Archivo por meses: abril 2012

Seminario sobre el Bicentenario en la UDEP (sede Piura)

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En la foto de izquierda a derecha: Jürgen Golte, Luis Miguel Glave, Elizabeth Hernández, Cristina Mazzeo, Julissa Gutiérrez, Juan Luis Orrego y Carlos Contreras

La Facultad de Humanidades de la Universidad de Piura y el Instituto de Estudios Peruanos organizaron un ciclo de conferencias sobre historia de la independencia del Perú, dentro del Seminario Permanente titulado “Miradas al Bicentenario”, que se realizó el jueves 19 y el viernes 20 de abril de 2012. La actividad se insertó en el conjunto de actividades que ambas instituciones vienen realizando y proyectando en preparación a la celebración del Bicentenario de nuestra Independencia.

Las últimas décadas han sido prolíficas en la investigación y producción bibliográfica sobre el proceso de la independencia peruana. Desde distintos ángulos se ha contribuido al enriquecimiento del conocimiento, comprensión y análisis de esta parte de nuestra historia. El objetivo de estas conferencias es presentar las interpretaciones más recientes acerca de estas distintas dimensiones (económica, política, cultural, social y regional) del fenómeno de la emancipación del virreinato peruano del imperio español.

Los historiadores que participaron en este evento fueron Jürgen Golte (IEP), Luis Miguel Glave (IEP), Carlos Contreras (PUCP), Cristina Mazzeo (PUCP), Juan Luis Orrego (PUCP) y Elizabeth Hernández (UDEP), quienes expusieron temáticas relacionadas con la historiografía sobre la independencia del Perú, los movimientos andinos en el siglo XVIII, la política y la cultura en el período de las Cortes de Cádiz, los comerciantes de Lima y el financiamiento de las guerras de independencia, el norte peruano y su opción por la patria, y las celebraciones por el centenario de la independencia en la historia de la república peruana.

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El autor de este blog durante su presentación

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Notas sobre los Barrios Altos

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En los tiempos prehispánicos, lo que hoy llamamos Barrios Altos, fue lugar de cruce de caminos hacia los Andes y punto de distribución de agua a través del río Huatica; por ello, era lugar de importantes adoratorios indígenas. Esto explica la existencia, ya en tiempos virreinales, de buen número de iglesias y monasterios en esta zona de la Ciudad de los Reyes, como los monasterios de las Descalzas, Santa Clara, del Prado; los conventos de Santa Clara, Mercedarias, del Prado; las iglesias del Carmen, Santa Ana, Mercedarias, Descalzas, Buena Muerte, Trinitarias, Cocharcas, etc., que terminaron siendo parte indesligable de la personalidad de los Barrios Altos. Esto, por ejemplo, permite a los “barrioaltinos”, hasta hoy, recorrer las siete estaciones (iglesias) en el Jueves Santo sin salir de su entorno barrial.

Desde el siglo XVII, los Barrios Altos empezó a ser una zona muy poblada debido a que por las portadas de Maravillas, Barbones y Cocharcas transitaban todos los que se dirigían al centro o al sur del Virreinato peruano. La provisión de alimentos que necesitaba Lima tuvo que pasar necesariamente por los Barrios Altos. Asimismo, luego de la Independencia, a lo largo del siglo XIX, los ejércitos -para develar levantamientos, motines o revoluciones que estallaban al sur del país- debieron ser vistos por sus moradores; a su vez, las carrozas fúnebres con destino al cementerio Presbítero Maestro pasaban por sus calles; esto sin mencionar a los toros de lidia, que venían desde las haciendas del sur, pasaron por los Barrios Altos.

