El alcoholismo en Lima durante la República Aristocrática

El domingo 30 de marzo de 1902, el diario El Comercio publicaba la siguiente nota: “las clases obreras, principalmente, son víctimas de una plaga social que más mortífera que el cólera, el vómito negro, o la peste bubónica, tiende a la degeneración visible e inmediata de la raza. A tal extremo en toda la República, comprendida la capital y el Callao, ha llegado el abuso de las bebidas alcohólicas, que uno de los mejores negocios emprendidos por los extranjeros es abrir tabernas exclusivas o bajo la forma de pulperías que tienen un apéndice o salón donde termina el expendio y principia la taberna… Es menester proceder con sumo rigor, desde luego, si no se quiere ver perdida la generación actual y comprendidas las venideras con la absorción de ese veneno insidioso que se llama el alcohol, que los maestros de la medicina consideran, con razón, como una de las causas del embrutecimiento y destrucción de la raza humana”. Con estas frases, el articulista de entonces constataba un hecho que, por razones obvias, preocupaba a la sociedad y a sus autoridades.

El peligroso incremento en el consumo de alcohol podríamos situarlo, al menos en el caso de Lima y el Callao, luego de la guerra con Chile. Razón tuvo en este sentido el médico y antropólogo alemán Ernst Middendorf, por esos años en Lima, que, después de la guerra, la aflicción, el desempleo y el forzado ocio habían conducido a la bebida a muchos que antes fueron sobrios. Por ello, en enero de 1885 el diario El Comercio, la Academia Libre de Medicina y la Prefectura de Lima iniciaron una campaña, como tantas otras en nuestra historia, para combatir ese vicio pernicioso. Una de las medidas adoptadas fue prohibir que en las pulperías y chinganas se consuma licor en los mostradores antes de las seis de la tarde. La multa era de 50 soles de plata, la primera vez, y la clausura del local si reincidía. La medida no tuvo éxito. En diciembre de 1885, un estudio estadístico levantado por el hospital de Guadalupe, informó que el alcoholismo era la tercera causa de mortandad en la ciudad, precedido por la tuberculosis y la neumonía.

Otra medida adoptada fue la dictada por Cáceres. En 1887, su gobierno creó un fuerte impuesto sobre el consumo de licor. Esta medida, presuntamente represiva, tampoco tuvo éxito. Como lo apuntó Víctor Andrés Belaunde en Meditaciones Peruanas, el mencionado estanco regaló durante varios años cuantiosas sumas de dinero al fisco, llenando prácticamente el vacío que en la economía nacional había dejado el tributo personal.

Siguiendo el testimonio de Middendorf, sabemos que el consumo de alcohol era moderado entre la población costeña, destacándose a las clases altas por ser las menos adictas. En cambio, alcanzaba límites preocupantes en las clases bajas, especialmente en la población indígena. En este sector el consumo de la chicha y el aguardiente de caña causaba muchas muertes. Basadre nos recuerda, por ejemplo, que una de las consecuencias de la construcción del ferrocarril de Mollendo a Arequipa y Puno fue la generalización del consumo del cañazo fabricado en la costa norte llevando abajo la venta del aguardiente de uva (pisco) fabricado en el sur.

De alguna manera, es explicable el mayor consumo de alcohol entre los más pobres. Sabemos que la miseria produce una serie de mecanismos “reconfortantes” y de “escape”. El sentimiento religioso, por ejemplo, ayuda a soportar la indigencia con la promesa de algo mejor en el más allá. Pero hay otras formas de soportar la miseria: la fiesta y la bebida. En 24 de junio de cada año se celebraba la fiesta de San Juan en las Pampas de Amancaes y los pobres invadían el recinto con sus bailes y excesos. Como vemos, frecuentemente religión, bebida y fiesta iban de la mano. No resulta sorprendente pues que algunos médicos y observadores de la época responsabilizaran a la Iglesia como incitadora del alcoholismo entre los pobres, especialmente en la sierra con las fiestas patronales.

