Ya es el día siguiente y en unas horas tomaré un tren hacia Vigo y luego a Porto. Da pena no haber dado algo más de tiempo para explorar la ciudad de Santiago de Compostela. Especialmente el museo y los archivos de la Catedral tienen tanto que observar y leer (en YouTube hay un documental sobre el robo del Códice Calixtino de ese archivo hace unos pocos años). Hoy también por curiosidad pregunté en la oficina de recepción del peregrino si ahí se encontraba la sede de la Archicofradía de Santiago de Compostela (eso era lo que aparecía en Google Maps). Una voluntaria amablemente me llevó hasta el segundo piso del antiguo edificio y me presentó con la señora Susana Río, la actual secretaria general de la archicofradía. No tenía yo nada preparado pero le hablé de la investigación de mi doctorado y conversamos un buen rato sobre la historia y experiencia moderna de su organización. Me regaló algunos libros y revistas de la Archicofradía y también una versión impresa de sus estatutos, que fueron actualizados en 2005 — ahora es posible que menores de edad sean miembros de la archicofradía en calidad de aspirantes, según me dijo. Quisiera creer que le interesó el tema de mi investigación, pero probablemente su amabilidad y apertura fueran fruto más que todo de la histórica hospitalidad de esta ciudad hacia los peregrinos. Eso sí, cuando el motivo de la conversación es una tesis, nunca he encontrado a nadie que te diga que no a una pregunta o pedido. Ya siendo la despedida de aquí, hay una última pregunta, que he estado pensando en el último par de días. ¿Puedo decir que esta es una experiencia que ha cambiado mi vida? Se lo he oído decir a casi todos los que conozco o a quienes he leído que han hecho el Camino de Santiago (Paulo Coelho entre ellos). En principio, pienso que no, que hasta el momento he tenido mucha suerte (o muchas suertes) en la vida y que no siento que ahora quiera hacer un abrupto giro de timón para cambiar de rumbo. A decir verdad, no es que tampoco en mi vida haya un rumbo claro, sino más bien un “hacer camino al andar”. Pero nada de eso creo que cambie ahora por esta experiencia. Las conversaciones que tuve durante el Camino y todo lo que pude meditar por mi cuenta caminando fueron tal vez simplemente momentos de mayor contemplación sobre lo que hasta ahora he tenido en mi vida. En los lugares que he rezado, claro, he agradecido por lo que tengo y pedido por que vaya todo bien con mi familia y conmigo, tal vez tengo esperanza en que aquello sea oído. Creo que lo más novedoso en mi percepción de las cosas podría ser la apertura al universo de acciones y creencias del catolicismo que me voy a llevar de aquí. Ya había hablado de la religiosidad popular antes pero creo que esto que digo hoy va incluso más allá. Por ejemplo, esta mañana estuve en la misa de los peregrinos de las 9 am en la Catedral. La estructura de la misa era exactamente la misma a como la recuerdo en las misas a las que he ido desde niño. Por una parte lo malo, lo dudoso: esos recuerdos de aburrimiento y tedio respecto de las ceremonias (propios de alguien que, forzado por las circunstancias, estudió en un colegio católico) se conectan también con sentimientos de escepticismo cuando, por ejemplo, se hace el rito de tomarse el pecho y decir “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”, más aún cuando minutos después — esto lo había olvidado porque hacía mucho que no iba a misa — viene una fase en que el sacristán viene fila por fila a recibir las limosnas en un saquito de tela. Mi pensamiento no pudo dejar de volar hacia los números de esa recaudación económica aquí y en cualquier iglesia en Perú (sin contar con los pagos de quienes piden que la misa se dedique al alma de alguien). En esos momentos en que Lutero rondaba por la cabeza, pensaba también si acaso tienen razón esos estudios que plantean que en realidad el mito de Santiago se trató de una astuta movida política y económica de las autoridades eclesiásticas y de las noblezas del norte de la península ibérica en la época altomedieval y que en realidad no hubo un real descubrimiento de restos de Santiago que ahora estén guardados en la caja que visitamos ayer al llegar de la peregrinación. ¿Era posible creer en algo de lo que estaba pasando a mi alrededor en esos momentos? Pues, creo que sí era posible creer. Así llegué a esta conclusión: poco después, el sacerdote que oficiaba la misa presentó y compartió algunos ritos con los padres foráneos que habían liderado grupos de peregrinos llegados a Santiago de dos lugares: Mato Grosso do Sul en Brasil y Tenerife en España. Para ellos y sus grupos en el público fue un momento muy especial y para mí fue una evidencia bonita de la formación (o, más bien, la renovación) de una comunidad extendida como la que se vincula por su cristianismo y catolicismo. Eso me conmovió mucho. Luego, cuando se hizo el rito de la transubstanciación, ese momento en el que, de acuerdo a la fe católica, la hostia se vuelve literalmente el cuerpo de Cristo, ya no pude seguir pensando en el escepticismo acerca de ese supuesto misterio. Más bien, me envolvió la ola de fe y energía con que todos los presentes en la iglesia, quién sabe de cuántos países en el mundo, se inclinaban ante ese acto. Lo que estuve pensando en el resto de la misa y aún después cuando salí de la Catedral es que lo importante es la potencia de la energía que existe aquí. Si la hostia es el cuerpo de Cristo, quién sabe; si los que están aquí enterrados son los restos del mismísimo apóstol, quién sabe; si el camino de Santiago tiene un efecto transformador; pues quién sabe. Lo que sí es