Los padres de la ‘Buena Muerte’ o ‘Crucíferos de San Camilio’

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Iglesia y plazuela de la Buena Muerte

Fue una orden hospitalaria, fundada en 1582 por el futuro San Camilo de Lelis (la creación de la orden fue confirmada, en 1591, por el papa Sixto V). Inició su labor en Italia, España, Portugal y Francia. Su “casa matriz” estuvo en Sicilia, y de Italia llegó a América. Sus miembros, aparte de formular los votos clásicos, tienen el deber de ayudar espiritual y materialmente a los moribundos. En suma, respecto a su “misión”, es una orden que ayuda a efectuar el tránsito hacia la otra vida, que ayuda a “bien morir”, especialmente a los pobres y enfermos a los que asiste o socorre, tanto en hospicios y hospitales como en domicilio o prisión.

Fue la última orden masculina que llegó a la Lima virreinal. Los padres camilos arribaron en 1709 y, al año siguiente, fundaron el Hospital de los Camilos o de la Buena Muerte o de Agonizantes de Lima. El primero que pisó nuestra ciudad fue el padre siciliano Golbordeo Carami; tenía 38 años y pronto conquistó el aprecio del Virrey y de la población por su trabajo desinteresada hacia los enfermos pobres de los hospitales de caridad, alojándose en los Barrios Altos y edificando una capilla a la “Virgen de la Buenamuerte”. Asistió también a los contagiosos de la peste del Cuzco, en los años 1716-1718. Había llegado para recaudar los fondos necesarios al proceso de canonización del Fundador. A su solicitud, vinieron de España los padres Juan Muñoz de la Plaza y Juan Fernández. El primero amplió la Iglesia, edificó el convento y organizó la agrupación laical de las “Beatas Camilas” para la asistencia de las enfermas pobres. El primer camilo peruano fue el doctor José de la Cuadra Sandoval, catedrático de San Marcos y su ejemplo atrajo a muchos otros.

Poco a poco, también cobraron importancia en el plano doctrinal e intelectual, participando en las polémicas eclesiásticas que se produjeron en el Imperio español o como consejeros espirituales de las autoridades virreinales. Algunos de sus miembros enseñaron en la Universidad de San Marcos y participaron en la publicación del Mercurio Peruano, revista de los “ilustrados” limeños. Uno de ellos fue el padre Francisco Gonzáles Laguna, colaborador del Mercurio Peruano con el seudónimo de “Timeo”, y miembro de la Sociedad de Amantes del País. Fue un sobresaliente botánico y colaboró con las expediciones científicas que llegaron al Perú a finales del XVIII. En 1791 se le encomendó, junto a Juan Tafalla, la creación del Jardín Botánico de Lima; solo esta obra lo hace ya merecedor de nuestro reconocimiento.

Sin embargo, la función principal de los camilos estuvo dentro de los sectores populares de Lima, como los Barrios Altos, situado en la periferia de la Lima cuadrada intramuros, y en el barrio de indios y negros de San Lázaro, ubicado “Abajo del Puente”, al otro lado del Rímac, donde fundaron la “Casa de Santa Liberata”, en honor de la patrona de la ciudad de Sigüenza. Su misión, entonces, estuvo en impulsar y mantener la religiosidad popular en los barrios limeños marginales. Su “casa de Lima”, en los Barrios Altos, fue la más importante en esta zona del continente, pues los camilos también estuvieron en Quito, La Paz y Popayán. Luego de la Independencia, los camilos entraron en crisis, para luego “renacer” en el siglo XIX y desarrollarse hasta nuestros días. Para su mantenimiento, los camilos tuvieron algunas haciendas (muy pequeñas) y, especialmente, propiedades urbanas en Lima, concretamente 23 casas, 9 tiendas, 1 pulpería, 3 callejones de cuartos (con más de 460 alquileres mensuales) . Para este tema, ver el trabajo de Pablo Luna, “Conventos, monasterios y propiedad urbana en Lima, siglo XIX: el caso de la Buenamuerte. En Fronteras de la Historia, número 7, 2002. Ver también el trabajo de Virgilio Grandi, El Convento de la Buenamuerte. 275 años de presencia de los Padres Camilos en Lima. Bogotá: Lit. Guzmán Cortés, 1985.

