Archivo por meses: mayo 2008

25 años de “Every breath you take”

Hace 25 años, en 1983, yo seguía Estudios Generales Letras en la PUC y justo, a estas alturas del año, empezaba a sonar en las radios “Every breath you take”, el mayor éxito de la banda británica The Police. Se trataba de una canción con una letra algo obsesiva, pero el público la asumió como de amor y fidelidad. Sting, el líder de la banda, reconoció que la compuso en media hora. Pese a su resonante éxito comercial, la crítica fue muy dura con este primer single del álbum Synchronicity. El Record Mirror, por ejemplo, sentenció: “Sting se toma una tarde libre de su filosofía y nos sacude con una canción de medio tiempo minuciosamente normal”. Lo cierto es que la canción fue lanzada el 1 de junio, estuvo 8 semanas como número uno en las listas de éxito en Estados Unidos y Gran Bretaña y ganó el Grammy a la mejor canción del año.

En una entrevista, Sting declaró: “Me levanté en medio de la noche, con un verso en mi cabeza. Me senté en el piano y estuve escribiendo durante media hora… La melodía era genérica, una amplia de tantas otras, pero las palabras eran interesantes. Sonaba como una canción de amor, pero no me di cuenta en el momento de lo siniestro que era… En ella subyace el pensamiento del Gran Hermano, de la vigilancia y el control. Era el año de Ronald Reagan y La Guerra de las Galaxias con la URSS”.

Es muy probable que “Every breath you take” no sea la mejor canción de The Police, pero para la gente de mi generación fue una de las melodías más emblemáticas de nuestros años como estudiantes universitarios; una época en que hacía agua el segundo belaundismo: el país vivía con las secuelas del Fenómeno del Niño (recuerden los bonos de “Reconstrucción Nacional”) y con el incremento de la guerra de Sendero Luminoso.
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Paraguay y el doctor Francia

Un día como hoy, 30 de mayo, pero de 1815, Gaspar Rodríguez de Francia, más conocido como el “Doctor Francia”, fue proclamado dictador perpetuo y jefe de la iglesia en Paraguay. ¿Qué significó este acontecimiento? Para empezar, debemos indicar que Paraguay fue el segundo país de Sudamérica en lograr su independencia. Esto resulta extraño, ya que no poseía una burguesía criolla notable ni un sistema económico perjudicado por España. Tenía una economía de subsistencia y otra de comercialización poco sólida basada en la exportación de la yerba mate, que se enviaba a los territorios del cono sur, y algunas cantidades de azúcar, tabaco y miel. La oligarquía dominante era rural y el único núcleo urbano apreciable era Asunción donde vivían los españoles.

Al producirse la Revolución de Mayo en Buenos Aires (1810), el gobernador de Paraguay, Bernardo Velasco, convocó a un cabildo abierto para estudiar la posición que debía tomarse frente a ella. Sabía que las antipatías paraguayas se dirigían a Buenos Aires por ser la sede virreinal que imponía una dominación económica sobre la intendencia. Controlaba las exportaciones paraguayas y les imponía trabas aduaneras. Buenos Aires representaba una especie de metrópoli mucho más asfixiante que la lejana España. A fines de 1810, avanzó sobre el país un ejército porteño mandado por Belgrano para pedir apoyo en su esfuerzo por liberarlos de los españoles. Su sorpresa fue mayúscula, pues 5 mil paraguayos se alzaron en armas para defender su país y le derrotaron en dos batallas. Belgrano tuvo que capitular.

Pero el enfrentamiento a los bonaerenses no significaba el apoyo a España. Un movimiento criollo estalló el 14 de mayo de 1811 y tres días después se declaró la independencia de Paraguay. Los patriotas depusieron a Velasco y convocaron a un Congreso para organizar el país. Se aceptó la unión con Buenos Aires en plan de igualdad y como parte de una confederación americana. Luego se eligió una Junta de Gobierno integrada por 5 personas entre las cuales estaba José Gaspar de Francia. La Junta se enfrentó muy pronto al problema de manejar con cuidado las presiones externas que confluían sobre el Plata y empezó a perfilar lo que sería la única salida política del país: el aislamiento.

Los bonaerenses presionaban para el envío de un diputado al congreso de las Provincias Unidas. Al mismo tiempo, el prócer uruguayo Artigas propuso una alianza paraguayo-oriental frente a las pretensiones porteñas. Se rechazó esta última oferta pues significaba enfrentarse a los porteños, con la consiguiente imposibilidad de comerciar por las bocas del Río de la Plata. También se rechazó una la integración con Buenos Aires, aunque se firmó un tratado que permitía a los productos paraguayos su comercio exterior, libre de los impedimentos coloniales, a cambio de comprometerse a una alianza militar defensiva contra un eventual ataque de España. Pero al final no fue así. Los que invadieron fueron los portugueses que tomaron la Banda Oriental. Los porteños pidieron a sus aliados la ayuda pactada, pero la Junta paraguaya se negó argumentando que no podía enfrentarse a Brasil porque era un país fronterizo. Era un juego de equilibrio muy inestable pues podía precipitar un conflicto al menor desliz con Brasil, Buenos Aires o la Banda Oriental.

Artífice de esta política de equilibrio fue el doctor Francia, el más preparado de la Junta, aunque se separó de ella dos veces -alegando que algunos de sus miembros estaban vendidos a Buenos Aires- para dedicarse a su carrera profesional. En 1813 la Junta convocó a un Congreso al que transfirió su autoridad. El Congreso decidió proclamar al Paraguay República soberana el 12 de octubre de dicho año y encargó a los diputados Yegros y Francia redactar un reglamento que sirviera de constitución. Influidos por el modelo francés, establecieron un ejecutivo llamado Consulado con dos cónsules a la cabeza; cada uno de ellos ejercería durante un período de 4 meses. El doctor Francia empezó el primer turno y lo aprovechó para afianzar su poder y demostrar que era capaz de manejar los intereses nacionales frente a la presión externa. Al año siguiente, en octubre de 1814, convocó otro Congreso donde expuso las dificultades políticas que afrontaba el país y pidió que se nombrara una dictadura para afrontarlas. Así, al año siguiente, el 30 de mayo, el Congreso, entusiasmado, le proclamó dictador supremo de la República, cargo que ostentaría hasta su muerte en 1840.

De esta manera, se inició una de las dictaduras más largas y “eficaces” que conoció América Latina en el siglo XIX. Prácticamente, Francia construyó un estado absoluto en el que él, personalmente, dirigía todos los asuntos del país, incluso la vida privada de sus habitantes. Él dirigía el gobierno, administraba la justicia, llevaba las cuentas, decidía en qué debían trabajar los paraguayos, nombraba a los sacerdotes, escribía los códigos y estipulaba qué se enseñaba en las escuelas; no hubo universidades ni escuelas técnicas. Para evitar caer en las presiones de Brasil, Uruguyay o el Río de la Plata, aisló al país. Durante años, nadie supo exactamente qué ocurría en Paraguay. Prohibió el ingreso de extranjeros (claro que hubo algunas excepciones, como la de Artigas quien vivió “muerto en vida” en Asunción) y decidió qué tipo de productos podía exportar el país. Dicen que era un tipo austero y honesto. Llevó las cuentas en forme muy escrupulosa y, al morir, dejó las arcas del estado bien sólidas. Se hacía llamar “Yo, el Supremo (recordemos al novela de Augusto Roa Bastos). Digamos que “gracias” a Francia, Paraguay fue uno de los pocos países de la región que no conoció la inestabilidad política ni el desorden social. Pero el costo, a la larga, sería muy alto. Francia moldeó la política paraguaya. En adelante, cada dictador intentaría, a su manera, reproducir el sistema de Francia. Como sabemos, la historia republicana guaraní estuvo plagada de dictaduras terribles y cerradas, desde Francia (1815) hasta la de Alfredo Stroessner, quien, luego de instalarse 35 años en el poder, dejó la presidencia en 1989.
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El Colegio Guadalupe

