Ética

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El abogado del diablo y la ética profesional

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The Devil's Advocate (1997)

Fuerzas sobrenaturales se ciernen sobre la sala del tribunal en este drama diabólico adaptado de la novela de Andrew Neiderman. En The Devil’s Advocate (1997) el abogado Kevin Lomax (Keanu Reeves) no presta atención a las advertencias aludidas en la Biblia que le advierte su madre, que ve la ciudad de Nueva York como el refugio de los demonios. Todo lo contrario, se muda de Gainesville, Florida con su esposa Mary Ann (Charlize Theron) para poner su carrera profesional en Derecho a la prueba en un bufete prestigioso en Manhattan, dirigido por el abogado John Milton (Al Pacino).

Todo empieza aparentemente bien— con Milton ofreciéndole un salario de $400 la hora a Lomax para que se quede. Además, la pareja parece estar feliz ya que se muda a un apartamento de lujo en el mismo edificio de su jefe en la Quinta Avenida. Todo comienza a cambiar luego de que Lomax defiende a un sacrificador excéntrico de animales, cuando el bufete le asigna un caso importante de un aparente homicidio por un magnate de bienes inmuebles conocido como Alexander Cullen (Craig T. Nelson). Al mismo tiempo, la salud emocional de su esposa comienza a deteriorar debido a la influencia del vecino de su apartamento y algunas experiencias perturbadoras relacionadas a lo sobrenatural. Lomax ignora todo esto mientras en el trabajo, se siente atraído por una mujer pelirroja conocida como Christabella (Connie Nielsen). Deslumbrado por su entrada a una vida donde obtuvo todo lo que quería, Kevin Lomax no comprende qué o quién le entregó este éxito en Nueva York. ¿Podría ser… Satanás?

La mayor fuerza de The Devil’s Advocate es que se vuelve más compleja y más gratificante a medida que avanza la historia. Justo cuando la audiencia espera chorros de sangre y un coro angélico que cante algún himno a Satanás en latín, la película sorprende presentando un diálogo de índole moral entre el diablo y el joven abogado. Cabe mencionar que a pesar de que hay un aspecto algo “clichoso” sobre la presentación de los abogados como “herramientas de Satanás” en la película, por otra parte, la película cuestiona la ética profesional del trabajo de un abogado de manera genuina. Asimismo, se ve mediante algunas escenas que la película entiende hasta cierto punto cómo la fragilidad y vanidad humana están compuestas de varias dimensiones. A diferencia de muchas películas con aspectos sobrenaturales que afectan la credibilidad de la historia, esta película trata el tema de una forma real y relevante. Por ejemplo, en una ocasión se sugiere que la verdadera batalla entre el bien y el mal es interna, por lo que el libre albedrío se convierte en parte fundamental de este conflicto.

En https://aldia.microjuris.com/2014/08/16/el-abogado-del-diablo-y-la-etica-profesional/

 

 

ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE EL EJERCICIO DE LA ABOGACIA

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A propósito de la película “El Abogado del Diablo”1

“Lucha, tu deber es luchar por el derecho, pero el día que encuentres conflicto del derecho con la justicia, lucha por la justicia”
Eduardo Couture2

“Con la marcha de los tiempos, más las actividades derivadas de la convivencia y los intercambios genéticos, acabamos metiendo la conciencia en el color de la sangre y en la sal de las lágrimas y, como si tanto fuera aún poco, hicimos de los ojos una especie de espejos vueltos hacia dentro, con el resultado, muchas veces, de que acaban mostrando sin reserva lo que estábamos tratando de negar con la boca. A esto, que es general, se añade la circunstancia particular de que, en espíritus simples, el remordimiento causado por el mal cometido se confunda frecuentemente con miedos ancestrales de todo tipo, de lo que resulta que el castigo del prevaricador acaba siendo sin palo ni piedra, dos veces el merecido”.
José Saramago3

Carolina Loayza Tamayo4 y Alberto Che-Piú Carpio5

I. INTRODUCCION Y NOCIONES GENERALES.
¿Qué es la ética? Esta pregunta, tan inocente y sencilla, no tiene una respuesta con cualidades similares. En las sociedades occidentales u occidentalizadas, aparece casi siempre ligada a los conceptos religiosos: hacer el bien y evitar el mal; implica un comportamiento que se denomina “ético”…, pero esta “línea de conducta”, no nos permite definir o señalar que es lo que entendemos por alguna de esas palabras. Aquí no vamos a dar respuesta a nuestra pregunta inicial, pero sí a buscar una aproximación a su innegable influencia en el “mundo de las profesiones” o el “mundo de los negocios”.

El comportamiento del ser humano es un complejo mundo de decisiones, las cuales nos muestran como, por el comportamiento de una persona, podemos saber muchas cosas de su vida…, más aún sobre la forma en que desarrollan sus actividades profesionales, y es que el comportamiento ético, comprende una unidad indivisible en el ser humano, pues es su disposición en la vida, su carácter, sus costumbres y su moral; en líneas generales, es “su modo o forma de vida”.

Pero explicar esto en abstracto, no sólo es complicado sino también aburrido, por lo que hemos escogido una película en la que el protagonista (un abogado para variar), debe tomar decisiones, que no sólo van a influir en su futuro personal y profesional, sino que, y lo más importante, dichas decisiones lo van a obligar a elegir entre la verdad y la justicia o el éxito y la vanidad. Nuestras reflexiones en torno al ejercicio de la abogacía, las resumimos en las siguientes líneas.

El mensaje fundamental de la película, se resume en como debe conducirse el profesional del derecho, en el ejercicio de su profesión. Tamaño problema, dado que la “cultura popular”, insiste en caracterizar a nuestros colegas, como corruptos, deshonestos, “tinterillos”, “leguleyos”, etc., y de decenas de formas más, sin contar por supuesto, con los infaltables “chistes de abogados” que amenizan las reuniones sociales.

¿Cuánto de eso es verdad? Las generalizaciones siempre llevan a cometer excesos, pero también un dicho popular reza que “Cuando el río suena, es porque piedras trae”.

Lo ético, la conducta honesta, implica la toma de decisiones correctas, produciendo situaciones complejas, tanto para los abogados como para los que no lo son; la crítica es mayor, cuando se sobreentiende, por definición que todos los abogados debemos por formación, estar familiarizados con el estudio de este tema, es decir, con los cursos que algunas Universidades imparten obligatoriamente o en forma electiva, denominados Ética Jurídica, Deontología Jurídica, etc. 6.

Si bien la ética está relacionada al estudio, análisis y al conocimiento de los valores, su práctica en la vida diaria –el comportamiento ético–, complementa dicho conocimiento. En términos simples, para entender lo que son los valores, diremos, que todas las sociedades poseen un sistema de valores, es decir un conjunto de ideas, conceptos y costumbres relacionados entre sí, a las que se les atribuye gran importancia. La palabra valor, desde este punto de vista, significa algo importante tanto para el individuo como para toda la sociedad en su conjunto. En consecuencia, un valor es cualquier cosa –idea, creencia, costumbre u objeto– que, por alguna razón, es importante para los integrantes de una sociedad. Por otra parte, las cosas pueden ser importantes para nosotros de una manera positiva o negativa, de manera que existen valores positivos, respecto a los cuales todos estamos de acuerdo, “a favor”, mientras que los valores negativos son todo aquello con los que estamos en desacuerdo, “en contra”.

Los valores positivos son aquellos a los que tienden las personas, y que guían la conducta de los individuos en una sociedad. Dichos valores establecen el fundamento de las normas que regulan la vida social y señalan lo que se debe y no se debe hacer, esto es, el deber ser es importante por que todas las reglas que ordenan la vida deben contener ese deber ser y por tanto la conducta de todos debe atender a ella. Las normas, en tanto respondan a los valores positivos, coadyuvarán a la convivencia pacífica de los miembros de la sociedad.

El problema se presenta cuando en la vida diaria y sobre todo, en la vida profesional, el individuo deja de lado la responsabilidad que le significa su profesión y se aparta de las normas éticas y opta por comportarse según las normas que obedecen a valores negativos… y podría afirmarse, que pareciera que ese es el problema de algunos colegas.

II. LA ETICA Y LA ABOGACÍA
La falta de ética en los abogados constituye la trama principal en la película en la que, no sin razón, se señala a esta profesión como vinculada “al mal”, sin contenido moral alguno. En realidad esta premisa ha ido concretándose con el tiempo, y lamentablemente no podemos contradecir rotundamente que la profesión jurídica no está venida a menos, sobre todo en lo que se refiere a la calidad de su ejercicio y su repercusión en la sociedad, pues esta sociedad es la que finalmente la ha venido perjudicándose con los resultados que acarrea este problema.

Muchas veces nos hemos preguntado si tienen razón los literatos, políticos o juristas –y hasta los cineastas como el de esta película–, que menosprecian si no denigran la profesión de la abogacía, al culparla de muchos males sociales no sólo por el exceso de formalismos que desnaturalizan el proceso, convirtiéndolo en enfermedad social, instrumento de dilación, chantaje o represión, sino también, por las propias funciones públicas cumplidas por los abogados en los Poderes del Estado, el periodismo, la docencia, actividades a las que contaminaron. La respuesta es que en gran medida les asiste la razón. La literatura, el derecho o la política –y obviamente el arte–, son manifestaciones de la conciencia social; traducen indudablemente las condiciones estructurales de la sociedad que las produce y expresan siempre en mayor o en menor grado el pensamiento de la sociedad, la opinión de la colectividad 7

El doctor Cuadros Villena, señala que el problema de la ética de la abogacía debe ser tratada desde la perspectiva de la defensa privada, cuando nuestra profesión está en relación no solo con el ejercicio forense y el modo cómo el abogado cumple sus funciones en defensa del derecho, sino conceptuando a la abogacía más allá de la defensa del derecho, como ministerio de verdad al servicio de la justicia y la paz de la colectividad 8 .