La iglesia y la plazuela de la Buena Muerte.- En sus Itinerarios de Lima, Héctor Velarde nos dice que esta iglesia “hace parte del convento fundado a principios del siglo XVIII y cuya sala capitular es muy hermosa. Su fachada, pulcra y humilde, se integra y juega con la nítida y proporcionada volumetría del templo”. La historia comienza cuando los camilos construyeron un primer templo bajo un proyecto de Cristóbal de Vargas, que no llegó a terminarse debido al terremoto de 1746; luego, se reconstruyó, precariamente, según los diseños del capitán Juan de la Roca en 1748. Sin embargo, en 1758, el Provincial de los padres “agonizantes”, Andrés Pérez, resolvió construir la iglesia y el convento en otro emplazamiento, en la esquina de la calle de la Penitencia, que desató la protesta de las monjas trinitarias que estaban al frente. En este segundo templo participaron Juan de matamoros y Manuel de Torquemada. Quedó listo en 1766.

Para la nueva iglesia, los “agonizantes” trajeron de España una serie de tallas, lienzos y vestuario para la liturgia. Particularmente valioso fue un apostolado de Zurbarán, obras del taller del famoso pintor, y otros cuadros, uno de ellos atribuido a Valdés Leal. Respecto a su diseño, Jorge Bernales Ballesteros anota un juicio poco auspicioso: “la iglesia es una de las pocas en lima elevada a un nivel superior de casi tres varas sobre la superficie de tierra por sendas gradas de piedra. Tiene tres naves, en realidad sin profundidad ni gran anchura, ni crucero, cúpula sobre el presbiterio y ausencia de capillas en las estrechas naves laterales que más parecen galerías separadas de la nave central por columnas toscanas de madera con fuste liso. No hay novedad alguna y todo carece de valor, incluso la pequeña torre sobre el doblo atrio de ingreso”

Respecto a la plazuela, Juan Bromley calcula que se formó en 1745, cuando la congregación de San Camilo recibió la donación de un solar ubicado en la esquina de la antigua iglesia de la Buenamuerte y la calle de la Penitencia; de esta manera, los frailes (liderados por el cura Antonio Valverde y Bustamante) construyeron los nuevos templo y convento, inaugurados ese mismo año, con gran fiesta en la nueva plazuela. Actualmente, este espacio sigue siendo un lugar de distracción y tránsito de peatones, además de aquellos que van en busca de asistencia, tanto en la iglesia como en el Hospital de la Buena Muerte. La plazuela es cuadrangular, de 18 por 22 metros; tiene bancas de cemento, faroles de estilo republicano y piso de lajas. Como dato curioso, debajo de la plazuela hay una galería abovedada con criptas, la cual es accesible sólo desde el convento.

Esta plazuela también se hizo conocida porque aquí nació el conocido restaurante de pescados y mariscos la “Buena Muerte”, en la esquina de los Jirones Paruro y Ancash (hoy está en la cuadra 4 del jirón Paruro), propiedad del inmigrante japonés Minoru Kunigami. Según el testimonio recogido por Mariela Balbi, progresó económicamente y se mudó a los Barrios Altos, más precisamente a la plaza de la Buena Muerte, donde abrió una bodega que adentro tenía un salón. “No quería que se convirtiera en cantina, porque cerca estaba el Estado mayor del Ejército y al mediodía los oficiales venían a tomar su pisquito. Me pedían queso cortado y un día se me ocurrió hacer choritos y caldo de choros”. Poco apoco fue introduciendo todo tipo de platos a base de pescado y la gente quedó fascinada por lo singular de su propuesta culinaria. Ofrecía sashimi, e hizo que sus comensales aprendieran a comer cebiche medio crudo o, como él acertadamente lo denomina: “a la inglesa”. “Lo preparaba con ají monito de la selva, rojo y amarillo, luego salió el limo. También con su poquito de kion. Ajinomoto (glutamato) y ajo”. Todavía lo sirve con nabo, rabanito y pepinillo, “lo hago por el sabor y porque adorna bonito”. Lo cierto es que se hacía cola para entrar, el cebiche volaba y congregaba refinados paladares y aventureros del sabor. Era el restaurante de pescados y mariscos de la época y hasta hoy mantiene su calidad.

