Archivo por meses: septiembre 2008

La República Aristocrática: las primeras industrias

Durante este período, se produce un notable desarrollo en la economía urbana pues buena parte de las ganancias de los exportadores revertieron directamente a la economía local. Es la época que en Lima la industria, los servicios públicos (agua, luz y teléfono) y la banca experimentaron una rápida expansión. Lima era la única capital latinoamericana cuyos servicios básicos pertenecían en su integridad al capital nacional. En este proceso destacaron tanto importantes familias de la oligarquía como inmigrantes extranjeros, especialmente los numerosos italianos que llegaron desde finales del siglo XIX. Es la época en que se formaron grupos económicos de inversión siguiendo el “efecto demostrador” recibido de las compañías extranjeras. Esto permitió que las técnicas empresariales de los extranjeros influyeran sobre los miembros de la élite nacional. Igualmente, muchos peruanos estudiaron métodos empresariales británicos, franceses y norteamericanos en el exterior, o fueron empleados por compañías extranjeras que operaban en el país. En este sentido queda demostrado que la élite fomentó el desarrollo económico nacional y promovió un proceso de industrialización autónomo.


Fábrica de helados D’Onofrio

En 1896 se creó la “Sociedad Nacional de Industrias” y el “Instituto Técnico e Industrial del Perú” para servir al gobierno como órgano consultivo y al público como centro de información en técnicas industriales. De las diversas ramas, la textil fue la que alcanzó mayor desarrollo y progreso, especialmente la industria manufacturera de tejidos de algodón. En Lima se encontraban las principales fábricas como “Santa Catalina” (1888) y “San Jacinto” (1897). De otro lado, inmigrantes italianos fundaron las fábricas de helados “D’Onofrio” en 1897 y de elaboración de harina como “Nicolini Hermanos” en 1900. En 1906 había en Lima 7 fábricas de fideos y 12 en provincias. La producción de galletas estuvo monopolizada por Arturo Field. La industria cervecera, establecida desde mediados del siglo XIX, estaba representada por “Backus y Johnston” en Lima; en el Callao, “Fábrica Nacional de A. Kieffer”, que luego pasaría a la familia Piaggio. Las fábricas de bebidas gaseosas incluían a “La Higiénica”, “Las Leonas”, “Nosiglia” y “La Pureza”, de R. Barton; en 1902, Manuel Ventura introdujo la “Kola Inglesa”. En Arequipa estaban las de “Yura” y “D. Gutiérrez”. De otro lado, en 1898, se establecieron dos fábricas de fósforos: “El Sol” y “La Luciérnaga”.

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La República Aristocrática: el resurgimiento del sistema bancrio

El sistema bancario fue sobreponiéndose tras su prácticamente desaparición durante la Guerra del Pacífico. El “Banco Italiano” (hoy “Banco de Crédito”) se inició en 1889 como una asociación de comerciantes italianos. En 1897 el “Banco de Londres, México y Sudamérica” se asoció al “Banco del Callao” dando origen al “Banco del Perú y Londres”, que financiaba exportaciones agro-azucareras del norte y de Lima. En 1899, la familia Prado fundó el “Banco Popular” como mecanismo para financiar las actividades empresariales del grupo familiar. El capital bancario más importante era movido por el “Banco del Perú y Londres” y el “Banco Italiano”; cada uno colocaba alrededor de un millón de libras peruanas.


Oficinas del Banco Italiano

También en Lima, esta vez en el plano económico, empezaron a funcionar varias sociedades anónimas: la “Compañía de Seguros Rímac”, la “Compañía Internacional de Seguros”, el “Banco del Perú y Londres”, el “Banco Internacional” (hoy llamado “Interbank”), el “Banco Popular”, la “Sociedad de Alumbrado Eléctrico” y la “Compañía de Fósforos El Sol”, entre otras.

Durante el Oncenio se quiso crear un “Banco de la Nación” para emitir cheques circulares y regular el circulante, labor que hasta entonces era realizada por los bancos comerciales o privados. También se ocuparía de regularizar el servicio del presupuesto (pagos y cobros) y financiar diversas obras públicas. El proyecto no prosperó.

Recién el 9 de marzo de 1922 se aprobó el funcionamiento de un “Banco de Reserva” para organizar el sistema crediticio y la emisión monetaria. Es a partir de este momento que recién se puede hablar de una moneda nacional en el Perú. Su capital inicial fue de 2 millones de libras peruanas y su directorio lo formaban siete miembros: tres elegidos por los bancos, uno como defensor de los intereses extranjeros y tres nombrados por el gobierno. Además de tener total independencia del Ejecutivo, debía emitir billetes respaldados por oro físico, fondos efectivos en dólares y en libras esterlinas, no menores del 50% del monto de dichos billetes. Por último, debía atender imposiciones de cuenta corriente de los accionistas y del gobierno, actuaría como Caja de Depósitos, podría aceptar depósitos del público pero sin intereses y negociar en moneda extranjera de oro u oro físico, además establecer los tipos de descuento.