La abogacía es una de las profesiones más trascendentales de la vida social; no sólo porque se ejercita utilizando el derecho como su instrumento fundamental en la búsqueda de la justicia, sino porque está directamente relacionado con los bienes jurídicos del individuo de la sociedad, cuya protección organiza la ley. El abogado, utilizando valores sociales como el derecho o la justicia, tiene en sus manos valores individuales también muy importantes como la vida, la libertad y el honor. Se trata pues de una actividad eminentemente social y que por eso trasciende, inclusive, del caso particular al propio orden de la sociedad, pues, su objetivo no es solamente alcanzar la sentencia que repare la injusticia en el conflicto de intereses sino que por su precisión de justicia, contribuya al restablecimiento del orden social quebrantado. En suma, la mayor responsabilidad social del abogado radica en la búsqueda de la justicia al servicio de la humanidad 9 .

El ejercicio de la abogacía comenzó cuando los hombres más aptos o más capaces, por un deber de solidaridad, invocaron ante quienes debían resolver los conflictos, los derechos de las víctimas de la injusticia y el abuso. Etimológicamente la palabra abogado deriva de ad y vocatus, del verbo vocare y significa llamado para defender derechos de otros. En sus inicios el prestigio de los abogados notables no se basaba ni en sus gestiones, sino en su entereza moral. Eran los defensores de las personas, de la sociedad y de la República, de la justicia y de la libertad.

El abogado debe hacer que el derecho cumpla su cometido como instrumento de paz, debe hacer que las leyes se tornen justas en la realidad donde se aplique. Sebastián Soler sostiene: “Difícilmente podrá el Estado mantener normas coactivas que impongan a los súbditos deberes inmorales”, esto implica que en realidad son los operadores del derecho los que deben hacer justo al sistema jurídico.

En efecto, cuando una persona, como el abogado, tiene sobre sí la doble responsabilidad como ciudadano y como profesional del derecho, la obediencia a las normas éticas acarrea consecuencias mucho más graves. Esto, porque en ellos cae la responsabilidad de que las normas sean eficaces, ¿cómo pedir que la justicia exista, cuando los llamados a alcanzarla no hacen lo debido para conseguirla?, ¿cómo hacer que las normas sean justas cuando quienes la elaboran no saben o no conocen los valores positivos?, ¿puede el derecho, es decir el sistema jurídico de por sí, ser justo? En realidad toda norma o sistema jurídico no es necesariamente justo y si bien las normas pueden tener un contenido ético, este contenido puede perderse en tanto el individuo encargado de aplicarlo lo haga atendiendo solamente a sus intereses por lo que acarrearía el mal uso o el uso arbitrario del derecho, convirtiendo así, al derecho, en un conjunto de normas injustas, ajenas al interés común, por ejemplo, el abogado que ejerce la defensa por el puro interés económico o el mero éxito personal aún sabiendo que su cliente es culpable y que su defensa será exitosa en la medida que acuda a valores negativos, es decir a las coimas, relaciones e influencias personales, o creando con habilidad una duda razonable a partir del desprestigio de un testigo, olvidándose del interés de toda la sociedad, cual es recuperar la tranquilidad social sancionando las conductas desviadas. Si bien es un principio jurídico el que toda persona tiene derecho a defensa, hay situaciones límites como la planteada en la primera parte de la película en que el abogado se encuentra en una disyuntiva, la defensa justa o la defensa no ética, en este caso ante la decisión correcta del abogado de alejarse o separarse del patrocinio de un caso, respecto al cual ha perdido la confianza necesaria que debe existir en la relación abogado- cliente basada en la verdad de los hechos a partir del cual se una defensa, queda el deber del Estado de conferir el derecho a defensa de oficio, la cual debe también responder a criterios de equidad en la medida de la responsabilidad del patrocinado – cliente.

La abogacía es una profesión complementaria con la labor del juez, porque está comprometido con la justicia y con el derecho; de otro modo, su función sería desviante, lograr la equidad es uno de sus cometidos. No es fácil lograr un campo de equilibrio en quien es llamado para defender al cliente y debe hacerlo con decisión; pero el abogado no es un mercenario, no debe ser un mercader de sus habilidades dialécticas, un manipulador de la judicatura, un seductor capaz de convertir en mentecato al magistrado. Tampoco moralmente, no debe actuar como cómplice del mal o como su favorecedor. La identidad de la profesión jurídica viabiliza la eficacia del derecho 10. Los abogados deben ser conscientes que su profesión implica cultivar la justicia, profesar el conocimiento de lo bueno y equitativo, separando lo justo de lo injusto, discerniendo lo ilícito de lo lícito (ULPIANO 11). Es decir, se trata de una actividad intelectual dirigida a conseguir lo que es justo y oportuno en la convivencia social.

El abogado que ha llegado a comprender la idea del Derecho como instrumento de Justicia y de Paz, sabe bien que en los pilares de un orden social recto, se asientan en la piedra angular de la libertad y el respeto de la persona humana.
Un concepto de abogado de fácil entendimiento es la que nos la da Llerena Quevedo: es un servicio especializado, que supone un cierto dominio de un campo determinado y más o menos amplio del conocimiento, dirigido a la solución de problemas y necesidades de orden práctico y ejecutado a solicitud de otro, con independencia de criterio, esto supone que los actos del profesional del derecho deben estar ajustados a la verdad y a la buena fe. Si bien se trata de una prestación de servicios normalmente remunerada, la calidad del servicio no puede ser proporcional a la cantidad pactada 12.

La abogacía, en tanto ejercicio privado, deja librado al criterio ético del abogado ser ordenador de las relaciones sociales como colaborador de la magistratura, convirtiéndose así en el primer realizador de la justicia; es decir, el primer juez 13.

De todo esto, podemos concluir que del ser humano, en este caso trátese del profesional de la abogacía o del cliente o patrocinado, del ciudadano depende la correcta aplicación de las normas para que ella se traduzca en la justicia que se espera. El culpable no puede ni debe moralmente pretender una absolución ni el acusador buscar condenar al inocente para aplacar una sed de venganza de la sociedad. Del actuar de los operadores del derecho, así como de las actitudes de cuestionamiento y rechazo de los ciudadanos dependerá la inexistencia de la injusticia.

La ética en la profesión del abogado es importante dada la amplitud en el ejercicio de esta profesión, pues el abogado además de ejercer la defensa, puede desenvolverse como legislador, juez, fiscal, funcionario estatal, notario, docente, pudiendo ejercer muchas otras funciones dirigenciales y de importancia en la sociedad. Esto hace que sobre el profesional del derecho, recaiga la gran responsabilidad de dar el ejemplo tanto con su vida personal como profesional.

III. EL EJERCICIO DE LA ABOGACIA QUE SE NOS MUESTRA
La película que comentamos nos muestra que la profesión del derecho está en crisis en cuanto a valores se refiere. Presenta al abogado exitoso como aquél que gana los casos, sin importar lo despreciable de los cargos que se imputen al cliente y sin importar su inocencia o culpabilidad pues su defensa solo se dirige a exonerarlo de responsabilidad o de satisfacer sus intereses mas allá de su legalidad o no ¡Yo gano! ¡Yo siempre gano! resume la posición del abogado Lomax, porque ganar es sinónimo de éxito y éxito es sinónimo de dinero. No importan los medios que se empleen para ganar, si son los debidos o no, no interesan los medios sino los resultados. La pregunta de ¿cómo se siente empujar al Jurado hacia la duda razonable? Recibe como respuesta, es el momento de disfrutar el éxito, no es el momento de los escrúpulos. Los resultados se dirigen a los valores determinados por un sistema mercantilista, ajeno a la moral y a la solidaridad, es decir a los valores negativos que en realidad no ayudan a una mejor convivencia en sociedad.

Se dice que la pobre enseñanza en las Facultades de Derecho es una de las causas de la crisis de valores en la profesión jurídica. En realidad dicha crisis se remonta en primer lugar, a la formación personal que todo potencial alumno de las facultades de derecho- y todo futuro profesional- recibe en sus hogares 14, y en segunda instancia a la crisis de la en la enseñanza misma del Derecho que los alumnos reciben en las Universidades. Para lograr modelos y paradigmas personales del abogado correcto que desean un derecho más justo y por ende una sociedad más justa, queda una tarea concienzuda de parte de todos nosotros como padres de familia, como ciudadanos y como abogados. En efecto, no podemos negar que las Universidades tienden a la superproducción de abogados dirigidos a insertarse a un mundo donde prevalecen valores contrarios a los que desea una sociedad carente de justicia, contrarios a lo que determinan los valores positivos, tales como el poder económico, la vanidad, el individualismo, la falta de honestidad y el éxito sin importar los medios. Se trata pues de un mundo donde si bien sobran abogados, faltan modelos a seguir 15.

Según el Dr. Cuadros Villena, el descenso ético de la abogacía no es sino el resultado del incumplimiento de las normas morales que regulan su ejercicio y la conducta privada del abogado. Pero el problema es indudablemente mucho más profundo y cala en la esencia misma de las relaciones sociales, en la propia naturaleza del derecho y en la ética general de la sociedad. Es que la abogacía como parte de la conciencia social corresponde necesariamente a la estructura de la sociedad y a la naturaleza del derecho que esa estructura produce 16. Por ello, cabe preguntarnos ¿acaso esta crisis de la profesión jurídica no corresponde también al comportamiento de toda la sociedad, a la falta de valores positivos en ella?.

Si se quiere recuperar la imagen del abogado, será necesario incidir en su formación y dirigirla a enriquecer la calidad personal del futuro profesional, la calidad moral donde las normas éticas, el deber ser sean las metas a alcanzar en el ejercicio de la profesión. Es necesario abogados con vocación solidaria, responsables de su rol en la sociedad. Sin duda el título de abogado confiere una jerarquía intelectual y una dignidad social. El abogado de hoy, sabedor de su dignidad, debe luchar constantemente por afianzar el derecho, la justicia, el progreso, la libertad y la paz social 17. El patrimonio principal del ser humano es su dignidad y no hay dignidad segura sin justicia que lo ampare.

Ser abogado significa constituirse en un fiel custodio del régimen constitucional, en un defensor abnegado de los derechos humanos, en un combatiente contra las injusticias sociales y toda la actividad lesiva al ser humano.