Por razones laborales, ayer jueves, pasé por la avenida Alfonso Ugarte y me quedé observando, a la altura de la cuadra 12, el local del Colegio Nuestra Señora de Guadalupe. Sabemos que el llamado “Primer Colegio Nacional del Perú” fue fundado en 1841 durante el segundo mandato Agustín Gamarra. Sus fundadores fueron el hacendado y empresario iqueño Domingo Elías y el comerciante español Nicolás Rodrigo. En 1855, el presidente Castilla lo convierte en el Primer Colegio Nacional del Perú para que los mejores y más destacados estudiantes de la nación ingresen y accedan a su enseñanza, formación y disciplina. Su antiguo local estuvo ubicado donde luego, durante la dictadura de Odría, se erigió el edificio del Ministerio de Educación (en el Parque Universitario, barrio de Guadalupe, en las afueras de Lima). Allí permaneció por 66 años antes de trasladarse donde lo vemos hoy.

El origen de este edificio se remonta a 1898 cuando se convocó a un concurso para dotar al emblemático colegio de un local adecuado. El proyecto inicial lo ganó Máximo Doig (arquitecto de la Casa de Correos) pero la obra fue concluida por Rafael Marquina y Bueno, arquitecto guadalupano. De estilo neoclásico, el bloque frontal se concluyó en 1909; la capilla y el bloque posterior, en 1911. El local fue concebido para satisfacer el sistema educativo de modelo francés; por ello, su traza es de retícula conformando 5 patios, cada uno de ellos destinados a una actividad escolar: patio de honor, patio de actividades recreativas, auditorio, capilla y tres patios de aulas; en el segundo nivel se emplazaba el internado, área de servicios generales-maestranza, comedor, talleres de instrucción, almacenes, etc. La obra fue concluida por Marquina en 1920. El inmueble es de ladrillo en su planta baja y los techos y carpintería en general, de madera. Lamentablemente -hay que decirlo- hoy luce deplorable pues la pintura no va con su estilo neoclásico; además, el pórtico, de piedra labrada, se encuentra pintado: debe retirarse esa espúrea pintura para que la piedra luzca al natural.


Colegio Guadalupe

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Pachacamac y Lurín: apuntes históricos y visión de futuro

A pesar de estar tan cerca del centro de la ciudad, pocos limeños conocen los secretos de Lurín y Pachacamac. Los chicharrones y los caballos de paso, por ejemplo, no son el único atractivo de Lurín; su importancia radica en ser una de las despensas de alimentos más importantes de la Capital así como de haber albergado uno de los poblados permanentes más antiguos del periodo preincaico. En Pachacamac, por su lado, se encuentra el centro ceremonial más famoso de la costa del antiguo Perú. Este sitio arqueológico fue una de las grandes ciudadelas del Imperio de los Incas, tan importante como el Cuzco, según algunos estudiosos. Desgraciadamente, el paso de los años y el descuido, como lo demuestran las invasiones, han deteriorado bastante el santuario. Pero algunas de sus edificaciones originales, como el Acllawasi (o Casa de las mujeres escogidas), restaurada en la época que el gran Julio C. Tello trabajó allí, concitan la admiración de propios y extraños. Hoy sabemos que Pachacamac fue un gran centro de peregrinación, donde convergían, con sus ofrendas, pobladores de toda la costa del Perú, e incluso desde de lo que son hoy Chile y Ecuador.

TABLADA DE LURÍN, UN ASENTAMIENTO DEL PRECERÁMICO

Situado a 23 kilómetros al sur de Lima, este asentamiento arqueológico, con una antigüedad de 7 mil años, fue descubierto por la arqueóloga Josefina Ramos de Cox. Se trata de pequeños recintos de lajas de piedra cimentadas con barro y cubículos semi-subterráneos que sirvieron de tumbas y moradas de una de las poblaciones sedentarias más antiguas de la costa preincaica. En este lugar, además, la arqueóloga encontró los restos del niño más antiguo del Perú, con un fechado de más de 9 mil años.

¿QUIÉN ERA EL DIOS PACHACAMAC?

Los cronistas españoles del siglo XVI coinciden en afirmar que Pachacamac (“el hacedor del mundo”) era la divinidad más importante de la costa peruana. A su templo acudían numerosos fieles y sus ofrendas llenaban los extensos depósitos del santuario. Parece que gran parte de su prestigio se debía a sus oráculos y vaticinios que eran consultados desde tierras muy lejanas.

Antes de la conquista de los incas, esta zona, ubicada entre los ríos Lurín y Rímac, era habitada por el grupo étnico conocido como Ychma y es posible que adorara al ídolo principal con ese nombre. Luego, estas poblaciones fueron incorporadas al Tawantinsuyo durante el gobierno del inca Túpac Yupanqui. Cuentan las crónicas que la conquista del centro ceremonial tuvo el carácter de una peregrinación y, durante 40 días, el Inca ayunó antes de “hablar” con la divinidad. Con la conquista de los cuzqueños, se produjo el cambio de nombre del curacazgo como del mismo ídolo que desde entonces pasó a llamarse Pachacamac. Otra medida ordenada por el inca fue la construcción de un templo en honor al Sol, más alto e imponente que el dedicado a Pachacamac, que hasta hoy podemos apreciar.

EL SANTUARIO

El Templo del Sol, construido por los incas, se encuentra en la parte más alta de la ciudadela. Un estrecho pasaje con grandes paredes de piedra lo lleva al visitante hasta la terraza. Bajando se llega a un lugar que está frente al mar. Esta parte, que pertenece al Templo del Sol, conserva sus hornacinas que, a primera vista, parecen asientos, pero, según algunos arqueólogos, era para poner los ídolos de sus dioses y, luego, celebrar un ritual. Pero la parte más sugerente o vistosa, la constituye el Acllawasi, que se restauró en los tiempos que Tello trabajó en la ciudadela (década de 1940). En él apreciamos corredores de adobe y tierra, un patio enorme, una construcción de dos pisos, rodeada de cuatro puquiales, que dan una idea de lo majestuosos que habría sido en su época este “Palacio de las Escogidas”. Allí vivían, por ejemplo, hijas de curacas, ejercitándose en labores de artesanía, de tejido, preparación de chicha, etc. En ella estaba terminantemente prohibido el ingreso de hombres. En el edifico había una especie de ventanas, que los arqueólogos llaman “ventanas ciegas”. Son 28, justamente las que rigen el calendario lunar inca, que tiene 28 días.

La ciudadela tiene, aproximadamente, 200 hectáreas. Pero en las últimas décadas ha sufrido invasiones, que han comprometido parte del cementerio. Ahora hay un juicio pero los pobladores no entienden. Dicen que necesitan vivir y, por lo visto, lamentablemente, no les interesa el monumento arqueológico.

EL PRIMER ESPAÑOL EN PACHACAMAC

El primer español en visitar el templo de Pachacamac fue Hernando Pizarro, hermano del conquistador del Perú. Cuenta la historia que, por petición de Atahualpa, quien deseaba acelerar la llegada de oro para pagar su Rescate, Francisco Pizarro decidió enviar a su hermano Hernando a la “mezquita” de Pachacamac a recoger todo el tesoro que pudiera existir. Lo acompañaban en la expedición 14 jinetes, 9 peones y un número indeterminado de indios cargadores.

