Archivo por meses: agosto 2010

Los nombres de América: República Dominicana

Por Pedro L. San Miguel
(Universidad de Puerto Rico)

En las discursivas nacionales, nombrarse contribuye a establecer los contornos físicos, culturales y étnicos de la nación. La República Dominicana ejemplifica cómo la búsqueda de un nombre forma parte de los intentos por contener a aquellos agentes que, supuestamente, la amenazan. Dichas tribulaciones se remontan a la época colonial, cuando en la Isla Española existieron una colonia hispánica y otra francesa. Bautizada así por Colón, la Isla fue conocida en Europa como Hispaniola debido a la influencia de las Décadas del Nuevo Mundo de Pedro Mártir de Anglería, donde su nombre aparece latinizado. Pero ese apelativo fue menos común que Santo Domingo, nombre de su capital. Con el florecimiento económico de la posesión francesa, se relegó el nombre que le confirió Colón a la Isla y se le llamó Saint Domingue / Santo Domingo, si bien Isla Española o Hispaniola no desaparecieron.

Tal situación predominó hasta la revolución de esclavos en Saint Domingue (1791) y la fundación de la República de Haití (1804). Hasta ese momento, Saint Domingue fue una colonia arquetípica debido a su economía de plantación. Pero Haití encarnó la “guerra de razas” y la derrota del colonialismo blanco por los negros. Entonces, España cedió a Francia su parte de la Isla. Posteriormente, Santo Domingo regresó a la soberanía española gracias a un movimiento criollo que inició el periodo de la “España boba” (1809-1821). En esos años surgieron los primeros ensayos independentistas. Hubo dominicanos que apoyaban la separación de España y la unificación con Haití; otros preferían unirse a la Gran Colombia. Finalmente, en diciembre de 1821 se proclamó el Estado Independiente de Haití Español, que sería parte de la Gran Colombia. Pero a principios de 1822 se inició la Dominación Haitiana (1822-1844). Entonces se acentuaron las discrepancias que sustentarían los imaginarios nacionales en la futura República Dominicana.

Previo a la Revolución, no fue un problema acuciante cómo denominar a esa parte de la Isla que, desde la perspectiva dominicana, no era Haití. Haití es un vocablo taíno, usado por los indígenas para denominar a la Isla; hacia 1598 todavía se usaba para referirse a ella. Luego de la creación de la República Dominicana y de que se exacerbaran las relaciones con Haití, ese nombre fue disputado; incluso se negó que los indígenas la llamaran así. Pero en el siglo XVIII los dominicanos también llamaban Haití a la Isla y usaban “Criollos de Hayti” como patronímico. Es decir, entonces Haití no denotaba un veredicto moral. A principios del siglo XIX era común que la Isla fuera llamada Haití, incluso luego de la fundación de la República de ese nombre.

Una comunidad política autónoma.- En el primer cuarto del siglo XIX, varias tendencias abogaron por una comunidad política autónoma; cada una propuso un nombre para la entidad que quería fundar. Unos favorecían la integración con la República de Haití; otros se oponían a ella. Tal fue el caso de quienes proclamaron el Estado Independiente de Haití Español, unida a la Gran Colombia. Pero ese flamante Estado duró un soplo: poco después se inició la Dominación Haitiana. Al proclamarse la independencia en contra de Haití, el 27 de febrero de 1844, adquirió vigencia el término República Dominicana. El mismo ha prevalecido desde entonces; solo entre 1861-1865, cuando el país fue anexado a España, se le volvió a llamar Santo Domingo. En 1865, se restableció la soberanía nacional y el nombre de República Dominicana.

Pero ahí no terminaron las tribulaciones por el nombre. De hecho, se reforzó una discursiva que concebía a Haití y a la República Dominicana como entidades culturales diametralmente opuestas. Alejarse simbólicamente de Haití conllevó una reconstrucción del pasado, de manera que se desvanecieran aquellos aspectos de la historia que podían implicar alguna cercanía con ese país. Por eso se debatió el nombre de la Isla antes la Conquista. Según la opinión más aceptada hasta el siglo XIX, los taínos llamaban Haití a la Isla. Así era aceptaba por los dominicanos hasta inicios de esa centuria. Pero esto cambió entre 1821 y 1844.

Objetivo: alejarse de Haití.- A partir de ese momento, alejarse de Haití -al menos simbólicamente- se convirtió en un objetivo central. Se negó, pues, que los antiguos habitantes de la Isla la llamasen Haití. Surgieron dos propuestas alternativas: que la llamasen Bohío (que significaría “tierra muy poblada”), o Quisqueya (alegadamente, “madre de todas las tierras”). Entre estos apelativos, el segundo terminó ganando el favor de los dominicanos. Pese a ello, el término Quisqueya carece de un sólido sustento histórico que permita aceptarlo como el nombre que le daban sus habitantes originales a la Isla Española. Según el intelectual dominicano César Nicolás Penson (1855-1901), este fue un nombre espurio que se originó en la deformación de Guisay, Quinsay o Quisay, fabulosas ciudades del Oriente que buscaba Colón en sus viajes. Dice Penson: “[…] de donde corrompiendo el vocablo, alguien dijo ‘Quisquela’, según la prosodia antigua […] De ahí tomaron el nombre los historiadores de Indias, que han repetido los demás sin la debida crítica”. Penson concluye, penosa, mas rigurosamente: “Aunque nos duela [a los dominicanos], la isla no se llamó siempre más que Haití; pues Quisqueya jamás existió”.

Todo esto ilustra la obsesión por buscar un nombre que, hasta en los más remotos tiempos, separen a la República Dominicana y a Haití. Se trata de una disputa por el origen que implica asignarle significados particulares a la geografía de la Isla, convertida en el locus de un enfrentamiento de proporciones épicas y trágicas, y, por ende, en un espacio mítico. A esta querella por el espacio se adjunta una reyerta por el pasado, concebido como los tiempos del origen. Es ésta una de las formas en que, por negación, se ha construido una identidad nacional en oposición a Haití, a un “Otro” más que cercano literalmente adyacente, pero ante el cual se han intentado trazar férreas barreras simbólicas que lo proyectan como un ente remoto y lejano (El País, España).

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Los nombres de América: Venezuela

Por Dora Dávila Mendoza
(Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Católica Andrés Bello)

La primera conquista imaginaria de lo que luego sería denominado como Venezuela fue desde la palabra. A partir del momento en que la urgencia foránea por nombrar y definir se unió a la religión y a la ley, el ignoto espacio de lo que sería Venezuela comenzó a ser reconocido desde la mirada europea. Esta necesidad de domesticar lo desconocido y salvaje se instituyó como un acontecimiento primario que le daría cuerpo a los posteriores discursos sobre la formación de la nacionalidad.

La toponimia indígena da evidencia de que el espacio que se conocerá como Venezuela ya estaba nombrado antes de la llegada de los europeos. Voces como Acarigua, Coro, Cumaná, Guanare o Caracas, entre otras, fueron el producto de nombres dados por oleadas de población de diferentes grupos indígenas pertenecientes a las familias lingüísticas arawak, chibcha y caribe, que habitaban zonas de la región oriental, occidental y centro costera, respectivamente. Si bien estos espacios ya reconocidos y nombrados por los vernáculos serían los puntos de partida para que los recién llegados comenzaran una nueva reconquista, sus nombres no aparecerán en el primer mapa donde se escribirá, por primera vez, el nombre de Venezuela. Considerada la primera representación cartográfica de lo que constituirá el occidente costero del futuro territorio venezolano, su autor, Juan de la Cosa, 1500, se valdría del relato de los indígenas para representar lo visto por él. Pero en su mapa destacarán sólo las denominaciones hispanas. A partir del nombre recién inaugurado, se instaurará en el añejo espacio un nuevo sentido de pertenencia que influirá notablemente en la mentalidad de los primeros pobladores de la provincia orgullosos de su herencia hispana. Este comportamiento dominante se hará continuo y será el origen de una silente y despreciativa actitud hacia la herencia indígena que no tendrá punto de comparación con el privilegio que significaba tener en la sangre herencia hispana blanca y europea. Estas dicotómicas visiones se verán reforzadas en las narrativas (provinciales y nacionales) siguientes y dando cuerpo a una idea selecta de nacionalidad.