El Oncenio también inauguró en el país la llamada “banca de fomento” fiel al nuevo papel asignado al Estado por la Patria Nueva. De esta forma, en 1928, inició sus funciones el “Banco de Crédito Agrícola” que debía impulsar la producción agropecuaria en el país. Lamentablemente sus créditos estuvieron destinados a los barones del azúcar y del algodón, no así a los pequeños propietarios o a las comunidades campesinas de la sierra. Ese mismo año se fundó el “Banco Central Hipotecario” para facilitar el crédito a los pequeños y medianos propietarios.


Local del Banco del Perú y Londres ocupado por la Municipalidad del Callao

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La República Aristocrática: la expansión del capital nacional

Durante este período se produce un notable desarrollo en la economía urbana. Se inició en la década de 1890 cuando la mayor parte de la agricultura y minería de exportación estaban controladas por peruanos y las ganancias se invertían directamente a la economía local. Por estos años, en Lima el sector industrial, el de servicios y el financiero experimentaron una rápida expansión. En 1900 había casi 7 mil obreros entre los 100 mil habitantes que albergaba nuestra capital. De otro lado en América Latina, Lima era la única capital cuyos servicios básicos (luz, agua, teléfono) pertenecían en su integridad al capital local.

En este proceso destacaron tanto importantes figuras de la oligarquía como inmigrantes extranjeros, especialmente los italianos que llegaron a Lima a finales del siglo XIX. Nuevamente queda demostrado como los empresarios locales no se inhibieron en fomentar el desarrollo económico nacional. Muchos peruanos utilizaron técnicas modernas de manejo empresarial y diversificaron sus actividades invirtiendo en comercio, agricultura, bancos e industria. De esta manera, al igual que en Estados Unidos o Europa, se formaron grupos económicos de inversión que colocaron el dinero ganado en la exportación (agricultura y minería) a los negocios urbanos y a la ampliación del mercado interno.

En este proceso tuvo enorme importancia el ejemplo recibido de las compañías extranjeras asentadas en Lima. Esto permitió que los métodos empresariales de los extranjeros influyeran sobre la élite local. Igualmente muchos peruanos estudiaron administración y negocios en universidades del exterior, o fueron empleados por las compañías extranjeras que operaban en el país.
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La República Aristocrática: el “boom” del caucho

La explotación del caucho, también llamado “jebe” o shiringa por los nativos de la selva, tomó importancia a finales del siglo XIX y significó el despertar de ciudades amazónicas como Iquitos en Perú (en 1851 era un modesto pueblo de pescadores con menos de 200 personas convirtiéndose, en 1900, en una pujante ciudad de 20 mil habitantes) o Manaos en Brasil.

La demanda del comercio internacional impulsó la extracción de este recurso natural que trajo importantes beneficios al tesoro público entre 1882 y 1912. Un nuevo mito de “El Dorado” se elaboraba en la selva, aunque para las poblaciones de aborígenes representó la quiebra de su organización social, de su vida económica y de sus creencias. Esto sin contar el problema demográfico. De esta forma se escribía una nueva página del eterno choque entre las necesidades de Occidente y el modo de vida de los indígenas americanos.

Para el país la explotación cauchera representó un importante, aunque violento, paso en la ocupación, bajo criterios nacionales, del espacio amazónico. En este sentido se exploró la Amazonía reiniciándose importantes estudios geográficos a cargo de la Junta de Vías Fluviales, creada en 1901, que continuó a los de la Comisión Hidrográfica que funcionara desde 1860.

Los nativos de la selva usaban el caucho para sus juegos (hacían pelotas con él) o para impermeabilizar bolsas. El mundo occidental comenzó a necesitarlo desde 1823 cuando Macintosh logró patentarlo para la manufactura de productos impermeables. Más adelante, en 1839, Charles Goodyear descubrió que si el caucho se mezclaba con azufre y se calentaba se obtenía un producto más fuerte, elástico y resistente tanto al frío como al calor.

A raíz de ese descubrimiento, el “vulcanizado”, la producción del caucho en Brasil, por esos años el primer productor mundial, se incrementó notablemente para subir de 338 toneladas en 1840 a 2,673 en 1860. A finales de siglo, el caucho se convirtió en un producto imprescindible para la industria automotriz cuando, en 1888, se patentó el procedimiento para fabricar llantas inflables.

El auge cauchero atrajo a la amazonía a numerosos migrantes que trabajaron en su explotación (como los casi míticos Carlos Fermín Fitzcarrald o Julio César Arana) y en los servicios vinculados a la misma.

Como cualquier industria extractiva, no consideraba útil la conservación del medio ecológico ni la del árbol productor del jebe, pues se pensaba que el recurso era inagotable (como antes parecía serlo el guano). De esta manera, los árboles eran talados indiscriminadamente y los caucheros pronto se ganaron una siniestra fama frente a la población nativa. Eran los portadores del mal, además de ser transmisores de enfermedades, como el tifus o la malaria, que diezmaron seriamente a la población nativa. Se calcula que unos 40 mil nativos murieron de estas enfermedades durante el “boom cauchero”.