Por tanto, toda profesión, no solo la del abogado, es un ejercicio habitual y continuado de una actividad laboral desarrollada, que se ejercita luego de haber cumplido ciertos requisitos entre los cuales está haber aprendido satisfactoriamente los elementos esenciales de carácter científico y con la finalidad de servicio a la colectividad y a la propia persona y familia de quien lo ejercita

En “El Abogado del Diablo” hay una honda reflexión frente a la toma de conciencia de elegir la justicia no en función al interés particular, sino al interés social. Hay dos situaciones claras que se notan en esta historia:

– La relación defensor – cliente.- El ejercicio profesional del abogado en la relación defensor- cliente, esta basada íntegramente en la versión del cliente y se sustenta en la confianza. De este modo, el abogado cree de buena fe en la versión de su cliente que la sustenta en los medios probatorios; a partir de ello, elabora una estrategia de defensa en base a sus dichos y a las pruebas que posee. El abogado no puede erróneamente considerar que la contratación de su servicio profesional implica per se una obligatoria defensa al margen de la verdad, por el hecho del pago de los honorarios profesionales. Su ejercicio profesional está limitado por la verdad real que él deberá sustentar observando principios éticos y jurídicos.

– La relación cliente – defensor.- Esta situación se refiere a la conducta del cliente, que puede suponer que, por haber contratado los servicios de un abogado, dichos servicios deben ceñirse a “su verdad” sin tener en cuenta los principios éticos, ni a la verdad real y a la justicia. La frase del cliente, “tú eres mi abogado, tienes que defenderme” pretendiendo su absolución –aún a sabiendas que no se es inocente–, no significa para el abogado el ejercicio de una defensa incondicional. En este caso la exigencia del cumplimiento de las normas de la ética, debe recaer no solo en el abogado sino también en el cliente. Ningún cliente puede pretender que frente a una situación de culpabilidad tenga su abogado la obligación de demostrar una inocencia inexistente.

La conducta del cliente guarda relación con la conducta de los abogados. En este tipo de situaciones todo profesional del derecho debe no sólo cumplir con sus obligaciones, sino también propiciar que su cliente cumpla con sus obligaciones jurídicas y éticas, sólo así el abogado se transformará en útil instrumento de pacificación, de perfeccionamiento individual y social 18.

En cualquiera de ambos casos, el abogado enfrenta una disyuntiva: reducir su ejercicio profesional a la defensa de intereses particulares al margen de la justicia, ó conservar los principios que animan su profesión observando los principios de justicia que buscar dar a cada uno lo que le corresponde, y en ese caso, defender los intereses de su cliente en conjunción con los intereses de la justicia.

Alcanzar la justicia por el abogado desde la perspectiva de la defensa comprende la absolución de su cliente de ser inocente ó su condena si es culpable pero con la imposición de una pena que corresponde al nivel de su responsabilidad, para ello deberá tener en cuenta las circunstancias de la comisión del delito, su responsabilidad en el acto o no, la ausencia de dolo, la negligencia, las circunstancias atenuantes, etc.

Cuando se logra imponer una falsa inocencia a través de medios lícitos- crear una duda razonable- e ilícitos –pruebas falsas-, se atenta contra la sociedad misma, pues se le está negando su derecho a sancionar conductas desviadas y por ende a mantener la tranquilidad social. En consecuencia, se está favoreciendo la impunidad.

En efecto, al ser la sociedad humana una forma solidaria de existencia, en la que la actividad de cada uno se coordina en sus aspectos básicos con los demás, la actividad de los unos resulta de un modo u otro apoyando o ayudando a la de otros, intencionalmente o no. En función a ello, lo que haga un individuo va a repercutir en la sociedad donde se desenvuelve, desde este punto de vista debe entenderse que la profesión del abogado no es sino una forma especializada de servicio a los demás. Supone hacer por ellos lo que no saben o no pueden hacer por sí mismos. Los abogados actúan, por ejemplo, como “voceros”, “razonadores en pleito ajeno”, “peritos” en materia jurídica 19, etc.

– La relación del abogado con el derecho.- El abogado debe aceptar una defensa con convicción y tratará de ganar el proceso en el contexto de la verdad de su cliente, que se la ha encomendado más allá de los honorarios. Aquí el abogado se enfrenta a dos caminos: la justicia o el llamado “éxito profesional”; esto es, no errar, no fracasar, solo ganar los casos que se representa; en el sentido de su argumentación. Entre la justicia y el éxito profesional que satisface el ego personal el abogado de la película que comentamos, elige –en un primer momento- por lo último, elige la figuración personal buscando presentar al cliente como víctima, generando la duda ante el jurado para conseguir la justicia disfrazada de este modo el éxito de abogado está condicionado a satisfacer sus expectativas personales dejando de lado el rol que la sociedad le ha conferido. La inocencia disfrazada no es un triunfo, es un triunfo disfrazado.

En este caso, debido a los valores alejados de todo sentido humanitario y social, el éxito del profesional se mide en función de la mejoría material de su estatus profesional; es decir, medido en dinero y en el poder que éste te posibilita dentro de la sociedad. El abogado en este caso, es infalible, sin considerar los medios, importándole solo los resultados. Así el derecho se deshumaniza.

Siendo el derecho sólo un mecanismo para alcanzar la justicia, depende de quiénes y cómo lo usen para conseguir dicho fin, por lo tanto no hay que olvidar que del individuo, como operador del derecho, depende que se alcance la justicia. Las leyes por sí solas no son justas, hace falta la acción del ser humano.

Con esto no queremos decir que la abogacía se ejerce por “pura” vocación y nada más (aunque sea requisito muy importante); sino también, para satisfacer nuestras necesidades; no puede negarse un principio de productividad económica en todas las ocupaciones humanas.

El abogado es un profesional que necesita ganarse el sustento; sin embargo debe equilibrar su ejercicio con el desinterés, el cual no debe ser entendido como una exagerada generosidad. Este desinterés está referido al aspecto económico que no corresponda al de los honorarios correctamente devengados; por lo tanto, no está referido a cualquier otro interés concomitante que se le ofreciera al margen de dichos honorarios y a todo lo que no corresponde al ejercicio digno de la profesión. De ser así, podría devenir en un mero ánimo del lucro e influir negativamente en su toma de decisiones y en su independencia profesional 20.

No hay que olvidar que el abogado es siempre y ante todo la persona que debe combatir “por el Derecho” con un espíritu de desinterés que es necesario entender en el sentido más elevado de la palabra. Su misión no es un comercio del Derecho sino un servicio al Derecho. Cabe recalcar que no debe buscar el éxito del pleito para sólo ganar dinero, sino principalmente para el triunfo de la justicia. Esto no quiere decir que el abogado deba abandonar toda ambición y logro personal. Si esto fuera así no seríamos abogados sino santos. Le es lícito pues, al abogado, perseguir su mejoramiento económico a través del ejercicio de la profesión que ha elegido, pero es necesario al tener en cuenta su interés personal, considerar siempre el interés del cliente a quien defiende y el de la sociedad. Todo ello se expresa en el bien común.

El desinterés que debe caracterizar al abogado no consiste en el desprecio del provecho pecuniario, sino en el cuidado de que la perspectiva de tal provecho no sea nunca la causa determinante de ninguno de sus actos; pero le impide enriquecerse de cualquier forma a costa del cliente o de la parte contraria. El ejercicio de esta profesión labra, indiscutiblemente, el bienestar individual, pero el bienestar individual aislado de todo otro sentimiento humanitario, o de todo otro anhelo colectivo, resulta la expresión de un egoísmo perjudicial para los intereses de la colectividad 21.

– De los Honorarios de los Abogados.- Respecto a los honorarios del abogado, no está de más explicar sus orígenes. Entre los pueblos primitivos el ejercicio de la abogacía fue gratuito. En los primeros tiempos de Roma, la defensa era ad honorem, pero después con el transcurso del tiempo, se generalizó la costumbre de pagar a los defensores. Quizás estas costumbres degeneraron en el abuso. En algunos países como en Alemania, por ejemplo, los honorarios deben fijarse de acuerdo con Aranceles de Abogados, aunque pueden también pactarse convencionalmente. A falta de Arancel o de pacto, o cuando se señala una suma indebida, la práctica legislativa ha establecido que sea el criterio de los tribunales el determinante. Muchas veces sucede que el monto de lo litigado puede definir la importancia, la fama del pleito o de la gestión, pero no la índole de la labor profesional.

Las actuaciones judiciales pueden determinar el monto de los honorarios, pues constituyen un signo del ejercicio profesional, pero no refleja necesariamente la efectividad del servicio, que puede lograrse con pocas actuaciones. El éxito en el proceso constituye una indiscutible ventaja lograda a favor del cliente, pero tampoco es índice de esfuerzo, porque una causa puede ser ganada por la calidad del derecho defendido, por la naturaleza incontrovertible de la prueba preparada por el abogado o por la sencillez del asunto.

– Otros temas planteados: el bien y el mal, el libre albedrío, la familia, género.- Se presenta también un problema de la fe, que nos lleva a reflexionar sobre la posición que debe tomar el ser humano entre el bien y el mal. Al margen de las creencias religiosas 22 y sin ánimo de herir susceptibilidades, algunos consejos dados por “el diablo”, resultan interesantes cuando señala que “el libre albedrío” debe ser utilizado en forma responsable pues hay que ser consecuentes con el uso de esa libertad. Ello sin perjuicio que la fe cristiana se basa también en la libertad.

Cuando en la cinta, el abogado se defiende y dice: “soy un abogado” como una forma de justificar su conducta inmoral, dando a entender que su profesión le impedía elegir, él se equivoca, pues el uso del libre albedrío que encuentra su fundamento en la libertad. El abogado libremente eligió ser un soldado de la justicia. En consecuencia, eligió hacer uso de esa libertad en función de valores positivos. Cuando busca alcanzar esos valores, está buscando el bien social, ya que la justicia particular va de la mano con la justicia que busca la sociedad toda.