Patricios sin mestizos ni negros.- En el temprano siglo XIX venezolano, la relación entre escritura y color fue estrecha. En 1810, Andrés Bello, a partir de su texto, Breve Resumen de la Historia de Venezuela, procuraba mostrar un equilibrio entre lo que había sido la historia de la entidad con su pasado colonial y la que, ahora, en 1810, era. Para la mayoría de estos letrados, la escritura de la empresa española en la América no constituyó únicamente el conocimiento erudito del pasado colonial y sus antecedentes, sino la necesidad de explicar qué lugar ocupaban como sujetos históricos identificados por la pertenencia territorial. En relación a Bello, y su Resumen, era imperioso explicar los antecedentes de su pasado y señalar la diferencia entre un ellos y un nosotros.

¿Quiénes eran ese nosotros, se pregunta Carrera Damas al interrogar la Historia de la conquista y población de la provincia de Venezuela, (Madrid, 1723) de José de Oviedo y Baños, obra utilizada por Bello en la elaboración de su Resumen de la Historia de Venezuela en 1810? En Oviedo y Baños y su obra, apunta Carrera Damas, no se dio esa correlación entre acontecer histórico y conciencia histórica. Al igual que en Oviedo y Baños, nosotros eran, para Bello, los primitivos conquistadores y pobladores del territorio, -de lo cual diferenciaba a la resistencia indígena al llamarlos “bárbaros y gandules”- con quienes la identificación era un hecho; como buen criollo, Bello se identificaba con la metrópoli, sin interés alguno por diferenciarse de ella. En su Resumen de la Historia de Venezuela hubo una clara diferenciación entre un ellos y un nosotros; la intención estaba en diferenciarse y en fortalecer la memoria dejada por los conquistadores y situarse como heredero de la misma. Antes del período que denomina de regeneración civil de Venezuela a fines del siglo XVII, la explicación de cómo los españoles tuvieron que luchar contra las tribus bárbaras para lograr asentar su memoria, es un hecho a la larga de su discurso histórico. Para él la obstinación de estos indígenas indómitos de 1572 que no se dejaban civilizar era la causa de los perjuicios que frenaron el progreso material y social a la población constituida, exclusivamente, por esos españoles conquistadores y las familias que se habían asentado en esa zona del territorio.

La República justificada.- Después de la independencia, las primeras historias de Venezuela van a recoger una memoria colectiva patria y van a concentrarse en la justificación de la guerra y del movimiento emancipador. Estos elementos constituyeron el espíritu colectivo de los letrados, patricios y criollos que ya dominaban desde el saber y que ahora debatían qué lugar tendrían en la nueva Venezuela como república. Tenían conciencia que por su naturaleza criolla estaban destinados a ser los nuevos patricios de la nación. Así, en la escritura del período temprano de las contiendas bélicas, estos letrados justificaron su transformación convirtiéndose en la cabeza de los poderes autónomos dentro de una nueva institución de poder a la que ahora pertenecían como protagonistas. Desde su interpretación de lo nacional se convirtieron en los constructores de un nuevo saber a partir de las nociones de patria y nación. En este período comenzará la construcción del pasado nacional venezolano a partir de la herencia patria dejada por la gesta emancipadora y lo que era el territorio durante el período colonial, el de la república y, ahora, el de la nueva nación independiente de Colombia. Definir los estadios de la nacionalidad bajo la noción de patriotismo como religión de Estado fue la clave en este proceso ideológico para la escritura de la nueva historia nacional.

Como parte de la necesidad por recuperar memorias y generar modos de interpretación, así nacía la idea patriótica de una nacionalidad contenida en las primeras historias de lo que sería la historia de Venezuela y la demarcación de su territorio como parte de una identidad. Estas intenciones de estimular desde las narrativas del pasado la identidad y el nacionalismo para la recuperación de la memoria colectiva, continuaron a lo largo del siglo XIX. A mediados de ese siglo, a la luz de las disputas territoriales entre la nueva república de Colombia y la nueva República de Venezuela, unidas en 1819 y separadas violentamente en 1830, recrudeció un nuevo debate a propósito de dividir la pertenencia espacial y la identidad de lo que debía entenderse como nacional (El País, España).

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Los nombres de América: México

El nombre de México tiene una trayectoria previa al surgimiento de la nación en el siglo XIX. Su origen es prehispánico, limitado al de las ciudades lacustres de Tenochtitlan y Tlatelolco, como explica Alfredo Ávila de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Estados Unidos Mexicanos es el nombre oficial del país conocido como México. La primera denominación resalta el pacto federal, mientras que la segunda pone énfasis en la nación, origen de la soberanía, según la Constitución. Parece evidente la tensión entre estas proposiciones, en particular porque ambas se encuentran en el mismo documento. Sin embargo, la tensión es antigua y se deja sentir menos, aunque en 1993 se manifestó en una polémica en la prensa entre quienes proponían modificar la denominación oficial por considerar que “México” era el nombre auténtico de la nación y aquellos que defendían las soberanías estatales y argüían que el cambio respondía a intereses comerciales estaounidenses. La polémica no pasó de la prensa.

El nombre de México tiene una trayectoria previa al surgimiento de la nación en el siglo XIX. Su origen es prehispánico, limitado al de las ciudades lacustres de México Tenochtitlan y México Tlatelolco. La etimología parece hacer referencia al asentamiento en medio de un lago: Mexi es la luna o el centro del maguey, co significa “en donde está”. Tras la conquista española del siglo XVI, la ciudad que sirvió de cabeza al reino de Nueva España fue llamada México, por lo que se podía usar ese nombre para todos los dominios que se gobernaban desde esa capital. Muy pronto se pueden hallar referencias al Seno Mexicano (el Golfo de México) y en 1590 el Orbis terrarum de Petrus Plancius señalaba a toda la parte norte del Nuevo Mundo como “America Mexicana”, es decir, eran regiones que dependían de la ciudad de México.

Período colonial.- A finales del siglo XVIII, Francisco Xavier Clavijero publicó su Storia antica del Messico, lo que contribuyó a llamar con este nombre a los dominios españoles en América del Norte, en especial en Europa y en Estados Unidos. Sin embargo, el término “mexicano” se usó durante el periodo colonial únicamente para designar a las personas que vivían en la ciudad de México o a quienes hablaban náhuatl, la “lengua mexicana”, y no para la generalidad de los habitantes de Nueva España. El vocablo “novohispano” fue inventado en el siglo XX, de modo que nunca nadie lo empleó para identificarse.

Estas puntualizaciones son pertinentes, porque durante el proceso que condujo a la independencia del país, no hubo una única manera de nombrarlo. Miguel Hidalgo siempre se refirió a “este reino” o a “esta América”. Por su parte, José María Morelos usó el nombre “América Mexicana”, que se ve en el Decreto Constitucional de 1814. No obstante, en los papeles de los dos dirigentes de la insurgencia hay referencias a los “apáticos mexicanos” o los “cobardes mexicanos”, es decir, a los habitantes de la capital virreinal.

Los términos “Estados Unidos Mexicanos” y “República Mexicana” fueron empleados por vez primera por los insurgentes de Texas, quienes se hallaban muy influidos por los estadounidenses. En 1821, el Tratado de Córdoba firmado entre el jefe político Juan O’Donojú y Agustín de Iturbide señaló que “esta América se reconocerá como nación soberana e independiente y se llamará en lo sucesivo imperio mexicano”.