Si miramos algunas cifras, en 1897 el caucho representaba el 9.3% del total de las exportaciones del país. En 1884 se exportaron 540,529 kilos mientras que, entre 1900 y 1905, salieron por el puerto de Iquitos más de 2 millones de kilos de caucho por año. De otro lado, en 1900 el monto en libras esterlinas por su exportación fue de 378,318 y en 1905 fue de casi un millón. A partir de ese momento, le salieron competidores de otras partes del mundo. Exploradores británicos habían exportado plantas a la India y a Ceylán donde se desarrollaron extensas plantaciones. El precio del caucho empezó a disminuir en el mercado. Luego aparecería el jebe sintético. La era del caucho estaba finalizando para el país.
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La República Aristocrática: la minería y el petróleo

Respecto a la minería, hubo seria preocupación por dotarla de un marco legal capaz de fomentar su desarrollo. El 8 de noviembre de 1890, por ejemplo, se exoneró por 25 años a la industria minera de todo gravamen e impuesto con excepción de la contribución de minas instaurada en 1877. Esta ley benefició la explotación de oro, plata, cobre, cobalto, plomo, fierro, níquel, estaño, antimonio, azufre, carbón de piedra, cinabrio y petróleo. También se liberó de derechos aduaneros la importación de maquinarias, útiles, herramientas y demás productos necesarios para su explotación (dinamita, carbón, madera y azogue, entre otros).

Además, en 1892, el Ferrocarril Central llegó a Casapalca y, al año siguiente, a La Oroya; en 1904 la Peruvian Corporation lo hizo funcionar hasta Cerro de Pasco, y en 1920 hasta Huancayo y Huancavelica. De otro lado, en 1896, se fundó la Sociedad Nacional de Minería para representar y fomentar los intereses de la industria minera; su primer directorio estuvo conformado por Elías Malpartida, Federico Gildemeister y Alejandro Garland. Finalmente, para sancionar este esfuerzo nacional, en 1901 empezó a regir el nuevo Código de Minería que, inspirado en principios liberales, garantizó la sorprendente inversión del capital privado en este sector. Sólo entre 1896 y 1899, por ejemplo, se invirtieron casi 13 millones de dólares. Parte de este capital provenía de los propios mineros que habían alcanzado éxito y el resto se reunió entre los hacendados y comerciantes limeños.

La zona que más se desarrolló fue la Sierra Central (Casapalca y La Oroya, principalmente), donde la “Cerro de Pasco Mining Corporation” inició la explotación a gran escala del cobre y de otros minerales; de capitales norteamericanos, esta empresa poseía el 70% de las minas de Cerro de Pasco. De otro lado, en 1890 se descubrieron los boratos de Arequipa; en 1904 se inició la explotación de bismuto en la mina de San Gregorio y se fundó la Azufrera Sechura (Piura) para explotar el azufre de esa región; ese mismo año Antenor Rizo-Patrón descubrió en el yacimiento de Minasranga el sulfuro de vanadio (llamado rizopatonita en su honor), mineral del cual el perú llegó a ser primer productor mundial; Federico Fuchs, en 1906, encontró el hierro de Marcona (Ica), que se llegó a explotar y exportar recién a partir de la década de 1950.

Hasta 1900 se puede hablar de una “pequeña minería” donde destacan los esfuerzos personales de Eulogio Fernandini (Vinchos), Wertheman (Ancash), Antenor Rizo-Patrón (Cajamarca), Federico Fuchs (Ica), así como los de Pedro de Osma, Lizardo Proaño y Fermín Málaga Santolalla; fue la época heroica de las exploraciones, los estudios y los experimentos arriesgados financiados con un pequeño porcentaje del ahorro nacional. Una segunda etapa, la de la “desnacionalización”, empieza a partir de 1901 y está marcada por el auge cuprífero donde destacan el establecimiento de grandes empresas (norteamericanas en su mayoría), la inversión de grandes capitales, la tecnificación y la explotación a gran escala; hacia 1915, por ejemplo, el capital norteamericano llegó a controlar el 92% del cobre. Su producción, estimulada por la continua subida de precios en el mercado mundial desde 1895, aumentó entre 1897 y 1903 hasta las 10 mil toneladas por año. En suma, es la época en que el Perú se consolida, nuevamente, como país minero a nivel mundial.