innegable para mí es la fuerza que tiene la energía concentrada en este lugar, una fuerza que se alimenta todos los días con los cientos de peregrinos que llegan cada uno con su propia motivación y esperanza. Eso acumulado a la larga historia de peregrinos que por siglos han llegado y han depositado su fe en esos rituales de llegada en este mismo espacio. Todo eso es una realidad palpable que he observado en esta ciudad. Una realidad de la que, además, también he sido parte. Ayer, con el apuro y la acumulación de pensamientos de la culminación de la caminata no me fijé en esto: por las calles están los turistas y están los peregrinos. Ayer no pensé en lo más obvio, esta es una ciudad a la que llegan decenas o cientos de miles de personas que no hacen la caminata, solo vienen a visitar la ciudad, que es impresionante. Entonces, ayer que caminábamos con nuestro atuendo de caminantes (los báculos, las zapatillas, la mochila, la vieira, el sombrero, etc.), éramos casi una parte del atractivo que los turistas vienen a ver. Recién pienso conscientemente en ello. Entiendo en este momento la especial amabilidad de la gente en la calle y hasta las fotos que creo que algunos me pareció que nos tomaban. En este espectáculo, real o performativo, nosotros también éramos protagonistas. Esto me hizo pensar en algo parecido a lo que son los bailarines en las fiestas de Paucartambo en Cusco (siempre regreso a esa fiesta). A los bailarines se les tiene un respeto especial cada que caminan por el pueblo en sus trajes. Nuestro atuendos de caminantes eran nuestros trajes. Esa suerte de magia estuvo con nosotros a la llegada al centro de la ciudad y en los momentos posteriores, cuando rodeábamos la Catedral, cuando nos paramos en la plaza principal. Desapareció cuando nos fuimos al albergue para tomar una ducha y cambiarnos. Hoy que camino en la plaza ya en modo turista, miro con mucha alegría las expresiones de sentimiento que tienen los peregrinos que llegan hoy a la Catedral. Ayer fue nuestro día, hoy es el día de ellos. Y esto se irá repitiendo una y otra vez, día tras día, peregrino a peregrino, no se sabe hasta cuándo.
Archivo por meses: agosto 2023
Camino de Santiago. Día 5. Santiago, Monte do Gozo, San Paio
El Camino llegó a su fin hoy. De O Pedrouzo a Santiago de Compostela, el último tramo del antiguo Camino Francés. Era otra vez un tramo corto, de 20 kilómetros (mi nuevo parámetro de la longitud de una caminata son los infames 29 kilómetros de Palas de Rei a Arzúa). Fuimos a un ritmo bien pausado, mirando más los bosques y los montes alrededor; intenté saborear más el momento como lo hice en el primer día. Es extraño decirlo, pero el acto de caminar por estos senderos rurales ya para este tramo se volvió una experiencia memorable en sí misma, que no está determinada solo por la cercanía al destino final. Después de todo, al destino final se puede llegar hasta en avión — esta etapa del Camino rodea el aeropuerto Rosalía de Castro, para seguir en dirección a Santiago. Parte del Camino eran ya uno que otro amigo con quienes el saludo ya no era solo un “Buen Camino”, sino un intercambio más cercano de reacciones y sentimientos. Especialmente recordaré a José María “Chema”, un andaluz que antes había hecho el Camino, pero que esta vez lo hacía con su hija. Y a Miguel, un madrileño que ha hecho el Camino del Norte, que se une al Francés en Arzúa, quien iba hablando de cuando en cuando por teléfono con una amiga suya que hace el Camino Portugués, con quien se encontrarán cuando lleguen simultáneamente a Santiago. También nos detuvimos en más lugares en esta etapa. Entramos a la Capilla de Santa Lucía en San Paio, donde se guarda — nos contó una voluntaria italiana — una reliquia de Santa Lucía, que es una santa que cuida de la vista. Paramos también en el riachuelo de Sionlla, donde por siglos los peregrinos paraban para mojarse y bañarse antes de comenzar la entrada hacia Santiago. Queríamos acumular la mayor cantidad de sellos posibles en el cartón del peregrino. También cualquier excusa era bienvenida para descansar la espalda y, por qué no, retrasar un poco el evento de la llegada. Y ya con la llegada cercana, alcanzamos el Monte do Gozo, uno de los lugares más esperados de toda la peregrinación, porque es desde donde a lo lejos por primera vez se puede ver Santiago y las dos torres de la Catedral. Aunque luego quedaba algo menos de una hora de caminata, ese fue tal vez el momento más especial de todo el recorrido para mí, especialmente al entrar a rezar a la pequeña Capilla de San Marcos que está en la cima del monte. No sé describir lo que en ese momento sentía, ni tampoco en ese momento podía entender lo que me sucedía. Era una mezcla de sentimientos muy intensos que rebalsaban mi mente. Principalmente estaba nostálgico porque ya faltaban solo algunos kilómetros. Ya en este momento, después de caminar varios días, había asumido y hecho mía la identidad del peregrino (esa que se sintió extraña cuando el primer día cogí el báculo y empecé a intentar entender para qué servía). Me daba pena ver que esa identidad se desvanezca. Pero también estaba feliz — o quizás, mejor dicho, ansioso — por ya terminar, por ya decir “listo, lo logré”. Caminar es duro, el tercer día fue un esfuerzo físico al que no estoy acostumbrado y, con los estragos de ese tramo, desde el Monte do Gozo se veía tan cerca la idea de experimentar ese momento de llegada y el descanso ya ininterrumpido que vendría después. Ese era también el sentimiento que por siglos otros peregrinos habían sentido desde este mismo lugar (el pasado le da carácter épico a cualquier circunstancia), la