Para entender a los miembros de este brillante grupo de jóvenes intelectuales (José de la Riva-Agüero y Osma, Víctor Andrés Belaúnde, los hermanos Francisco y Ventura García Calderón, José Gálvez, Julio C. Tello, Felipe Barreda y Laos, Juan Bautista de Lavalle, Fernando Tola y Luis Fernán Cisneros, entre otros) es necesario recordar las dramáticas consecuencias morales y materiales que dejó el conflicto con Chile, la guerra civil que enfrentó a Cáceres e Iglesias y la imposibilidad del país en conseguir recursos foráneos para iniciar la Reconstrucción Nacional. Todos ellos nacieron y crecieron en ese difícil contexto.
Si bien algunos de ellos habían nacido en el seno de familias aristocráticas (como Riva-Agüero) no podían evadirse del marco de un país sumido en la postración. La idea que dominaba entonces entre la juventud es que el país había entrado en una nueva etapa: era necesario sacudirse de aquel ingrato pasado y construir una verdadera nación.
Esta generación buscó sus maestros de evocación histórica y literaria en Ricardo Palma y en el legado político de Manuel Pardo y Nicolás de Piérola. Sus miembros querían introducir nuevas ideas que agitaran el marasmo de la sociedad peruana, inspirados en los grandes maestros del nacionalismo francés y español que reaccionaron radicalmente luego del desastre de Sedán (derrota francesa frente a Prusia en 1871) y de Cavite (cuando España perdió, en 1898, sus últimos dominios coloniales: Cuba, Puerto Rico y las Filipinas).
Sus maestros fueron Taine, Renán, Michelet, entre los franceses; Gavinet, Joaquín Costa y Miguel de Unamuno, entre los españoles; y, sobre todo, el uruguayo José Enrique Rodó, cuyo libro Ariel le dio el nombre a esta generación (“arielista”) que preferimos llamarla del “Novecientos” para no encasillarla en la influencia de un solo autor, a pesar que muchos de sus miembros tenían al Ariel como libro de cabecera. El legado de Rodó, especialmente la idea que la unidad espiritual del continente se traducía en el camino de las juventudes universitarias, propósito que coincidía con los ideales de esta generación: solidaridad continental, idealismo, latinismo y gobierno de las élites. Por ello, Francisco García Calderón, acuñaría la frase: El Perú se salvará sólo bajo el polvo de una biblioteca (1910). No hay que olvidar, de otro lado, la influencia de ciertos profesores de San Marcos por aquel entonces, especialmente la del filósofo Alejandro Déustua, introductor del bergsonismo -es decir, del neoidealismo francés- y la de Javier Prado, ex-positivista y precoz maestro, convertido ahora al bergsonismo por Déustua.
Entre sus miembros más representativos, José de la Riva-Agüero (Lima, 1885-1944), pensador profundo y escritor de una sólida erudición, se destacó precozmente con dos tesis en San Marcos: “Carácter de la Literatura del Perú Independiente” (1905) y “La Historia en el Perú” (1910). En 1912, cargado de libros y mapas, recorrió durante tres meses la sierra peruana, viaje que le serviría para redactar cinco años después un libro al que daría el título de Paisajes Peruanos.
José de la Riva-Agüero y Osma
Riva-Agüero supo combinar su afán intelectual y su formación académica para estudiar las obras e ideas de las figuras cumbres del pensamiento peruano. Admiró a Gonzáles Prada y rescató el pensamiento conservador de Bartolomé Herrera. En el campo político valoró el legado de Manuel Pardo y Nicolás de Piérola, cuyos ideales hizo suyos, transformándolos luego en un ideario propio y representativo de su generación. Entendió a la “nación” como síntesis: unión y encuentro entre las tradiciones culturales que habían hecho la historia del Perú alrededor de una nueva clase dirigente -no como aquella nobleza colonial boba e incapaz de todo esfuerzo, como meditó en la pampa de la Ayacucho en su viaje de 1912- que asumiera su pasado y fuera capaz de afrontar los desafíos de un país poco integrado y, menos aún, desarrollado.
Para Riva-Agüero si bien no existía la “nación” peruana, sí estaban sentadas sus bases, una de ellas el mundo andino, al que dedicó libros, cartas, ensayos, artículos periodísticos y constante obsesión. La “nación” era para él un alma colectiva cuyo rasgo en el Perú debía ser mestizo: esa alma existía, aunque aletargada y adormecida.