Si hubiéramos caminado por la Lima de 1900, la ubicación de los lugares de venta de bebidas alcohólicas variaba según la calidad del producto ofertado. En los alrededores de la Plaza de Armas estaban los locales mejor presentados, a la “americana”, donde se vendían las bebidas decentes: cerveza y vino. Un poco más allá estaban la pulperías o bodegas donde se vendía cerveza o ron para llevar. En los lugares más apartados del centro se situaban las tabernas donde servían bebidas alcohólicas solas o mezcladas de diversas formas, ya sea con jarabes amargos o gaseosas. Finalmente situamos las célebres chinganas; en ellas se ofrecía, para el consumo directo, pisco y alcohol de caña. Estas se contaban por cientos. Las más famosas estaban en los Barrios Altos, el Barrio Chino, el callejón Otaiza y Abajo el Puente.

Uno de los fenómenos que estuvo relacionado al consumo de alcohol, fue la cultura del ocio. El ya citado Middendorf observó esto cuando recorrió la sierra. En Ancash el viajero alemán vio que en la zona había condiciones favorables para la tranquilidad económica: la tierra era fecunda y daba toda clase de frutos. Señala que aún los más pobres tenían lo suficiente para su sustento. Por ello señala: en el tiempo que corre entre la siembra, en diciembre, y la cosecha, que dura de julio a setiembre, los hombres no tienen nada que hacer y se entregan a la bebida. En Caráz, Middendorf vio a muchos indios que paseaban por las calles totalmente borrachos y gritando estrepitosamente. En Carhuáz: parecía que todo el pueblo estuviera dominado por la chicha, pues por todas partes había grupos de bebedores con el mate en las manos, delante de las casas. También constataba que, al igual que hoy, mucho dinero se ahorraba para las fiestas patronales, momento en que el alcohol era el principal protagonista: en Huaylas me hablaron de varios jóvenes que como mozos de hoteles en Lima, habían ganado muchos miles de soles y de regreso a su tierra habían sido designados mayordomos de la fiesta y habían gastado todo su capital.

Durante aquellos años la cultura del ocio y la irresponsabilidad en el trabajo se extendieron. Una de esas manifestaciones fue el culto a “San Lunes”, es decir, no asistir al trabajo aquel día para completar la juerga del domingo o asistir a ceremonias religiosas. Digamos que era una tradición universal pues se combatió en Inglaterra, Prusia o México, y en el Perú desde mediados del XIX. Lo que prevalecía en el “San Lunes” era, lógicamente, el consumo de alcohol. No había remedio, pero felizmente esta costumbre fue desapareciendo con el siglo XX (fue el gremio de zapateros el que mantuvo la tradición hasta el final). Una medida fue, por ejemplo, prohibir las corridas de toros los días lunes.

Todo lo dicho nos permite entender la preocupación de las autoridades por reprimir el alcoholismo. Era un problema que impedía convertir al Perú en un país moderno y civilizado. Lo situaríamos en un esfuerzo que algunos han llamado como la “utopía controlista”, es decir, en el intento obsesivo de transformar el ambiente nacional, y especialmente el urbano, en un espacio puro y a sus habitantes en dóciles y eficientes trabajadores. En otras palabras: había un persistente esfuerzo por fomentar la disciplina laboral y mantener el orden público mediante la sanción de las conductas desviadas. La represión al alcoholismo así como a la vagancia, a la prostitución, a la delincuencia y al carnaval- refleja esta actitud. En las ciudades se intentaba perseguir a todo aquel que no encajara en este orden ideal. Borrachos, prostitutas y locos debían ser erradicados del paisaje urbano. El problema es que los borrachos eran los que más abundaban.