Desde épocas muy tempranas, con el obligado tránsito de personas y mercancías, en sus casas, tiendas, chinganas y callejones comenzaron a radicar provincianos, especialmente los que venían de Yauyos, Huancayo, Huarochirí, Ica, Ayacucho o Cuzco. En los lugares aledaños a las portadas de Maravillas y Barbones, además, se construyeron una serie de tambos que albergaban a los arrieros con sus recuas de mulas. Este tipo de ocupación por cientos de personas que venían de distintos lugares del país la convirtió en una zona populosa al interior de Lima, un perfil que se prolongará hasta la actualidad.

A principios del siglo XX, comprendía entre el jirón Huanta, la calle Conchucos, la Portada de Martinete y la calle Junín. Las casas eran principalmente de adobe y solo la mitad tenía servicios de agua y desagüe; era también una zona muy tugurizada, pues albergaba 50 habitantes por casa de vecindad. Un informe de la Municipalidad de Lima (1908) decía que su población era predominantemente mestiza y sus barrios mostraban altos índices de mortalidad, tuberculosis, fiebre tifoidea, así como un uno de los mayores niveles de densidad por vecindades y callejones. Durante el siglo XX, los “barrioaltinos” consideraron como su hábitat natural hasta la avenida Abancay, pues les era impensable que lugares tan emblemáticos como la Plaza Italia, el cine Pizarro, el Mercado Central, las calles Tigre, San Ildefonso y la Confianza, con sus callejones, la calle del General con su cine América, la Plazuela de Santa Catalina, Mesa Redonda, etc., no formaran parte de los Barrios Altos.

La Quinta Heeren.- Fue construida por el comerciante alemán Óscar Augusto Heeren en la década de 1880. En sus primeros años, fue conocida como “Quinta del Carmen”, por su proximidad con la Iglesia de la Virgen patrona de los Barrios Altos. Se supone que fue levantada sobre los terrenos que pertenecieron a la legendaria Catalina Huanca, donde también estuvieron los monasterios del Prado y del Carmen. Como sabemos, su hija Carmen Heeren y Barreda, se casó, en 1900, con su primo hermano, el futuro presidente del Perú José Pardo y Barreda. El segundo de los siete hijos de la pareja, José Pardo Heeren (nacido en 1903), estuvo viviendo en la Quinta hasta muy avanzada edad.

Con parte de su fortuna, Óscar Heeren construyó el gran condominio que luego sería considerada como uno de los lugares más hermosos y apacibles de la Lima de antaño: la “Quinta Heeren”. Este conjunto residencial de la época, de estilo austro-húngaro, es una muestra de cómo los Barrios Altos, en esos años en la “periferia” de Lima, era un lugar de gran proyección urbanística y arquitectónica.

Ubicada en la cuadra 12 del jirón Junín, la famosa Quinta está conformada por una plazuela, calles estrechas, jardines adornados con jarrones y esculturas. Fue el lugar donde se alojaron alguna vez las embajadas o legaciones de Japón, Bélgica, Alemania, Francia y Estados Unidos. Asimismo, el rincón escogido por varias familias aristócratas de la época para realizar sus famosas fiestas. Pero también fue el lugar donde se produjo un hecho que alteraría la vida apacible de sus moradores: la muerte del empresario japonés Seiguma Kitsutani quien, agobiado por las deudas, se suicida practicándose el hara-kiri el 24 de febrero de 1928. Fue un empresario del mundo textil y minero, amigo de Leguía y miembro de la colonia japonesa que obsequió el monumento a Manco Cápac por el Centenario de la Independencia. En este hermoso rincón “barrioaltino” existió un zoológico donde se cuenta, quizá con alguna exageración, había jirafas, elefantes, auquénidos y un cóndor, que lamentablemente fue atropellado, en 1940, por un tranvía que pasaba por ahí; “Pochola”, como se llamaba el ave, era muy juguetona con los vecinos, es especial por los niños que la visitaban cuando salían del colegio. Tiempo después, se acondicionó una cancha de fútbol en su interior donde casi todo “barrioaltino” tuvo la oportunidad de jugar. La Quinta también ha sido escenario para filmar películas, telenovelas y series de televisión. Pero toda esa vida de opulencia se está esfumando, a pesar de ser declarada monumento en riesgo por la UNESCO.