Se nota la confusión que existe en la mente de todo abogado amoral o inmoral, que se funda en la idea de que su trabajo consiste solamente en que siempre debe ganar, sin importar el medio o de negar la verdad o la justicia. Si bien la profesión jurídica es fuertemente competitiva, donde supuestamente es mejor quien gana un litigio sin tener en cuenta cómo lo hizo, ello obedece a la distorsión ética antes mencionada. La relación del abogado consigo mismo, dejando de lado la justicia y por ende el sentido de la solidaridad, es pues, un tema motivo de reflexión. El trabajo del abogado no es ganar, es buscar justicia.

La película nos presenta al abogado que busca el éxito por la familia, pero que en este afán se aleja de ella por el éxito personal, fama, dinero, fortuna poder. La familia es la célula básica de la sociedad el primer cobijo del individuo, en consecuencia, su valor es inconmensurable para el desarrollo del ser humano y de la sociedad. Cuando se deja de lado a la familia por los intereses materiales, el individuo está atenta contra sí mismo.

También se puede apreciar una distorsión del rol femenino en la sociedad. La película en su perspectiva religiosa del bien y el mal, presenta a la mujer como sinónimo de mal y de las más bajas pasiones, recurriéndose a prejuicios históricos sobre la mujer y su responsabilidad en las decisiones del varón. Se trata de una visión parametrada que deja entrever la imagen de la mujer asociada al “mal” –demonio–, y su posición de gran influencia sobre el hombre, la que en todo caso sería en ambos sentidos. La realidad es que cada persona tiene la plena libertad para tomar sus propias decisiones, en ella radica la riqueza del ser humano, que no necesita de sugerencias para tomar el camino debido, pues los principios éticos son inherentes a su razonamiento, es su capacidad de decidir sobre la base del su libre albedrío lo que le ayudará a decidir qué camino a tomar.

A MANERA DE CONCLUSIÓN.
Los valores éticos son inherentes al ser humano. La conciencia del hombre siempre está y estará presente para evaluar todas las acciones de la vida, se trata del contenido del sentido común de todo individuo. Si bien “la ley nos da acceso a todo, la ley es poder, es el paso supremo” 23; no debemos olvidar que la ley la hacen los hombres, y en consecuencia es perfectible. De forma tal, que el poder está en los hombres y en su libre albedrío, que se legitima cuando se ejerce en función del bien común. Solo así la ley será justa y se constituirá en un verdadero poder, que los abogados, deben coadyuvar a respetar, lo cual no es solo forma parte de su compromiso con la sociedad, sino también, el que tienen consigo mismo, sea por vocación o por formación.

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1 Como parte de las actividades que realizó el Colegio de Abogados del Callao para celebrar el Día del Abogado en el año 1999, se proyectó la película “ El abogado del Diablo” y se organizó una Mesa Redonda a la que invitaron a la Profesora Carolina Loayza Tamayo a participar, su exposición sirvió de base para el presente artículo.
2 Eduardo Couture comentando el Cuarto Mandamiento del Abogado.
3 José Saramago: Ensayo Sobre la Ceguera, Seix Barral “Biblioteca de Lima”; 1996.
4 Abogada, con estudios de maestría, profesora Asociada de Derecho Internacional Público y Derecho Internacional Humanitario de la Universidad de Lima.
5 Abogado, Asesor del Tribunal Constitucional.
6 Quienes estamos vinculados al estudio y ejercicio del Derecho, sabemos que en la mayoría de las Facultades de Derecho, los cursos relacionados a la Deontología Forense tienen la categoría de electivos.
7 CUADROS VILLENA, Carlos F., Ética de la Abogacía y Deontología Forense. Editora FECAT, Lima,1994. Pág. 46
8 Ibíd. , págs. 23 y 24.
9 Ibíd. , págs. 29 y 30.
10 Couture….
11 Digesto, I, i, 10, 1.
12 LLERENA QUEVEDO, J. Rogelio.”Notas para una Ética del Foro” Separata de Ética.
13 Ibíd. Pág.43.
14 Vemos cómo el abogado Lomax de la película en mención, finalmente decide por los principios adquiridos en su hogar –a través de su madre- es decir, que muchas veces aquello que se inculca en el hogar influye decididamente en la vida profesional.
15 Monroy Gálvez, Juan. ”¿Cómo se forma (o deforma) un abogado?”. En el Comercio. Opinión, 28 de febrero de 1999.
16 Ob. cit., pág. 40.
17 VIÑAS, Raúl. “Ética de la abogacía y de la Procuración”… separata…
18 Ibíd.
19 LLERENA QUEVEDO, Ob. Cit. Separata de Ética.
20 MARTINEZ VAL, José Ma. Ética de la Abogacía. Bosch, Barcelona, 1987, Pág. 64.
21 CASTILLO DAVILA, Melquiades. “Deontología Forense”… separata…
22 La autora es católica.
23 Frase textual del “diablo” en la película.

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Nuestros Magistrados

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Por Manuel González Prada

Horas de lucha

Mariano Amézaga fue, no sólo un escritor sincero y viril, sino un abogado de honradez proverbial, un verdadero tipo en la más noble acepción del vocablo. Si un mal litigante pretendía encomendarle la defensa de algún pleito inocuo, Amézaga le desahuciaba suavemente: -“Amigo mío, como usted carece de justicia, yo no le defiendo”. Si la causa le parecía justa, se encargaba de la defensa; pero las más veces le sucedía que no le pagaban los honorarios o que en el fragor de las peripecias forenses el litigante le decía socarronamente: -“Señor doctor, valgan verdades, acabo de saber por el reverendo padre N. N. que usted ha publicado un libro contra los dogmas de nuestra santa religión; y yo, como buen católico, no puedo seguir teniendo de abogado a un hereje”. Consecuencia: sería prudente que los leguleyos de Lima hicieran grabar en su placa este agregado: frecuenta sacramentos.

Aunque el agregado se sobrentiende, dada la sicología de la corporación. Si algunos abogados jóvenes lloran la decadencia de la raza latina, se proclaman anglosajones y hablan de Spencer, Le Bon, Giddings, Hoeffding y Gumplowicz, los viejos no admiten novedades, se aferran a la enseñanza de su tiempo y declaran que la Sociología es una ciencia que no conocen ni desean conocer. Tienen por cerebro un fonógrafo con leyes y decretos; por corazón, un legajo de pidos y suplicos; por ciencia, un monstruo engendrado en el contubernio de la Teología con el Derecho Romano. Como la Sociología, no existen para ellos la Historia Natural, la Química, la Física, las Matemáticas, la Prehistoria ni la Geografía. Menos se cuidan de Literatura, que tomarían a Shakespeare por un escribano ruso y a Homero por un juez alemán. No veneran más Biblia que el Diccionario de Legislación ni saben más que sus Códigos, su Práctica Forense y su Reglamento de Tribunales. No aceptan renovaciones porque van agazapados en su concha medioeval, porque llevan la cartera rebosando de diplomas universitarios mientras guardan el organismo salpicado de incrustaciones antidiluvianas. Como la oveja tardía, siguen el camino de las delanteras; como el castor, labran habitaciones idénticas a las que todos los castores labraron; como la ostra, nacen, se multiplican y mueren en el mismo ostral donde sus padres nacieron, se multiplicaron y murieron.

No obstante, en el Perú se concibe difícilmente que un hombre tenga valor intelectual o almacene algunos adarmes de sabiduría, sin haber obtenido el diploma de abogado; y tan sucede así que apenas un individuo pronuncia un discurso, escribe un drama, compone una novela o publica un libro de Historia, adquiere por voto nacional el título de doctor. Nos sorprende que al general Mendiburu, cuando se imprimió su Diccionario, no le pusieran el doctor y le quitaran el general; pero no nos admira, y antes juzgamos muy político y muy cuerdo, que nuestros revolucionarios dejen de titularse coroneles y empiecen a llamarse doctores. Las muchedumbres ignoran que no saber sino códigos es muy pobre saber.

Nadie vive tan expuesto a la deformación profesional como el abogado. ¿Qué recto corazón no se tuerce con el hábito de cifrar la justicia en el fallo aleatorio de un juez? ¿Qué privilegiado cerebro no se malea con algunos años de triquiñuelas y trapisondas? ¿Qué verbo, qué lenguaje, no se pervierte con el uso de la jerigonza judicial? ¿Qué buen gusto no se corrompe con el manejo diario de códigos, reglamentos y expedientes? En la abogacía, como en un sepulcro voraz e insaciable, se han hundido prematuramente muchas inteligencias, quizá las mejores del país.

Muertos para la ciencia y el arte, muchos sobreviven para el oficio, y degeneran en calamidad. Roma no infunde tanta aversión por sus conquistas inhumanas como por su Derecho Romano y sus leguleyos. Los abogados eran quizá más temibles que los procónsules y los pretorianos. Juvenal no les prodiga muchos elogios, Tácito les iguala con los vendedores en las plazas de abastos, y el cónsul Cayo Silio afirma en pleno Senado que ellos ganan dinero con las iniquidades y las injusticias como los médicos negocian con las enfermedades. Hubo en el Imperio tanto defensor de la justicia que hasta las mujeres abogaron; pero una matrona (no sabemos con seguridad si Afrania o Calpurnia), furiosa de perder un juicio, vuelve la espalda a los jueces, se arremanga y… etcétera. Gracias a tan expresivo gesto se prohibió que las mujeres ejercieran la abogacía, y la Humanidad se libró de poseer doble o triple número de rábulas. La especie no dejó de abundar; así, cuando el mundo greco-latino se derrumbaba en la ignominia, falto de vigor para rechazar el empuje de los Bárbaros, hormigueaban en el Imperio los augures, los cocineros, los gladiadores y los retóricos, vale decir, la materia prima de los abogados.

Hoy surgen éstos y operan en todo el mundo, desde las inmensas capitales donde tejen la red para que el millonario pesque y desvalije a los negociantes de pocos medios, hasta los reducidos villorios donde arman el anzuelo para que el vecino acaudalado atrape y desnude a las gentes de menor cuantía. El abogado escolta siempre al usurero. Azuza también al déspota, cuando no funciona por cuenta propia, que en la América Española los gobernantes peores, los más abusivos y retrógrados, fueron abogados.