Servando Teresa de Mier advirtió que “llegará el tiempo en que todos los nombres europeos desaparecerán de los países trasatlánticos y se restituirán los antiguos”. No bien conseguida la independencia, el de “Nueva España” fue olvidado. Entre 1821 y 1824 “Anáhuac” (náhuatl: tierra rodeada de agua) convivió con “México” en impresos y proyectos constitucionales. Mier se dio cuenta de que el segundo se impondría, por ser la capital del nuevo país, lo que en efecto sucedió cuando el Congreso decretó la Constitución Federal de los Estados Unidos mexicanos (El País, España).

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Los nombres de América: Perú

El nombre “Perú” tiene la ventaja de no hacer referencia a algún territorio o grupo indígena en concreto, es políticamente “neutro”, no puede ser reivindicado por nadie en particular y permite construir la continuidad entre el pasado colonial y la Independencia, como explica en este artículo Jesús A. Cosamalón, de la Universidad Pontificia Católica del Perú.

No existe una sola versión del origen del nombre del Perú en el virreinato, pero el distinguido historiador Raúl Porras Barrenechea sostuvo hace ya varias décadas, que provenía de la corrupción lingüística de Birú o Virú, término que aparentemente designaba a un cacique de los territorios existentes al sur de Panamá y que tempranamente, desde la década de 1520, pasó a nombrar a los futuros territorios que conquistaría Francisco Pizarro. Una vez producida la negociación entre la corona y los expedicionarios, liderados por el mencionado Pizarro y Diego de Almagro, el nombre oficial de la gobernación fue el de Nueva Castilla, que no tuvo demasiada vigencia porque fue reemplazado en 1542 por el del Virreinato del Perú.

Una vez proclamada la independencia, a diferencia de otros casos, no se tuvo ninguna discusión acerca de la necesidad de cambiar el nombre del naciente país ni se debatió la pertinencia de variar el nombre de origen colonial. Es más, los documentos de la época transitan entre denominarse Virreinato del Perú en julio de 1821, antes de la independencia, a República Peruana en 1823. En ese tránsito nadie propuso ningún cambio de nombre ni se cuestionó hasta qué punto la permanencia del vocablo Perú podía mostrar una peligrosa continuidad entre una etapa y la otra. Sin duda esta ausencia de discusión no resulta casual de ningún modo; por el contrario, expresa el complejo carácter de la gesta independentista en el Perú y la dificultad para definir qué tipo de ruptura con España se produjo y bajo qué proyecto político se desarrolló.

Como es conocido, una vez proclamada la independencia el proyecto negociado entre los miembros de la mayor parte de la élite limeña y las cabezas visibles del ejército libertador, Don José de San Martín y su cuestionado asesor Bernardo Monteagudo, consistió en plantear una solución gradualista antes de llegar a la ansiada meta republicana. San Martín se nombró Protector del Perú, cargo interino que ejerció por medio de un Estatuto Provisorio que retomó varios artículos de la Constitución española de 1814, repuesta por el régimen colonial en 1820.

Nombre neutro.- En el caso peruano, a pesar de contar con una rica tradición prehispánica aún vigente en ese tiempo, el esfuerzo de “nacionalizar” los nombres no tuvo el impacto de otros casos conocidos. Más bien fue durante el régimen colonial que se aplicaron nombres indígenas a varias de las intendencias: Puno, Cuzco, Huamanga, Huancavelica, etcétera. Curiosamente el nombre “Perú” cuenta con la ventaja de no hacer referencia a algún territorio o grupo indígena en concreto, es políticamente “neutro”, no puede ser reivindicado por nadie en particular y permite construir la continuidad entre el pasado colonial y la Independencia. Tal vez esto explique el por qué a nadie preocupó esta permanencia, especialmente a los liberales republicanos que no tenían una respuesta acerca del rol de los indios en la nueva etapa, pero que eran conscientes del peligro de utilizar más allá de lo simbólico la retórica incaísta.

Un aspecto reiterado en las propuestas de la elite que proclamó la independencia es la necesidad de evitar una ruptura radical con el pasado, la cual podría dividir peligrosamente a los habitantes de la capital y ocasionar el desorden. Es en ese sentido que hay que entender la argumentación de la continuidad entre la monarquía incaica, la supuesta fidelidad monárquica de los indios y la monarquía constitucional como bases para sostener un proyecto gradualista de Independencia.

La independencia adquirió el carácter de tránsito controlado de la inevitable ruptura entre el presente y el pasado colonial inmediato. Es más, a partir del 15 de julio, días después de la salida del virrey, el Cabildo dejó de utilizar el tradicional encabezado “en la muy noble, insigne y muy leal ciudad de los Reyes” en las actas, para pasar al más parco “en la ciudad de los Reyes del Perú.” Este tránsito de nombres donde poco a poco, sin una ruptura radical, se pasa de un momento a otro en la Independencia resulta especialmente significativo. Incluso desde principios de septiembre de 1821 el Cabildo, insinuando el plan político que estaba por proponerse, comenzó a encabezar las actas con las palabras “En la ciudad de Lima, Corte del Perú”. Más adelante, en una tercera fase se pasó a la más patriótica fórmula de “la heroica y esforzada ciudad de los libres” a principios de octubre de 1821.

Por otro lado, el asunto bastante más relevante de la forma de la nueva identidad política se estableció de una forma natural, no traumática. El Estatuto provisorio que rigió el protectorado de San Martín solo señalaba que en él se unían el “mando supremo político y militar de los departamentos libres del Perú, bajo el título de Protector”, sin señalar la forma política que se asumiría.

Constitución política para la República Peruana.- Una vez derrotada la propuesta monárquico constitucional de San Martín su salida del Perú era cuestión de tiempo. Se convocó finalmente al Congreso Constituyente para establecer en 1823 nuestra primera constitución. Su salida, una vez instalado el Congreso, ocasionó una etapa de desconcierto pues la asamblea tuvo que asumir funciones ejecutivas de emergencia, utilizándose por primera vez el cargo de Presidente del Perú a principios de 1823 en la figura de José de la Riva Agüero. Poco a poco, hacia abril de ese año, comenzó a aparecer de manera tímida en la sesión inicial del proyecto de Constitución política para la República Peruana, la primera forma detectada de un nombre para la nueva entidad política. El 12 de noviembre de 1823, con la ley que promulgó la Constitución del Perú firmada por José Bernardo de Tagle, “Presidente de la República peruana nombrado por el Congreso Constituyente” se estableció la forma política del Perú, organizada bajo los principios republicanos de participación popular (El País, España).
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Los nombres de América: Uruguay

Los orígenes de la denominación de la República Oriental del Uruguay no son menos históricamente complejos que aquellos de muchos otros países latinoamericanos, como lo revela el ensayo de Ana Frega, de la Universidad de la República (Montevideo). La autora repasa la compleja geometría de alianzas y oposiciones que marcó el proceso de edificación del Estado en los decenios que siguieron a la independencia, con énfasis en las distintas denominaciones iniciales de los ciudadanos del Estado/República Oriental del Uruguay, y en la opción de ‘Orientales’ o ‘uruguayos’ que enfrentaron a políticos e historiadores.