En 1877, por ejemplo, el motivo principal del total de arrestos en las comisarías de Lima fue la “alteración del orden público”. El 80% de esos detenidos fueron encontrados en estado de ebriedad y fueron calificados como “miserables e indigentes”. Otra estadística de detenidos en las comisarías en Lima en 1915 nos revela el mismo problema: entre enero y junio se detuvieron a 1.826 personas por robo, a 633 por vagos y a 3.082 por ebrios.

Otro problema relacionado con el alcoholismo es el que nos revela la mayoría de las memorias del Manicomio de Lima. Abundando en cifras y detalles nos informa el predominio de locuras que reconocen como causas el abuso del alcohol. Ya desde los tiempos de José Casimiro Ulloa, director del Hospital de Insanos, se establecía esa relación directa entre alcoholismo y alteraciones mentales. Todo esto sin mencionar la aparición de un nuevo actor que alteraba el orden y bienestar de la población de entonces: el suicida. Un informe estadístico elaborado por la Facultad de Medicina nos dice que entre 1889 y 1899 hubo 227 casos de suicidios en Lima, es decir un promedio de 22 por año. Nos atrevemos a creer que la cifra fue mayor si revisamos una fuente más confiable como las memorias de la Prefectura de Lima. Lo que sí sabemos es que la gran mayoría de los suicidas era de “condición humilde”. Para la Iglesia el suicidio era un pecado que urgía castigar privando de la sepultura al cadáver del suicida (felizmente ya había por esos años cementerios bajo la jurisdicción del Estado). En 1861 El Progreso Católico declaró a los suicidas “traidores a la patria”. También se relacionó al suicidio con el alcoholismo. El obispo de Lima proponía leyes contra el alcoholismo escandalizado por esta “epidemia aterradora”; también reclamaba la formación de instituciones moralizadoras para cubrir de infamia la memoria de los suicidas.

Toda esta lucha contra el alcoholismo se enmarca, como vimos, en un contexto donde las autoridades buscan una serie de caminos para alcanzar el progreso de la sociedad peruana. Este progreso ya no se alcanzaba con la importación de inmigrantes sino con la educación. Las “sociedades de temperancia”, formadas por esos años, buscaban la utopía de la sobriedad. Las autoridades, por su lado, buscaban la educación de la sociedad protegiéndola de sus enemigos, es decir de todo aquello reñido con la moral. Esta “utopía controlista”, entonces, intentó montar una eficaz vigilancia preventiva contra los borrachos, los vagos, los rateros, los aficionados al juego, las prostitutas… en fin. De otro lado, intentaba regular el comportamiento cotidiano de la gente común, imponiéndoles restricciones sobre sus horas, lugares y modos de diversión y hasta el libre tránsito por las calles. Todo sospechoso debía ser cargado para que las ciudades permanezcan libres de gente nociva: “vivir en policía” dirían algunos. Una Lima ordenada, civilizada, incluso puritana era el ideal de estos moralistas; una Lima lo más cercana posible a una polis repleta de ciudadanos ejemplares.

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Comentarios

  1. Judith escribió:

    Es cierto…muy cierto, siempre opine que las fiestas religiosas de la sierra son una gran excusa para el "desfando descontrolista del alcohol", soy de la sierra y a pesar que estas fiestas son contagiosas, gracias a Dios que no vivo allí sino pecaría e iría contra el "control de la utopía tradicional", sin embargo, es triste que la gente se deje arrastrar por esas fiestas patronales que muchas veces no se dan cuenta que lo mejor para los santos sería demostrarles que ser buenos peruanos, responsables, fieles, sensatos, hogareños, moralistas sería lo mejor para nuestra sociedad.

  2. LECTOR escribió:

    Las autoridades deben poner mano dura contra este problema del consumo excesivo de alcohol .
    Se deberia crear el DIA MUNDIAL DEL NO ABUSO EN EL CONSUMO DE ALCOHOL. como una de las medidas para sensibilizar a la población sobre este problema.
    No se puede seguir permitiendo mas derramamiento de sangre en las pistas,ni mas violencia pues el alcohol es causa de estos problemas

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