Finalmente, tenemos las impresiones de Héctor Velarde: “Regresando por el jirón Junín se abre, a poca distancia, la espaciosa reja de la Quinta Heeren en el N° 1201. Parece no haber en américa del Sur un pequeño conjunto urbano de mayor pureza y evocación poética que éste de fines del siglo XIX. Su excepcional aislamiento en un sombreado remanso de la vieja Lima lo ha conservado intacto como un pequeño barrio de los tiempos victorianos. La quinta, sin contingencia alguna con el progreso actual, está constituida por una pequeña plaza con sus calles y grupos de casas de íntima y reducida escala entre frondosos árboles. En lo silencioso del ambiente se tiene la impresión de que allí se ha detenido el tiempo. La arquitectura es de un neoclasicismo muy fino con paños lisos y claros. En el interior de las casas impera ese mismo espíritu, lo que hace que el conjunto de esta quinta tenga una unidad arquitectónica del mayor valor plástico urbano y evocativo”

¿Quién fue Óscar Heeren? Oskar Antonio Federico Augusto Heeren nació en Hamburgo el 27 de noviembre de 1840; fue hijo de Karl August Heeren y de Maria de los Dolores Ramona Angela Baldomera Massa y Graña (nacida en Málaga, España). Llegó al Japón hacia 1868. Cuando en 1872 se produce el incidente del barco María Luz,, nave peruana que transportaba 225 “culíes” desde Macao hasta el Callao, detenida por autoridades japonesas en el puerto de Yokohama, se inicia una disputa legal entre el Imperio Japonés y el Perú, que culmina en un “Tratado Provisional de Paz, Amistad, Comercio y Navegación”, firmado en 1873. Fue en este contexto que Óscar Heeren fue nombrado Cónsul General del Perú en Tokio, gracias a su ayuda en las negociaciones para el establecimiento de relaciones diplomáticas entre Perú y Japón. Fue así que Heeren llega a Lima en 1874, trayendo al primer inmigrante japonés al Perú en el siglo XIX, Tatso Ban, quien trabajó como técnico en el Ferrocarril Central. Ese mismo año, acompañado por un grupo de ingenieros japoneses, organizó un viaje de prospección en la región minera de Cerro de Pasco, a fin de emprender un negocio. También viajó a Chanchamayo, donde compró la hacienda San Carlos, de 10 hectáreas. Se casó con Ignacia Barreda y Osma con quien tuvo como hijos a Carlos y Carmen Heeren Barreda; Carlos se casó con Lucilia Elías (descendiente de Domingo Elías) y Carmen con José Pardo y Barreda (hijo de Manuel Pardo), futuro presidente del Perú en dos ocasiones. Heeren fundó, en 1890, la empresa Japan-Peru Mining Company para explotar los yacimientos de plata de la mina de Carcahuacra (Junín), en sociedad con el financista nipón Korekiyo Takahashi, trayendo técnicos japoneses a trabajar. La sociedad fracasó porque pronto se agotó el mineral. Óscar Heeren falleció en Lima el 8 de febrero de 1909, y fue inhumado en el Cementerio General Presbítero Matías Maestro.

La Iglesia del Prado.- Tenemos noticias que, en 1608, un sacerdote llamado Antonio Poblete fundó la ermita Nuestra Señora del Prado, siguiendo una antigua tradición manchega. Esta iglesia primitiva fue construida antes de 1637 por José de al sida, con dos torres campanarios. Dependía del arzobispado, por lo que la abadesa de “La Encarnación”, Ánglela de Zárate e Irrazábal, la pidió para formar allí una recolección de su monasterio debido a su elevado número de monjas y a las limitaciones del espacio. Para todo esto, ofreció sus bienes y los del benefactor Juan Clemente de la Fuente. Consintieron el Arzobispo y el Virrey, Marqués de Mancera, con fecha 14 de agosto de 1640.