En 1830, tras dos décadas de guerra contra España, Portugal, las Provincias Unidas del Río de la Plata y el Imperio de Brasil, el Estado Oriental del Uruguay inició su etapa constitucional. Los territorios al este del río Uruguay y al norte del Río de la Plata eran una frontera de tránsito y de tráfico, un ámbito transcultural, cuyas denominaciones contemplaban un espacio geográfico dispar y no siempre coincidente. Algunas aludían al nombre con que se conocía algún grupo étnico, “Banda de los Charrúas”, por ejemplo. Otras, como “Banda Norte”, “Banda Oriental” o, simplemente, la “otra Banda”, tenían como punto de referencia el Río de la Plata y provenían del centro político de Buenos Aires. Otras denominaciones como “Provincia del Uruguay” o “Doctrinas del Uruguay” aparecían en la cartografía de la época y en informes, cartas y memorias de la Compañía de Jesús. Los jesuitas, en permanente tensión con las avanzadas lusitanas, fundaron a lo largo del siglo XVII pueblos misioneros en ambas riberas del alto Uruguay. Zona de conflicto entre las coronas ibéricas, la cartografía y la literatura portuguesas también registraron ese nombre. Ejemplo de ello es el poema de José Basilio da Gama publicado en Lisboa en 1769 bajo el título O Uraguai, sobre la expedición militar hispano-portuguesa que reprimió la resistencia guaraní a abandonar las Misiones Orientales, en el margen izquierdo del río Uruguay.

Revolución del Río de la Plata.- Mencionado como “Uruay” después de la expedición de Sebastián Gaboto, a fines del siglo XVII se fue generalizando la denominación Uruguay para el río. Los estudiosos no se han puesto de acuerdo acerca de la traducción de esa voz de origen guaraní. Entre otros significados se mencionan “río del país donde habita el pájaro urú” (Félix de Azara), “río de los caracoles” (Fray Antonio Ruiz de Montoya), “río de los pájaros pintados”, “cola del agua” o “cola del pájaro urú”.

Fue durante la Revolución del Río de la Plata que esa banda oriental se transformó en provincia. José Artigas encabezó un movimiento en favor de la “soberanía particular de los pueblos” del antiguo Virreinato del Río de la Plata. Un Congreso celebrado en abril de 1813 resolvió la constitución de “una provincia compuesta de pueblos libres” cuyo nombre sería “Provincia Oriental”, comprendiendo el territorio “que ocupan estos Pueblos desde la Costa oriental del Uruguay hasta la fortaleza de Santa Tereza”. En la lucha revolucionaria, la invocación al Oriente adquirió fuerza simbólica. De ser nombrado “Jefe de los Orientales”, referencia militar y geográfica de las tropas que comandaba, Artigas pasó a encabezar un movimiento que impulsaba ideas federales y de igualitarismo social en la región platense, extendiendo su influencia a Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe, Córdoba y Misiones, en la actual República Argentina. Orientales fue la denominación de una corriente enfrentada al Directorio de las Provincias Unidas, con sede en Buenos Aires. Esas connotaciones políticas de lo que originalmente podía ser un gentilicio fueron afirmadas por sus opositores, quienes asociaron el “tiempo de los orientales” al “desorden” y la “anarquía”. Tras la derrota de José Artigas en 1820, los nuevos grupos dirigentes procuraron borrar la memoria viva de la etapa anterior, ensayando nuevos nombres para la provincia. Así, el Congreso reunido en Montevideo en 1821 resolvió la incorporación a Portugal como “Estado Cisplatino (alias Oriental)”, o bien en 1828, la Convención Preliminar de Paz que terminó la guerra entre las Provincias Unidas y el Imperio de Brasil declaró la independencia de la “Provincia de Montevideo (llamada hoy Cisplatina)”. A pesar de los intentos por eliminar toda referencia a los orientales, en la Asamblea Constituyente en 1829 se alzaron severas voces de rechazo a integrar la “Nación Montevideana”. Finalmente se aceptó el nombre de “Estado Oriental del Uruguay”, el que se mantuvo hasta la reforma constitucional de 1918, que impuso el actual de “República Oriental del Uruguay”.

Diversidad étnica y cultural.- En el proceso de conformación de la identidad nacional iniciado a fines del siglo XIX, la discusión se trasladó a la denominación de sus ciudadanos. Orientales fue la palabra escogida por aquellos que privilegiaban el papel de la tradición y el pasado histórico, identificándose con el criollismo y el nativismo. Sus impulsores reaccionaban ante el crecimiento urbano, el avance centralizador del estado, la afluencia masiva de extranjeros y los efectos de la llamada “cuestión social”, expresada en la movilización de los sectores populares urbanos y rurales. En contraposición, el reformismo encabezado por José Batlle y Ordóñez -Presidente de la República en 1903-1907 y 1911-1915 , impulsó un modelo de desarrollo urbano-industrial sustentado en un nacionalismo cosmopolita capaz de integrar a los inmigrantes, apelando a una identidad sustentada en principios de validez “universal” bajo la denominación de uruguayos. A pesar de que en un principio parecieron ser excluyentes, ambos patrones de integración a la ciudadanía en el estado republicano pudieron conciliarse en el Centenario.

En los últimos años se ha reabierto el debate sobre la identidad nacional, abordando el papel del país en la región -la “Patria Grande”, el latinoamericanismo-, así como el reconocimiento de la diversidad étnica y cultural que había estado en la formación misma del Uruguay. Últimamente las discusiones se han centrado más en los contenidos que en las denominaciones, abriéndose paso la idea de que la expresión “uruguayos” debe contemplar la heterogeneidad de orígenes y contenidos culturales de quienes se perciben como tales dentro y fuera de fronteras (El País, España).

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Los nombres de América: Puerto Rico

Laura Náter y Mabel Rodríguez Centeno, profesoras de la Universidad de Puerto Rico Río Piedras, nos relatan la historia y vitalidad de los nombres de Boriquén y Puerto Rico, y subrayan que, pese a la conquista norteamericana en 1898, la isla siempre ha retenido la vitalidad de una nación sin estado y el fuerte apego a la lengua materna y a muchos aspectos de la cultura española.

“El día 19 de noviembre de 1493 recibió nuestra isla el bautismo de la civilización europea cambiando su nombre indígena de Boriquén por el cristiano San Juan; y andando los tiempos la capital, a la que el rey católico impuso el nombre de Ciudad de Puertorrico, se ha quedado con el nombre de la isla y se llama San Juan, y la isla ha tomado el nombre de la antigua ciudad y se llama Puerto Rico”.

El historiador Cayetano Coll y Toste se refiere en esta cita al “bautismo civilizatorio” de Boriquén, al ritual iniciático cristiano que anuncia el proceso de occidentalización de Puerto Rico. La sustitución del bárbaro Boriquén (o tierras del valiente señor) por un cristiano San Juan Bautista, que derivará en Puerto Rico, se narra con teatralidad y naturalidad. Lo cierto es que el subtexto sugiere los artificios nominales de una eventual nación cultural que hasta el día de hoy carece de Estado. Los artificios nominales sugieren los hilos del relato que da vida al mito de la nación.

En noviembre de 1493, Cristóbal Colón desembarcó por la “célebre bahía de la Aguada” y, según Juan Augusto y Salvador Perea, cuando aquellos tripulantes “saltaron a tierra, fue esta la primera vez que los heraldos de la verdadera civilización pisaron nuestro suelo”. Pero la colonización comenzó en 1508 al mando de Juan Ponce de León.

En 1511, el Papa Julio II ordenó la elección de un obispado y consagró la capital con el nombre de San Juan, estableciendo al Bautista como el Santo Patrono de la ciudad. Al mismo tiempo, la Corona otorgaba a la isla un escudo de armas, en el que se lee San Juan es tu nombre.

En 1519, se estableció la capital en la isleta llamada Puerto Rico. Con el paso del tiempo, las denominaciones de la ciudad y la isla se confundieron en una sola: San Juan Bautista de Puerto Rico, hasta que la capital quedó como San Juan y la totalidad del territorio se denominó como Puerto Rico.