Y nada hemos dicho de ellos sobre su acción en las entidades colectivas y, de modo singular, en los parlamentos. Como un solo vaso de vinagre es más que suficiente para avinagrar un tonel de vino, así la lengua de un abogado basta y sobra para introducir el antagonismo y la confusión en la colectividad donde reinan la armonía y la concordia. Al oír las disertaciones jurídico-legales de un doctor, nadie se pone de acuerdo con nadie y las sencillísimas cuestiones de hechos se transforman en difusas e irresolubles alteraciones de palabras. Si hay reunidas quinientas personas, surgen cuatrocientas noventinueve maneras de solucionar un problema. Nos parece que en la torre de Babel no hubo confusión de lenguas, sino mezcolanza y rebujiña de abogados.

II

Antes de considerar a los administradores de la justicia, nos hemos detenido en los rábulas trapacistas, porque el juez viene del abogado, como la vieja beata sale de la joven alegrona, como el policía y el soplón se derivan del ratero jubilado.

Alcibiades, que no era un bobo, decía: “Cuando un hombre es llamado por la justicia, comete una necedad al comparecer, pues la cordura está en desaparecer”; y un parisiense, que seguramente sabía tanto como Alcibiades, se gozaba en repetir: “Si me acusaran de haberme robado las torres de Nuestra Señora, yo emprendería la fuga”. Los ciudadanos del Perú deberían hacer lo mismo, si al verse enredados en una acusación criminal, compulsaran su estado financiero y hallaran que no disponían de lo suficiente para inclinar la balanza. Si la justicia clásica llevaba en los ojos una venda, al mismo tiempo que en una mano tenía la espada y con la otra sostenía una balanza en el fiel; la justicia criolla posee manos libres para coger lo que venga y ojos abiertos para divisar de qué lado alumbran los soles.

Que nos quiten la vergüenza, que nos provean de algunas libras esterlinas; y ya se verá si no logramos que los jueces nos declaren dueños legítimos de la Exposición y la catedral. Que nos transfundan la sangre de un matoide impulsivo, dándonos al mismo tiempo los dollars de un Carnegie o de un Rockefeller, y nos obligamos a infringir impunemente los mil o dos mil artículos del Código Penal. No hay iniquidad irrealizable ni reato ineludible, cuando se tiene dinero, influencias o poder; y los desgraciados que se anemizan en una cárcel o se consumen en la penitenciaría, no hallaron protector ni protectora o carecieron de razones tangibles.
Y no valen pruebas ni derechos. Como se busca un mal hombre para que pague un esquinazo, así en los juicios intrincados se rebusca un juez para que anule un sumario, fragüe otro nuevo y pronuncie una sentencia donde quede absuelto el culpable y salga crucificado el inocente. Si por rarísima casualidad se topa con un juez íntegro y rebelde a toda seducción (masculina o femenina), entonces se recurre a una serie de recusaciones, hasta dar en el maleable y el venal. Si por otra rarísima casualidad, al juez apetecido no se le consigue en el lugar, se le encarga, se le hace venir desde unas doscientas o trescientas leguas.

Para calcular la independencia de los areópagos nacionales, basta rememorar cómo sentenciaron en los grandes litigios financieros y cómo proceden al elegir los miembros de la Junta Electoral: siempre siguen las insinuaciones o mandatos del Gobierno, de modo que eligen a demócratas si reina el Partido Demócrata, a civilistas si manda el Partido Civil. Los que a vista de la Nación descubren esa plasticidad no muy honrosa ¿qué harán a puerta cerrada, cuando nadie les ve ni les oye? Ignoramos si los que prestan medios de falsificar elecciones populares, sienten el menor escrúpulo de absolver a criminales y condenar a inocentes.

Sabiendo cómo se elige la Magistratura, se comprende todo. Según la Constitución: “Los Vocales y Fiscales de la Corte Suprema serán nombrados por el Congreso a propuesta en terna doble del Poder Ejecutivo; los Vocales y Fiscales de las Cortes Superiores serán nombrados por el Ejecutivo, a propuesta en terna doble de la Corte Suprema; y los Jueces de primera instancia y Agentes Fiscales, a propuesta en terna doble de las respectivas Cortes Superiores”. Diferencias de formas, porque en sustancia el verdadero y único elector es el Presidente de la República: Cortes y Parlamentos deben llamarse dependencias del Ejecutivo. Hay vocales y fiscales que se nombran ellos mismos, gracias a un procedimiento de nueva invención y muy cómodo: siendo ministros, y hasta en el ramo de Justicia, dejan el cargo por algunas horas y se hacen proponer o elegir por el colega que les sustituye. Casi siempre, un alto puesto judicial viene en remuneración de servicios prestados al Gobierno; y como los tales servicios suelen adolecer de una limpieza sospechosa, convendría que las gentes observaran una medida higiénica: después de dar la mano a ciertos jueces, usar detersivos y desinfectantes.

Nada extraño que semejantes hombres no sean instrumentos de la justicia sino herramientas del Poder y que hayan merecido las terribles acusaciones de Salazar y Mazarredo. “El infrascrito (decía el furibundo Comisario Regio en su nota dirigida el 12 de abril de 1864 a nuestro ministro de Relaciones Exteriores) no calificará lo que son los tribunales del Perú, limitándose tan sólo a recordar que el actual subsecretario de negocios extranjeros de la Gran Bretaña, Mr. Layard, dijo hace poco en la cámara de los comunes, al discutirse la reclamación del capitán White, que este súbdito británico, tratado de un modo cruel como otros muchos, había tenido la desgracia de caer en las garras de lo que sólo por cortesía puede llamarse Corte de justicia”.

Como traemos ingenieros ingleses para alcantarillar las poblaciones, agrónomos belgas para enseñar Agricultura y oficiales franceses para disciplinar soldados, podríamos contratar alemanes o suecos para administrar justicia. No negaremos que por cada tribunal haya unos dos magistrados honorables y rectos, dignos de quedar en su puesto; mas no les nombramos para que todos, si leen estas líneas, gocen el placer de creerse las ovejas sanas en el rebaño enfermo. Jueces hay justos: no todas las serpientes ni todos los hongos encierran ponzoña mortal. Sin embargo de todo, los Vocales disfrutan de esa veneración y de ese respeto que infunden las cosas divinas. Como un negro salvaje convierte en fetiche una caja de sardinas o una bota, así nosotros divinizamos a los miembros de las Cortes, principalmente a los de la Suprema. Nadie les toca ni les mira de igual a igual, todos les dan en todas partes el sitio de honor y les prodigan las consideraciones más exquisitas. ¿El señor vocal asoma? todo el mundo inclina la frente. ¿El señor vocal se sienta? todo el mundo le imita. ¿El señor vocal habla? todo el mundo sella los labios y bebe sus palabras, aunque diga simplezas con la magnitud del Himalaya y suelte vulgaridades con el tamaño de un planeta: vulgaridades y simplezas no dejan de abundar porque muchos de nuestros grandes magistrados, como el Dios Serapis de Alejandría, guardan en la cabeza un nido de ratones.

III

Nada patentiza más el envilecimiento de una sociedad que la relajación de su Magistratura. Donde la justicia desciende a convertirse en arma de ricos y poderosos, ahí se abre campo a la venganza individual, ahí se justifica la organización de maffias y camorras, ahí se estimula el retroceso a las edades prehistóricas. Y tal vez ganaríamos en regresar a la caverna y al bosque, si lo realizáramos sin hipocresía ni términos medios; porque vale más el estado salvaje donde el individuo se hace justicia por su mano, que una civilización engañosa donde los unos oprimen y devoran a los otros, dando a las mayores iniquidades un viso de legalidad. Entre el imperio de la fuerza y el reinado de la hipocresía, preferiríamos la fuerza. Queremos hallarnos en una selva, frente a frente de un salvaje con su honda y su palo, no en un palacio de justicia cara a cara de un leguleyo pertrechado con notificaciones y papel de oficio.

La tiranía del soldado exaspera menos que la del juez. La primera se desbarata con un levantamiento popular o con la eliminación del individuo; la segunda no se destruye ni con trastornos sociales y conmociones políticas. Asesinamos, colgarnos y calcinamos a los Gutiérrez: pero nunca nos atrevimos a cosas iguales con tanto juez venal y prevaricador. A esos tres soldados violentos y amenazadores no les sufrimos ni una semana; a muchos magistrados, más perniciosos y más culpables que los Gutiérrez, les soportamos medio siglo. Que mientras desaparecen Cámaras y Gobiernos, los Tribunales de Justicia permanecen inalterables, como si poseyeran la incorruptibilidad del oro.

El tirano asume la responsabilidad de sus violencias resignándose a concentrar en su persona el odio de las muchedumbres; el juez causa el daño sin arrastrar las consecuencias, parapetándose en los Códigos y atribuyendo a deficiencias de la Ley los excesos de la malicia personal. Una Corte de Justicia es una fuerza irresponsable que desmenuza la propiedad, la honra y la vida, como las piedras de un molino trituran y pulverizan el grano. Su impasibilidad de estatua se parece a la codicia sin entrañas de una sociedad anónima.

Y sin embargo, ninguna clase disfruta de más seguridad ni de mayores privilegios. El militar nos despachurra con su bota o nos atraviesa con su espada; mas da su vida por nosotros, cuando el país se ve amenazado por la invasión extranjera. El sacerdote nos adormece con sus monótonas canciones de otros días y nos explota con sus sacramentos, sus indulgencias y sus hermandades; pero asiste a los enfermos, consuela a los moribundos y expone su cuerpo a las flechas del salvaje. El Magistrado lo gana todo sin arriesgar nada: reposa cuando todos se fatigan, duerme cuando todos velan, come cuando todos ayunan, ejerciendo una caballería andante en que Sancho hace las veces de don Quijote. ¿Qué le importan las guerras civiles? Vive seguro de que, triunfen revolucionarios o gobiernistas, él seguirá disfrutando de honores, influencia, pingüe sueldo y veneración pública. En los naufragios nacionales, representa el leño que flota, la vejiga que sobrenada. Mejor aún, es el pájaro guarecido en su peñón: no se cuida de la tempestad que sumerge los buques ni piensa en el clamor de los infelices que naufragan.