emoción de la cercanía del fin, teniendo la visión en miniatura de la Catedral en el horizonte. En estos minutos, ya todo eso me tenía trastocado el ánimo y no sabía cómo sentirme, no sabía si seguir avanzando o hacer una pausa más larga. Pero encima de todo ello, como una capa adicional de complejidad en mi cabeza, había un juego adicional de sentimientos en lo religioso. Había muy cerca de mí un grupo de hermanos, monjas y jóvenes franceses, que probablemente habían llegado poco antes y que estaban entonado unos cantos suaves dentro de la capilla. La música transmite mucho. El canto me transmitió mucho de ese sentimiento ambiguo respecto de mi relación con Dios y la religión y el catolicismo. Tal vez no le entregaría toda mi energía a la fe cristiana de la forma en que el grupo de franceses vivían ese momento, pero no puedo negar que la energía que yo recibía de ellos en ese pequeño espacio era algo tangible y que no había percibido hasta entonces en todo el camino. Creo que hasta esos momentos, con toda la complejidad y belleza natural y cultural que se aprecia en una aventura como esta, aún podía llamarla una experiencia personal, un viaje material por un nuevo lugar por conocer en el mundo. Pero ahí, luego de salir de la capilla, sentí una cercanía mayor con el misticismo que generan los ritos, los lugares, los momentos y las personas del catolicismo. Todo eso también estaba en mi mente. Y aunque no podía definir y expresar bien estos sentimientos que ebullían en mí, creo que todos los que estaban a mi alrededor también lo sentían y no necesitaba explicarlo. En fin, ese fue el momento más especial, tal vez de todo el recorrido, porque lo que vino después fue una entrada a la ciudad con toda la modernidad y cotidianidad que una aglomeración humana tiene. Después de descender del monte atravesamos un puente sobre una autopista de ocho carriles, observamos unos carteles de vecinos oponiéndose a un plan de desarrollo urbano (“Labacolla en revolucion. Este plan hay que cambialo. Asi non vale”), gente local caminando en camisa para entrar a un bar-café de su barrio, semáforos y cruces peatonales con un botón para solicitar la luz verde. Además un calor sofocante como no habíamos tenido en los últimos días (treinta y algo grados). Y también teníamos ya pocos peregrinos alrededor, porque habíamos retrasado mucho la llegada. Tal vez fue todo eso algo bueno porque me bajo de esa suerte de trance que me había generado la parada en el Monte do Gozo y me pude concentrar en simplemente caminar el último tramo para completar la tarea. Después de media hora de una ciudad que se volvía cada vez más antigua a medida que nos íbamos adentrando en ella, fueron apareciendo algunas vistas de las torres de la Catedral. En la guía del viaje había leído varios ritos al llegar a la Catedral de Santiago, pero, al llegar a ella, no parecía nada inmediatamente posible; había tanta gente en las cercanías de la plaza principal y ya solo podía ver peregrinos que caminaban en sentido contrario después de seguramente haber llegado a destino. La llegada entonces fueron unos últimos diez minutos de caminar entre las multitudes por unas calles sinuosas entre balcones y capillas hasta llegar por un costado a la Plaza de Obradoiro, buscar la sombra dentro de ella y voltear a observar lo alto de las torres que antes solo habíamos visto a lo lejos. Ya estábamos por fin, luego de más de cien kilómetros a pie, delante de esa famosa fachada barroca, en medio de esta plaza a la que tanta gente ha caminado a través de los siglos desde toda Europa y aún más lejos. Nuestro único rito fue darnos un abrazo, respirar y tomar unas fotos apuradas. Creo que no dijimos una sola palabra. No tratamos de entender por cuál de las cinco o seis puertas tratar de entrar a la Catedral o a qué hora era la siguiente misa de peregrinos. Solo nos quedamos ahí, en el suelo empedrado recuperándonos unos momentos mirando la fachada y esas escalinatas enrejadas. Creo que algunos turistas nos miraban, probablemente a esa hora de la tarde, cerca de las 6, ya no había tantos peregrinos llegando con toda su parafernalia. Alguna pareja se ofreció a tomarnos una foto. Sin poder ordenar todo lo que había pasado o todo lo que estábamos observando decidimos ir por lo burocrático, es decir, ir hacia la oficina de recepción del peregrino para recibir el último sello de todo el viaje y la Compostela, que es una forma de certificado que dan al concluir el Camino completando una cantidad de sellos y un mínimo de distancia. Fue tal vez un poco anticlimática la llegada, comparada con el momento que sentí en el Monte do Gozo. La verdad no sé lo que estaba esperando, Santiago es una ciudad grande, no es un pequeño pueblo rural. Quizás llegando más temprano esta llegada hubiera sido una experiencia más colectiva y efusiva. La nuestra, ya que llegamos más rezagados, fue una experiencia más personal, nostálgica y silenciosa.
Más tarde, luego de dejar la mochila y las cosas, después también de un baño, nos acercamos a la Catedral e hicimos el ritual de ver la tumba de Santiago y de dar un abrazo a su estatua que está en lo alto de la nave principal. Luego de nosotros en la cola para entrar se colocó el guardia de la catedral. No dejó entrar a nadie más, ya eran cerca de las nueve. En otras palabras, fuimos los últimos peregrinos que abrazaron al santo este día. Entonces, ¿fue esta una experiencia que ha cambiado mi vida como he escuchado a muchos decir? Dejaré esa pregunta para el día después, cuando escriba con unas horas más de perspectiva. Por ahora, queda solo tratar de calmar las piernas y el corazón.
