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por Francisco Miró Quesada Rada

Existe una jerarquía en la cual valores como la vida, el honor, la libertad y la igualdad son superiores al poder o al dinero

Alguien tenía que protestar por esta frase que es la máxima expresión de la inmoralidad y del cinismo en política. Fue la Conferencia Episcopal que, a través de su presidente, monseñor Miguel Piñeiro, dijo: “Hay entre nosotros una expresión que es inaceptable: no importa que robe, con tal que haga obras”. Según el comunicado, “ese dicho solo perpetúa la corrupción en el país y la injusta distribución de los bienes”.

Los seres humanos tenemos creencias y valores, y actuamos según ellos. Como sostiene el filósofo Augusto Salazar Bondy, “los valores implican la idea de algo que es más alto, superior, con respecto a lo que es más bajo, inferior. Implica la idea de una jerarquía, una graduación que hay en el mundo en la que ya no hay dioses, los valores toman el lugar de los dioses que han muerto porque a través de las palabras valorativas se mantiene la idea de lo alto y lo bajo, de lo que es superior y de lo que es inferior de lo que es supremo”. Estos valores –como el respeto por la vida, el honor, la dignidad y la libertad, entre otros– se pretenden fundamentar racionalmente en la convivencia humana, lo que significa que deben tener validez universal, sobre todo cuando en una sociedad –se supone– están internalizados, es decir, aceptados por sus miembros.

El concepto ‘valor’ tiene significados muy amplios, porque así como valoramos una serie de prácticas y actitudes que consideramos morales, también podemos darle valor a otros conceptos que no tienen nada que ver con la moral, como pueden ser el poder y el dinero. Si entendemos la moral como la capacidad que tenemos para distinguir entre lo que es bueno y lo que es malo para el ser humano, entonces debemos actuar según esta convicción, que en el fondo es una creencia. En consecuencia, existe una jerarquía en la cual valores como la vida, el honor, la dignidad, la libertad y la igualdad son superiores al poder o al dinero.

Tanto el poder como el dinero no son malos en sí mismos. Ambos son una dimensión de la vida humana, pero dependen del sitial que les demos en nuestra escala de valores. Si consideramos que son valores superiores a los antes mencionados, los ponemos en una escala más alta. En este caso, el poder y el dinero –que en el fondo son unos medios– los podemos utilizar para hacer el bien y beneficiar a los demás. Sin embargo, esta situación puede trastocarse cuando asumimos que el poder y el dinero son los valores supremos, y por mantenerlos causamos daño a los demás. No reparamos en la diferencia que existe entre los fines y los medios. El poder y el dinero son medios para alcanzar fines nobles, pero pueden convertirse –y de hecho se han convertido en muchos casos– en instrumentos para dominar y explotar al prójimo.

Si decimos “robó pero hizo”, estamos justificando una conducta inmoral amparándonos en una necesidad material. La autoridad que roba adquiere dinero del Estado –es decir, de todo un pueblo–, dinero destinado a la obra pública para beneficiar a toda una comunidad. Pero ¿cuál es la razón que pretende justificar esta inmoral conducta que muchas veces se expresa cínicamente? Una respuesta es que le damos un excesivo valor a las obras sin importarnos cuál es la conducta moral de quien las ejecuta. También podría darse el caso de personas que, por obtener un negocio, no les importa que la autoridad robe con tal de que este se realice. Lo mismo sucede con la mentira: no importa que una persona mienta en su hoja de vida con tal de que haga obras.

Lo grave de esta situación es que esta creencia se convierta en una costumbre aceptada por muchos peruanos, lo que significa que entre nosotros no existe una escala de valores que nos permita distinguir entre lo bueno y lo malo. Es como si dijéramos: “Haz fortuna por cualquier medio, olvidándote de todos menos de ti mismo”. Quienes piensan así no sufren retortijones morales que les plantean un problema ético supremo: el de conocer y posibilitar la recta conducta, como indica el filósofo argentino Mario Bunge.

Un buen gobernante es aquel cuya gestión pública es a la vez ética y eficiente. Aquel que considera que el ser humano es un fin en sí mismo y no un medio que puede ser utilizado y manipulado para robar o acumular poder. Dadas así las cosas, en nuestra sociedad tiene que revertirse el origen de toda educación. Ella no debe consistir solo en impartir conocimientos, sino también en formar personas con valores. Por eso, la educación en valores tendrá que atravesar todas las etapas de la formación humana. Esta advertencia de la Conferencia Episcopal debe tomarse muy en serio si queremos un Perú donde los valores predominen sobre los intereses. Sin duda, un desafío a nuestra conciencia moral como nación.

El Comercio, 5 de setiembre de 2014

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