El mercedario fray Pedro Galeano fue el que se encargó de las obras de la nueva iglesia que reemplazó a la pequeña capilla. Según Jorge Bernales Ballesteros, “tuvo esta iglesia de nave única, dos portadas de piedra y ladrillo, una de orden toscano que daba al atrio, y otra en medio del templo que daba a la casa del capellán; según una inscripción, Juan de Aldana, maestro de la arquitectura, hizo estas puertas; restaurada con elementos barrocos subsiste con nobleza la del atrio; Wethey la relaciona con la de san francisco y de la Soledad, o sea con un monasterio posterior, pero su composición es más clásica, pues su medio punto está flanqueado por columnas toscanas sobre pedestales de un metro y sobre el entablamento un friso correcto; siendo solo extraños los dibujos y balaustres de la hornacina o ventana del segundo cuerpo; obra ésta de restauraciones que sí tiene parecido con los modelos franciscanos, aunque también mutilada con recientes revoques de cemento”. Los retablos, el roro, los azulejos y, en fin, toda la decoración interior del templo, fueron notables; el lujo se explica por depender de “La Encarnación”.

Asimismo, conocemos algunos detalles del convento, por descripción del virrey Conde de Santisteban (1666). Tenía dos claustros con celdas, cada uno con un pequeño jardín, como “casas minúsculas”, con cercas altas, dos fuentes de agua y un pozo. Respecto a la iglesia, continúa el Virrey, era muy hermosa, con cuatro retablos dorados, además del altar mayor; 19 lámparas de plata y todo el cuerpo de la iglesia con colgaduras de terciopelo y pinturas de gran valor. Según Héctor Velarde, “regresando por la avenida de los Incas hasta el jirón Junín y bajando por éste hasta el jirón Manuel Pardo se encuentra el Monasterio y la Iglesia del Prado. El templo es arquitectónicamente valioso sobre todo por sus muros lisos y compactos, debiéndose notar lo inusitado del volumen de su cúpula al costado de la portada principal. En el monasterio existe un claustro de un solo piso, de simples y delicadas arquerías, que atrae por el encanto de su sencillez y por la Capilla de los Dolores, que llama la atención por su gran calidad artística”.

Lo último que supimos de este templo fue una lamentable noticia. En febrero de 2008, un grupo de delincuentes ingresó a la iglesia por el campanario, aprovechando la madrugada, y robó dos coronas de plata del Cristo Crucificado y la imagen tallada en madera de San Nicolás Tolentino, de 30 centímetros, que tenía ojos de vidrio y “dientes de leche”, según la tradición. No contentos con ello, los facinerosos también se llevaron dos copones de oro y plata y una puerta de plata del altar mayor, además de un amplificador de sonido utilizado durante las misas y otros actos religiosos.

La Quinta del Prado.- Hacia 1762, el virrey Amat mandó a construir esta casa huerta en la parte alta de la ciudad, con la finalidad de tener un lugar apropiado para descansar a poca distancia del Palacio de los Virreyes. Su nombre se debió a la cercanía del Santuario de la cofradía de mulatos que veneraba la imagen de Nuestra Señora del Prado desde principios del siglo XVII, a pocos metros de la calle del Cercado.

