Sofía Echea

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Le ayudé a cubrirse con su abrigo, uno de un tejido particular que desde la prehistoria escuché llamar tanaco, oiga usted señor diccionario. Oiga usted señor taxista también le dije, nos lleva por favor acá a una cuadra del paradero de magisterio, dando una vuelta por José Gabriel Cossio. 2 soles después descendimos del tico y toqué por ella el timbre de la casa con forma premeditada de rostro. Desde la boca nos habló la señora chusa. Qué cara de zanahoria que tenía realmente. Y yo que algunas veces creía que eran alucinaciones residuales de los narcóticos que me rondaban, esos que toma uno ocho horas diarias. Mientras duraba el te de las seis de la tarde yo me iba a caminar por el barrio, a cruzar quizás la avenida de la cultura a engañar a niños enviciados y a ganar un poco de dinero ilegal en las reglas del juego, legal en las reglas del comerciante, se notaban desde entonces los negocios que eventualmente haríamos en familia. Ocho en punto, sin embargo, yo estaba en la puerta del 263 de la calle Clorinda Matto ya con un taxi detenido y presto a dar la mano y viajar el minuto y medio que nos tomaba a casa. Solamente al llegar es que se me ocurrió preguntar como quien tiene compasión y a la vez autosuficiencia de saber que lo externo está viciado y rendido, que qué era lo que hacen todas las señoras todas las tardes en sus tes. Pues tomar te -me respondió-, y rajar de medio mundo…

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