En el santuario estaba el famoso oráculo o ídolo, que los españoles creían que era de oro. Por ello, Hernando, al llegar, trepó con su caballo las escalinatas del templo y se llevó el gran chasco de su vida cuando vio que sólo era de madera. Molesto, tomó la estatuilla y, ante la vista de todos los indios, la pateó por los aires y ésta terminó rodando hasta la base del templo piramidal. Los indios, pasmados con la escena, pensaron que Hernando era también un dios y le alcanzaron todo el oro de las poblaciones vecinas. Hay testimonios que cuentan que tanto oro recogió el hermano del conquistador que los caballos usaron herraduras y clavos de oro para su regreso a Cajamarca. Todo esto ocurría en febrero de 1533.

PACHACAMAC Y LA FUNDACIÓN DE LIMA

Cuando Pizarro no estaba seguro del éxito de Jauja como capital del Perú, bajó hasta la costa para ubicar un lugar adecuado para fundar, de una vez por todas, la sede de su gobernación. Llegó con una expedición hasta Pachacamac y envió a 3 soldados a divisar el nuevo lugar. Era enero de 1535. Ellos fueron Ruy Díaz, Juan Tello y Alonso Martín de Don Benito quienes, partiendo del santuario, cruzaron del cerro Lomo de Corvina (frente a Conchan) y llegaron al “Valle de las Pirámides” (el Rímac), el mayor de todos los conocidos de la costa. Era el sitio ideal. Como anota el historiador José Antonio del Busto, “Pizarro escuchó atento, ese 12 de febrero de 1535, el parecer de los veteranos soldados, y teniéndolo por favor de los Santos Reyes –en cuya fiesta salieron los tres jinetes a explorar-, determinó poner a la nueva capital bajo la advocación de estos tres regios patrones”. En efecto, la Ciudad de los Reyes (en honor a los Reyes Magos) se fundó el 18 de enero de 1535, un lunes por la mañana.

LURÍN EN LA ÉPOCA COLONIAL

Durante el virreinato, el valle de Lurín se consolidó como una de las despensas de Lima. Su población se dedicaba, básicamente, al cultivo de frutas, entre ellas la vid, a la fabricación de vinos y a la pesca en sus playas. El pueblo se llamó San Pedro de Lurín y, por ejemplo, según el censo de 1792, contaba con 1,050 habitantes, en su mayoría indios y negros; es curioso anotar que no se registraron mestizos.

Su iglesia, del mismo nombre del pueblo, y que la ubicamos en la plaza de armas, se construyó en la primera mitad del siglo XVIII, según el padre Rubén Vargas Ugarte. Su fachada es sencilla y la adornan dos torres restauradas recientemente. El altar mayor es de estilo neoclásico y posee dos altares de estilo barroco del siglo XVIII. Entre sus imágenes destacan el apóstol San Pedro y el Cristo Resucitado. La iglesia fue declarada Monumento Histórico Nacional en 1972.

LURÍN REPUBLICANO

La población elevó su categoría a distrito en 1857, durante el segundo mandato del mariscal Castilla. Le tocó vivir sus horas más dramáticas cuando la guerra con Chile. Sufrió la ocupación y el saqueo de los invasores. Sin embargo, luego del conflicto fue recuperando su economía agrícola e ingresó a la modernidad cuando se construyó el ferrocarril. Esta línea ferroviaria (hoy desaparecida) fue parte de un proyecto, de 1862, de unir Lima con Pisco.

Sin embargo, luego de la atroz experiencia de la guerra con Chile, surgió la necesidad estratégica de dotar a la zona sur de Lima de un medio de transporte de tropas que impidiese, o por lo menos estorbase, el desembarco de un ejército enemigo. En este sentido, el ferrocarril a Lurín, como lo anota el investigador Elio Galessio, era la primera etapa del que posteriormente llegaría a Chilca, Mala, Cañete y, finalmente, a Pisco. El ferrocarril a Lurín fue iniciado por cuenta del Estado en 1913 y entregado al tráfico en 1918, cuando ya habían pasado los temores de una nueva invasión. Tenía su estación en el actual jirón Amazonas. Su recorrido total era de 48 kilómetros y pasaba junto al cerro El Agustino, cruzaba Nicolás Arriola sobre un puente y tomaba todo lo que hoy es la avenida Circunvalación hasta San Juan de Miraflores y Villa María del Triunfo, desde allí por la Tablada de Lurín hasta el campamento de Atocongo cerca de la fábrica de cemento, pasaba el río Lurín sobre un puente de 52 m y llegaba al pueblo de Pachacamac y desde ahí a Lurín.

Su estación inicial se podía ver hasta principios de la década de 1980 cuando la Municipalidad de Lima decidió traerla abajo y usar el terreno como feria comercial. Las estaciones de Pachacamac y de Lurín todavía se pueden ver y sirven como viviendas. Dejó de operar en 1963. Si actualmente existiera, transportaría una enorme cantidad de pasajeros.

Lurín también se hizo notar cuando, en 1921, se formó la primera “barriada” de provincianos, la Tablada de Lurín. Hasta esa fecha, los provincianos que llegaban a la capital, en su mayoría pobres, ocupaban los callejones o las viejas casonas abandonadas, tanto en El Cercado como abajo el Puente (hoy el Rímac). Por ello, Tablada de Lurín fue la primera barriada que se formó en las afueras de Lima y sus pobladores podían acudir a laborar a la capital en el recientemente inaugurado ferrocarril.

LURÍN: EL PRESENTE Y EL FUTURO

Hoy en día, el valle de Lurín produce 42 mil toneladas de alimentos al año y cuenta con alrededor de 12 mil cabezas de ganado. Es una de las despensas más importantes de Lima. Además, un total de 5 mil trabajadores se encuentran ligados a la actividad agropecuaria. Pero, como sabemos, en el sur de Lima están concentradas también las miradas del negocio inmobiliario. Las grandes empresas ya han adquirido terrenos en la zona y se aprestan a sembrarlas de cemento y ladrillo. Por otro lado, a la fecha existen 15 industrias instaladas o por instalarse en el valle. Esto generaría, entre muchos otros, un grave problema social: hombres y mujeres que no desean ser alejados de la tierra porque temen pasar a engrosar la fila de trabajadores de la ciudad, en actividades para las que no se encuentran capacitados, o, en el peor de los casos, sumarse a la pléyade de desocupados una vez que se les agote el dinero recibido por sus predios.

La solución es declarar el vallezona agrícola intangible, con la perspectiva incomparable del extraordinario Templo de Pachacámac. Acercar la industria a dicho monumento es, por decir lo menos, un despropósito que debe ser revertido.

Si analizamos, el valle del río Lurín es una importante reserva cultural y paisajística de la ciudad de Lima. Sus recursos comprenden el Santuario de Pariacacca, las lagunas altoandinas, bosque y quebradas, sus lomas, playas e islas (objeto de mitos y leyendas ancestrales) y el Santuario de Pachacamac que, como hemos visto, es un excepcional centro religioso de nuestros antepasados y el más importante centro arqueológico de la costa central. No olvidemos que, en su recorrido, existen más de 300 sitios arqueológicos enlazados por el formidable Camino Inca que unía al Cuzco con el santuario de Pachacamac.

De otro lado, la cultura agrícola en el valle es, desde los años del Virreinato, la expresión del saber local y fuente de productos de primera calidad. La crianza de toros de lidia y del caballo peruano de paso son algunos de los numerosos atractivos tradicionales para sus habitantes y visitantes, como lo son la producción vitivinícola y de pisco, las manifestaciones culturales locales, fiestas patronales, festivales folclóricos y su gastronomía.