Camino de Santiago. Día 4. O Pedrouzo, A Salceda
La de hoy fue una etapa corta, poco más de 19 kilómetros. La gran dificultad fueron los estragos físicos del día anterior, ese al que llaman “el rompepiernas”. El albergue en el que estuvimos anoche tenía tantos caminantes curándose heridas, poniéndose ungüentos, cubriéndose con vendas, que ahora entiendo por qué antiguamente había tantos hospitales de peregrinos en muchos puntos del Camino. Mis piernas y mi espalda también estaban muy adoloridas y este es el día en que desde el inicio se sintió como una peregrinación y no como una caminata lúdica para observar el paisaje gallego. Pero como el día anterior, no voy en ello solo. Son tantos los que caminan juntos, especialmente desde Arzúa, que es donde se cruzan el Camino del Norte y el Camino Francés. ¿Por qué caminan? ¿Cuál es la motivación de cada uno? Sería muy interesante escuchar las respuestas a esas preguntas de cada peregrino. Escucho que algunos se preguntan eso entre sí. Pero me da la impresión de que sería una pregunta muy personal para muchos. ¿Por qué hice yo el Camino de Santiago? En eso estuve pensando hoy, especialmente en los momentos en que la mochila se sentía más pesada. El nombre empezó a aparecer en el último par de años en que empecé a leer sobre historia colonial española y sobre historia moderna europea. La referencia extraña al Camino de Santiago aparecía en muchos momentos, a pesar de estarse hablando de algún lugar en Francia o Italia. ¿No que Santiago de Compostela estaba al oeste de la península ibérica? Luego, alguien en alguna de las infinitas llamadas zoom que tuve en tiempo de pandemia mencionó que se conectaba desde Santiago de Compostela y recuerdo tratar de ver cómo se veía la ciudad desde Google Maps y especialmente desde Google Street. Finalmente, hace algunos meses me encontré de nuevo con un amigo de Cusco al que llamamos “Pires” (por el parecido no el jugador del Arsenal de la técnica que tenían con el balón de fútbol). Era psicólogo, ahora también es filósofo. Y en la conversación sobre amigos, libros, proyectos, experiencias e ideas, que por momentos estaba a punto de irse hacia cuestiones metafísicas, llegamos al tema del Camino de Santiago: religioso, espiritual, físico, aparentemente se trataba de una experiencia única y ahí me convencí que debía de hacerlo. Pero debo decir, más que espiritual (como hablando de encontrarse a sí mismo) o físico (como hablando de los que disfrutan de desafiar a su cuerpo con esfuerzos físicos extremos), mi motivación principal para este viaje ha sido la religiosa, la católica. No creo que yo sea un ferviente católico. Hasta hace algunos años tal vez me habría sido incluso indiferente llamarme católico o agnóstico. Pero después de leer más en los últimos tiempos sobre la historia del mundo medieval y moderno temprano, no pude dejar de ver cuánto la religión está imbricada en la sociedad cuando uno quiere estudiar cualquier elemento cultural del pasado, especialmente cuando se trata de la historia del derecho. No se puede entender la historia del derecho en occidente sin tener nociones claras de las instituciones de la iglesia católica y su evolución. Eso me hizo prestar más atención a la formación católica forzosa que tuve de niño y joven. La Biblia, una de las principales fuentes del credo catolico, del derecho canónico y del derecho en general, es para mí un documento masomenos familiar. Pero no solo eso. Al leer sobre historia social latinoamericana, he puesto mucho más atención en lo que se llama “la religiosidad popular”: las fiestas costumbristas, las hermandades y cofradías, los cultos a las reliquias, las creencias heredadas de la familia, la apreciación de la arquitectura religiosa (y la economía generada alrededor de todo esto), esa religiosidad que a veces concuerda con la religiosidad oficial, pero que en muchos casos se aparta y hasta la contradice. Tal vez el espacio en que más cuenta me di de estas interacciones (y, por tanto, me reconcilié con mi ser católico) fue al ir a la fiesta de Paucartambo, el lugar perfecto para explorar el interés cultural que puede generar la religiosidad popular. Ahí (donde he estado varios años seguidos gracias a Sven, un gran amigo que viene de una familia tradicional paucartambina) hasta para el más ateo es difícil escaparse del cariño a la Virgen del Carmen. Bueno, volviendo a la península ibérica, la mejor palabra que encuentro para describir la peregrinación a Santiago de Compostela es “religiosidad popular”. Las conchitas, las espadas de Santiago, las flechas amarillas, el saludo de “buen camino”, los albergues (por teléfono y en Booking.com), la venta de báculos para ayudar la caminata, el pulpo gallego, los hórreos, el icono del Camino y del apóstol Santiago que se ve en los polos, mochilas y sombreros, y las promesas que cada peregrino ha hecho al venir. Es la religión católica, sí, la gente está caminando hacia un templo cristiano donde la tradición ubica los restos de uno de los discípulos del mismísimo Jesús. Pero el Camino representa mucho también otros elementos culturales para los que vienen a realizar la ruta. O, puesto de otro modo, la gente, los peregrinos se han apropiado de la leyenda de Santiago y la han convertido en una experiencia contemporánea, un episodio memorable de la vida civil de muchos. Luego de terminar la travesía, no compartirán este viaje con el párroco de su ciudad, lo harán con sus amigos y colegas y se reproducirá este fenómeno cultural que escapa de lo puramente religioso. Pues creo que por eso he caminado estos días. Para observar y ser parte de esa experiencia cultural en parte católica y en parte uber-católica. Por eso, mañana será un momento emotivo la llegada hasta la Catedral de Santiago de Compostela.