El petróleo, por su lado, era conocido ya desde los tiempos coloniales. A finales del siglo XVII el padre José de Acosta informaba que existía un manantial de brea al que se le llamaba copé y era utilizado por los marinos para alquitrar sogas y aparejos, o para pintar sus embarcaciones. Luego, en 1863, A.E. Prentice realizó la primera perforación en un lugar llamado Caña Dulce en la zona de Zorritos (Piura). Al siguiente año se fundó la Peruvian Petroleum Company organizada por el ingeniero norteamericano E.P. Larkin, quien convirtió al Perú en el pionero de la explotación petrolera en América Latina. Luego se perforaron pozos con relativo éxito y, en 1870, se creó la Compañía Peruana de refinar petróleo. Por ello , en 1873, se invirtieron 150 mil soles en trabajos de exploración en la zona de Pariñas, también en Piura.

Luego de la guerra con Chile, a partir de 1890, se explotó sistemáticamente en Piura donde la “Lobitos Oil Company” y la “International Petroleum Company” (compañía que surgió en 1913 producto de la compra de la “London and Pacific Petroleum Company” por la “Standar Oil”), desarrollaron la extracción sobre los yacimientos de la Brea y Pariñas. También en ese sector el país vive un proceso de “desnacionalización” que demostraría falta de firmeza por parte del Estado y de los inversionistas locales frente al capital extranjero.

Según algunas cifras, en 1892 eran 30 los pozos abiertos ubicados todos en la zona de Negritos; su producción era de 500 mil litros de petróleo diarios. En 1890, por su lado, los yacimientos de la Brea y Pariñas rindieron poco más de 8 mil barriles al año, mientras que 10 años más tarde su producción anual superaba los 200 mil barriles; en 1915, en este mismo yacimiento, se obtuvieron casi 2 millones de barriles. Como es sabido, estos yacimientos generaron serios conflictos en la década de 1920 que culminaron con un laudo arbitral sumamente polémico. En efecto, en 1924 durante el Oncenio, los británicos, propietarios de la Brea y Pariñas, vendieron sus derechos a la “International Petroleum Company Ltd”. de accionistas norteamericanos. Esta empresa empezó desde entonces a realizar grandes inversiones y a emplear las técnicas más sofisticadas de perforación y explotación. Para 1930 la producción se había elevado a más de 10 millones de barriles. Lo cierto es que la producción y exportación de petróleo fue creciendo llegando a contabilizar el 10% de las exportaciones totales peruanas en 1915 y nada menos que el 30% en 1930.

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La República Aristocrática: la exportación de lanas en la sierra sur

En esta zona del país se producían lanas de ovinos y camélidos en las haciendas y estancias ubicadas en las punas, quebradas y valles del llamado “sur andino”. Su exportación se llevaba a cabo por intermedio de sólidas casas comerciales arequipeñas y extranjeras establecidas en la ciudad de Arequipa. Entre las de origen extranjero estaban “Ricketts”, “Gibson”, “Forga”, “Emmel”, “Weis” y “Sarfaty”; las nativas eran “Muñoz-Nájar”, “López de Romaña”, “Rey de Castro” e “Iriberry”; y, finalmente, los comerciantes “turcos” como Said, Salomón y Abugattás.

A nivel nacional, de todos los sectores de exportación el de la lana fue el menos importante ya que solo representó el 10% de los ingresos por exportación entre 1890 y 1920. A nivel regional, sin embargo, fue el principal sector productivo de la sierra sur hasta el descubrimiento de las minas de Toquepala en la década de 1960. Entre 1916 y 1930, de los 80 millones de dólares en exportaciones que pasaron por el puerto de Islay, no menos del 73% correspondió a la lana.

Un aspecto importante es que mientras otros sectores de exportación, como la caña y el algodón, se desarrollaban dentro de empresas con relaciones “capitalistas” de producción, el de la lana se estableció integrando a pequeños productores al mercado mediante el “trueque” o por la expansión de la producción de lana en las grandes haciendas que absorbían las tierras de las comunidades indígenas generando no pocos conflictos y eventuales rebeliones.

En este mundo básicamente “tradicional” se desarrolló una estructura triangular de gran importancia donde, según Rosemary Thorp y Geoffrey Bertram: Los tres polos eran los productores en pequeña escala, los productores en gran escala (haciendas) y los comerciantes que se encargaban de la exportación de la lana. El primer grupo, es decir, el que siempre ha producido lana de alta calidad proveniente especialmente de la alpaca, es el de los pastores indígenas de la sierra, mientras que la lana de oveja, de menor calidad (aunque también producida por el sector de pequeña escala) ha sido el producto principal de las grandes haciendas del sur. Los grandes terratenientes y comerciantes, quienes formaban el núcleo de la elite económica del sur, fueron relativamente independientes del resto del perú y los vínculos entre estos grupos y las empresas que operaban en el centro y norte se encontraban escasamente desarrollados.