La población urbana de Lima se ha ido extendiendo a costa de sus 3 valles. El del Rímac está urbanizado en un 90%, el del Chillón, en un 70%. Las previsiones nos dicen que para el año 2020 la población urbana de Lima va a llegar a 10 millones de habitantes. Si las estrategias de ocupación del suelo y de generación de desarrollo no se modifican, el valle del Río Lurín, como los otros dos valles, va a desaparecer completamente. Para hacer frente a este peligro hay que convocar el concurso de todos: empresarios, autoridades ediles, pobladores, ambientalistas, profesores, investigadores, funcionarios públicos, escolares, agricultores y a las parroquias de los ocho distritos que alberga la cuenca del río Lurín. La solución es convertir la cuenca del río Lurín en un gran parque arqueológico-cultural, turístico y ecológico con servicios básicos, inversiones empresariales y el respeto del medio ambiente para acoger a los habitantes de Lima mediante un modelo de desarrollo de concertación y actuación de diversos actores. Hay que poner en valor, por último, los recursos productivos, ecológicos, históricos y arqueológicos del último valle verde que le queda a Lima.
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Las celebraciones de la Independencia: 28 de julio en el 900

Según Eudocio Carrera (La Lima criolla de 1900. Lima, 1954), 1902 marcó un cambio crucial en las celebraciones de Fiestas Patrias: el Parque de la Exposición fue ganando protagonismo, a expensas de la Plaza de Armas y sus calles aledañas. Analicemos:

Hasta 1900, el 27 de julio era una suerte de “día de campo” en la Plaza de Armas. Las vivanderas se peleaban con anticipación lo lugares a ocupar pues la fiesta atraía a una multitud de limeños que llegaban con sus familias, dispuestos a pasar parte del día, a la espera de los fuegos artificiales de medianoche, en conmemoración del nacimiento de la república. Algunas personas alquilaban sillas de esterilla y así tertuliaban con más comodidad. De 8 a 12, la alegría invadía la Plaza y calles adyacentes.

Los actos solemnes de ese día eran matizados en constantes quiebres de protocolo: ante la marcha de unos militares por el Jirón de la Unión, grupos de jóvenes de distintas clases sociales formaban sus grupos y marchaban también hacia la Plaza de Armas. En la Plaza, las vivanderas avivaban los fuegos de sus puestos de comida. Mientras, sonaban las retretas militares de las bandas del ejército. Al final, a la medianoche, venían los fuegos artificiales, preparados por los chinos, para deleite de todo el público: “Después de los fuegos, las familias instaladas en las sillas de la pila y demás asientos se repartían por distintos lugares, en busca de otra clase de esparcimientos, visitando los bares y cantinas…. Donde se amanecían, en pleno refocilamiento copológico, oyendo música de valses, polcas y mazurcas, sin bailes…. Pero los que se quedaban en la Plaza gozaban mejor que nadie, sin lugar a dudas. Eso era el desborde de criollismo y democracia. Invasión completa a las mesas de las vivanderas… y las tamaleras y humiteras que olían puro chancho y a puro manjarblanco. Todo acompañado con pisco y chichas de diferentes clases”.

Una vez acabados los fuegos, el esparcimiento se relaja aún más. Los que permanecen en la Plaza, gozaban del desborde de criollismo y democracia: el ambiente se torna más popular. Esta fiesta, llamada noche buena, se extendía y trasladaba a la población a diferentes lugares de Lima.

En 1901, El Comercio nos cuenta de una muchedumbre alegre que “desde las primeras horas (de la víspera) recorría el jirón de la Unión y los Portales de escribanos y Botoneros…” A las 8 y media de la noche salían de santa Catalina las bandas de música de los cuerpos del ejército. “Iba entre las hileras de soldados que conducían hachones; de manera que ofrecía aquello aspecto de una procesión nocturna…”. En la Plaza de Armas hubo gente que se les unió en su ruta por Desamparados, hasta los balcones de Palacio, donde tocaron diana al presidente. Después marcharon por el jirón de la Unión, dando vivas al gobierno. Entonces la procesión se había engrosado en no menos de 5,000 personas, según el diario. “A las 10 y media se quemaba el castillo en la Puerta de la Exposición. A las doce de la noche el girón de la Unión estaba aún bastante animado”.

Entonces la procesión pasaba de la Plaza de Armas a la Exposición, para que, una vez acabado el evento previsto, la muchedumbre regresara al Centro, a divertirse a su libre albedrío. Para ello había establecimientos abiertos y ambulantes dispuestos a atenderlos. El momento de más libertad es el del más comunitarismo: era en el Centro donde ello se hacía posible.

Al día siguiente, la ceremonia se tornaba un tanto más solemne. El 28 de julio era el día de la lectura de los discursos, Jura de la Independencia, de los desfiles militares y escolares, las bandas del ejército, la salva de 21 cañonazos. La gente se volvía más espectadora, estática; los personajes centrales del desfile eran los militares. De los otros que desfilaban los colegiales, su comportamiento era de imitación a los soldados, ejemplo de disciplinamiento a seguir. Los mensajes solían estar llenos de lugares comunes, palabras aglutinadoras de la población en las mismas aspiraciones y preocupaciones.

A partir de 1902, las Fiestas patrias fueron adquiriendo un sentido distinto. La Plaza de Armas venía sufriendo desde 1898 una serie de transformaciones destinadas a “modernizarla”, a racionalizar su espacio. Esto implicaba despopularizar el Centro, reforzar su carácter simbólico de poder. La Plaza como eventual lugar de esparcimiento (o mercado) debía ser eliminado. Así, el alcalde Martín Echenique mandó talar sus Picus. En 1901, el alcalde Federico Elguera los reemplazaría por palmeras que pasaron a integrar una lógica más decorativa.

Si seguimos a El Comercio, el cambio de ambiente se dio entre 1903 y 1905 cuando el ritual oficial del poder se mantuvo en el Centro: marcha del presidente al Congreso, el Te Deum; sin embargo, se trató de “armar” la fiesta en el Parque de la Exposición, organizada por la elite social de Lima. En 1903, El Comercio calculaba en unas 15 mil personas las que se distribuyeron entre el campo de Santa Beatriz y la plazuela de la Exposición en fiestas o “kermesses” por 28 de julio.

Según el redactor del diario, solo “alguna animación” pudo encontrar en el Centro. La expectación o algarabía se encontraban en la Exposición. En suma, las espontáneas reuniones populares en los lugares públicos del Centro fueron perdiendo la atención de la prensa y la relevancia de antes. No es casual que para mediados de la década de 1910, un escritor como Enrique Carrillo (Viendo las cosas pasar. Lima, 1915) las califique de “huachafas”.

Conclusión.- A partir de inicios del siglo XX, las autoridades políticas organizaron eventos en los que el papel de la multitud únicamente era el de espectadores. La elite social, por su lado, apoyada por la prensa, asumía la organización de una kermesse con puestos ambulantes, en una imitación, pero bien montada, de lo que antes ocurría en el Centro. Lógicamente no estaba hecha para la nocturnidad sino para la luz del día. Las Fiestas Patrias, entonces, ganaron en el aspecto organizativo pero perdieron la espontaneidad callejera que promovía la integración social. El Centro, paulatinamente, fue quedando como el espacio de las ceremonias oficiales de las fechas, donde el público asistía no para una fiesta larga sino para una ceremonia concreta a espectar. Las ceremonias oficiales ahora eran más distantes y jerárquicas: la ofrenda del presidente desde el balcón presidencial, su propio discurso a la Nación, la mirada distante desde un carruaje, al igual que las propias vestimentas o accesorios (los uniformes en el desfile militar).
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Las celebraciones de la Independencia: el 28 de julio de 1847

En 1847, el gobierno del presidente Ramón Castilla organizó un baile por Fiestas Patrias en Palacio de Gobierno. Para ello, se publicó la lista de invitados al gran evento. Pero hubo de publicarse dos listas más para aquellos que “se dejaron de considerar por equivocación” (entre ellos, José Antonio de Lavalle y Marcela Iriarte de Olavegoya). El mismo día de la fiesta, el 28 de julio, salieron publicadas quejas por no haber sido invitadas hijas o viudas de héroes de la independencia. Al parecer, en las listas, efectivamente se estaban dejando de lado a los parientes de antiguos héroes, al menos los que, al parecer, ya no tenían influencia en los altos círculos de poder.

