorrido, porque lo que vino después fue una entrada a la ciudad con toda la modernidad y cotidianidad que una aglomeración humana tiene. Después de descender del monte atravesamos un puente sobre una autopista de ocho carriles, observamos unos carteles de vecinos oponiéndose a un plan de desarrollo urbano (“Labacolla en revolucion. Este plan hay que cambialo. Asi non vale”), gente local caminando en camisa para entrar a un bar-café de su barrio, semáforos y cruces peatonales con un botón para solicitar la luz verde. Además un calor sofocante como no habíamos tenido en los últimos días (treinta y algo grados). Y también teníamos ya pocos peregrinos alrededor, porque habíamos retrasado mucho la llegada. Tal vez fue todo eso algo bueno porque me bajo de esa suerte de trance que me había generado la parada en el Monte do Gozo y me pude concentrar en simplemente caminar el último tramo para completar la tarea. Después de media hora de una ciudad que se volvía cada vez más antigua a medida que nos íbamos adentrando en ella, fueron apareciendo algunas vistas de las torres de la Catedral. En la guía del viaje había leído varios ritos al llegar a la Catedral de Santiago, pero, al llegar a ella, no parecía nada inmediatamente posible; había tanta gente en las cercanías de la plaza principal y ya solo podía ver peregrinos que caminaban en sentido contrario después de seguramente haber llegado a destino. La llegada entonces fueron unos últimos diez minutos de caminar entre las multitudes por unas calles sinuosas entre balcones y capillas hasta llegar por un costado a la Plaza de Obradoiro, buscar la sombra dentro de ella y voltear a observar lo alto de las torres que antes solo habíamos visto a lo lejos. Ya estábamos por fin, luego de más de cien kilómetros a pie, delante de esa famosa fachada barroca, en medio de esta plaza a la que tanta gente ha caminado a través de los siglos desde toda Europa y aún más lejos. Nuestro único rito fue darnos un abrazo, respirar y tomar unas fotos apuradas. Creo que no dijimos una sola palabra. No tratamos de entender por cuál de las cinco o seis puertas tratar de entrar a la Catedral o a qué hora era la siguiente misa de peregrinos. Solo nos quedamos ahí, en el suelo empedrado recuperándonos unos momentos mirando la fachada y esas escalinatas enrejadas. Creo que algunos turistas nos miraban, probablemente a esa hora de la tarde, cerca de las 6, ya no había tantos peregrinos llegando con toda su parafernalia. Alguna pareja se ofreció a tomarnos una foto. Sin poder ordenar todo lo que había pasado o todo lo que estábamos observando decidimos ir por lo burocrático, es decir, ir hacia la oficina de recepción del peregrino para recibir el último sello de todo el viaje y la Compostela, que es una forma de certificado que dan al concluir el Camino completando una cantidad de sellos y un mínimo de distancia. Fue tal vez un poco anticlimática la llegada, comparada con el momento que sentí en el Monte do Gozo. La verdad no sé lo que estaba esperando, Santiago es una ciudad grande, no es un pequeño pueblo rural. Quizás llegando más temprano esta llegada hubiera sido una experiencia más colectiva y efusiva. La nuestra, ya que llegamos más rezagados, fue una experiencia más personal,  nostálgica y silenciosa. 

 

Más tarde, luego de dejar la mochila y las cosas, después también de un baño, nos acercamos a la Catedral e hicimos el ritual de ver la tumba de Santiago y de dar un abrazo a su estatua que está en lo alto de la nave principal. Luego de nosotros en la cola para entrar se colocó el guardia de la catedral. No dejó entrar a nadie más, ya eran cerca de las nueve. En otras palabras, fuimos los últimos peregrinos que abrazaron al santo este día. Entonces, ¿fue esta una experiencia que ha cambiado mi vida como he escuchado a muchos decir? Dejaré esa pregunta para el día después, cuando escriba con unas horas más de perspectiva. Por ahora, queda solo tratar de calmar las piernas y el corazón.

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