Ubicada en el jirón José Pardo y la calle Huamalíes, en los Barrios Altos, este inmueble, un pavillon de mon plasir, según los cánones del XVIII, está lleno de historia y tradición. Aún conserva un teatrín colonial y la apariencia de suntuosa mansión que albergó a diversas familias de clase y abolengo. La Quinta del Rincón Prado fue erigida en 1762, siguiendo la moda del afrancesamiento. Hay quienes opinan que fue el propio Amat quien dirigió su construcción; otros que el Virrey solo intervino en su diseño. Ambas versiones permiten advertir que el palacete tiene un vínculo muy fuerte con Amat. Según Jorge Bernales Ballesteros, “El interior fue totalmente afrancesado, pues los cielos rasos tenían pinturas mitológicas, columnas jónicas con capiteles dorados en la alcoba, jardín presidido por la diosa Pomona al lado de un surtidor, y un pequeño teatro con artesonado en forma de cabeza de serpientes, donde se representaban comedias ligeras para los íntimos del Virrey”. Todo indica que la Quinta, un lugar de recreación y descanso, fue también el escenario de los amoríos de Amat, y fue motivo de abierta crítica, expresada, por ejemplo, en la comedia Drama de las palanganas, Veterana y Bisoño, representada en el atrio de la Catedral los días 17, 18 y 19 de julio de 1762; en aquella sátira se ridiculizaron los dispendios y amores de Amat y llamó “Casa de Lucifer” a la quinta, tormento de las vecinas monjas del Prado. Al marcharse Amat del Perú, legó el inmueble a su mayordomo, Jaime Palma.

En sus primeros años, dice Juan Manuel Ugarte Eléspuru, fue recreo campestre del hidalgo español Joseph Palmer, “cuyo blasón luce en uno de los aposentos, y que fungía como ‘secretario privado’, hombre complaciente en tercerías, pues prestaba su quinta para las entrevistas íntimas del virrey con la cómica criolla Micaela Villegas”. Por estas reuniones entre la Perricholi y el virrey Amat en la Quinta del Prado, el autor calificó a la morada como “un rincón del amor”. Héctor Velarde, a su vez, nos dice: “Caminando una cuadra por el jirón Manuel Pardo se observa, a la derecha, restos ruinosos de una construcción. Se trata de la Quinta del Rincón del Prado, en cuyo interior quedan elementos arquitectónicos y motivos decorativos del siglo XVIII. Estos son del mayor interés por estar vinculados a la historia galante de la Perricholi y del Virrey Amat; éste era lugar de recreo para ellos. En él quedan pinturas, murales y algunos fragmentos del pequeño teatro al aire libre donde la célebre comediante actuaba para los íntimos del Virrey”.

Ugarte Eléspuru describe así a la casona cuando la visitó en 1975: “Tiene este palacete campestre graciosa alzada y planta en forma de H, con los extremos delanteros cortos y terminados en ochavo… Construido sobre un terraplén, tal vez alguna antigua huaca, tiene ante la fachada principal una terraza con los restos de lo que debió ser vistosa escalinata de acceso… se dice estaba ornamentado con estatuas y macetones decorativos, muy a lo Versalles”. En sus interiores “dos grandes estancias: el salón o cuadra para recibo y comedor, ocupan la parte central del palacete, comunicados por hermosas puertas, entre sí y al exterior. Del lado izquierdo… ¡un teatrín!, milagrosamente intacto, con su pequeño escenario, columnas y arco de bocaescena, y reducido ‘patio de butacas’ como para pocos espectadores”. El autor de Lima incógnita no solo documentó que allí yacía un ‘teatrín’ donde posiblemente la cómica pirueteaba y seducía con los encantos de su voz y de su gracia al septuagenario gobernante, también manifestó que en la quinta “quedaban rastros de los senderos de lo que fueron los ‘parterre’ que seguramente se prolongaban en la anchurosa huerta, olorosa de frutas y de flores”.

Hoy, lamentablemente, está sumido en el olvido: es un tugurio ruinoso, sin el más mínimo rastro de su anterior apariencia rococó, excepto los fragmentos de los murales de su teatrín y oratorio, a pesar de que, desde 1972, fue declarado monumento nacional. Sin embargo, a pesar de todo el daño que ha recibido la Quinta del Prado, todavía se puede recuperar. Si bien es cierto que en la actualidad ya no está rodeada de un ambiente rural como en sus orígenes, todavía mantiene su carácter oculto. Pocos la conocen y se interesan por saber sobre ella.