En todo caso, la lista (un total de 847 los invitados) parece que estuvo confeccionada con nuevos criterios, por ejemplo los “allegados” al nuevo presidentes, es decir, gente nueva en el ámbito político. Manuela Subirat de La Fuente se quejaba de que antes que ella había personas “encimadas” a las que no se les reconocía precedencia. Descendientes de la elite colonial, como los Pardo, comerciantes y ricos hacendados, como Manuel Ferreyros o Domingo Elías, aparecían a la mitad de la lista. Otros, como los De la Puente, no figuraban siquiera.

Lo cierto es que la publicación de las listas conllevó discusiones sociales. Interesante expresión de ese periodo de transición, cuando empiezan a perfilarse en la política nacional nueva gente, los “advenedizos”, tanto a nivel político (los incondicionales de Castilla, en su mayoría militares) como económico (los nuevos ricos del guano). Dato importante es que para controlar el ingreso de las personas al baile, quedó prohibida la presencia de tapadas, signo de los nuevos tiempos.

El cronista de El Comercio describió así el accidentado ingreso a la fiesta: “Después de haber sido por largo rato el objeto de muchos y variados juegos con nuestros pobres cuerpecitos formó la turba-mulata curiosa, que agolpaba se hallaba a la puerta de la entrada; de los crueles pisotones, empujones, pesadas sátiras, inacabables y groseros pellizcos, que por todas partes y con profusión sobre nosotros llovían; logramos por fin llegar al lugar”.

Sin duda, una imagen casi “carnavalesca” la del ingreso al baile. Ya en la fiesta, después de que encontró en ella a “todo lo bello y notable” de la sociedad limeña, el cronista hace la siguiente descripción del baile: “En los valses y poleas hubieron tan recios balances, que muchas parejas, como era de esperar, tuvieron su fin estrellándose contra los sofaes, haciendo esto poco honor a los expertos marinos [extranjeros] que las dirijian”.

Probablemente, los valses bailados al estilo extranjero, por robustos marinos, y no en la versión local, haya sido la causa de esos desencuentros (cansancio). Aunque el cronista echara la culpa a los músicos, argumentando que habían ingerido mucho alcohol. Por último, el cronista no mencionó que se hubiera ejecutado algún baile popular peruano.
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Las celebraciones de la Independencia: 28 de julio de 1821

San Martín llegó al Perú cuando era virrey Joaquín de la Pezuela. Venía desde Valparaíso (Chile) con un ejército formado por unos 4.500 hombres y esperaba levantar aquí otro de 15 mil patriotas. El jefe de su escuadra era el experimentado marino británico lord Thomas Cochrane. Desembarcó en Paracas el 20 de setiembre de 1820 y en Pisco hizo su primer llamado a los peruanos para unirse con él a la causa independentista.

Venía como un verdadero libertador, no para conquistar por las armas el Perú sino para ganar una guerra de ideas. Por ello, alguna vez se preguntó: ¿Cuánto puede avanzar la causa de la independencia si me apodero de Lima, o incluso del país entero, militarmente?… Quisiera que todos los hombres pensaran conmigo, y no quisiera avanzar un paso más allá de la marcha gradual de la opinión pública. ¿Estaba en lo cierto? Lamentablemente, el tiempo no le daría la razón.

Por ese entonces, España había caído nuevamente en crisis. Desde Cádiz el general Riego había encabezado un golpe liberal contra Fernando VII que reimplantó la Constitución liberal de 1812. Para la aristocracia criolla, en su mayoría conservadora, esto era una pésima noticia. El liberalismo -con sus postulados de igualdad social, tolerancia de ideas y libertades políticas- era sinónimo de desgobierno y atentaba contra el orden y la estabilidad. España estaba cada vez más lejos y ya no podía garantizar o defender el sistema jerárquico que favorecía a la aristocracia criolla.

Mientras tanto, el virrey Pezuela había recibido órdenes de entrevistarse con San Martín. Se concertó la cita y la reunión se celebró en Miraflores, entonces un pueblo de indios al sur de Lima. Los delegados de ambos no pudieron llegar a ningún acuerdo importante salvo el de suspender temporalmente las hostilidades. Pero la sola presencia de San Martín afectaba el orden interno. La adhesión del marqués de Torre Tagle, intendente de Trujillo, le aseguraba a los patriotas el apoyo de todo el norte peruano. Al mismo tiempo, el general patriota Álvarez de Arenales en una incursión proselitista en la sierra central, que salió de Ica y siguió por Huamanga y Jauja, derrotaba al realista O’Reilly en Cerro de Pasco.

Luego de hacer el primer diseño de nuestra bandera en Pisco, San Martín cambió su cuartel general y se trasladó al norte de Lima, Huaura, y desde allí lanzaba algunos decretos y continuaba llamando a los peruanos a su causa. Los militares españoles, cansados de la tolerancia de Pezuela decidieron destituirlo y le hicieron un golpe de estado: en el Motín de Aznapuquio, José de la Serna fue elegido nuevo virrey del Perú. España confirmó a La Serna como virrey y le obligó a negociar con San Martín. La nueva entrevista se realizó en la hacienda de Punchauca, al norte de Lima (hoy Carabayllo). Allí, el Libertador exigió proclamar la independencia instalando una monarquía en el Perú. El virrey no podía acceder a tal petición y se reanudaron las hostilidades.

Pero La Serna no podía mantenerse con su ejército en Lima. Lord Cochrane había bloqueado el puerto del Callao y los guerrilleros habían cortado el acceso con la sierra central, una de las despensas de Lima. El Virrey se retiró al Cuzco y empezó a gobernar el Virreinato desde la antigua capital de los Incas. La decisión era pragmática: en la sierra sur se encontraba el grueso del ejército realista. San Martín aprovechó y entró a Lima. Convocó una junta de notables en el Cabildo limeño que juró la independencia el 15 de julio de 1821. Manuel Pérez de Tudela fue el encargado de redactar el Acta. La proclamación quedó para el sábado 28 de julio en la Plaza de Armas de Lima. El objetivo de San Martín era implantar el sentimiento de la independencia, al menos en la población limeña.

La proclamación de la Independencia.- Las celebraciones por la independencia del Perú, el 28 de julio de 1821, no se diferenciaron en mucho a las festividades durante el Virreinato. Eso sí, debían prepararse con la debida antelación para no descuidar ningún detalle. Por ello, cuando los vecinos notables de Lima firmaron en el Cabildo el Acta de la Independencia, el 15 de julio, se fijó el sábado 28 como el día apropiado para la ansiada proclamación de la Independencia.

Esa mañana, lluviosa y nublada, a eso de las 9, como ocurre en esta época del año, San Martín, se despertó temprano y, luego del consabido trago de opio (“láudano”, para sus dolores estomacales), se puso su uniforme de gala. Saludó a sus jefes de estado mayor y se preparó para el gran desfile y la proclamación.