Camino de Santiago. Día 3. Arzúa, O Coto, Melide
El viaje de hoy comenzó mejor que los días anteriores. Al menos había gente en el sendero durante la mayor parte de la caminata; salimos temprano esta vez. Y observar a la gente es todo un arte de mnemotecnia. Poco a poco vas recordando a quienes adelantaste o a quienes te adelantaron. Una pareja con la hija que pone piedritas en cada señal de kilómetro, la pareja que lleva un chihuahueño, el grupo de joven italianos boyscouts, la señora holandesa que camina lento pero seguro. A algunos los hemos ido perdiendo en el camino, a algunos los hemos estado descubriendo entre ayer y hoy. Caminar entre tanta gente hizo que se sintiera una real peregrinación, todos comparten la determinación de caminar, pero cada uno por sus propias motivaciones; algunos — me emociona pensar en ello — por una promesa que le hicieron a alguien. Por eso, todos se saludan, tienen una buena disposición para ayudarse y conocer a gente nueva, y portan de manera muy ostensible alguna forma de concha, que es el símbolo de los peregrinos de Santiago. El Camino comenzó bien también porque en su mayor parte no discurría al lado de una carretera de autos. Imagino que muchas de las rutas que los peregrinos tomaban en décadas y siglos pasados, con el tiempo de manera natural se volvieron la ruta de los automóviles. Para conservar la peregrinación por los caminos originales, en algunos momentos hay que seguir la ruta al lado de una pista. A veces también aparecen caminos alternativos, probablemente no los originales, pero eso sí, alejados de la autopista. En este tramo, hubo menos de eso, los senderos eran por caminos peatonales flanqueados por muros de piedra o árboles; vi muchos eucaliptos en los senderos (pensé que ese árbol solo aparecía en los Andes).En cierto momento del camino llegamos a un grupo de casas donde había un café-bar llamado “Campanilla”. Debe haber sido hacia las once de la mañana. Ahí paramos a comer una hamburguesa y un vino, que es lo que único que tomo en estos días. Miré la guía y me decía que el lugar en donde estábamos, “O Coto”, era el primer punto en que tocábamos la provincia de A Coruña, en castellano, La Coruña. Todos los días anteriores, desde nuestra llegada a Sarria, habíamos estado en otra provincia de Galicia: Lugo. No había caído en cuenta que en algún momento nos tendríamos que mover a otra provincia, donde se encontrará también Santiago de Compostela, y que esa provincia era La Coruña. La Coruña no es un nombre desconocido para mí debido a lo aficionado que era al fútbol cuando era un colegial. En esos tiempos, del Barcelona de Rivaldo y el Real Madrid de Raúl, había un equipo que les hacía batalla, como tal vez lo hace hoy el Atlético de Madrid. Ese era el Deportivo La Coruña. Recuerdo a Alvaro Luque, a Diego Tristán, a Roy Makaay. Mi hermano Alvaro se volvió incluso hincha de ese equipo, alguien le regaló esa camiseta de rayas celestes y blancas, tal vez ganaron La Liga en esos primeros años de los dos mil. Pues, veinte años después, aquí estaba yo poniendo un pie por primera vez en la provincia de La Coruña. Y aquí me voy a quedar por unos días porque todavía me queda harto Camino por recorrer. Al decidir sobre el viaje, simplemente tomamos la ruta del Camino Francés en sus últimas cinco etapas. Entonces hoy teníamos que llegar necesariamente a Arzúa, a 28.8 kilómetros de Palas de Rei. El punto medio, que, en un plan mejor pensado, hubiera sido la llegada de una etapa adicional más razonable, era Melide. Ahí Jorge, el presidente de la asociación de amigos del Camino en Sarria, nos recomendó que fuéramos a una pulpería llamada A Garnacha. En este viaje en que nuestra guía han sido las recomendaciones verbales de la gente, aquí nuestra parada técnica fue también un rotundo éxito culinario. Probamos el “Pulpo Gallego”. Una suerte de pulpo al olivo, como lo conocemos en Perú, pero con algunos toques adicionales de un polvito rojo y tal vez algo más que mi limitado vocabulario de persona que no sabe cocinar no puede describir. En fin, otro manjar que añado a la lista de platillos que describí en el anterior texto y que me hacen pensar que la comida peruana está emparentada con la cocina española mucho más de lo que inicialmente pensé. Hubo que volver a la realidad después de esto porque Melide era solamente la mitad del camino, faltaba la otra mitad. Esta vez, que no estábamos solos sino cerca a distintos grupos que también tenían propuesto llegar a Arzúa, lo desafiante no fue lo psicológico, sino lo físico. El trayecto fue extenuantemente largo y con muchas subidas pronunciadas. No ayudaba que no hubiera una sola nube en todo el cielo, ni una sola. En cierto momento fui consciente de cómo el camino en el último tramo fue una cuestión de subir y bajar tres cerros cubiertos por algunos bosques; no era más que eso, ese extraño ciclo de descender feliz hasta encontrar un bonito puente medieval para luego subir sufridamente las faldas de un nuevo cerro, teniendo con suerte algo de bosque para protegerse del sol. La entrada a Arzúa no fue mucho mejor. Justo lo que más se odia en el viaje, un sendero que va al lado de una autopista que conecta casas esporádicas y algún grifo. Visto de otra manera, era como una caminata cualquiera en una típica ciudad estadounidense. Todo este drama nos tomó casi exactamente ocho horas y media. Solo espero tomar un buen baño, descansar un poco y luego tratar de encontrar un buen pulpo gallego en alguna parte de Arzúa.