Los callejones.- Fueron (son) un tipo de vivienda popular que se multiplicó en Lima desde los tiempos virreinales (las quintas vendrían después, a finales del XIX). Eran construcciones de adobe, si tenían un piso; y de adobe con quincha, los que eran de dos pisos. Sus corredores eran de tierra apisonada al igual que la mayor parte del piso del interior de las viviendas. Con el tiempo, la gente, a medida de sus posibilidades, empezó a poner madera y hasta ladrillos pasteleros al piso interior de sus habitaciones, pero los corredores seguían siendo de tierra apisonada. Sus habitantes eran, en su mayoría, obreros y artesanos; también estaban los de oficio desconocido o inestable, como bailarines, cantantes o pregoneros, como recuerda Ricardo Palma. Algunos callejones eran tan grandes que, a simple vista, mirando desde la calle, uno veía solamente el portón de entrada pero, en su interior, había casi otro barrio o ciudad pequeña dentro del callejón.

Todos sus moradores se conocían y había una confianza tal entre ellos (vínculos de compadrazgo) que dejaban la puerta de sus viviendas abiertas durante todo el día, cerrándolas solo a la hora de dormir. Otra de las razones de tener las puertas siempre abiertas era porque tenían que salir, constantemente, al único caño de agua de la vecindad que, además, funcionaba como punto de reunión y chismografía entre los vecinos. Cabe recordar, de otro lado, que las viviendas no tenían baño propio, así que los “servicios higiénicos” estaban asociados al único caño del callejón. Asimismo, al caer la tarde, en la puerta de algunos callejones se solían instalar algunas vecinas con sus mesas a ofrecer postres o algún tipo de comida “al paso” (por lo general, picantes) a los demás vecinos del barrio, tradición que se mantiene hasta hoy. En estos callejones, por último, nacieron las jaranas criollas, en las que nacieron muchos cantantes, músicos y compositores de leyenda.

En suma, los callejones eran un espacio de intensa vida vecinal. Los vecinos podían ser compañeros de trabajo al tiempo que compartían momentos de diversión en las cantinas o chicherías y en los partidos de fútbol; podían ser también compadres. Pero la cercanía vecinal, la comunicación “cara a cara” hacía que la convivencia pudiera tornarse complicada al crearse un “infierno chico”, donde no faltaban las riñas, los chimes, la promiscuidad o la maledicencia. En estos mini-barrios era cotidiano el escudriñamiento de la vida privada, lo que para algunos podía tornarse insoportable.

Los callejones, esas “calles privadas” o “casas públicas”, siempre formaron parte sustancial del paisaje urbano de los Barrios Altos. No puede concebirse su historia sin los callejones, sin estas construcciones multifamiliares de origen colonial, verdaderos “pueblos” que albergaban, hasta inicios del siglo XX; hasta 200 familias, con sus caños y duchas, patios interiores, capillas con sus santos e, incluso, sus bodeguitas con abarrotes en su interior. “San José”, el “Ponce”, la “Espada”; el desaparecido callejón del “Fondo”; el “Buque”, a vías de desaparecer; el callejón del “Alma” y muchos otros son solo algunos de los más conocidos. Algunos toman el nombre de un santo, como “San José” y otros, por su pequeñez y número reducido de habitantes, no tienen nombre o se les conoce por la presencia de una antigua familia.