El acto, al puro estilo virreinal, comenzó a eso de las 10 de la mañana cuando San Martín salió del Palacio de los Virreyes formando parte de una impresionante cabalgata encabezada por los dignatarios de la Universidad de San Marcos con sus sobresalientes bonetes doctorales, a los que seguían los altos prelados de la Iglesia y los priores de los conventos; luego, venían, en riguroso orden, los altos jefes del ejército Libertador, seguidos por los titulados de Castilla (nobles con títulos concedidos en España) y los poseedores de un hábito de las órdenes militares españolas (los más importantes eran los Caballeros de la Orden de Carlos III); cerraban este grupo delantero los oidores de la Real Audiencia de Lima (como si las cosas no hubiesen cambiado en casi nada) y los regidores vitalicios del cabildo de Lima; el grupo siguiente, el más importante, estaba encabezado por don José de San Martín (en el mismo lugar que en las ceremonias de antaño correspondían al Virrey), flanqueado a su izquierda por el Conde de San Isidro y a su derecha por el Marqués de Montemira, quien portaba en lugar del estandarte real la bandera peruana creada por el Libertador en Pisco (única diferencia con las ceremonias virreinales) ; detrás de éstos, marchaban el Conde de la Vega del Ren, el estado mayor y los altos comandantes del ejército; cerraban el pomposo cortejo un pelotón de húsares, vestidos de gala. Flanqueaban la colosal marcha los alabarderos del Rey, con todas las insignias reales de España.

Las calles aledañas estaban ocupadas por las tropas en formación. En los lugares libres y en las aceras, se agolpó la población de la ciudad. Según los testigos, el número fue estimado en más o menos 16 mil personas; algo así como la cuarta parte de la población limeña, teniendo en cuenta que la capital contaba con 64 mil habitantes cuando San Martín hizo su ingreso el 12 de julio.

Siguiendo con el cortejo, éste llegó a un enorme tabladillo que había sido levantado en la Plaza de Armas con dirección al Cabildo (Al Portal de Escribanos). Las autoridades ocuparon sus sitios en él y el Marqués de Montemira le entregó la bandera a su creador. San Martín la recibió y, tremolándola ante la multitud, pronunció su famosa oración: El Perú es, desde este momento, libre e independiente por la voluntad general de los pueblos, y por la justicia de su causa que Dios defiende. En ese momento se lanzaron unas vivas cuando el Libertador coge el pendón con la diestra, y, alzándolo, extendiéndolo y batiéndolo remató repetidas veces: Viva la Patria! Viva la Libertad! Viva la Independencia! Los cañones disparaban sus salvas y las iglesias echaban a repique sus campanas. Don José sintió que la emoción lo embargaba y pensó que ya no era un jefe rebelde, sino el Libertador del corazón del Imperio español en Sudamérica.

Según Germán Leguía y Martínez (Historia de la Emancipación del Perú: el Protectorado, Lima, 1972, 6 vols.), en ese momento, rompen simultáneamente las atronadas salvas de artillería y el repiqueteo tenaz del centenar de torres que se empinan sobre la ciudad. Del tablado y de los balcones llueven multitud de medallas conmemorativas de plata y oro. El ejército presenta las armas a la nueva Patria emancipada y libre. Resuenan trompetas y los tambores. Estallan en entusiastas melodías las bandas militares. Corriente eléctrica, jamás sentida, sacude todos los cuerpos; emoción inefable oprime los corazones; y lágrimas furtivas de patriótica fruición asoman trémulas a muchos ojos. Grito y aplauso estruendoso, que revientan, descienden un momento y tornan a reventar, como los tableteos y rugidos de prolongado trueno –responden a las exclamaciones del Héroe, que se yergue sonriente y pálido aunque sereno, paladeando satisfecho aquella embriagadora explosión de la gratitud y el entusiasmo público, superior a sus deseos y esperanzas.

Luego, el cortejo siguió a tres lugares más, en los que se repitió el mismo ceremonial: la plazuela de la Merced, el frontis del convento de las Descalzas y la Plaza de la Inquisición (hoy Plaza Bolívar o del Congreso). Después de hacer este circuito, que duró 3 horas, el Libertador y sus acompañantes volvieron a Palacio para recibir a Lord Cochrane, quien acababa de llegar del Callao.

Un testigo de estos acontecimientos, Basil Hall (Jefe del escuadrón de la Real Armada Británica en el Pacífico), nos dice: “La ceremonia fue imponente. El modo de San Martín era completamente fácil y atractivo sin que hubiese nada en él de teatral o afectado, pero era asunto de exhibición y afecto, y completamente repugnante a sus gustos. Algunas veces creí haber percibido en su rostro una expresión fugitiva de impaciencia o desprecio de sí mismo, por prestarse a tal mojiganga; pero, si realmente fuera así, prontamente reasumía su aspecto acostumbrado de atención y buena voluntad para todos los que le rodeaban”.

En todo el recorrido de la reluciente comitiva fueron alzados arcos triunfales, ornados de flores y rosas artísticamente confeccionados; el que sobresalió entre todos ellos fue el que mandó confeccionar el Tribunal del Consulado, el gremio que agrupaba a los grandes comerciantes del antiguo Virreinato peruano (lo que vendría a ser hoy la Cámara de Comercio). La Casa de la Moneda acuñó medallas conmemorativas y el Colegio de Abogados fue el encargado de arrojar dinero sobre la multitud congregada frente al Palacio de los Virreyes (también, como en las grandes festividades virreinales).

Por la tarde se realizó una colorida corrida de toros. Don José cruzó el puente de piedra sobre el Rímac y, al entrar en la Plaza de Acho, al compás de la banda de música, fue saludado por el público con una gran ovación. En el cartel de la fiesta, un poema lo agasajaba:

Tú que eres el objeto
de tan solemnes pompas,
San Martín, las delicias,
de la América toda,
admite grato el culto
Que Lima, fiel y heroica,
te consagra rendida,
te tributa obsequiosa
.

Por la noche, se encendieron todos los faroles y teas de la ciudad. Paralelamente, en los amplios salones del Cabildo limeño se desarrollaba una recepción versallesca, con la concurrencia de lo más selecto de la sociedad capitalina, en tanto que San Martín, así como sus altos oficiales, lucías sus mejores galas. El baile, al más puro estilo cortesano, se prolongó hasta muy entrada la noche. Cabe destacar que el que preparó el banquete de esa noche fue un cocinero italiano, un tal Giuseppe Coppola, quién había llegado al Perú como cocinero del virrey Fernando de Abascal y luego se quedó, abrió su restaurante, el más importante de la época, y el primer servicio de “catering” al organizar recepciones por encargo fuera de su local.

La Gaceta de Lima informó así del baile: “La asistencia de cuantos intervinieron en la proclamación de la mañana; el concurso numeroso de los principales vecinos; la gala de las señoras; la música, el baile, y, sobre todo, la presencia de nuestro Libertador, que se dejó ver allí mezclado entre todos, con aquella popularidad franca y afable con que sabe cautivar corazones; todo cooperaba a hacer resaltar más y más el esplendor de solemnidad tan gloriosa”.

Entretanto, el pueblo se entregaba, hasta altas horas de la noche a toda clase de regocijos y manifestaciones patrióticas en las calles, atestadas de concurrentes y profusamente iluminadas.