Camino de Santiago. Día 2. Palas de Rei, Toxibo, Ventas de Narón
Una vez más, debemos haber sido los últimos peregrinos en salir de Portomarín. En alimentos no escatimamos y, como es costumbre, tomamos un buen desayuno, esta vez no solo por la cantidad sino por el sabor: un jamón curado en una cubierta de tomate y café con leche. Sí que se come muy bien en este pueblo (¿en general en toda España?). El Restaurant Pérez, nombre muy original, es también una pensión para peregrinos. Ya nos lo habían recomendado desde Sarria y no había cómo pasarlo por alto pues el check in al albergue se hace en el mismo restaurant. Anoche comí ahí un Caldo Gallego, una Ternera Estofada, Natillas de postre y una copa de Rioja para tomar. Épico. No puedo dejar de pensar en esos platillos. Tal vez será más interesante esta bitácora si empiezo a hablar de culinaria española en lugar de derecho. Ya voy más de un mes de viaje en Europa y lo que comí en este pueblo está al menos en el podio de ganadores (junto con los salmones de Estocolmo y los mercados de comida de Helsinki). En fin, salimos últimos a caminar, pero con el estómago feliz. Ya en el Camino, seguí utilizando un pdf en mi celular que contiene una crónica hecha por alguien en la página “Camino de Santiago” de la Fundación Eroski. Es un relato que te va llevando por los hitos principales de cada tramo. En un trayecto tan largo como estos, te encuentras con esos hitos cada media hora o cada hora. No podrías describir cada edificio, puente o cuesta. Quien lo haya escrito tuvo fina pluma para combinar una descripción detallada del Camino y una pizca de storytelling y humor. En el tramo de ayer y en el de hoy, de cuando en cuando, la guía sugería echar una mirada a los “hórreos” al costado del Camino. ¿Qué son los hórreos? El resultado de la rápida búsqueda Google que hice hablaba de una especie de graneros sobre cuatro columnas que no me quedó muy claro qué eran. Entonces, al caminar cuando veía cualquier construcción grande en forma de depósito pensaba “esos deben ser los hórreos”, graneros cuadrados. De otra parte, lo que no veía explicado en la guía era un tipo de construcción que había visto desde ayer, una suerte de alacena de piedra, con rejas de madera (ladrillo en otros casos), construida sobre unos pilotes de piedra. Lo más llamativo es que llevaba — en el caso de los ejemplares más grandes — una cruz en su techo a dos aguas. Una belleza de algún modo misteriosa porque no sabía qué exactamente eran, qué función cumplían, si eran una forma de jaula de pájaros o tal vez una forma de altar religioso familiar al estilo Shinto. Ya fue por la mitad del trayecto cuando vi lo que aparece en la foto y se me ocurrió que estos objetos desconocidos podían ser este tipo de graneros llamados “hórreos”. Era tan obvio y no me había dado cuenta antes. No eran cualquier construcción, tenían un ornamento especial y muchos eran de piedra muy antigua. Tenía sentido que aparecieran en la guía. De ahí para adelante no dejé de buscarlos, observarlos y fotografiarlos en cada pueblo o caserío. Algo haré algún día con esta colección. Aparentemente tienen protección como patrimonio material en España y el tipo que ví son los hórreos típicos de Galicia. En Asturias, Cantabria y Navarra son algo diferentes. También existen algunos en León. Hace un tiempo Adriana Scaletti me enseñó lo que era una “espadaña” cuando vimos una en la iglesia de Huaro, en Cusco. Me pregunto si ella sabe de los hórreos, sería interesante por una vez hablarle de algo que no haya estudiado con detalle ella o los amigos del grupo Patrimonio Arquitectónico de la PUCP. Uno de esos lugares en que había un hórreo era Ventas de Narón, ubicado en una de las partes más altas de todo el trayecto. Ahí paramos a eso de las tres de la tarde para comer un almuerzo que fuimos retrasando cada vez tratando de hacer un pequeño esfuerzo más. No sé si este pueblo (o, más bien, grupo de casas) está todavía dentro de la jurisdicción de Portomarín, pero, a juzgar por la comida, debemos estar en el mismo municipio. Del menú para el día, escogí una Empanada Gallega como entrada, Merluza de plato de fondo y, otra vez, Natilla de postre. Y venía con una bebida a escoger. Al pedir vino la mesera me trajo una copa y una botella de vino local, de la provincia de Lugo, una botella casi llena entrecerrada con un corcho. Me quedé en la duda. ¿Vendría la chica a servirme en unos momentos o podría servirme lo que quisiera? Espere a que pase cerca para ver si lo hacía y no me sirvió. No pareció querer recoger la botella tampoco. Entonces ese fue mi momento, me tomé 2 copas y media con el almuerzo y ya no quise aumentarme porque la gente en otras mesas ya empieza a ser algo familiar, hemos caminado juntos. Fue un gran almuerzo, nada combina mejor con la comida que el vino. Eso tomaba la gente en estas rutas en el medioevo, eso quiero creer. La última parte del trayecto fue dura, otra vez no tanto por el esfuerzo físico, sino porque por la hora ya casi no había gente atrás o delante de nosotros. Los pocos grupos con los que habíamos coincidido al mismo ritmo en el día anterior se quedaron aparentemente en albergues de Ventas de Narón. Llegamos a las 6 y 12 a Palas de Rei, más de 8 horas después de haber salido de Portomarín. Esta vez es un albergue que no aparecía en Booking.com, en el que solo reservamos por teléfono. Está en la misma plaza del pueblo y acá me encuentro escribiendo antes de salir a dar una probada a la comida local. Palas de Rei parece más grande que Portomarín pero algo menos que Sarria. Es viernes y los locales y peregrinos están en los parques y plazas, hablando muy fuerte y cantando. La experiencia del Camino han sido también estas tarde-noches en las terrazas de los bares-cafe.