Mito fundacional.- Lo nominal está asociado a los contenidos que artificiosamente se le adjudican a la nación y, muy en particular, a la construcción del mito fundacional. En el marco del relato oficial, el mito de la puertorriqueñidad tiene su origen en el momento del encuentro entre españoles y taínos, aderezado casi de inmediato con la incursión del elemento africano. Esa versión de la historia está definida como el producto de la fusión armoniosa de tres razas: la taína, la española y la africana.

Según esto, consumada la concepción, la puertorriqueñidad atraviesa por “tres siglos formativos” (del XVI al XVIII). Tras ese periodo, la puertorriqueñidad emerge triunfante y consolidada a principios del siglo XIX, simbolizada por el primer obispo puertorriqueño -Juan Alejo de Arizmendi?y el primer diputado de la Isla a las cortes españolas -Ramón Power y Giralt. Así, el siglo XIX se consagra como el gran período de florecimiento de la nación puertorriqueña.

Desde esa perspectiva, con la llegada de los españoles, surge la puertorriqueñidad y llega la civilización. Es decir, los civilizados le dieron vida y nombre a un nuevo pueblo.

En 1898, Estados Unidos asumió el mando de la isla. Sus documentos oficiales la nombraban como “Porto Rico”. No pocos consideraron el cambio de nombre como una ofensa a una centenaria tradición. Aún así, hubo que esperar 32 años para que la metrópoli restituyera a la isla el Puerto Rico.

Estado Libre Asociado.- Aunque denominar “Porto Rico” a Puerto Rico antecede por mucho a la llegada de los norteamericanos, la invasión adjudicó un fuerte matiz político-ideológico al “Porto Rico”. En el Diccionario de Real Academia de la Lengua de 1869 la voz admitida era “portorriqueño”. Según este, así se denominaba al “natural de Puerto-Rico y lo referente a la ciudad e isla de este nombre”. Mas Antonio Pedreira sostenía que, en las primeras décadas del siglo XX fueron varios los preocupados por tal vocablo y decidieron rechazarlo y defender el uso del “puertorriqueño”. Según él, lo de “portorriqueños” es de “pitiyanquis”, de americanizados que hacen una traducción directa del inglés. Y añade “que en el ámbito hispanoparlante, en el amor a la raza, en la devoción al pasado, en la solidaridad con nuestros mayores, en la cordialidad con los pueblos hermanos…” siempre hemos sido y somos Puerto Rico.

Esa certeza se reafirmó con la creación del Estado Libre Asociado en 1952 y llega hasta nuestros días. Las indecisiones, contradicciones y sustituciones en la nomenclatura de la isla y su ciudad principal no han implicado una amenaza a las certezas sobre la existencia de una nación, aun cuando carece de soberanía política. El nombre no perturba, el nombre es conciliación. Un nombre, Puerto Rico, que puede volverse “Borinquen, nombre al pensamiento grato/como el recuerdo de un amor profundo/bello jardín de América el ornato/siendo el jardín América del mundo” (El País, España).

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Los nombres de América: Paraguay

El historiador Pablo Buchbinder, profesor de la Universidad de Buenos Aires, nos relata la historia de una nación en el corazón de Sudamérica que ha tenido que luchar sin tregua para afirmar su soberanía y su identidad propia, y que ha logrado finalmente establecerse como una de las piezas del concierto de naciones sudamericanas que trabajan por alcanzar una mayor unidad a principios del siglo XXI. En este sentido, interesa mucho conocer las claves de su turbulenta historia desde la consolidación definitiva de su independencia como Estado en el cuarto decenio del siglo XIX.

Desde la década de 1840, en declaraciones públicas y documentos oficiales comenzó a utilizarse la expresión “República del Paraguay” para indicar la existencia de un Estado independiente y plenamente soberano. El término “Paraguay”, de todos modos, era utilizado ya en los primeros tiempos de la conquista para designar a una muy amplia región sudamericana situada en el espacio relacionado con el río del mismo nombre. Diferentes especialistas han debatido, a la vez, sobre dicho término sin llegar a un acuerdo. “Río de plumas”, “río del cacique paraguá” y “agua o río como mar” fueron algunos de los significados atribuidos al vocablo “Paraguay”. Durante los últimos tiempos de la colonia, finalmente el término “Provincia del Paraguay” fue utilizado para aludir a los territorios situados en la jurisdicción de la ciudad de Asunción.

Con la caída de virreinato del Río de la Plata, las autoridades residentes en Asunción convocaron varios Congresos Generales de carácter constituyente que se reunieron entre 1811 y 1814. En los documentos de aquella época se utiliza indistintamente el término “provincia” y el término “república” para referirse al Paraguay. El Congreso de 1813, por ejemplo, que adoptó la forma de gobierno consular para el país estableció que dejaba investido “el Gobierno de la Provincia en dos cónsules que se denominarán de la República del Paraguay”. En realidad, el término provincia se siguió usando hasta la década de 1840. Su uso refleja cierta ambigüedad sobre el estatus del nuevo estado. Si bien el término provincia era por entonces, como ha afirmado José Carlos Chiaramonte, compatible con una “afirmación soberana de independencia estatal”, reflejaba aún cierta indefinición en torno a la naturaleza definitiva de los nuevos estados. En realidad, la utilización de la expresión “provincia”, habitual en el mundo rioplatense de la primera mitad del siglo XIX, dejaba todavía abierta la posibilidad de la integración en una unidad política mayor.

Declaración de independencia.- La situación cambió sustancialmente durante la década de 1840. Los gobiernos asumidos desde principios de aquella década se propusieron rearticular los vínculos con los estados vecinos, en particular con Brasil y las provincias pertenecientes a la Confederación Argentina bajo la hegemonía de Juan Manuel de Rosas. El nuevo proyecto requería una definición clara del estatus político del país y también su reconocimiento como estado independiente. Cabe destacar, en este sentido, que en 1842 las autoridades paraguayas habían declarado formalmente la independencia e iniciaron iniciativas para el reconocimiento de esta. El Imperio del Brasil la reconoció en septiembre de 1844 y poco tiempo después lo hicieron Francia, Gran Bretaña y Bolivia. Un Congreso Constituyente en 1842 ratificó la independencia declarándose entonces “a la República del Paraguay nación libre e independiente de todo poder extraño”. Desde ese año, en los documentos oficiales y en los pronunciamientos públicos de las autoridades la expresión “Provincia del Paraguay” comenzó a ser sustituido por el de “República del Paraguay”. La declaración formal de la independencia se tradujo así en el abandono del término “provincia” y la personalidad y naturaleza del nuevo estado quedaron indefectiblemente asociadas al uso del término República (El País, España).

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Los nombres de América: Haití

En este polémico ensayo, el historiador de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y ex diplomático haitiano Guy Pierre nos habla del drama de su país y de las necesidades acuciantes de un pacto político popular para construir un futuro diferente y soberano. El terremoto de enero de 2010 ha despertado el interés en esta nación isleña que lucha por recuperarse. Desde el siglo XVI, Haití ha sido cruce de culturas, primero entre españoles y pueblos indígenas, y luego como colonia francesa con una de las poblaciones de origen africana más importantes de América. Haití fue la primera nación latinoamericana en alcanzar su independencia en 1804, merced a la lucha de los antiguos esclavos que bautizaron su nación con un nombre prehispánico.

Haití representa territorialmente casi una tercera parte de una de las mayores islas del Caribe, a la cual los españoles impusieron el nombre de Española o Hispaniola a fines del siglo XV, aunque -según algunas fuentes- los primeros habitantes o indígenas la identificaban con el nombre Haytí, o según otras, Quisqueya. La cuestión del nombre que llevaba cada territorio de la región está sujeta a ciertas especulaciones y discrepancias, en especial por la temprana desaparición de la población indígena local. Conviene recordar que la delimitación territorial de la Isla Española se constituyó jurídicamente en 1697 con el Tratado de Ryswick, por el cual la parte occidental pasó a ser propiedad de Francia, que le puso el nombre de Saint Domingue, el mismo que fue cambiado el primero de enero de 1804 por el de Haití tras unas cruentas guerras que se radicalizaron durante la coyuntura de 1802-1803, en contra de las tropas que Napoleón había enviado a la colonia con el objetivo de terminar con el poder de Toussaint Louverture y restablecer el sistema de esclavitud. Pero la lucha del pueblo haitiano impidió el regreso al pasado y logró que su nación fuera la primera independiente de América Latina: su significado histórico se desprende del Acta de Independencia de 1804 y de los primeros artículos de la Constitución haitiana de 1805.