Un informe de 1906 habla del “Callejón de la Confianza”, en la esquina de Huanta con Puno, que tenía casi la mitad de su habitaciones a cuatro metros bajo el nivel de la calle. Se cuenta que fue uno de los bastiones de la “resistencia” durante la ocupación chilena de Lima, pues no había día en que no apareciera un soldado invasor muerto allí. Cuando las fuerzas “sureñas” iban a preguntar sobre quién había sido el culpable de las muertes, los moradores solían responder que en ese callejón todos eran “angelitos del Señor”, así que alguien de fuera debió haberlos traído de noche.
Otro callejón famoso fue el “Otayza”, habitado sobre todo por chinos. En 1909, el entonces Alcalde de Lima, Guillermo Billinghurst, con el pretexto de mejorar la ciudad y librarla del hacinamiento, lo mandó derribar, abriendo la calle que viene a ser la actual cuadra 7 del jirón Andahuaylas. De esta manera, la calle Capón quedó cortada. Estaba también el callejón de las “Siete puñaladas”, en la cuadra 4 del jirón Cangallo, por el cine Delicias; debió su nombre a que allí ocurrió un crimen pasional, que terminó a puñaladas. Fue derrumbado hace muchos años y en su terreno se construyeron dos edificios. Otros callejones fueron refugio del criollismo, como el “Callejón del Fondo”, en la calle Mercedarias, donde solía acudir Felipe Pinglo; y el “Callejón de La Confianza”, en el barrio del Chirimoyo, donde solía cantar el dúo Vargas-Checa. Ambos callejones fueron derrumbados hace años.

El “Callejón del Buque”.- Al final de la Calle Suspiro, es uno de los más conocidos en los Barrios Altos, porque aquí concurrían los criollos de antaño y se armaban unas jaranas de “rompe y raja”, que a veces duraban varios días. Dicen que aquí solía venir Lucha Reyes, la “Morena de Oro” de la canción criolla. Se trata de una casona de tres plantas llamada por los “barrioaltinos” El Buque por la curiosa forma de su construcción. Tiene balcones, muy descuidados, y sus portones están acompañados por desperdicios que afean el lugar. Cuentan sus ocupantes que, en sus interiores, el piso y la escalera eran de mármol, y las barandas de bronce.

PLAZUELAS.- Como en anteriores post ya se ha hablado con detalle de las plazuelas del Cercado, de Santa Clara, Italia o Santa Ana y de la Buena Muerte, habría que desarrollar dos de estas tres:

Felipe Pinglo.- Ubicada en el jirón Junín con la iglesia del Prado, esta plazuela fue construida, posiblemente, cuando el arzobispo de Lima, Pedro de Villagómez, reconstruyó el edificio del Monasterio del Prado a mediados del siglo XVII. Ahora, este espacio es un homenaje de la ciudad al compositor Felipe Pinglo Alva, quien vivió en este barrio y fue el propulsor del vals criollo tal como lo conocemos ahora. En la placa se encuentra la siguiente inscripción: Municipalidad Metropolitana de Lima, remodelación de la Plazuela Felipe Pinglo Alva 1899-1936. Dedicada a la memoria del padre de la música criolla. El cantor de los humildes, visionario vanguardista de la forma musical, creador de valses y poemas de gran contenido humano y social. Alberto Andrade Carmona, Alcalde-Febrero 1997.

Santo Cristo o Maravillas.- Ubicada en la cuadra 14 del jirón Ancash, su trazo se remonta al siglo XVIII y forma parte de la Iglesia de Santo Cristo, ubicada donde antes estuvo la Portada de Maravillas, una de las puertas de la antigua Muralla de Lima. La capilla del Santo Cristo de las Maravillas fue mandada a levantar por el arzobispo Juan Domingo de la Reguera ya que, según la tradición, allí se encontró abandonada una imagen del Redentor. Es una plazuela de regular tamaño, en una esquina, con cuatro bancas de madera y cemento, y con jardines en aceptable estado. Por su cercanía, esta plazuela y su templo, era el antiguo punto de partida de los cortejos fúnebres hacia el cementerio Presbítero Maestro.