Camino de Santiago. Día 1. Portomarín, A Brea
¿Cuándo exactamente comienza el viaje del Camino de Santiago? ¿Al salir del hotel (que se encuentra en el mismo trayecto del Camino)? ¿Al terminar el desayuno en el Bar de la Escalinata (donde también toma desayuno el señor Jorge, presidente de la asociación de amigos del Camino en Sarria, quien es también cofrade mayor de la cofradía de peregrinos de Santiago de Chile y que tiene en su oficina una foto con el rey de España poniendo cara seria a las tres o cuatro palabras que le dirigió en el apretón de manos)? ¿Comienza acaso en esa curva hacia la izquierda cerca al convento para enfilar hacia el cementerio y salir del pueblo? Por momentos pienso que comenzó en el Decathlon de San Sebastián de los Reyes en Madrid, donde compramos los implementos necesarios para senderistas novatos como nosotros. Tal vez voy a decir que comenzó cuando nos pusieron el primer sello en la libreta del peregrino que nos dieron en la oficina de turismo de Sarria. Estos sellos, que te ponen en cada hotel, iglesia, restaurant o tienda, me han dado la vida; serán un diploma, un archivo y un relicario. Se han convertido en una búsqueda en miniatura de reliquias medievales o también podría decir que en una forma de búsqueda épica de medallas pokemon en el mundo real. En Sarria nos pusieron el sello en la oficina de turismo, en el hotel, en el Bar de la Escalinata y en la tienda de la esquina en que compré el libro de Manuel Garrido sobre la historia del Camino de Santiago. Pues bien, ¿qué puedo decir de la caminata? Bueno, la caminata ha sido mucho más de lo que esperaba. Para empezar, no me aburrí como creía que lo haría. Había tanto que observar, los campos, los arroyos, los molinos de viento, las construcciones de piedra, la gente pasar (todos nos rebasaban, nosotros adelantamos a muy pocos). También los árboles de fruta en el camino. Con el peligro de convertir esta bitácora en un ensayo jurídico, esta vez estuvo en mi cabeza el Edicto 57 de Ulpiano (D.47.10.13.7), es decir, aquello que puedes o no poseer en el campo. Vas caminando y encuentras al costado del camino unas manzanas que cayeron de un árbol. El árbol está al borde de las parcelas agrícolas que cubren todo el paisaje, hacen las veces de un lindero de esa propiedad. Pero las manzanas, muchas de ellas cayeron al costado del camino. Es por lo visto temporada de frutas, temporada de manzanas en esta zona de Galicia. Me pregunto si el propietario de la finca puso los manzanos a propósito en el borde, para que los peregrinos puedan recoger algunas frutas al pasar o, si aquellos son más tímidos, tomar las que han caído al suelo. Ese propietario sería uno que disfruta vivir en esta zona del mundo. O tal vez el dueño de la finca está totalmente cansado de que los peregrinos, turistas despistados la mayoría de ellos, tome sin ningún permiso manzanas de sus árboles. También es posible. Entonces, ¿puedo recoger una de las manzanas que está en el piso para comerla un poco más tarde cuando esté con hambre? ¿Hasta dónde llega el derecho del dueño de estos campos al borde del Camino? Este que me rodea es un mundo rural como era la mayor parte del mundo entero hasta entrado el siglo XX. En ese mundo, los límites de las fincas eran más fluidos y grises que lo que tenemos (o queremos creer que tenemos) hoy. Desde la antigüedad romana, el terreno rural no era un polígono infranqueable. Uno podía “invadir” el terreno ajeno para ir en caza de animales salvajes, para ir a recuperar abejas escapadas, para buscar tesoros. Esa prerrogativa, claro, se limitaba cuando el terreno estaba cercado o cultivado, o ambas cosas. También cuando el dueño establecía prohibiciones expresas de entrar en sus terrenos. Son reglas en realidad de sentido común. Aunque tal vez el sentido común del que hablo haya sido construido en base a estas reglas que son tan antiguas que no recordamos de dónde vienen. Lo cierto es que en estas horas de caminar desde Sarria a Portomarín he visto un sinfín de formas en que estas intenciones de excluir se manifiestan. Algunas son cercas de piedra, algunos son alambres de púas, otros son solo pequeños mojones o cordeles de color verde o azul. Algunas parcelas solo tienen a su alrededor un tipo de planta que, como las rosas, tienen unos pequeños espinos en sus tallos; tres se me clavaron debajo de la rodilla ya cerca de llegar al destino. Algunos, interesantemente, no tenían ningún tipo de señal que impidiera el paso al terreno privado, pero la casa de campo estaba lo suficientemente cerca como para hacer sentir los ojos inquisidores de los propietarios. Algunos pocos lugares parecían no pertenecer a nadie, esos eran la excepción. Esa ruralidad idílica en que hay muchos terrenos del común y donde muchas veces no es claro si uno está caminando dentro de los límites de una parcela privada no existe por aquí. Todo está delimitado, mal que bien. La agricultura, aunque de pequeña escala, parece tecnificada. Y hasta los perros tienen correas con sus nombres y su dirección. Los paisajes y la experiencia de caminar de manera deliberada son nuevos y hermosos para mí. Pero no lo es la ruralidad. Los campos de maíz me recuerdan a Andahuaylillas, las vistas y olores de las vacas me recuerdan a Urubamba, hasta los bosques de pinos se parecen a Qenqo. Me pongo a pensar en que sería tan fácil generar un recorrido como este Camino tomando el Qapaq Ñan en Perú, ¿acaso alguien ya lo está haciendo? Con todo lo maravilloso que fue el camino en la mañana, en la tarde después de almorzar fue atemorizante, no por el desafío físico sino por el psicológico: me pareció tan preocupante no haber llegado ni siquiera a la mitad del trayecto a pesar de haber pasado tantas horas. Fue todo más tranquilo cuando encontramos tres grupos con los que empezamos a intercambiar sobrepasos hacia las tres o cuatro de la tarde. En cierto momento, al atravesar el bosque que se parecía a Qenqo, apareció de pronto una vista hacia lo lejos donde, después de una quebrada, se veían las casas blancas y techos grises de Portomarín, nuestro destino para este primer día de caminar. Con la perspectiva de la llegada, ya fue muy sencillo completar el trayecto; el físico, después de todo, no fue mayor problema. 22.5 kilómetros en 7 horas, un ritmo seguramente mediocre pero al menos he vivido para contabilizarlo. Al final, por cierto, recogí la manzana y esta me salvó porque a las 12 del día me dio un hambre brutal que me quitó todas las fuerzas, hambre que solo con la manzana pude distraer hasta encontrar una posada llamada “Mirador da Brea”. Opinión políticamente incorrecta: no sé cómo diferenciar el Gallego del Portuñol.