Mollendo (Islay) a principios del siglo XX

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La República Aristocrática: la agricultura de exportación

El 22 de mayo 1896, por iniciativa de un grupo de agricultores, se fundó la Sociedad Nacional de Agricultura; entre ellos estuvieron Manuel Moscoso Melgar, los hermanos Aspíllaga, Francisco Moreyra y Riglos, Olivo Chiarella, Francisco Tellería, Sebastián Salinas, Adriano Bielich, Federico Palacios y Augusto Gutiérrez. Con esta medida, se quiso orientar al Estado en favor del desarrollo agrícola y canalizar las demandas de los hacendados. Desde este momento, las actividades del nuevo gremio fueron ininterrumpidas. Gracias a sus gestiones se introdujo, por ejemplo, la enseñanza agrícola al fundarse, en 1902, la Escuela Nacional de Agricultura; además, se iniciaron los estudios para combatir las pestes y enfermedades en los cultivos de la costa a través del Instituto de Parasitología Agrícola que luego se convertiría en la Estación Experimental Agrícola de La Molina.

Un buen ejemplo de esta política fueron las gigantescas plantaciones azucareras que dominaban el valle de Chicama (La Libertad) que terminaron concentrando la tierra en pocas manos. La historia es algo simple. Las haciendas de los plantadores nacionales fueron absorbidas dentro de tres grandes empresas agrícolas: “Casagrande” (de la familia Gildemeister), “Roma” (de los Larco) y “Cartavio” (de la Casa Grace). Sus propietarios simbolizaban la nueva era marcada por la inyección del capital extranjero y el trabajo de los indios “enganchados” que formaron el proletariado agrícola. La coyuntura internacional, además, favorecía las exportaciones, especialmente durante los años de la Primera Guerra Mundial. Otra hacienda importante del valle fue “Laredo”, propiedad de Ignacio Chopitea. El mapa azucarero se completaba con Lambayeque. Las dos familias más importantes de la región eran los Pardo, en la hacienda “Tumán”, y los Aspíllaga en “Cayaltí”.


Hacienda “Roma”, propiedad de la familia Larco (Chicama)

En 1889 se exportaron 45 mil toneladas de azúcar y en 1905 poco más de 134 mil por un valor de un millón y medio de libras esterlinas. Sin embargo, durante estos años la industria azucarera experimentó una crisis debido a la sobreproducción mundial y a la consiguiente baja de su precio en el mercado; en 1902, por ejemplo, su precio llegó a 5 chelines y 3 penques el quintal de 100 libras, su punto más bajo. Según Peter Klaren, esto originó un ciclo de bancarrotas entre los pequeños y medianos propietarios y la consolidación de las grandes plantaciones que pudieron defenderse mejor del mercado externo. Cerca de cinco mil familias debieron vender sus haciendas que terminaron absorbidas por las grandes plantaciones azucareras. Esta difícil coyuntura obligó a éstas tecnificarse con maquinaria moderna.

Hacia 1904 unas 50 mil hectáreas estaban dedicadas al cultivo de caña, pero en 1912 solo 37 mil se dedicaban a este fin (igual que en 1884). Esto se debió a que los agricultores de Piura, Camaná e Ica dejaron de cultivar caña debido al complicado panorama. A partir de entonces la producción nacional dependió de las plantaciones de La Libertad, Lambayeque y Lima; solo en los dos primeros la producción aumentó en un 60% hacia 1912. En este sentido, la industria azucarera norteña se encontraba en buenas condiciones para afrontar el incremento sin precedentes de la demanda mundial por la guerra entre 1914 y 1918, época de oro de los barones del azúcar. Estos lograron acumular en aquella feliz coyuntura por lo menos 10 millones de dólares, los cuales fueron invertidos en compra de tierras e instalación de nuevos ingenios. Hacia 1920, la capacidad productiva se había elevado a 320 mil toneladas aproximadamente, el doble al nivel anterior de la guerra. Por ello, al año siguiente se destinaron 50 mil hectáreas para el cultivo en los valles del norte.

En resumen, como lo anotan Rosemay Thorp y Geoffrey Bertram: El monto retornado a la economía nacional derivado de las exportaciones de azúcar fue bastante elevado en las décadas de 1890 y 1900, con una alta proporción de excedente económico que fue empleado para promover el esfuerzo de desarrollo nacional en aquellos años. Durante la primera guerra mundial, el valor retornado disminuyó, al elevarse los precios por las ganancias inesperadas que no se remitieron al país, las que fueron gastadas en parte en la importación de equipos que resultaron de limitado rendimiento económico. En la década de 1920, los bajos precios mundiales virtualmente eliminaron al azúcar como generador importante de excedente y los fondos disponibles que eran obtenidos tendieron a salir al extranjero de tal manera que, aunque el sector permaneció prácticamente libre de control extranjero, su desempeño económico se volvió similar al que se podía esperar de una industria extranjera de exportación.