La iglesia de Santa Liberata (Rímac).- Cuenta la tradición que, con motivo del robo de las Sagradas Formas de la iglesia del Sagrario de la Catedral y del hallazgo de las mismas al pie de un naranjo de la Alameda, se construyó, en 1710, la capilla de Santa Liberata, en un terreno donado por Antonio Velarde y Bustamante para la capilla de Nuestra Señora de la Buenamuerte, imagen que se instaló en el nuevo templo.

Según el padre Vargas Ugarte, el obispo Diego Ladrón de Guevara hizo edificar este templo, dejando suficiente renta para dos capellanes quienes debían mantener el culto. El 5 de noviembre de 1744 falleció el que lo había sido desde su fundación, el presbítero Juan Gonzáles, quien dejó en su testamento como herederos de los bienes del templo y la casa del capellán a los padres “agonizantes”; la decisión fue refrendada por el virrey Marqués de Villagarcía, que desató la protesta de los vecinos franciscanos. Los nuevos administradores tomaron en posesión la iglesia y el conventillo, pero como la renta no les fue suficiente, doña Teresa Cavero les hizo la donación de una huerta en el camino de la Pampa de Amancaes con cuyos frutos pudieron mantenerse.

La iglesia, en opinión de Jorge Bernales Ballesteros, demuestra un exquisito gusto y novedad en Lima: cúpula grande sobre pechinas que cubre un templete de 8 columnas que forman el altar mayor sobre cripta en la que se ve un hueco donde se encontraron las Sagradas Formas. A los pies del templo, doble puerta bajo el coro formando un pequeño vestíbulo; del coro nace una tribuna que recorre la iglesia sin crucero ni hornacinas laterales. Por fuera, una fachada de molduras y torrecillas laterales muy pequeñas, todo en adobe y caña, estucados y pintados en el color de Lima: el ocre rosa. En esta iglesia se venera la imagen de El Señor Sacrificado del Rímac, declarado el 15 de enero de 1940 “Patrón del distrito del Rímac”. Para Héctor Velarde, es un templo de carácter pueblerino e interesante “por el movimiento de sus volúmenes e ingeniosos motivos ornamentales”.

Según Óscar Espinar la Torre, en su libro Estampas del Rímac, “Fernando de Hurtado de Chávez, mozo de veinte años, el día 20 de enero de 1711, entró a la iglesia del Sagrario (colindante con la hoy Catedral de Lima), y del altar mayor robó un copón de oro con numerosas hostias consagradas. Luego se encaminó a la Alameda. En la mañana del día 31, se descubrió la sustracción. S.E. el obispo D. Diego Ladrón de Guevara, virrey del Perú, echó en persecución del criminal toda una jauría de alguaciles y oficiales. Al ser capturado, Fernando Hurtado declaró que, asustado por la persecución, había enterrado las sagradas formas, envueltas en un papel, al pie de un árbol en la Alameda de los Descalzos. Sin embargo, la turbación de Fernando fue tanta, que le fue imposible determinar a punto fijo el árbol, cuando un negrito de ocho años de edad llamado Tomás Moya dice: Bajo ese naranjo vi el otro día a ese hombre. Las hostias fueron encontradas y el Cabildo recompensó al esclavo con cuatrocientos pesos. El virrey obispo, en solemne procesión, condujo las hostias a la Catedral”.

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