Fábrica Arturo Field
A diferencia de lo que ocurrió en otras ciudades latinoamericanas (como México, Buenos Aires o Sao Paulo), la industria limeña no tuvo una implantación masiva ni de gran proyección. Esto se debió, básicamente, como sostiene Wiley Ludeña, al carácter dependiente del proceso de industrialización del Perú y su debilidad para constituirse en un factor de desarrollo estructural. Se trató de una industria ligera y mediana de bienes de consumo (tejidos, alimentos y bebidas, etc.); no produjo bienes de capital ni otras industrias.
El siglo XIX.- La primera señal de “industrialización” se dio a mediados de esta centuria, durante el primer gobierno de Castilla. En aquel momento, a finales de la década de 1840, algunos hombres de negocios trataron de aprovechar el renacimiento del mercado de consumidores de la capital. El precursor fue el mercader Jorge Moreto, quien abrió una fábrica de cristalería y utensilios en 1841; luego, los hermanos Bossio la revivieron en 1847, la mudaron al Callao y ampliaron la gama de productos e, incluso, contrataron administradores europeos para llevar adelante el negocio. José de Sarratea, hacendado y sobreviviente de las guerras de Independencia, incursionó en la industria de la seda con la importación de máquinas a vapor. También fue abierta una fábrica de papel por los propietarios del diario El Comercio, Manuel de Amunátegui y Alejandro Villota, quienes invirtieron unos 50 mil dólares en maquinaria importada. Otro empresario, Eugenio Rosell, abrió una fábrica de velas y una amplia gama de productos derivados de la ballena. Incluso, el mismo gobierno de Castilla invirtió en la fundición naval de Bellavista (1846), perteneciente a la Escuela Naval, que debía preparar mecánicos para la empresa privada y mantenerse mediante contratos con particulares para la fabricación y reparación de maquinaria sofisticada.
Pero el proyecto industrial más ambicioso de estos años fue, sin duda, la fábrica de telas de algodón de “Los Tres Amigos”. El nombre provino de los tres socios que decidieron montar el negocio: Juan Norberto Casanova, José de Santiago y Modesto Herce; además, ellos contaron con el apoyo financiero de Pedro Gonzáles Candamo (el capitalista más rico y conectado del país) y de Domingo Elías (otro capitalista y el hacendado más importante de Ica). Importaron maquinaria desde Paterson (New Yersey), llegarían a emplear 500 trabajadores y empezaron a producir 10 millones de yardas al año, equivalente a todo el monto de telas importadas por el país. Impulsada con agua, la fábrica estuvo ubicada en al legendaria casa colonial de Micaela Villegas, “La Perricholi”, en el Paseo de los Descalzos. La inversión inicial alcanzaba los 200 mil dólares, una suma importante para la época. Cabe destacar que, en octubre de 1848, en solemne ceremonia, los dueños de las fábricas de Lima le entregaron al presidente Castilla un valioso obsequio: la primera pieza de algodón limeña, envuelta en papel limeño y atada con una cinta de seda limeña.
Lamentablemente, este primer impulso “industrial” fracasó muy pronto cuando el país se alejó del proteccionismo alentado por el dinero fácil de la exportación del guano. Vino una fiebre por la importación de artículos europeos y norteamericanos que arruinó no solo la producción de estas fábricas sino también afectó la de los pequeños artesanos.
La República Aristocrática y el Oncenio de Leguía.- Luego del desastre de la Guerra del Pacífico, el primer ciclo visible de industrialización se produce entre fines del siglo XIX e inicios del siglo XX. En la década de 1920, por el impulso de Leguía, vendría un ciclo de modernización industrial y expansión económica. En efecto, entre 1890 y 1930, se produce un notable desarrollo en la economía limeña, pues buena parte de las ganancias de los exportadores revertieron directamente a la economía urbana. En este proceso destacaron tanto importantes familias de la oligarquía como inmigrantes extranjeros, especialmente los numerosos italianos que llegaron desde finales del siglo XIX. Es la época en que se formaron grupos económicos de inversión siguiendo el “efecto demostrador” recibido de las compañías extranjeras. Esto permitió que las técnicas empresariales de los extranjeros influyeran sobre los miembros de la élite nacional. Igualmente, muchos peruanos estudiaron métodos empresariales británicos, franceses y norteamericanos en el exterior, o fueron empleados por compañías extranjeras que operaban en el país. En este sentido queda demostrado que la élite fomentó el desarrollo económico nacional y promovió un proceso de industrialización autónomo.
En 1896 se creó la Sociedad Nacional de Industria, que tuvo entre sus directivos a Primitivo Sanmarti, H. Abrahamson, Juan Revoredo, Enrique Trujillo, Federico Pezet y Tirado, José Payán, Gio Batta Isola, Ricardo Tizón, Roberto Wakehan, Augusto Maurer, Reginald Ashton, Carlos Díaz Ufano, Alfonso Montero y Pablo Carriquiry. Ese mismo año, también se formó en Lima el Instituto Técnico e Industrial del Perú para servir a los gobiernos como órgano consultivo y al público como centro de información en técnicas industriales. De las diversas industrias, la textil fue la que alcanzó mayor desarrollo y progreso, especialmente la que manufacturaba tejidos de algodón. En Lima se encontraban las principales fábricas:
Santa Catalina (1888), propiedad de la familia Prado. Trajo al país la maquinaria más moderna y dio ocupación a 300 operarios, entre ellos 160 mujeres.