La exportación del algodón siguió en importancia a la del azúcar. Las zonas de mayor producción fueron Piura, Ica y los valles del norte de Lima (Santa, Pativilca, Supe, Huaura, Chancay y Chillón). Los tipos de algodón que se cultivaban eran los siguientes: peruano, egipcio y, en menor cantidad, argeliano, mitafifí, y sea island. Según Alejandro Garland, el cultivo de algodón cubría, en 1905, cerca de 20 mil hectáreas, daba ocupación a 16 mil personas y su rendimiento anual no bajaba de 400 mil libras peruanas. Pero los cultivos del “oro blanco” estaban casi siempre expuestos a la enfermedad del Wilt hasta que, en 1908, luego de infatigables esfuerzos, Fermín Tangüis (1851-1932) halló una planta resistente a la plaga que luego se hizo famosa en el mundo por su gran calidad. De este modo el Algodón Tangüis permitió a los agricultores obtener excelentes beneficios colocando al Perú como productor del mejor algodón en el mundo. Su exportación se hizo por los puertos de Paita, Callao y pisco, siendo sus mayores mercados Estados Unidos e Inglaterra.


Fermín Tangüis en su hacienda “Urrutia” (Pisco)

Al finalizar el siglo XIX, la exportación llegaba a las 6 mil toneladas; antes de la Primer Guerra Mundial éstas llegaron a más de 20 mil y hacia 1923 casi duplicaron su volumen. Por ello tanto en Piura, Ica y el norte de Lima el algodón fue desplazando a la caña y a otros cultivos de panllevar. Además, los pequeños y medianos propietarios se dedicaron a su siembra ya que no requería de grandes costos fijos.

El arroz, finalmente, era cultivado en Lambayeque donde existían haciendas con molinos propios para su pilado como “Tumán”, “Talambo”, “Cultambo”, “Facla”, “Lurificio” y “Masanca”; otros centros de pilado se hallaban en las zonas de Jayanca, Túcume, Ferreñafe, Éten, Pacasmayo, Chongoyape, San Pedro, Guadalupe, Pueblo Nuevo y Montevideo. El cultivo del arroz se orientaba básicamente al mercado interno y una pequeña parte era exportada a Chile, Ecuador y Bolivia a través de los puertos de Éten y Pacasmayo.


Antiguo ingenio de la hacienda “Talambo” (Chepén)

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La República Aristocrática: el retorno de Pardo y la crisis del civilismo

Tras la caída de Billinghurst, el civilismo volvía a controlar el proceso electoral y una convención de partidos designó al ex-presidente José Pardo y Barreda como candidato presidencial común. Su triunfo estaba descontado. A Benavides sólo le quedó llamar a elecciones en 1915 y convertirse en aquel tipo de militar que encabeza un golpe para preservar los intereses de la oligarquía, anticipo de lo que serían luego Sánchez Cerro, Benavides y Odría.

El segundo gobierno del hijo del fundador del civilismo (1915-19) no pudo repetir las buenas intenciones del primero pues ahora el proyecto de su partido se había agotado como opción política, además, las repercusiones de Primera Guerra Mundial ocasionaron un malestar social por el derrumbe de los precios de las exportaciones afectando toda la economía latinoamericana. La situación pudo estabilizarse uno o dos años más tarde, sin embargo, el costo de vida se había duplicado entre 1914 y 1918, mientras los salarios se mantenían estancados.

Por ello, estos años estuvieron marcados por la violencia política y uno de los hechos más visibles fue la presión del movimiento obrero apoyado por los estudiantes universitarios. En 1919 una ola de paros laborales culminó en una huelga general que paralizó Lima. Las demandas eran la jornada general de las 8 horas de trabajo y la reducción del costo de vida. Las calles de la capital se convirtieron en un sangriento campo de batalla entre los huelguistas y la policía. Incluso ciertos sectores de la clase media simpatizaron con los huelguistas y se unieron a ellos en las calles. Mientras el civilismo se tambaleaba en el poder, Leguía se preparaba para darle la estocada final. Los demás partidos acusaban también una crisis muy seria al no interpretar los sentimientos de los nuevos actores sociales. El edificio elitista y antidemocrático diseñado por el civilismo se desmoronaba.


José Pardo y Barreda

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La República Aristocrática: la generación del 900

Para entender a los miembros de este brillante grupo de jóvenes intelectuales (José de la Riva-Agüero y Osma, Víctor Andrés Belaúnde, los hermanos Francisco y Ventura García Calderón, José Gálvez, Julio C. Tello, Felipe Barreda y Laos, Juan Bautista de Lavalle, Fernando Tola y Luis Fernán Cisneros, entre otros) es necesario recordar las dramáticas consecuencias morales y materiales que dejó el conflicto con Chile, la guerra civil que enfrentó a Cáceres e Iglesias y la imposibilidad del país en conseguir recursos foráneos para iniciar la Reconstrucción Nacional. Todos ellos nacieron y crecieron en ese difícil contexto.

Si bien algunos de ellos habían nacido en el seno de familias aristocráticas (como Riva-Agüero) no podían evadirse del marco de un país sumido en la postración. La idea que dominaba entonces entre la juventud es que el país había entrado en una nueva etapa: era necesario sacudirse de aquel ingrato pasado y construir una verdadera nación.