Si nada vive tan sujeto a la deformación profesional como el abogado, ya se concibe lo que puede ser un administrador de justicia, a los quince o veinte años de ejercicio. Al velocipedista de profesión le reconocemos instantáneamente porque, aun repantigado en una silla, tiene aire de mover el pedal y dirigir el timón; al juez le distinguimos de los demás hombres en la actitud de parecer hojear un expediente y fulminar una sentencia, aunque maneje un trinche o nos dé la mano. Y la deformación no se confina en lo físico: a fuerza de oír defender lo justo y lo injusto, con igual número de razones, el magistrado concluye por encerrar la justicia en una simple interpretación de la ley, así que un artículo del Código le sirve hoy para sostener lo contrario de lo que ayer afirmaba. Dicen que el Areópago de Atenas no pronunció una sola sentencia injusta. Valdría la pena escuchar la opinión de los atenienses que no ganaron sus pleitos.

Las leyes, por muy claras y sencillas que nos parezcan, entrañan oscuridades y complicaciones suficientes para servir al hombre honrado y al bribón, quién sabe más al bribón que al honrado. Mas suponiendo que ellas fuesen dechados de justicia y equidad, ¿qué valen leyes buenas con jueces malos? Que un Marco Aurelio nos juzgue por un código draconiano, que ningún judas nos aplique las leyes del Cristo.

Antes de operarse la división del trabajo social, cada hombre reunía en su persona la triple función de litigante, magistrado y ejecutor de la sentencia. Hoy, que las labores se hallan perfectamente definidas y separadas, el juez aplica la ley, el carcelero guarda al culpable, el verdugo ejecuta la sentencia. En el abominable trío de verdugo, carcelero y juez, el juez aparece como la figura más odiosa, como proveedor de gemonías y patíbulos, como poderdante de carceleros y verdugos.

Y volvemos a decirlo: el pantano de la Magistratura no admite drenaje. Desde el excelentísimo de la Suprema hasta el usía de Primera Instancia, todos los Magistrados llevan en su frente la misma inscripción: Nadie me toque. Y nadie les toca, y chicos y grandes les veneran como a sacerdotes de una religión intangible. Alguien afirmó que las Islas Canarias eran restos de la Atlántida, y el pico de Teide el fragmento de una cordillera. Si la sociedad peruana se hundiera mañana en un mar de sangre, escaparía la Magistratura: es nuestro Pico de Teide.

1902

 

                                               

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LOS BUENOS TIEMPOS, LA PASIÓN POR EL DERECHO Y ENVEJECER

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Lily Ku Yanasupo*

De un tiempo acá se ha vuelto frecuente en mí tomar conciencia del desfase cronológico que tengo con el resto de personas que me rodean, y no necesariamente esto se ha dado por una reducción en la vitalidad que requiere mi organismo para seguir con mi rutina diaria o porque las arrugas y la gravedad ya me estén mostrando su inevitable rostro más oscuro, eso no se ha dado…todavía. Aunque, para el agrado de muchos, mi opinión particular construida sobre la base de cierta experiencia es que un aspecto más maduro en el mundo de la Administración Pública (en el que aún me desenvuelvo) puede convertirse en una ventaja en cierto sentido; de manera contraria, verse joven puede resultar siendo una desventaja temporal, pues algunas veces es interpretado como un signo de inexperiencia, irreverencia y poca seriedad en el trabajo.

Volviendo a mi idea primigenia relacionada con el transcurso del tiempo y la edad; quisiera contar que pasé mi Pregrado en Derecho leyendo artículos de reconocidos abogados civilistas y penalistas (recuerdo que esas especialidades eran muy demandadas en dicha profesión, pues era la voz hacer prácticas en algún estudio jurídico de reconocido nombre, de esos que suelen ser compuestos y nadie termina por memorizar, salvo que trabajes en uno de ellos), algunos de los cuales explicaban muy afanosamente el por qué sería un orgullo transmitir o despertar en sus hijos la pasión por el Derecho, y lo más seguro es que estos jóvenes -quizás en ese momento mis contemporáneos- fueron formados con esa mística; me refiero a una época en la que todavía el Derecho se enseñaba con exaltación y las vicisitudes de nuestras propias vidas, sumadas a nuestra realidad nacional, se conjugaban en una necesidad de “justicia”; tiempos en los que era más frecuente encontrar estudiantes de Derecho a los que nadie debía convencer sobre la grandeza de ejercer esta profesión [el Derecho], tan igual de magnificente o más que ejercer la medicina, decían algunos profesores en las aulas sanmarquinas.

Ahora, en estos tiempos en los que transcurre mi etapa de adulta joven, la realidad tristemente me muestra una generación de jóvenes indecisos de espíritus letargosos y de sobresaltos momentáneos, cuya formación de una u otra manera se ha visto envuelta por esta era tecnológica y por un contexto nacional de problemáticas no tan evidentes que requieren de análisis mucho más profundos y acuciosos, una realidad en la que tal parece que el Derecho se ha reducido sólo a formas y formatos; nos referimos a jóvenes que también -por esas cosas de la vida- podrían verse influenciados por la contribución ética, profesional y académica que los de más edad estamos llamados a hacer desde nuestros modestos espacios.

Son tiempos en los que llevar un libro físico en la mano puede resultar incómodo o fuera de moda, tiempos en los que “Wikipedia” se ha establecido como la única solución a los problemas conceptuales de muchos estudiantes universitarios…y para qué más; una época en la cual las cosas ya están dadas y no existe la necesidad de discutir o debatir sobre la naturaleza y la racionalidad de las cosas, y por qué negarlo, estos cambios han incidido fuertemente en la forma como se enseña actualmente el Derecho, cuyos métodos están más dados hacia el pragmatismo y la complacencia a la inercia intelectual que suele admitir argumentos como: “son jóvenes, no debemos aburrirlos o cargarlos con tanta lectura” o “son demasiado adultos, fueron formados en la vieja escuela”, y todo se resume al “resumen”; esto sin contar que detrás muchas veces se esconde el elemento lucrativo que lleva a que diversas universidades o instituciones de educación superior en nuestro país adopten dichas prácticas para tener contentos a todos y mantener el negocio a flote, derivando esto en lo mismo: el conformismo intelectual y el incremento nefasto del umbral de tolerancia de muchos jóvenes a la baja calidad educativa, de los cuales un gran grupo terminará ejerciendo el Derecho. Y al final, es como dijo Jorge Drexler, el mundo sigue siendo lo que es por causa de las certezas.

No se piense que pretendo generalizar, tómese mis apreciaciones como los relatos de una experiencia personal reiterativa que en su mayoría se restringe al ámbito de la Administración Pública, y sobre la cual se busca una reflexión para no sentirse extraño o conformarse con integrar pequeños grupos de alabanza hacia lo pasado, para no saberse “viejo”: “¿Qué te apasiona del Derecho?: en realidad, mi primer intento fue con otra carrera pero no alcancé puntaje”, o “¿Qué autores son tus referentes de la especialidad que te gusta?: los he leído en mis tiempos de universidad, tendría que retomar la lectura”.

Sumado a lo anterior, se nos presenta un mercado cada día más crecido de abogados con diversas formaciones en todo y en casi nada en particular, todos agrupables en una lista incontable de abogados egresados o por egresar, cuya aspiración principal simplemente es ser “empleables”, es decir, obtener un empleo y mantenerse en él, sin buscar mayores retos sino que, por el contrario, tratando de adaptarse constantemente a la evolución del mismo; aunque, ya saben, como supliendo algún test vocacional se dice que nunca habrán demasiados abogados en un mundo plagado de tantas injusticias. Entonces, para muchos estudiantes de Derecho la meta ya no es lograr el título profesional de Abogado -que a muchos tanto nos costó- gracias al mérito y al desempeño académico, la meta sólo es “sacar” el título, y como algún político por allí dijese públicamente en el marco de su campaña electoral: de la manera más rápida y fácil.

Lo cierto es que más allá de las limitaciones que se nos puedan presentar durante nuestros estudios profesionales, uno nunca debe olvidar que la capacidad del estudiante de poder exigirse a sí mismo es y siempre será un elemento esencial de la calidad educativa. Atrás quedaron los tiempos en que estudiar o egresar de tal o cual universidad te marcaba necesariamente como un buen o mal profesional del Derecho, por mi propia experiencia esto ya no es así, aunque algunas instituciones lamentablemente todavía restrinjan sus perfiles de contratación a ello. Considero que prejuicios de esa naturaleza no deberían existir en nuestro mercado laboral, pero en cierto grado se podrían revertir en tanto cada estudiante haya colaborado en agenciar su propia formación a través de las diversas fuentes de conocimiento que actualmente abundan.

Y como las pasiones también se despiertan, cabe preguntarnos: ¿Qué nos puede apasionar del Derecho? Unas amigas con las que no sólo comparto el apelativo de “mosqueteras” sino también la pasión por el Derecho Constitucional, me respondieron: “la conjugación entre razón y moral”, “esa capacidad que nos brinda para reflexionar sobre problemas prácticos de nuestra vida cotidiana, y que desde su ejercicio se puedan impulsar cambios transformadores de la realidad a nivel general y particular”. Mi motivo: que el Derecho no siempre es el mismo, y lo digo reconociendo mi corto recorrido; la versatilidad de sus teorías y de su práctica quizás es uno de los principales atractivos que uno puede ir descubriendo de esta profesión, sea que pretendamos asentarnos en esta o en aquella de sus ramas, uno puede darse el lujo de aprender a diario que una o varias nociones de justicia escondidas en antiguos libros y autores pueden tomar vida en actividades diversas del quehacer jurídico, o trascender a nuestro propio accionar en un sentido principalista o valorativo (incluso con eficacia normativa, aunque ello pueda ser materia de divergencia según las teorías de Luigi Ferrajoli [1]).