Camino de Santiago. Día 0. Zamora y Sarria
Hoy el viaje comenzó en Alcobendas, Madrid y terminó en Sarria, municipio de Galicia. Pero por las suertes del destino (o de la fe), la parada que hizo el tren que nos trajo desde Madrid fue en la comunidad de Castilla y León; específicamente en Zamora. No pudimos bajar, ni ver tanto de las ciudades y pueblos de la zona, solo lo que la velocidad del AVE de RENFE dejaba apreciar. Pero igual me sentí testigo de esos campos interminables de la España profunda, rociados de uno que otro pueblo organizado alrededor de su iglesia o los restos de su castillo medieval. ¿Cuáles campos, si no estos, eran los que recorría el Quijote? Es un lugar común pero no podía dejar de pensar en eso al observar por la ventana. Y como testigo que fui, estuve pensando también en todo momento en el mayor testigo que observó estos mismos campos hace algunas décadas: Arguedas. Trabajando su tesis doctoral en antropología en la facultad de letras de la Universidad San Marcos, Arguedas ganó una beca de la UNESCO y vino por algunos meses a España. Visitó Zamora y pasó un tiempo en los pueblos de Bermillo de Sayago y Muga de Sayago, todo ello con el propósito de hacer una etnografía de las comunidades rurales de España y compararlas con las comunidades que él había estudiado en la sierra central peruana. Su obra se encuentra en un libro insuficientemente conocido que desencajaba, a la vez, las superficiales percepciones que tenían sobre él gente como Mario Vargas Llosa y las tendencias de la disciplina de la antropología de su tiempo. En fin, fueron sólo algunos minutos de observar desde el tren, mientras repasaba desordenadamente fragmentos del libro que tenía guardados en mi nube. No deja de ser extraño que el día cero del Camino de Santiago me haya traído al patio trasero de España que hace algunos años quería visitar. Tal vez en otro viaje pueda alquilar un coche y manejar por estos pequeños pueblos (sé, por un grupo de Facebook local, que se recuerda mucho aún a Arguedas en Bermillo de Sayago). Luego de esto vino una travesía por una zona más montañosa, donde las rieles iban alternando su paso por puentes y por larguísimos túneles. Era el paso de Castilla y León a Galicia. Era también la frontera con Portugal, a la que el tren parecía acercarse peligrosamente pero nunca finalmente decidirse a tocar. El libro que vino a mi mente esta vez fue naturalmente Fronteras de Posesión. Ese borde totalmente definido en mi aplicación de Google Maps del celular, por tantos siglos había estado en permanente negociación. No a través de documentos reales o tratados (como el firmado en Tordesillas, un lugar muy cercano a la ruta de este tren), sino a través de las acciones de monjes, granjeros, misioneros o funcionarios locales. ¿Habrá tenido Tamar Herzog archivos sobre disputas o acciones sobre tierras en Ourense? ¿En Nava del Rey? ¿En Puebla de Sanabria? ¿En Toro? Tendré que revisar eso cuando vuelva a tener el libro a la mano. Pero es nuevamente increíble pensar que estoy atravesando estas zonas y que los campos de cultivo que observo puedan haber sido parte de esas disputas. La historia es bien textual, en su producción y su forma de comunicación. Pero tiene algo tan especial localizar geográficamente lo sucedido, que parece como si este fuera un viaje por un parque de diversiones. Al fin, llegué a Sarria, un pueblo más grande de lo que imaginé, donde se puede comer una interesante paella y encontrar un libro de Alianza Editorial, tamaño de bolsillo, sobre la historia del Camino de Santiago (Manuel Garrido). En la gente se siente un sentido de colectividad, la gente se saluda en la calle. No los locales, sino los visitantes, los peregrinos. Acaso, al leer tanto sobre el camino, tienen la idea de que cualquier conversación que tengan podría llegar a ser el recuerdo más memorable de su viaje. Me dio pena no continuar la conversación con el señor que en la barra de la pulpería empezó a hablar de la cocina peruana y de las veces que visitó Lima. Igual hay mucho camino por recorrer, 112 kilómetros exactamente. Ya sentí por lo pronto un sentido de trascendencia profundo al entrar a rezar a la capilla del Monasterio de la Magdalena. Hay algo más grande pasando alrededor, estoy empezando a ver las señales. Veremos de qué se trata.