San Jacinto (1897), propiedad de la familia Isola. Trajo expertos desde Italia que formaron la primera escuela de químicos en el arte del tinte.
La Victoria (1898), propiedad de la familia Pardo. Con maquinaria muy moderna, en 1929 se fusionó con la fábrica Vitarte y formaron las “Compañías Unidas Vitarte y Victoria SA”.
El Progreso (1900), propiedad de los inmigrantes alemanes Tomás Schofield y John Bremmer.
La Bellota (1900), propiedad de Américo Antola.
El Inca (1903), propiedad de “Inca Cotton Mill” y ubicada en el Rímac.
La Unión (1914)
El Pacífico (1915), que hacía tejidos de lana y de seda artificial (rayón).
Los Andes (1926)
Las condiciones de trabajo en casi todas estas fábricas eran muy deplorables, como el empleo masivo de niños trabajadores; asimismo, se laboraba más de 12 horas diarias.
Luego estuvieron las industrias dedicadas al rubro alimenticio, como la fábrica de helados D’Onofrio (1897), la de elaboración de harina Nicolini Hermanos (1900) y la de galletas y caramelos, fundada por Arturo Field (1902). En 1906 había en Lima 7 fábricas de fideos y 12 en provincias. La industria cervecera, establecida desde mediados del siglo XIX, estaba representada por Backus y Johnson en Lima; en el Callao, Fábrica Nacional de A. Kieffer que luego pasaría a la familia Piaggio. Las fábricas de bebidas gaseosas incluían a La Higiénica, Las Leonas, Nosiglia, La Pureza, de R. Barton; en 1902, Manuel Ventura introdujo la Kola Inglesa. De otro lado, en 1898, se establecieron dos fábricas de fósforos: El Sol y La Luciérnaga.
También se instalaron aserraderos y fábricas de muebles, como el aserradero Batchelor y el aserradero o la carpintería Sanguinetti, ambos de 1922. La curtiembre Olivari, por su lado, fue un buen ejemplo de la industria del cuero. Finalmente, también en la década de los 20 se introdujo la industria del cemento, que tuvo un rápido crecimiento por la expansión urbana de lima impulsada por Leguía; en 1925 produjo casi 12 mil toneladas de cemento y, en 1927, 50 mil.
Los restos de este patrimonio industrial.- Como Lima nunca tuvo una verdadera Revolución Industrial, carece de una arquitectura industrial de gran factura. Según Ludeña, las fábricas construidas durante este periodo ya casi han desaparecido totalmente. No han sobrevivido, por ejemplo, la planta de la Cervecería Nacional en Barrios Altos (1899), la planta del aserradero Cuirliza (1914), la planta del Molino Santa Rosa (1924) y el local de la fábrica de tejidos La Victoria (1922). En este sentido, el complejo industrial del Frigorífico Nacional (1929) resulta un ejemplo extraordinario por su envergadura y proyección. Cabe destacar, además, que las primeras industrias se instalaron al borde del área central de la ciudad y, específicamente, en las primeras cuadras de la avenida La Unión (hoy avenida Argentina). Pero, como sabemos, eran fábricas de pequeño o mediano formato y, en su mayoría, se trataba de instalaciones readaptadas. Desafortunadamente, tampoco existe una catalogación, ni mucho menos un ejemplo destacado de puesta en valor y conservación. La demolición de las fábricas más antiguas de Lima revela el desinterés que ha habido sobre el tema.
Como apunta Willey Ludeña, “es necesaria una enorme tarea de reconocimiento y salvaguarda de este ingente conjunto de fábricas, ingenios y campamentos mineros que forman parte del trabajo que forjó una nación”. Lamentablemente, hasta el momento, la conservación y defensa del patrimonio industrial en el Perú no ha conseguido constituirse aún en tema de la agenda cultural y política del país. Habría, en primer ligar, dos razones autoimpuestas para explicar esta situación:
1. Al no ser el Perú un país industrializado, la conservación del patrimonio industrial resulta una exigencia prácticamente innecesaria, casi exótica.
2. Otra razón, más subjetiva, es que la sociedad no desea recordar ni recrear historias difíciles como las vividas en los campamentos mineros de miles de trabajadores muertos sin llegar siquiera a los 40 años; o haciendas agroindustriales donde miles de culíes chinos fueron esclavizados; o las primeras industrias limeñas, con niños trabajadores y cientos de obreros muertos por las inhumanas condiciones de trabajo.
Estos prejuicios, sin embargo, no deberían prosperar. No se trata de cuánto fuimos industrializados, sino que todo aquello que corresponda a una sociedad en términos de producción y cultura productiva no debe quedar al margen de recrearla en términos de memoria viva. De otro lado, pensar que hay cuestiones de la vida de una nación que no deberían hurgarse ni ser representadas como recuerdo ominoso, también carece de sentido. Convertirlas en objetos y situaciones de recuerdo permanente son el mejor medio no sólo para exorcizarlas, sino también para asumirlas como parte de una historia que nos exige su corrección y superación (como el caso de los campos de concentración o de los locales de la Inquisición, por ejemplo). Estos espacios deben convertirse en memoria viva. Todavía hay fábricas surgidas desde mediados del siglo XIX y complejos agroindustriales o mineros que se encuentran relativamente bien conservados. También hay miles de piezas y máquinas de la época de indudable valor cultural y tecnológico, así como toda la infraestructura de servicios que acompañó a los primeros ciclos de industrialización del país, como el transporte ferroviario, marítimo o automotriz.
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