A esto debemos sumarle la posibilidad que nos brinda el Derecho de maravillarnos cuando se nos presentan buenos argumentos para justificar una medida que procura el bienestar para alguien o para los demás, es una experiencia que se vive cuando se escudriña más de lo debido y se guarda diligencia en ello. Gustavo Zagrebelsky en uno de sus últimos libros[2] -cuya primera parte nos lleva por un interesante recorrido histórico sobre el desarrollo de las nociones de ley y Derecho para luego demostrar la intrínseca dualidad de este último, es decir, como sustancia y forma-, nos dice que la relación de la justicia con la ley es constitutiva del concepto mismo de ley, de no ser así, en la legislación no cabría la discusión entre argumentos ni la exigencia de la persuasión, sino que bastaría con conocer quién detenta el poder o quién dictó la norma para dar por sentada su obligatoriedad; no obstante, como nos dice este autor, el campo del Derecho ha sido siempre de la retórica, es decir, del arte de la persuasión mediante el discurso, el cual puede resultar convincente para unos pero no para otros, convincente hoy pero no mañana. (2014: 24, 69). Entonces, la argumentación y saber argumentar es parte del Derecho y consustancial a las democracias, en una democracia como la que vivimos y en la que seguramente queremos seguir viviendo.

¿A dónde vamos con todo esto? Sabemos que es inevitable el transcurso del tiempo, eso hay que aceptarlo; un cambio que sí podemos generar es que desde nuestros espacios nos arriesguemos a motivar a los jóvenes que se han aventurado a seguir la carrera de Derecho, a que lo hagan con compromiso, lo hagan con seriedad, lo hagan sabiendo de antemano que esta profesión requiere predisposición a la lectura e investigación, y para aquellos que se sienten atraídos por la Administración Pública: vocación de servicio; esto hace indispensable la exigencia continua hacia ellos y por parte de ellos, lo que en gran medida podría contribuir a asegurar una adecuada preparación de nuestras huestes jurídicas en un mundo que, ahora más que nunca, requiere de buenos argumentos para combatir lo que no es evidente, lo que se esconde en verdades viejas y asentadas. En suma, qué tanto debemos escuchar a quienes nos dicen que siempre hay tiempo para que las personas se terminen encontrando a sí mismas en esta profesión.

Concluyo este post que he impregnado de manera deliberada de un lenguaje libre y heterodoxo, y de apreciaciones netamente personales que albergan un mensaje constructivo, muy lejano de ser solamente jurídico, señalando que he comprobado que hasta los menos pensados se sienten prohibidos de abordar libremente, con apertura y sinceridad una problemática como es la baja calidad educativa universitaria en la carrera de Derecho en nuestro país, o siquiera para dar cabida o espacio a la discusión, con excusas que parecieran decir: “lo que señalas no va con nuestro perfil, no nos atañe” o “es que sí debe importar de qué universidad egreses para que seas bien considerado en el mercado laboral”. Ciertamente que esto se desdice con el rostro inclusivo y la formación librepensadora que algunas casas de estudios de “prestigio” quieren mostrar y dicen impartir. Felizmente aún quedan espacios -como éste- para decir lo que muchos piensan pero no dicen, ¿acaso ello no le da mayor sentido a esta breve reflexión?

* Abogada por la UNMSM. Postítulo en Derechos Fundamentales y en Derecho Procesal Constitucional por la PUCP. Diploma en Justicia Constitucional y Derechos Humanos por la Universidad de Alcalá. Magíster en Derecho Constitucional por la PUCP.

[1] Ferrajoli, Luigi. Constitucionalismo principalista y constitucionalismo garantista. DOXA, Cuadernos de Filosofía del Derecho, 34 (2011), pp. 15-53.

[2] Zagrebelsky, Gustavo. La ley y su justicia. Tres capítulos de justicia constitucional. Editorial Trotta, Madrid, 2014.

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POR UNA CULTURA DEL CIUDADANO LEGAL

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Por: Ricardo Corrales Melgarejo
Presidente JEE Tayacaja

Para nadie es un secreto, que en nuestro País, se ha arraigado una tradición nefasta que se ha instituido en lo que solemos llamar “la viveza criolla”, y que tiene sus propios cánones antijurídicos, a saber: “La ley se acata pero no se cumple”, “El vivo vive del sonso y éste de su trabajo”, “Hecha la ley hecha la trampa”, “Para mis enemigos la ley, para mis amigos todo”, el que “no tiene padrino no se bautiza” y ahora último “roba pero hace obra”, entre otros adagios que nos revelan la grave insuficiencia ética que padece nuestra sociedad.

Ahora dividida en dos clases sociales, los “vivos” y los “sonsos”, incluso para que estos últimos accedan a la clase “superior”, se les da una regla de oro: “En este mar de vivos, levanta tu bandera de sonso”, esto es, primero aprende las corruptelas y malas artes de los duchos, y luego atrévete a hacerte sitio entre ellos. Inclusive, en esta escala de valores invertida del “sálvese quien pueda” o “después de mí, el diluvio”, la eficiencia de los “vivos” radica en cuidarse en no ser víctima de otro de su clase que lo degrade al nivel inferior de “sonso”.

Con lo anterior, queremos destacar que, en nuestra sociedad el incumplimiento de las normas es habitual, asentada en una ideología inmoral-individualista, con la cual perdemos todos, ya que nos encadena al subdesarrollo, y que llega al absurdo de incrementar en forma exponencial los costos en los negocios privados y obras públicas.

En efecto, la probabilidad de ser defraudados por el otro, es tan alta que todos adoptamos conductas defensivas tan costosas como vulnerables. Más aún, si algunas autoridades llamadas a combatir estas conductas antisociales, cometen el pecado social de omisión, ya que su inacción incentiva su desarrollo impune. Peor aún, sin con su accionar contribuyen a generalizar la corrupción.

Augurando que el futuro seguirá siendo de “pepe el vivo” y la cultura “combi” (hacer dinero atropellando al prójimo), y no del fomento de la moral y la legalidad. Entonces, los peruanos de hoy, tenemos el reto de recuperar los valores de nuestros ancestros (ama sua-no seas ladrón, ama llulla-no seas mentiroso, ama kella-no seas ocioso), no sólo dando el ejemplo en nuestras propias instituciones, centros de trabajo y en el mercado, sino también denunciando a las malas autoridades que incumplen con su deber de combatir la ilegalidad. De lo contrario, nuestra inacción en este terreno, nos hará cómplice de la realidad que criticamos.

Evitemos, pues, que la cultura de la barbarie se apodere de nuestra juventud, mediante el consabido proceso de “achoramiento”. A los mayores, nos corresponde la obligación moral y cívica de formarlos en valores éticos, por el camino del respeto a la legalidad y del cumplimiento de las obligaciones con la comunidad, a partir de un profundo convencimiento personal.

Amigo lector: nuestro País saldrá de la pobreza, suciedad ecológica, insuficiencia moral en la política y deshonestidad en los negocios, entre otros males, cuando el CIUDADANO LEGAL haya derrotado a “pepe el vivo”, y para ello, vale más nuestro ejemplo y control democrático de nuestras autoridades, pensando bien a quien elegimos, que mil bibliotecas de ética y educación cívica, por el bien del Perú.

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Arenga a los cincuentones

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Edwin Ricardo Corrales Melgarejo

La muerte espera al final del camino; la muerte llega puntual, a la hora que corresponde, no pregunta si uno se ha perfeccionado, o si ha intentado traspasar mediante ejercicios espirituales o gimnásticos el sustrato biológico que guarda – esconde – un excedente para el que se supone habría que prepararse porque lo queramos o no, el imperativo categórico que permite hacerle frente al último de los desfiladeros es automático, anónimo. Empero, nos llevamos lo más valioso de esta… creación, en que en un tiempo nos tocó participar: El Amor. Puesto que no pedimos venir a este mundo, y menos se nos consultó sobre su orden y naturaleza, y pese a que se nos dio la libertad de apartarnos mediante el suicidio, comprendimos rápidamente las enseñanzas cristianas o las retomamos después, y participamos con amor al creador y amor en el desarrollo de su creación, como el amor que profesamos a nuestros padres, que tampoco nos consultaron ser sus hijos. Y esta verdad se hace aún más evidente, cuando la naturaleza nos obliga a dejar con donaire los ímpetus de la juventud, pues, los dolores comienzan a sentirse al descender hacia los sesentas, y son ya los resortes espirituales los que nos van a sostener hacia la trascendencia inmortal, pues, lo físico van decayendo como cuando el sol se oculta y la sombra crece. Y mis respetos a los agnósticos que tiene que hacer todo esto sin saber que pasará ante la muerte, en momentos que ya comenzamos a despedir a nuestros Maestros. Animo cincuentones acuérdense de mí cuando festejemos los 200s cumpleaños de cada uno de ustedes.

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Me roba, ¿y qué hace?

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Juan José Garrido,

La opinión del director
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Una pregunta, de las muchas realizadas por Datum durante la última semana, ha remecido nuestras estructuras sociales y culturales. La pregunta, de paso, no podía ser más directa: “¿Quién cree usted que, de llegar a ser alcalde de Lima, robará, pero hará más obras?”.

Antes de ir a los resultados, una primera reflexión podría hacerse respecto a la pregunta en sí. ¿Incita a una respuesta? Puede ser, pero, a fin de cuentas, si esa frase “roba, pero hace” no fuese parte de nuestra cultura, pues ni siquiera estaría en la mente del encuestador en primer lugar. Luego, hay que resaltar otro hecho: existe un candidato a quien se le ha asociado con dicha frase (más allá de si es o no verdad); esto, por cierto, crea una tendencia natural a la posterior identificación. Pero no estamos aquí para defender a alguien, sino para reflexionar sobre nuestra cultura.

El ex alcalde Castañeda salió primero con 49%, seguido de “No sabe, no contesta” con 25%, “Todos” con 9%, la alcaldesa Susana Villarán y “Ninguno” con 5%, y luego el resto de candidatos. En otras palabras, Ns/Nc, Todos o Ninguno pudo haber salido primero. Por la diferencia entre los resultados de Castañeda y Villarán, es claro que el principal atributo del ex alcalde no es la honestidad.