Esta generación buscó sus maestros de evocación histórica y literaria en Ricardo Palma y en el legado político de Manuel Pardo y Nicolás de Piérola. Sus miembros querían introducir nuevas ideas que agitaran el marasmo de la sociedad peruana, inspirados en los grandes maestros del nacionalismo francés y español que reaccionaron radicalmente luego del desastre de Sedán (derrota francesa frente a Prusia en 1871) y de Cavite (cuando España perdió, en 1898, sus últimos dominios coloniales: Cuba, Puerto Rico y las Filipinas).

Sus maestros fueron Taine, Renán, Michelet, entre los franceses; Gavinet, Joaquín Costa y Miguel de Unamuno, entre los españoles; y, sobre todo, el uruguayo José Enrique Rodó, cuyo libro Ariel le dio el nombre a esta generación (“arielista”) que preferimos llamarla del “Novecientos” para no encasillarla en la influencia de un solo autor, a pesar que muchos de sus miembros tenían al Ariel como libro de cabecera. El legado de Rodó, especialmente la idea que la unidad espiritual del continente se traducía en el camino de las juventudes universitarias, propósito que coincidía con los ideales de esta generación: solidaridad continental, idealismo, latinismo y gobierno de las élites. Por ello, Francisco García Calderón, acuñaría la frase: El Perú se salvará sólo bajo el polvo de una biblioteca (1910). No hay que olvidar, de otro lado, la influencia de ciertos profesores de San Marcos por aquel entonces, especialmente la del filósofo Alejandro Déustua, introductor del bergsonismo -es decir, del neoidealismo francés- y la de Javier Prado, ex-positivista y precoz maestro, convertido ahora al bergsonismo por Déustua.

Entre sus miembros más representativos, José de la Riva-Agüero (Lima, 1885-1944), pensador profundo y escritor de una sólida erudición, se destacó precozmente con dos tesis en San Marcos: “Carácter de la Literatura del Perú Independiente” (1905) y “La Historia en el Perú” (1910). En 1912, cargado de libros y mapas, recorrió durante tres meses la sierra peruana, viaje que le serviría para redactar cinco años después un libro al que daría el título de Paisajes Peruanos.


José de la Riva-Agüero y Osma

Riva-Agüero supo combinar su afán intelectual y su formación académica para estudiar las obras e ideas de las figuras cumbres del pensamiento peruano. Admiró a Gonzáles Prada y rescató el pensamiento conservador de Bartolomé Herrera. En el campo político valoró el legado de Manuel Pardo y Nicolás de Piérola, cuyos ideales hizo suyos, transformándolos luego en un ideario propio y representativo de su generación. Entendió a la “nación” como síntesis: unión y encuentro entre las tradiciones culturales que habían hecho la historia del Perú alrededor de una nueva clase dirigente -no como aquella nobleza colonial boba e incapaz de todo esfuerzo, como meditó en la pampa de la Ayacucho en su viaje de 1912- que asumiera su pasado y fuera capaz de afrontar los desafíos de un país poco integrado y, menos aún, desarrollado.

Para Riva-Agüero si bien no existía la “nación” peruana, sí estaban sentadas sus bases, una de ellas el mundo andino, al que dedicó libros, cartas, ensayos, artículos periodísticos y constante obsesión. La “nación” era para él un alma colectiva cuyo rasgo en el Perú debía ser mestizo: esa alma existía, aunque aletargada y adormecida.

Por su parte Francisco García Calderón (Valparaíso 1883-Lima 1953), hijo del Presidente de la Magdalena, en 1906, a los 23 años, partió a Europa y no regresaría en definitiva sino hasta 1947. Toda su trayectoria intelectual la desarrolló en París donde escribió varias obras en francés y un libro de inusitado éxito, Las democracias latinas de América (1912), prologado por Raymond Poincaré. Sin embargo, su libro más célebre, “El Perú contemporáneo” (París 1907 y Lima 1981), fue el primer intento moderno por ofrecer una visión global -síntesis e interpretación- del Perú y, de hecho, podríamos considerarlo como el principal punto de referencia cultural de la élite criolla occidentalizada del país.


Francisco García-Calderón Rey

Allí reclamaba la existencia de una clase dirigente que reclutara a sus miembros no sólo por su riqueza y abolengo, sino también por su inteligencia (una clara evocación de Bartolomé Herrera). Una oligarquía abierta e ilustrada que entendiera la necesidad de reformar el país para modernizarlo y ubicarlo en el camino del progreso. Pero el destino del país no era quedar al remolque de los Estados Unidos, sino había que reconocer el carácter latino del Perú y aproximarlo más a Francia e Italia. Por ello era preciso fomentar una política de inmigración atrayendo a europeos para que poblaran el país que, teniendo entonces 4 millones de habitantes, requería nuevos brazos para su agricultura. Paralelamente había que ampliar la frontera agrícola impulsando las irrigaciones. Estas tareas debían ser emprendidas por un Estado eficiente en el que esa oligarquía supiera incorporar a los grupos marginados. De esta manera el indio tenía que ser transformado, de siervo o campesino sumiso, en obrero moderno o en propietario respetando sus costumbres. Este colosal proyecto, si fuera preciso, debía ser guiado por un líder excepcional, una suerte de “César democrático” .