Al día siguiente, domingo 29 de julio, las celebraciones continuaron. Por la mañana, ofreció un Te Deum el arzobispo de Lima, Bartolomé de Las Heras, así como también una misa de acción de gracias (en esta misa, ocupó el púlpito, para ensalzar y comentar el grandioso acontecimiento del día anterior, uno de los oradores religiosos más notables de la época, Fray Jorge Bastante, padre lector de la orden de San Francisco). Para estos actos, el mismo séquito del día anterior siguió, de ida y vuelta, la ruta del Palacio de los Virreyes a la Catedral metropolitana. Después, los miembros del Cabildo se reunieron en el palacio y juraron por Dios y por la Patria mantener y defender con su fama, persona y bienes la independencia del Perú, del Gobierno de España y de cualquier otra dominación extranjera.

Este juramento fue hecho por todo habitante respetable de Lima, de modo que en pocos días las firmas de la declaración de la independencia llegaban a cerca de 4 mil. Se publicó en una gaceta extraordinaria y circuló profusamente por el país, lo que no solamente le dio publicidad ala decisión de los limeños, sino que comprometió profundamente a quienes hubieran agradado que su adhesión a la medida hubiera permanecido ignorada.

Y, para retribuir atenciones, San Martín organizó otro baile de gala, esta vez en lo salones del palacio virreinal, de cuya alegría participó él mismo cordialmente. Bailó y conversó con todos los que se hallaban en el salón, con tanta soltura y amabilidad que, de todos los asistentes, él parecía la persona menos embargada por cuidados y deberes.

Una apreciación final.- La independencia del Perú fue, junto a la de México, la más complicada, dramática y larga de todas. Se trató de una guerra civil, pues en ambos bandos había peruanos, que duró entre 1820 y 1826 aproximadamente, causando numerosas muertes y pérdidas materiales.

Como sabemos, el territorio del antiguo Virreinato peruano abarcaba un enorme territorio que llegaba hasta lo que hoy es Bolivia, el famoso Alto Perú, es decir, un espacio demasiado diverso con realidades étnicas, regionales y económicas muy complejas y a veces contradictorias. Un territorio además, donde una minoría blanca (criollos y peninsulares) convivía con la masa indígena más nutrida del continente; esto sin mencionar la presencia de esclavos negros y de un grupo cada vez más nutrido de mestizos y castas. El temor de una sublevación de las masas era algo que atormentaba a la elite. Por ello, aquí la pugna de intereses y las múltiples expectativas de la población según sus ingresos económicos, ubicación en la sociedad y color de la piel hizo que no todos sintieran en el mismo momento la necesidad o la conveniencia de separarse de España, ni tampoco la forma de cómo llevar a cabo aquella delicada empresa. Fue en este ambiente de confusión que actuaron los ejércitos de San Martín y Bolívar cuando llegaron a nuestro país.

De otro lado, es evidente que sin el contexto militar de San Martín y, especialmente, de Bolívar, la independencia no hubiera sido posible. El Perú era el bastión de los realistas y los que habían optado por el separatismo no contaban con el poder militar suficiente para derrotar a los ejércitos del virrey. Sí existió sentimiento patriótico, si por esto entendemos el apego al territorio y la convicción de que debía seguir su destino al margen de España.

Lo que pasa es que ese patriotismo fue canalizado de distintos modos por cada grupo de la sociedad:

1. Para los criollos significaba liberarse de los peninsulares y tomar las riendas del nuevo estado.

2. Para los mestizos implicaba enrolarse al ejército libertador y escalar posiciones, algo que no hubieran podido soñar al interior del ejército realista. Gamarra, Castilla o Santa Cruz, todos mestizos, se valieron de su participación en Ayacucho para luego incursionar en la política y llegar a la presidencia.

3. Por su lado los indios y los negros la nueva república les abría posibilidades. Para los primeros significaba la abolición del tributo, y para los segundos liberarse de la esclavitud. Lo cierto es que para muchos sectores medios y bajos de la población, los nuevos tiempos podían augurarles mejores canales de ascenso social.

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El alcoholismo en Lima durante la República Aristocrática

El domingo 30 de marzo de 1902, el diario El Comercio publicaba la siguiente nota: “las clases obreras, principalmente, son víctimas de una plaga social que más mortífera que el cólera, el vómito negro, o la peste bubónica, tiende a la degeneración visible e inmediata de la raza. A tal extremo en toda la República, comprendida la capital y el Callao, ha llegado el abuso de las bebidas alcohólicas, que uno de los mejores negocios emprendidos por los extranjeros es abrir tabernas exclusivas o bajo la forma de pulperías que tienen un apéndice o salón donde termina el expendio y principia la taberna… Es menester proceder con sumo rigor, desde luego, si no se quiere ver perdida la generación actual y comprendidas las venideras con la absorción de ese veneno insidioso que se llama el alcohol, que los maestros de la medicina consideran, con razón, como una de las causas del embrutecimiento y destrucción de la raza humana”. Con estas frases, el articulista de entonces constataba un hecho que, por razones obvias, preocupaba a la sociedad y a sus autoridades.

El peligroso incremento en el consumo de alcohol podríamos situarlo, al menos en el caso de Lima y el Callao, luego de la guerra con Chile. Razón tuvo en este sentido el médico y antropólogo alemán Ernst Middendorf, por esos años en Lima, que, después de la guerra, la aflicción, el desempleo y el forzado ocio habían conducido a la bebida a muchos que antes fueron sobrios. Por ello, en enero de 1885 el diario El Comercio, la Academia Libre de Medicina y la Prefectura de Lima iniciaron una campaña, como tantas otras en nuestra historia, para combatir ese vicio pernicioso. Una de las medidas adoptadas fue prohibir que en las pulperías y chinganas se consuma licor en los mostradores antes de las seis de la tarde. La multa era de 50 soles de plata, la primera vez, y la clausura del local si reincidía. La medida no tuvo éxito. En diciembre de 1885, un estudio estadístico levantado por el hospital de Guadalupe, informó que el alcoholismo era la tercera causa de mortandad en la ciudad, precedido por la tuberculosis y la neumonía.

Otra medida adoptada fue la dictada por Cáceres. En 1887, su gobierno creó un fuerte impuesto sobre el consumo de licor. Esta medida, presuntamente represiva, tampoco tuvo éxito. Como lo apuntó Víctor Andrés Belaunde en Meditaciones Peruanas, el mencionado estanco regaló durante varios años cuantiosas sumas de dinero al fisco, llenando prácticamente el vacío que en la economía nacional había dejado el tributo personal.

Siguiendo el testimonio de Middendorf, sabemos que el consumo de alcohol era moderado entre la población costeña, destacándose a las clases altas por ser las menos adictas. En cambio, alcanzaba límites preocupantes en las clases bajas, especialmente en la población indígena. En este sector el consumo de la chicha y el aguardiente de caña causaba muchas muertes. Basadre nos recuerda, por ejemplo, que una de las consecuencias de la construcción del ferrocarril de Mollendo a Arequipa y Puno fue la generalización del consumo del cañazo fabricado en la costa norte llevando abajo la venta del aguardiente de uva (pisco) fabricado en el sur.

De alguna manera, es explicable el mayor consumo de alcohol entre los más pobres. Sabemos que la miseria produce una serie de mecanismos “reconfortantes” y de “escape”. El sentimiento religioso, por ejemplo, ayuda a soportar la indigencia con la promesa de algo mejor en el más allá. Pero hay otras formas de soportar la miseria: la fiesta y la bebida. En 24 de junio de cada año se celebraba la fiesta de San Juan en las Pampas de Amancaes y los pobres invadían el recinto con sus bailes y excesos. Como vemos, frecuentemente religión, bebida y fiesta iban de la mano. No resulta sorprendente pues que algunos médicos y observadores de la época responsabilizaran a la Iglesia como incitadora del alcoholismo entre los pobres, especialmente en la sierra con las fiestas patronales.