Con su independencia y el rechazo del nombre de Saint Domingue y la adopción del nombre de Haití, el mundo entero quedó sorprendido: vio nacer por primera vez una nación forjada y gobernada por antiguos esclavos. Eso constituyó efectivamente un hecho histórico totalmente extraño dado que el sistema capitalista triunfante necesitaba aún la fuerza de trabajo de los negros -bien como esclavos tout court o bien como trabajadores colonizados- para sustentar su dinámica en diversos territorios americanos como el sur de los Estados Unidos, Cuba y Brasil hasta bien entrado el siglo XIX.

La joven nación de Haití, sin embargo, se encontró al inicio de su vida soberana en una situación que le iba a impedir registrar un cierto proceso de crecimiento sostenido en el siglo XIX, como otras naciones latinoamericanas que obtuvieron su independencia durante el periodo de 1810-1826. En Haití, el retraso económico fue prolongado, aunque se experimentaron algunas breves coyunturas de desarrollo a fines del siglo XIX y entre el fin de la Primera Guerra Mundial y la Guerra de Corea.

Un nacimiento en un contexto favorable.- Recordemos que Haití nació en una coyuntura política internacional que era favorable para el desarrollo del capitalismo en varias economías en Europa y en el joven país de los Estados Unidos de América, pero mucho menos para otras regiones del mundo. Es cierto que algunos de los espacios económicos de plantación ubicados en el Caribe pudieron aprovechar la coyuntura, aunque, como demuestra el caso de Cuba, sólo si se mantenía el sistema de esclavitud o de trabajo servil. Haití no recurrió a esta opción porque, al adoptar el Acta de Independencia, se abolió para siempre la esclavitud y se garantizó asimismo la libertad de todos los ciudadanos. Dessalinnes y todos los generales-fundadores y el pueblo se habían comprometido a la libertad. La nación haitiana tuvo así que escoger una senda propia que carecía de racionalidad económica en un mundo de fuerte competencia internacional. Los distintos gobiernos militares y civiles no lograron encontrar un mejor rumbo y, en realidad, muchos de ellos ni siquiera intentaron pensar en algún modelo alternativo; se complacieron por el contrario por su alto grado de oscurantismo y de cinismo en ejercer actos de satrapía. Tampoco pudieron estimular con base en un razonable grado de productividad su crecimiento y tampoco a consolidar los elementos necesarios para aprovechar -como los hizo la República Dominicana- la belle opportunité que el sistema de plantación ofreció en el Caribe entre 1900 y 1950.

La primera razón del atraso se relacionaba con las contradicciones internas y las rivalidades intercolonialistas que surgieron de la ruptura con el modelo de crecimiento colonial -el sistema de plantación- que había sido la base de la economía de Saint Domingue. A su vez, surgieron fuertes conflictos internos que provocaron su escisión en mini-estados enemigos durante los tramos temporales de 1806-1820 y 1867-1869, y dos modelos de producción: el del pequeño cultivador libre y el de la gran propiedad agraria de tipo feudal. Estos modelos económicos ayudaron a alimentar una fuerte ideología anticolonialista, lo que era necesario para que el Estado haitiano pudiera defender y garantizar su independencia frente a la antigua metrópoli y otras potencias colonialistas.

Posteriormente, la nación sufrió la intervención violenta de los marines en 1915, cuando el Gobierno de los Estados Unidos alentó una expansión de su esfera de influencia en el Caribe y Centroamérica. Los nuevos colonialistas remodelaron el Estado central en conformidad con los intereses de la First National City Bank of New York y empujaron la economía local a financiarse por medio de un empréstito (1922) que asentó su dependencia de los banqueros norteamericanos.

Lucha contra el ocupante.- A pesar de todo, la nación resistió en tanto una nueva generación de patriotas, impregnados de sentimientos nacionalistas, encabezaron las luchas populares contra el ocupante desde 1915 con el objetivo asimismo de reorientar el destino del país. Pero también es cierto que la misma ocupación militar estadounidense generó nuevas condiciones (signadas por fuertes contradicciones) que el país hubiera podido aprovechar para modernizarse. Durante este período se despertó un cierto espíritu empresarial de nuevo cuño, y una apertura hacia la inversión externa. Por ejemplo, se abolió un artículo que todas las constituciones del siglo XIX venían reproduciendo y que si bien este instrumento legal era necesario entre 1804 y 1859 para defender la independencia impidiendo a los extranjeros tener “bienes raíces” (art. 7) o invertir en el país, se había transformado a partir de los años 1860-1870 en un obstáculo al crecimiento, aunque pocos gobiernos lo respetaban. Pero no se aprovecharon las nuevas oportunidades durante el periodo bajo consideración (1915-1934) y se produjo un crecimiento económico mucho más lento en el país que en la vecina República Dominicana.

A decir verdad, otras oportunidades se presentaron posteriormente a la nación para que pudiera reorientar totalmente su destino, particularmente durante las coyunturas de aumento sostenido de los precios de las materias primas (Segunda Guerra Mundial y Guerra de Corea). Los altos funcionarios del Estado haitiano intentaron algunos proyectos de desarrollo pero les faltó algo de visión para dinamizar el proceso, y esta nueva experiencia se quedo frustrada, pese a registrarse algunos resultados bastante positivos en ciertos campos de la actividad económica en el país.

Conviene mencionar que a pesar de todas las dificultades citadas y pese a todos los golpes de Estado que el Ejército venía realizando, hubo algunos momentos durante e inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial cuando se produjo un cierto dinamismo económico y desarrollo social. Pero esta tendencia fue interrumpida por el largo periodo (1957-1986) de oscurantismo político durante la dictadura de la satrapía de los Duvalier. Haití se hundió totalmente en términos políticos y económicos, aunque con unos años de leve recuperación económica en los setenta, antes de entrar de manera imparable desde los ochenta en caída libre.

La salida de Baby Doc.- Huelga decir que la nación probablemente hubiera podido revertir ese proceso de caída libre después de la salida de Baby Doc en 1986 de no haber aceptado durante la coyuntura electoral de 1990 el camino trazado por el grupo Aristide-Préval. Esta opción inicialmente despertó algunas esperanzas, pero a decir verdad conviene reconocer que no hubiera podido de ninguna manera ayudar a la nación a salirse del profundo letargo en el que se encuentra desde tiempos atrás. Ello se manifestó en el hecho de que el nuevo grupo gobernante expresó una estrategia política totalmente incoherente y nebulosa con los discursos populistas y mesiánicos que lanzaba. Tampoco tenía ninguna visión clara de lo que requieren la reconstrucción de un Estado y la modernización económica. Pese al alto grado de legitimidad que había alcanzado en los años 1994-1996, el nuevo régimen político aceleró aún más el deterioro de la situación y se reveló como uno de los mayores fracasos políticos que ha registrado la nación desde que se fundó hace ya más de dos siglos.