Por último, Víctor Andrés Belaúnde (Arequipa 1883-Nueva York 1966), que llegó a ser, en 1959, Presidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas, consideró en su libro Peruanidad (1942) al país como una “síntesis viviente”: síntesis biológica, que se refleja en el carácter mestizo de nuestra población; síntesis económica, porque se han integrado la flora y la fauna aborígenes con las traídas de España, y la estructura agropecuaria primitiva con la explotación de la minería y el desarrollo industrial; síntesis política, porque la unidad política hispana continúa la creada por el Incario; síntesis espiritual, porque los los sentimientos hacia la religión naturalista y paternal se transforman y elevan en el culto de Cristo y en el esplendor de la liturgia católica. No concebimos oposición entre hispanismo e indigenismo… los peruanistas somos hispanistas e indigenistas al mismo tiempo. Antes había publicado “La realidad nacional” (París, 1931) como respuesta a los “7 Ensayos de Mariátegui” y, en el campo religioso, no se inspiró en el liberalismo laico sino en el fermento dinámico y social que vive al interior del cristianismo, planteando así los fundamentos de una nueva actitud para los católicos inteligentes en una “ofensiva” de carácter social-progresista por transformar el país. Su figura marcaría un renacimiento en el pensamiento católico peruano.


Víctor Andrés Belaunde

En 1915 Riva-Agüero fundó en Partido Nacional Democrático con un grupo de universitarios de su generación entre los que figuraban Víctor Andrés Belaúnde, Constantino Carvallo, José María de la Jara, Oscar Miró-Quesada y Julio C. Tello. En el Manifiesto de Fundación subrayaron: No somos ni seremos instrumentos de nadie; no pretendemos formar una efímera organización electoral sino un partido serio y permanente. Como el documento pecaba de buenas intenciones el diario “La Prensa” los calificó de idealistas, de estar demasiado lejos de la realidad. En suma, de ser, sin habérselo propuesto, seguidores del ultrismo intelectual del futurismo literario europeo. Por ello fueron llamados “futuristas”.

Pero más allá de estos epítetos, el nuevo partido quiso representar una opción liberal-aristocrática frente a la crisis del civilismo y los partidos tradicionales. Pero pese a los esfuerzos de sus miembros por organizar a nivel nacional el partido, éste tuvo una vida muy breve. El golpe de Leguía en 1919 terminó con las pretensiones de sus miembros y el propio Riva-Agüero se autoexilió en Europa terminando en un conservadurismo reaccionario y combativo. En síntesis, a pesar de su escaso peso político, el Partido Nacional Democrático representó, entre 1915 y 1919, un intento frustrado de la llegada al poder de una personalidad excepcional y renovadora (Riva-Agüero) al lado de una generación académicamente bien formada y comprometida con los destinos del Perú.

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La República Aristocrática: el populismo de Guillermo Billinghurst

Por ello, en 1912, resultó electo Guillermo Billinghurst, un acaudalado salitrero de Tarapacá y miembro del clan pierolista. Pero este paréntesis dentro de la era civilista no significó la quiebra del “orden oligárquico” a pesar del discurso de Billinghurst, un populista precoz, orientado a las demandas de los sectores populares (los obreros a lo largo de la campaña lo llamaron el “Pan Grande”). Durante su breve y accidentada gestión, Billinghurst se enfrentó con la mayoría civilista del Congreso, con los demás partidos, con el ejército y hasta con la opinión pública. Desterró a Leguía y amenazó con disolver al Congreso para convocar nuevas elecciones parlamentarias. Quería reformar el sistema electoral incorporando a la Corte Suprema, entidad muy prestigiosa en aquella época. Sus medidas no eran del agrado de la oligarquía. Este contexto hizo que irrumpieran dos nuevos protagonistas políticos: los obreros y los militares.

Los primeros habían sido manipulados por el propio Billinghurst desde 1909 en su época de alcalde de Lima; se preocupó por mejorar sus viviendas, enseñanza y sus condiciones de vida. Ahora en el poder garantizó toda huelga que estuviera respaldada por las tres cuartas partes de los trabajadores afectados. También concedió a los obreros del puerto del Callao la jornada de ocho horas y apoyó manifestaciones de comités de obreros para intimidar a sus opositores y presionar al Congreso. Esto era intolerable para la oligarquía que veía amenazado su monopolio en el control político.

Los militares, por su lado, no veían con buenos ojos la actitud pasiva de Billinghurst frente al problema de Tacna y Arica; además, el Presidente había intentado reducir el presupuesto de las fuerzas armadas. Por ello, los militares fueron llevados por el civilismo al juego político para deponer a un presidente que amenazaba el orden oligárquico y la seguridad nacional.


Guillermo Billinghurst

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