Rolando Arellano, conversando sobre esto, me dio una interesante reflexión: “Cuando los peruanos digan me roba, pero hace obra, recién ahí entenderán lo que implica”. Es cierto: el “roba, pero hace obra” no identifica al perjudicado. El Estado no produce riqueza, con lo cual a quien roban –sea quien sea– es a nosotros.

Luego, está la reflexión del economista Ricardo Lago vía Twitter: “Cuando el objetivo es robar, se hacen obras inútiles”. Muy cierto. Los incentivos, cuando se busca robar, están dirigidos a enmascarar el hurto, a inflar las cifras, a crear cortinas de humo. ¿Y la obra? ¡A quién le importa!

Al final, el planteamiento no es “roba, pero hace”, sino “me roba, ¿y qué hace?”.

Per{u 21, 22 de setiembre de 2014

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Roban pero hacen obra

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Editorial: Roban pero hacen obra

Pocos incentivos hay en nuestra política para las personas rectas si su rectitud no va a suponer punto alguno frente a nadie.

La última encuesta urbana de Ipsos, que publicamos el pasado domingo, trajo consigo una confirmación, de la boca del caballo por así decirlo, de uno de nuestros más graves problemas como sociedad y como democracia. Resulta que el famoso “roba pero hace obra” es una mentalidad estadísticamente comprobable – y a niveles apabullantes– entre nosotros. Un 22% dijo tomar en cuenta, al momento de decidir votar por un candidato, si tiene o no antecedentes de corrupción. Lo que importa es que la autoridad dé resultados; las otras cosas que haga en el camino, no. Es decir, buscamos algo así como un padrino, al estilo Corleone, que mantenga seguro y bien a su barrio, mientras al mismo tiempo va haciendo lo suyo.

Detrás de esta actitud, desde luego, puede haber muchas causas, no necesariamente excluyentes entre sí. Por ejemplo, puede haber una explicación tipo pirámide de Maslow: algo así como que nuestro electorado considere que mientras no tenga resueltas a un nivel razonable sus necesidades más básicas –como la seguridad o el transporte– no puede darse el lujo de estar priorizando bienes que percibiría como menos esenciales: por ejemplo, la probidad de las autoridades (o la propia, en la medida en que uno pueda ser cómplice si, sabiendo de la deshonestidad de alguien, colabora a elevarlo a un puesto de poder).

Una explicación diferente es la de la ausencia de opciones. Es decir, que nuestros electores no tomen en cuenta la moralidad de los candidatos no tanto porque este no sea un valor importante para ellos frente a otros que consideren primordiales, sino porque piensan que el candidato honesto no existe. El alud de políticos probadamente corruptos que elección tras elección son elevados a cargos públicos ciertamente da buenas bases para pensar así. Como también la da el que de los tres ex presidentes vivos, uno esté en la cárcel y otros dos tengan fuertes indicios de corrupción en su pasado.

Este último argumento, por otra parte, se hace todavía más fuerte si se considera que es posible no ser un candidato realmente recto aún si uno no es el autor directo o indirecto de coimas o negociados con dineros públicos. Apañar con el silencio, mirando para otro lado, o con alianzas, a la corrupción es otra manera de quebrar la rectitud. ¿O acaso, por ejemplo, el político que se une a un líder con severos indicios de corrupción porque considera que le conviene para efectos de campaña no está poniendo, en su propia pirámide de Maslow, los votos por encima de la moral?

Aún una tercera explicación puede tener que ver con la informalidad. Una especie de “a mí no me importa lo que ese señor haga con mis impuestos porque yo no pago impuestos”. Igual, claro, se puede querer aprovechar lo que se haga con los impuestos de otro, pero ciertamente los incentivos para sentirlo como un representante son menos fuertes.

Naturalmente, caben varias explicaciones más. Pero una cosa es segura en todas las opciones: esta desvalorización de – o este cinismo frente a– la decencia significa, por un lado, un problema para nuestra democracia. Pocos incentivos hay en nuestra política para que las personas realmente rectas entren en ella si su rectitud, encima de todos los problemas que les va a ganar, no va a suponer punto alguno frente a nadie (o casi nadie).

Por otro lado, el dato también es síntoma de algo más profundo: al menos como sociedad, como proyecto de vida en común, no parecemos tener mucho autorrespeto. O porque creemos que no tenemos de dónde sacar personas a la vez eficientes y rectas, o porque pensamos que la rectitud no existe, o porque no nos importa demasiado el conjunto social, o por lo que fuese, el hecho es que no aspiramos a tener como líderes a personas que podamos realmente respetar. Algo que, por supuesto, hace cada vez más urgente y necesario que haya ciudadanos que, siendo a la vez decentes y preparados, se animen a luchar contra la corriente y a ingresar a la política sin dejar que esta los cambie. Con su presencia y permanencia ellos demostrarían a los peruanos que “democracia representativa” no tiene por qué ser una fórmula que sirva solo para acabar confirmando – o incluso generando– nuestras peores ideas de nosotros mismos.

El Comercio, 21 de setiembre de 2014

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Robó pero hizo

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por Francisco Miró Quesada Rada

Existe una jerarquía en la cual valores como la vida, el honor, la libertad y la igualdad son superiores al poder o al dinero

Alguien tenía que protestar por esta frase que es la máxima expresión de la inmoralidad y del cinismo en política. Fue la Conferencia Episcopal que, a través de su presidente, monseñor Miguel Piñeiro, dijo: “Hay entre nosotros una expresión que es inaceptable: no importa que robe, con tal que haga obras”. Según el comunicado, “ese dicho solo perpetúa la corrupción en el país y la injusta distribución de los bienes”.

Los seres humanos tenemos creencias y valores, y actuamos según ellos. Como sostiene el filósofo Augusto Salazar Bondy, “los valores implican la idea de algo que es más alto, superior, con respecto a lo que es más bajo, inferior. Implica la idea de una jerarquía, una graduación que hay en el mundo en la que ya no hay dioses, los valores toman el lugar de los dioses que han muerto porque a través de las palabras valorativas se mantiene la idea de lo alto y lo bajo, de lo que es superior y de lo que es inferior de lo que es supremo”. Estos valores –como el respeto por la vida, el honor, la dignidad y la libertad, entre otros– se pretenden fundamentar racionalmente en la convivencia humana, lo que significa que deben tener validez universal, sobre todo cuando en una sociedad –se supone– están internalizados, es decir, aceptados por sus miembros.

El concepto ‘valor’ tiene significados muy amplios, porque así como valoramos una serie de prácticas y actitudes que consideramos morales, también podemos darle valor a otros conceptos que no tienen nada que ver con la moral, como pueden ser el poder y el dinero. Si entendemos la moral como la capacidad que tenemos para distinguir entre lo que es bueno y lo que es malo para el ser humano, entonces debemos actuar según esta convicción, que en el fondo es una creencia. En consecuencia, existe una jerarquía en la cual valores como la vida, el honor, la dignidad, la libertad y la igualdad son superiores al poder o al dinero.

Tanto el poder como el dinero no son malos en sí mismos. Ambos son una dimensión de la vida humana, pero dependen del sitial que les demos en nuestra escala de valores. Si consideramos que son valores superiores a los antes mencionados, los ponemos en una escala más alta. En este caso, el poder y el dinero –que en el fondo son unos medios– los podemos utilizar para hacer el bien y beneficiar a los demás. Sin embargo, esta situación puede trastocarse cuando asumimos que el poder y el dinero son los valores supremos, y por mantenerlos causamos daño a los demás. No reparamos en la diferencia que existe entre los fines y los medios. El poder y el dinero son medios para alcanzar fines nobles, pero pueden convertirse –y de hecho se han convertido en muchos casos– en instrumentos para dominar y explotar al prójimo.

Si decimos “robó pero hizo”, estamos justificando una conducta inmoral amparándonos en una necesidad material. La autoridad que roba adquiere dinero del Estado –es decir, de todo un pueblo–, dinero destinado a la obra pública para beneficiar a toda una comunidad. Pero ¿cuál es la razón que pretende justificar esta inmoral conducta que muchas veces se expresa cínicamente? Una respuesta es que le damos un excesivo valor a las obras sin importarnos cuál es la conducta moral de quien las ejecuta. También podría darse el caso de personas que, por obtener un negocio, no les importa que la autoridad robe con tal de que este se realice. Lo mismo sucede con la mentira: no importa que una persona mienta en su hoja de vida con tal de que haga obras.

Lo grave de esta situación es que esta creencia se convierta en una costumbre aceptada por muchos peruanos, lo que significa que entre nosotros no existe una escala de valores que nos permita distinguir entre lo bueno y lo malo. Es como si dijéramos: “Haz fortuna por cualquier medio, olvidándote de todos menos de ti mismo”. Quienes piensan así no sufren retortijones morales que les plantean un problema ético supremo: el de conocer y posibilitar la recta conducta, como indica el filósofo argentino Mario Bunge.

Un buen gobernante es aquel cuya gestión pública es a la vez ética y eficiente. Aquel que considera que el ser humano es un fin en sí mismo y no un medio que puede ser utilizado y manipulado para robar o acumular poder. Dadas así las cosas, en nuestra sociedad tiene que revertirse el origen de toda educación. Ella no debe consistir solo en impartir conocimientos, sino también en formar personas con valores. Por eso, la educación en valores tendrá que atravesar todas las etapas de la formación humana. Esta advertencia de la Conferencia Episcopal debe tomarse muy en serio si queremos un Perú donde los valores predominen sobre los intereses. Sin duda, un desafío a nuestra conciencia moral como nación.

El Comercio, 5 de setiembre de 2014

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Servidores del bien común

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Conferencia Episcopal Peruana

Mensaje de los obispos del Perú

20 de agosto de 2014

Entre otros temas, sobre la socorrida frase  ‘No importa que robe, con tal que haga obras’

20140907-944669.pdf

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