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Miguel Ramos Carrión

I

Desde la ventana de un casucho viejo
abierta en verano, cerrada en invierno
por vidrios verdosos y plomos espesos,
una salmantina de rubio cabello
y ojos que parecen pedazos de cielo,
mientras la costura mezcla con el rezo,
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.

Baja la cabeza, sin erguir el cuerpo,
marchan en dos filas pausados y austeros,
sin más nota alegre sobre el traje negro,
que la beca roja que ciñe su cuello
y que por la espalda casi rosa el suelo.

II

Un seminarista, entre todos ellos,
marcha siempre erguido, con aire resuelto.
La negra sotana dibuja su cuerpo,
gallardo y airoso, flexible y esbelto.
El sólo a hurtadillas y con el recelo
de que sus miradas observen los clérigos,
desde que en la calle vislumbra a lo lejos
a la salmantina de rubio cabello,
la mira muy fijo, con mirar intenso.

Y siempre que pasa le deja el recuerdo
de aquella mirada de sus ojos negros.

III

Monótono y tardo va pasando el tiempo
y muere el estío y el otoño luego,
y vienen las tardes plomizas de invierno.

Desde la ventana del casucho viejo
siempre sola y triste, rezando y cosiendo,
la tal salmantina de rubio cabello
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.

Pero no ve a todos; solo ve a uno de ellos,
su seminarista de los ojos negros.

IV

Cada vez que pasa gallardo y esbelto,
observa la niña que pide aquel cuerpo
en vez de sotana, marciales arreos.

Cuando en ella fija sus ojos abiertos
con vivas y audaces miradas de fuego,
parece decirla: ¡Te quiero! ¡te quiero!
¡yo no puedo ser cura! ¡yo no puedo serlo!
¡si yo no soy tuyo me muero, me muero!

A la niña entonces se le oprime el pecho,
la labor suspende, y olvida los rezos,
y ya vive sólo en su pensamiento
el seminarista de los ojos negros.

V

En una lluviosa mañana de invierno
la niña que alegre saltaba del lecho,
oyó tristes cánticos y fúnebres rezos;
por la angosta calle pasaba un entierro.

Un seminarista sin duda era el muerto
pues, cuatro llevaban en hombros el féretro
con la beca roja por cima cubierto,
y sobre la beca el bonete negro.

Con sus voces roncas cantaban los clérigos,
los seminaristas iban en silencio,
siempre en las dos filas hacia el cementerio
como por las tardes al ir de paseo.

La niña angustiada miraba el cortejo;
los conoce a todos a fuerza de verlos…
Tan solo, tan solo faltaba entre ellos,
el seminarista de los ojos negros.

VI

Corrieron los años, pasó mucho tiempo…
Y allá en la ventana del casucho viejo,
una pobre anciana de blancos cabellos,
con la tez rugosa y encorvado el cuerpo,
mientras la costura mezcla con el rezo,
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.

La labor suspende, los mira, y al verlos,
sus ojos azules ya tristes y muertos
vierten silenciosas lágrimas de hielo.
Sola, vieja y triste aún guarda el recuerdo
del seminarista de los ojos negros.

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