Por su parte Francisco García Calderón (Valparaíso 1883-Lima 1953), hijo del Presidente de la Magdalena, en 1906, a los 23 años, partió a Europa y no regresaría en definitiva sino hasta 1947. Toda su trayectoria intelectual la desarrolló en París donde escribió varias obras en francés y un libro de inusitado éxito, Las democracias latinas de América (1912), prologado por Raymond Poincaré. Sin embargo, su libro más célebre, “El Perú contemporáneo” (París 1907 y Lima 1981), fue el primer intento moderno por ofrecer una visión global -síntesis e interpretación- del Perú y, de hecho, podríamos considerarlo como el principal punto de referencia cultural de la élite criolla occidentalizada del país.
Francisco García-Calderón Rey
Allí reclamaba la existencia de una clase dirigente que reclutara a sus miembros no sólo por su riqueza y abolengo, sino también por su inteligencia (una clara evocación de Bartolomé Herrera). Una oligarquía abierta e ilustrada que entendiera la necesidad de reformar el país para modernizarlo y ubicarlo en el camino del progreso. Pero el destino del país no era quedar al remolque de los Estados Unidos, sino había que reconocer el carácter latino del Perú y aproximarlo más a Francia e Italia. Por ello era preciso fomentar una política de inmigración atrayendo a europeos para que poblaran el país que, teniendo entonces 4 millones de habitantes, requería nuevos brazos para su agricultura. Paralelamente había que ampliar la frontera agrícola impulsando las irrigaciones. Estas tareas debían ser emprendidas por un Estado eficiente en el que esa oligarquía supiera incorporar a los grupos marginados. De esta manera el indio tenía que ser transformado, de siervo o campesino sumiso, en obrero moderno o en propietario respetando sus costumbres. Este colosal proyecto, si fuera preciso, debía ser guiado por un líder excepcional, una suerte de “César democrático” .
Por último, Víctor Andrés Belaúnde (Arequipa 1883-Nueva York 1966), que llegó a ser, en 1959, Presidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas, consideró en su libro Peruanidad (1942) al país como una “síntesis viviente”: síntesis biológica, que se refleja en el carácter mestizo de nuestra población; síntesis económica, porque se han integrado la flora y la fauna aborígenes con las traídas de España, y la estructura agropecuaria primitiva con la explotación de la minería y el desarrollo industrial; síntesis política, porque la unidad política hispana continúa la creada por el Incario; síntesis espiritual, porque los los sentimientos hacia la religión naturalista y paternal se transforman y elevan en el culto de Cristo y en el esplendor de la liturgia católica. No concebimos oposición entre hispanismo e indigenismo… los peruanistas somos hispanistas e indigenistas al mismo tiempo. Antes había publicado “La realidad nacional” (París, 1931) como respuesta a los “7 Ensayos de Mariátegui” y, en el campo religioso, no se inspiró en el liberalismo laico sino en el fermento dinámico y social que vive al interior del cristianismo, planteando así los fundamentos de una nueva actitud para los católicos inteligentes en una “ofensiva” de carácter social-progresista por transformar el país. Su figura marcaría un renacimiento en el pensamiento católico peruano.
Víctor Andrés Belaunde
En 1915 Riva-Agüero fundó en Partido Nacional Democrático con un grupo de universitarios de su generación entre los que figuraban Víctor Andrés Belaúnde, Constantino Carvallo, José María de la Jara, Oscar Miró-Quesada y Julio C. Tello. En el Manifiesto de Fundación subrayaron: No somos ni seremos instrumentos de nadie; no pretendemos formar una efímera organización electoral sino un partido serio y permanente. Como el documento pecaba de buenas intenciones el diario “La Prensa” los calificó de idealistas, de estar demasiado lejos de la realidad. En suma, de ser, sin habérselo propuesto, seguidores del ultrismo intelectual del futurismo literario europeo. Por ello fueron llamados “futuristas”.
Pero más allá de estos epítetos, el nuevo partido quiso representar una opción liberal-aristocrática frente a la crisis del civilismo y los partidos tradicionales. Pero pese a los esfuerzos de sus miembros por organizar a nivel nacional el partido, éste tuvo una vida muy breve. El golpe de Leguía en 1919 terminó con las pretensiones de sus miembros y el propio Riva-Agüero se autoexilió en Europa terminando en un conservadurismo reaccionario y combativo. En síntesis, a pesar de su escaso peso político, el Partido Nacional Democrático representó, entre 1915 y 1919, un intento frustrado de la llegada al poder de una personalidad excepcional y renovadora (Riva-Agüero) al lado de una generación académicamente bien formada y comprometida con los destinos del Perú.
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