Si hubiéramos caminado por la Lima de 1900, la ubicación de los lugares de venta de bebidas alcohólicas variaba según la calidad del producto ofertado. En los alrededores de la Plaza de Armas estaban los locales mejor presentados, a la “americana”, donde se vendían las bebidas decentes: cerveza y vino. Un poco más allá estaban la pulperías o bodegas donde se vendía cerveza o ron para llevar. En los lugares más apartados del centro se situaban las tabernas donde servían bebidas alcohólicas solas o mezcladas de diversas formas, ya sea con jarabes amargos o gaseosas. Finalmente situamos las célebres chinganas; en ellas se ofrecía, para el consumo directo, pisco y alcohol de caña. Estas se contaban por cientos. Las más famosas estaban en los Barrios Altos, el Barrio Chino, el callejón Otaiza y Abajo el Puente.

Uno de los fenómenos que estuvo relacionado al consumo de alcohol, fue la cultura del ocio. El ya citado Middendorf observó esto cuando recorrió la sierra. En Ancash el viajero alemán vio que en la zona había condiciones favorables para la tranquilidad económica: la tierra era fecunda y daba toda clase de frutos. Señala que aún los más pobres tenían lo suficiente para su sustento. Por ello señala: en el tiempo que corre entre la siembra, en diciembre, y la cosecha, que dura de julio a setiembre, los hombres no tienen nada que hacer y se entregan a la bebida. En Caráz, Middendorf vio a muchos indios que paseaban por las calles totalmente borrachos y gritando estrepitosamente. En Carhuáz: parecía que todo el pueblo estuviera dominado por la chicha, pues por todas partes había grupos de bebedores con el mate en las manos, delante de las casas. También constataba que, al igual que hoy, mucho dinero se ahorraba para las fiestas patronales, momento en que el alcohol era el principal protagonista: en Huaylas me hablaron de varios jóvenes que como mozos de hoteles en Lima, habían ganado muchos miles de soles y de regreso a su tierra habían sido designados mayordomos de la fiesta y habían gastado todo su capital.

Durante aquellos años la cultura del ocio y la irresponsabilidad en el trabajo se extendieron. Una de esas manifestaciones fue el culto a “San Lunes”, es decir, no asistir al trabajo aquel día para completar la juerga del domingo o asistir a ceremonias religiosas. Digamos que era una tradición universal pues se combatió en Inglaterra, Prusia o México, y en el Perú desde mediados del XIX. Lo que prevalecía en el “San Lunes” era, lógicamente, el consumo de alcohol. No había remedio, pero felizmente esta costumbre fue desapareciendo con el siglo XX (fue el gremio de zapateros el que mantuvo la tradición hasta el final). Una medida fue, por ejemplo, prohibir las corridas de toros los días lunes.

Todo lo dicho nos permite entender la preocupación de las autoridades por reprimir el alcoholismo. Era un problema que impedía convertir al Perú en un país moderno y civilizado. Lo situaríamos en un esfuerzo que algunos han llamado como la “utopía controlista”, es decir, en el intento obsesivo de transformar el ambiente nacional, y especialmente el urbano, en un espacio puro y a sus habitantes en dóciles y eficientes trabajadores. En otras palabras: había un persistente esfuerzo por fomentar la disciplina laboral y mantener el orden público mediante la sanción de las conductas desviadas. La represión al alcoholismo así como a la vagancia, a la prostitución, a la delincuencia y al carnaval- refleja esta actitud. En las ciudades se intentaba perseguir a todo aquel que no encajara en este orden ideal. Borrachos, prostitutas y locos debían ser erradicados del paisaje urbano. El problema es que los borrachos eran los que más abundaban.

En 1877, por ejemplo, el motivo principal del total de arrestos en las comisarías de Lima fue la “alteración del orden público”. El 80% de esos detenidos fueron encontrados en estado de ebriedad y fueron calificados como “miserables e indigentes”. Otra estadística de detenidos en las comisarías en Lima en 1915 nos revela el mismo problema: entre enero y junio se detuvieron a 1.826 personas por robo, a 633 por vagos y a 3.082 por ebrios.

Otro problema relacionado con el alcoholismo es el que nos revela la mayoría de las memorias del Manicomio de Lima. Abundando en cifras y detalles nos informa el predominio de locuras que reconocen como causas el abuso del alcohol. Ya desde los tiempos de José Casimiro Ulloa, director del Hospital de Insanos, se establecía esa relación directa entre alcoholismo y alteraciones mentales. Todo esto sin mencionar la aparición de un nuevo actor que alteraba el orden y bienestar de la población de entonces: el suicida. Un informe estadístico elaborado por la Facultad de Medicina nos dice que entre 1889 y 1899 hubo 227 casos de suicidios en Lima, es decir un promedio de 22 por año. Nos atrevemos a creer que la cifra fue mayor si revisamos una fuente más confiable como las memorias de la Prefectura de Lima. Lo que sí sabemos es que la gran mayoría de los suicidas era de “condición humilde”. Para la Iglesia el suicidio era un pecado que urgía castigar privando de la sepultura al cadáver del suicida (felizmente ya había por esos años cementerios bajo la jurisdicción del Estado). En 1861 El Progreso Católico declaró a los suicidas “traidores a la patria”. También se relacionó al suicidio con el alcoholismo. El obispo de Lima proponía leyes contra el alcoholismo escandalizado por esta “epidemia aterradora”; también reclamaba la formación de instituciones moralizadoras para cubrir de infamia la memoria de los suicidas.

Toda esta lucha contra el alcoholismo se enmarca, como vimos, en un contexto donde las autoridades buscan una serie de caminos para alcanzar el progreso de la sociedad peruana. Este progreso ya no se alcanzaba con la importación de inmigrantes sino con la educación. Las “sociedades de temperancia”, formadas por esos años, buscaban la utopía de la sobriedad. Las autoridades, por su lado, buscaban la educación de la sociedad protegiéndola de sus enemigos, es decir de todo aquello reñido con la moral. Esta “utopía controlista”, entonces, intentó montar una eficaz vigilancia preventiva contra los borrachos, los vagos, los rateros, los aficionados al juego, las prostitutas… en fin. De otro lado, intentaba regular el comportamiento cotidiano de la gente común, imponiéndoles restricciones sobre sus horas, lugares y modos de diversión y hasta el libre tránsito por las calles. Todo sospechoso debía ser cargado para que las ciudades permanezcan libres de gente nociva: “vivir en policía” dirían algunos. Una Lima ordenada, civilizada, incluso puritana era el ideal de estos moralistas; una Lima lo más cercana posible a una polis repleta de ciudadanos ejemplares.
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El antisemitismo en el Perú, años 30 y 40

Este año se recuerdan los 60 años de la creación del Estado de Israel. Como sabemos, desde finales del siglo XIX, los judíos de Europa Oriental empezaron a emigrar a Palestina debido a la persecución rusa y movidos por el nuevo ideal sionista de volver a formar un estado nacional judío. En 1917, el gobierno británico declaró que era partidario de la creación de una patria judía en Palestina, siempre y cuando la situación de la población no judía no se viera perjudicada. Pero estas condiciones resultaron difíciles después del Holocausto judío provocado por Hitler. La emigración judía desde Europa aumentó considerablemente y, en 1948, la ONU decidió crear el Estado de Israel. Todos sabemos la larga historia del antisemitismo. Lo que ensayamos en es te texto son las actitudes antisemitas que hubo en nuestro país durante al primera mitad del siglo XX.
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