Así pues, para resumir, la nación haitiana ha dejado pasar un conjunto de posibilidades de crecimiento y de mejoría social durante los dos siglos pasados. Debe ahora refundarse y reconstruir su destino después del devastador terremoto del 12 de enero pasado. ¿Pero cómo? No puede por cierto hacerlo por medio del protectorado que las Naciones Unidas han reforzado a raíz de los hechos recientes, con el beneplácito del presidente Préval y que constituye una verdadera humillación política. Ningún país puede refundarse y redefinir su destino entregando el control de su aparato de Estado a una instancia política internacional, es decir liquidando él mismo su soberanía nacional. No puede tampoco hacerlo entregando su dirección a unos líderes políticos improvisados, o unos partidos políticos sin ninguna base popular real y un programa político coherente. O confiándose, en último caso, en una diáspora atravesada y dominada por el pensamiento imperial y ONGista.

La nación requiere para refundarse una fuerte movilización patriótica en torno a un programa coherente de pacto nacional, pero un pacto que no debe ser un pacto electoral, sino un pacto programático de gobierno amplio, que excluya, sin embargo, la participación de todos aquellos líderes – allegados o no del actual Gobierno- que se alistan para asegurar la continuidad del viejo sistema social y del protectorado de las Naciones Unidas. Es decir un pacto que integra a todas las fuerzas sociales, actores, ciudadanos y ciudadanas que piensan que el nuevo Gobierno que tomará el poder el 7 de febrero del 2011 deberá de manera inmediata:

Puntos del pacto programático.- -Reconfigurar el aparato de Estado para fortalecerlo, reformando así el sistema judicial y estableciendo nuevas normas por el funcionamiento de la administración pública; y las ONG, las cuales deben ser reducidas a un cierto número determinado y colocadas bajo el control estricto del poder central.

-Reformular el discurso político general, educando así al pueblo para que apoye el nuevo proceso de acción, pero sin llevarle por medio de prácticas populistas a ilusionarse sobre el futuro inmediato del país.

-Definir con las Naciones Unidas un calendario para el retiro de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (MINUSTAH) en un plazo de dos años.

-Reformular el discurso político general, apoyándose así en el pueblo y educándole sin llevarle por medio de la retórica populista a crearse ilusiones.

-Fortalecer la Policía Nacional, tomando medidas eficaces para dotarla de recursos financieros suficientes y de medios modernos por el incremento de su eficacia; aumentar el número de agentes en consonancia con el incremento de la demanda de los ciudadanos y ciudadanas en materia de seguridad y de servicios; y elevar el nivel de formación de los agentes y su capacidad de comunicación y de dialogo con los ciudadanos y las ciudadanas.

-Asentar las bases para implementar de manera progresiva un plan de acción de largo plazo tendente a apoyar de manera sostenida la educación y a reactivar en general la economía en un marco distinto del modelo que las organizaciones financieras internacionales lo vienen imponiendo desde los años ochenta.

-Reconsiderar con las Naciones Unidas y las potencias tradicionales las condiciones de la ayuda que se ofrece al país a raíz de los graves daños sufridos el 12 de enero pasado. Es decir proponer y llevar a las Naciones Unidas y a las potencias aludidas anteriormente a aceptar a transformar la CIRH, con un número muy reducido de miembros y en coordinación con el Senado, en un comité de auditoría encargado de verificar los gastos realizados para la reconstrucción con fondos procedentes del extranjero. Todo ello con el entendido de que el comité podrá pedir a las Naciones Unidas suspender el desembolso de los fondos en el caso que se revele que ha habido malversación de algunas partidas ya desembolsadas.

Ya es tiempo que el Norte no pida al Sur que se arrodille para ayudarle. O sea, urge despolitizar la solidaridad internacional. Sobre todo en casos de desastres naturales. Es inhumano transformar los acontecimientos dramáticos del 12 de enero en un momento oportuno para asestar la estocada final al país e incrementar al mismo tiempo contra él en algunos medios de comunicación una vieja campaña de denigración basada en unos tantos clichés. Eso cuanto más que, como otros países del Sur lo han vivido ya y nosotros también en muchas ocasiones anteriores, la mayor parte de la ayuda prometida no será transferida a Puerto Príncipe sino que será consumida por las ONG y los expertos de los mismos países donadores. He aquí lo que la nación debe rechazar para poder recuperar su soberanía y redefinir su destino. He aquí también lo que debe llevar a la nación a movilizarse contra todas las maniobras de los grupos internos e internacionales por el mantenimiento de la continuidad política, sea por medio de la banda de Préval o sea por medio de unos de los líderes improvisados, o también uno de los seudos partidos políticos, incluso las bandas de Aristide (El País, España).

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Los nombres de América: Colombia

De la misma manera que EE UU se apropió del nombre continental de América con su independencia en 1783, un proceso paralelo pero más complejo fue el experimentado con el nombre de Colombia. El historiador Aimer Granados, de la Universidad Autónoma Metropolitana-Cuajimalpa (Ciudad de México), nos relata las aventuras de los nombres de Colombia desde el siglo XVI en adelante.

El nombre Colombia en la historia moderna de América siempre tuvo algo de mítico, con resonancias a la epopeya del descubrimiento colombino. Hoy, este nombre se refiere a una identidad política nacional: desde fines del siglo XIX, los colombianos así se identifican, pero no siempre esta representación nacional tuvo tal connotación.Tal vez desde fray Bartolomé de las Casas estuvo presente la idea de llamar al Nuevo Continente o, al menos a una parte de él, con un nombre alusivo a su descubridor Cristóbal Colón. “Columba” fue el toponímico que utilizó el fray. En la época de las independencias hispanoamericanas, “Colombia”, como nombre, indistintamente fue utilizado para denominar alguna porción del continente, pero, más precisamente, entre 1819 y 1830 para nombrar el proyecto político en torno al naciente y efímero estado nacional Colombia, más conocido como la “Gran Colombia”, creada por Simón Bolívar. Este proyecto político constituyó una nueva nación construida a partir de un cuerpo de vasallos reales que se separaron violentamente de su soberano en las provincias que habían sido parte de tres divisiones territoriales de la Corona española: un virreinato (Nueva Granada), una capitanía (Venezuela), y una presidencia y audiencia (Quito).

Al hacer la historia del nombre “Colombia”, también es necesario referirse a la Independencia de los Estados Unidos de America en 1783. En este contexto, el término “Columbia” fue utilizado para nombrar al Continente, pero también para referirse a la naciente nación norteamericana, aunque nunca llegó a oficializarse como tal en algún documento constitucional o de carácter oficial. Más bien, estuvo asociado a algunos poetas y círculos literarios de la época, y fue utilizado para bautizar diferentes divisiones políticas de los Estados Unidos.

La “República de Nueva Granada”.- El venezolano Francisco de Miranda castellanizó la expresión “Columbia” y acuñó el nombre “Colombia”. Miranda utilizó este toponímico para referirse alternativamente al hemisferio occidental, para nombrar a la América Española, o para bautizar a la nación que pensaba crear en los antiguos territorios de la monarquía española en América, una vez éstos se hubieran independizado. La capital de dicha nación se llamaría “Colombo”. Hacia mediados del siglo XIX, los colombianos Tomás Cipriano de Mosquera y José María Samper todavía insistían en sus escritos en llamar “Colombia” a la América del Sur. En 1875, otro colombiano, Ezequiel Uricoechea, nombra “Colombia” a Sudamérica. Por su parte, el puertorriqueño Eugenio María de Hostos renombró a Hispanoamérica como “La América colombiana, Colombia y Continente Colombiano”. Hacia fines del siglo XIX, la polisemia del nombre “Colombia” derivó hacia un solo significante, esto es, la actual República de Colombia.