Buenos Aires.- Esta plazoleta, ubicada a la altura de la séptima cuadra del jirón Huánuco, no aparece en ninguno de los planos de la Lima virreinal, por lo que suponemos que su origen es republicano. Para muchos, es el lugar con más esencia barrioaltina, puesto que aquí, el 31 de octubre de 1944, el presidente Manuel Prado y Ugarteche proclamó el “Día de la Canción Criolla”. Aquí también se encontraba el antiguo cine “Conde de Lemos” y está la célebre Quinta o Callejón San José, que parece un pequeño pueblo dentro del barrio. Todavía la plazuela luce su antigua pileta y, luego de su reciente remodelación, en la que talaron sus vetustos árboles, presenta bancas de madera con fierro, faroles de estilo republicano y mesas de cemento para los aficionados al ajedrez.

Monasterio e iglesia de las Trinitarias Descalzas.- Según Ángel Martínez Tuesta (Las monjas en la América colonial, 1530-1824), durante el período virreinal todas las religiosas eran monjas contemplativas que vivían en la clausura de sus monasterios; junto a ellos, proliferaban beateríos y casas de recogimiento. Muchas vivían en comunidad, se ajustaban a las normas de una de las reglas aprobadas por la Iglesia y, con frecuencia, pronunciaban votos simples; pocas formaron congregaciones de vida activa. Sabemos que, en Lima, en 1558, el agustino Andrés de Ortega organizó el convento de la Encarnación, sujetándolo a la jurisdicción de la Orden. Pero la admisión de dos mestizas enfrentó muy pronto a las monjas con su fundador. Las monjas persistieron en su decisión y decidieron acogerse a la jurisdicción episcopal y a la regla de las canonesas regulares de San Agustín (1561). Este monasterio, como ya hemos visto en otro programa de “A la vuelta de la esquina”, estuvo llamado a convertirse en cuna de los monasterios limeños, ya que de él salieron las fundadoras de la Concepción (1573), de la Santísima Trinidad (1580) y de Santa Clara (1605), es decir, los tres monasterios más poblados y de mayor influencia social en la capital de los virreyes.
A partir del siglo XVII, las fundaciones descalzas aceleran su ritmo de expansión y las Trinitarias Descalzas fundan el Monasterio de San Miguel Arcángel en 1682. Hay que recordar que la Orden de la Santísima Trinidad y Redención de Cautivas fue fundada por San Juan de la Matta, en Francia, hace más de 800 años. Su presencia en nuestra ciudad se debió a la labor de sor Juana de la Santísima Trinidad y del séptimo Arzobispo de Lima, Fray Juan de Almoguera.

Los trabajos de construcción del monasterio se iniciaron en 1681 y está ubicado entre los jirones Ancash y Paruro, frente a la plazuela y a la iglesia de la Buena Muerte, uno de los rincones más típicos de los Barrios Altos. Sin embargo, debido al temblor de 1687 se arruinaron el monasterio y la iglesia: las monjas tuvieron que refugiarse en unos corralones y la mitad de ellas murió por la peste que inmediatamente asoló la capital.

Todo tuvo que reconstruirse, aunque no sabemos quién fue el alarife o el maestro que dirigió las obras. La iglesia que vemos hoy es un ejemplo monástico de la Lima del siglo XVIII. Las líneas barrocas de su portada y las espigadas torres (posteriores al terremoto de 1746) con cúpulas influenciadas por el rococó austriaco forman un impresionante y hermoso conjunto arquitectónico. En el interior posee una sola nave, corta, de ancho crucero; en el altar mayor se aprecia la Santísima Trinidad, con fuertes colores de gran belleza. Hoy el convento forma en la vida religiosa a jóvenes, provenientes, básicamente, de las regiones de Cajamarca y Amazonas. Según Héctor Velarde, esta iglesia es un precioso ejemplo monástico limeño del siglo XVIII. Sus dinámicas líneas barrocas, tanto en el imafronte como en la portada lateral, así como las espigadas torres, con sus cúpulas bulbosas a la manera del rococó austriaco, poseen el mayor interés.

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