Cabe aclarar que si bien esta breve reseña histórica se centra en el nombre “Colombia”, al menos entre 1830 y 1863 el nombre que alimentó el imaginario político y de nación de lo que constituyó el antiguo virreinato de la Nueva Granada fue la “República de Nueva Granada”. Nueva Granada como nombre y como entidad política, territorial e histórica, tuvo mayor fuerza que su rival Colombia en el contexto de la transición colonial hacia los tiempos republicanos. Efectivamente, exceptuando la década colombiana (1819-1830), la denominación República de Nueva Granada sancionada por la Constitución de 1832 y luego la Confederación Granadina, aprobada por la Constitución de 1858, fueron los nombres que dieron rumbo al nuevo estado nacional. Pero la Constitución de 1863 regresó al nombre de “Colombia” al formar los Estados Unidos de Colombia y a partir de la Constitución de 1886 se adoptó el nombre de “República de Colombia”.

Más allá de la cultura.- En los inicios de la década de 1980 los estudios sobre la nación enfilaron los análisis hacia aspectos relacionados con la cultura que poco habían aparecido en los estudios sobre la formación de los estados nacionales. Es en este ámbito de la cultura y de las representaciones e imaginarios en torno a la nación en donde una historia del nombre “Colombia” se torna interesante en la medida que permite estudiar la delimitación de un espacio cultural que, en una temporalidad que tal vez se extienda hasta fines del siglo XIX, sino es que más acá, permitió consolidar el estado nacional y una identidad nacional colombiana. Este proceso fue largo y lento y tuvo que ver con la entronización en el imaginario de los futuros colombianos, de rituales civicopatrióticos, símbolos patrios, un relato de la historia nacional, una literatura nacional y, ante todo, ciudadanos que se pensaran como integrantes de una comunidad imaginada llamada Colombia.

Cabe señalar que el proceso de formación de la nación colombiana no se agota en procesos atinentes al ámbito de la cultura. De él también hacen parte entre otros aspectos, la definición del territorio, las pugnas de carácter político (guerras civiles) en torno a problemas tan fundamentales como la adopción de la forma de gobierno y constitución del Estado (centralismo o federalismo), las relaciones Iglesia-Estado y, por supuesto, los aspectos relacionados con la economía, la formación de un mercado interno nacional, los avatares del fisco, el problema de los impuestos y la inserción de la economía nacional al capitalismo internacional. Evidentemente, también hace parte de este proceso la formación de una sociedad moderna que hizo su tránsito de súbditos a ciudadanos, de sociedad estamental a sociedad de clases, de comunidades indígenas y negras a individuos libres e iguales ante la Ley (El País, España).

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Los nombres de América: Chile

El historiador Rafael Sagredo Baeza, profesor de Historia de la Universidad Católica de Chile, nos relata la historia de un país que ha tenido que luchar para sobreponerse al relativo aislamiento en el que vivió durante la época colonial. Su rápida incorporación a la economía global desde principios del siglo XIX, sin embargo, fue acompañado por una permanente tensión en el plano político y social entre autoritarismo y libertad que ha seguido hasta nuestros días.

En el extremo sur occidental de América del Sur, Chile se ha desenvuelto como una sociedad marcada por su situación geográfica y su realidad natural, que han condicionado su organización republicana. El impacto de la realidad natural en la organización institucional chilena se aprecia en la opción nacional de privilegiar el orden y la estabilidad sobre la libertad, llegando a implementar un régimen autoritario que, incluso, la noción de república en ocasiones ha quedado en suspenso. Ha sido un imperativo derivado del ponderado orden natural lo que ha llevado al correspondiente orden autoritario que ha caracterizado su existencia.

‘Finis terrae’ del imperio español.- Debe resaltarse la situación geográfica marginal y extrema de Chile durante el periodo colonial como lo demuestra, en primer término, la toponimia del territorio. Por el sur, en la costa desmembrada del extremo meridional occidental de América del Sur, nombres como los de Puerto de Hambre, Isla Desolación, Golfo de Penas, Seno Última Esperanza, Bahía Salvación, Cabo Deseado y Puerto Misericordia reflejan las dificultades que las condiciones geográficas y climáticas impusieron a los conquistadores, tanto como la impresión que estas causaron entre ellos.

El aislamiento de Chile fue acentuado, a su vez, por la poderosa cordillera de los Andes, otro obstáculo que fue frecuentemente representado en escritos de los viajeros europeos a través de una imagen fatídica. El recuerdo de la amarga travesía de Diego de Almagro y sus hombres permaneció vivo entre los conquistadores y sus descendientes, cohibiendo el cruce del muro de hielo y roca que, por la dureza de sus condiciones climáticas, se transformó en una barrera que separó a Chile del resto del continente.

Su enclaustramiento derivado de las condiciones extremas de sus ambientes limítrofes, tanto como la dureza de una existencia cotidiana marcada por la constante guerra contra los araucanos y las periódicas catástrofes naturales que lo sacudían, por no referirse a la endémica pobreza, la transformó en la colonia más pobre del Imperio español, haciendo de Chile una sociedad casi marginal.

“Copia feliz del edén”.- La necesidad de atraer colonos y recursos a un territorio desprestigiado llevó a los conquistadores a exaltar las bondades naturales de Chile después de la frustrada empresa de Almagro a los confines del mundo, a lo más hondo de la tierra, como para los incas se presentaba el extremo occidental de América meridional.

Por consiguiente, promover la imagen de este territorio como un espacio bendecido por la naturaleza tiene su origen en una necesidad práctica, y el enaltecimiento del suelo propio ha sido una actitud constante que se acentuó a lo largo del siglo XIX. Desde los orígenes de la república, los emblemas patrios representaron las apreciadas características naturales de Chile y su extrema ubicación geográfica tanto como su vocación republicana y unitaria.

La Canción Nacional adoptada en 1847 pondera la realidad natural de Chile y exalta la vocación libertaria de la nación. Las características del país, sus glorias y sus grandes destinos se ven reflejados en ella:

Puro es, Chile, tu cielo azulado,
Puras brisas te cruzan también
y tu campo de flores bordado
es la copia feliz del Edén.
Majestuosa es la blanca montaña
que te dio por baluarte el Señor,
y ese mar que tranquilo te baña
te promete futuro esplendor

.

A esta noción se sumaron concepciones ideológicas con versos que exaltan la determinación libertaria del pueblo chileno derivada de su valorada realidad física. El coro del himno es elocuente:

Dulce Patria, recibe los votos
con que Chile en tus aras juró
que, o la tumba serás de los libres
o el asilo contra la opresión

.

La alusión al “jardín del Edén” no es solo una metáfora en relación a las características físicas del territorio nacional, lo es también como proyección de un espacio político en el cual, se creía, prevalecía la ley y el orden, un verdadero “asilo contra la opresión”.

El orden, la paz y la libertad representaron aspiraciones que emanaban de la realidad natural, pero también de las experiencias sufridas después de la Independencia. Las convulsiones vividas, sumadas a la dramática realidad de algunos de los países que nacían a la vida independiente en América, terminaron por exaltar el orden y la estabilidad como elementos esenciales de la república de Chile, incluso sobre la libertad que, para la élite, de todas formas resultaba asegurada por la vigencia del régimen republicano.

Chile: ¿o el asilo contra la opresión? Sin embargo, ¿cuál fue el precio pagado por la sociedad chilena para alcanzar la posición excepcional que se le atribuía? Sin duda, el autoritarismo, materializado en un arsenal de modalidades represivas contra la “anarquía” y “los perturbadores del sosiego público”. Como la realidad histórica lo muestra, y ha sido estudiado y acreditado, “las modalidades represivas perdurarían en la cultura política de la república”.

La referencia a la naturaleza y a su prodigalidad con Chile fue una manera de legitimar el régimen autoritario, que de este modo terminaba siendo una prolongación civil del orden natural, y por lo tanto prácticamente inmutable, tanto como el predominio político de quienes lo imponían. Después de la dictadura de Pinochet, el presidente Patricio Aylwin encabezó la transición a la democracia en Chile. Entre sus desafíos estuvo reformar la heredada institucionalidad autoritaria.

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