El equilibrio del universo

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Esta es la historia de un lector de Haruki Murakami:

“Ayer llovió muy fuerte en Cambridge. Hace algunas semanas, en el sótano de la biblioteca Loeb, encontré entre los objetos reciclables un paraguas negro. Alguien que ya no lo necesitaba lo había dejado para alguien le dé una segunda vida. No era de mucha calidad pero aún servía a su propósito. Yo que tengo la oficina en el sótano siempre paso por el lugar y ese día tuve suerte con el paraguas. ¿Valor? Unos doce dólares. Ayer fue útil haberlo recogido, era un día de moverme harto en el campus. Una clase en el Law School, el partido de Argentina versus Polonia en el Instituto Latinoamericano, una reunión con el historiador chileno Pablo Whipple, la presentación del libro de Lilian Thuram en el departamento de Literatura y cenar en el comedor de los Phds. Al llegar al comedor cerré el paraguas y lo dejé en el suelo en el corredor que está entre la puerta del edificio y la entrada al espacio de comidas. Se quedó con otros siete u ocho paraguas, como la gente acostumbra a hacer aquí, uno de los tantos mini choques culturales que tenemos los latinos de ver que nadie se robe los paraguas que se dejan sin nadie cuidándolos. Estuve tal vez quince minutos escogiendo entre comidas insípidas y haciendo la cola para pagar hasta que salí de nuevo. Y miré al suelo y el paraguas ya no estaba. Miré y miré un poco por ahí, entre las sillas y sillones y solo había otros paraguas distintos al mío. Lo reconocía fácilmente porque el mango tenía una forma de gancho. ¿Alguien lo había tomado por error? ¿O alguien se lo había robado? ¿Podría pasar eso en Cambridge? Es el campus de la universidad, sería extraño, aunque el comedor está en el mismo Harvard Yard, donde caminan todos los turistas. Pensando en eso volteé a mirar y vi al señor de seguridad que me estaba mirando con cara amable. No pensaba hacer ningún reporte de robo ni nada parecido, tal vez simplemente me iba a ir, la lluvia es solo un poco de agua y seguro que luego por ahí me encontraría otro paraguas. Pero como el vigilante me miraba le hablé y le dije que se habían llevado mi paraguas. Le dije que igual no se preocupe, que probablemente alguien se había confundido porque la mayoría de los paraguas son de color negro. A medio reírse me dijo “pues deberías tomar otro de los que está ahí, es justo, alguien se llevó tu paraguas, tú te llevas otro, ¿no?”. Había pensado en eso, podría ser, sería una suerte de compensación, de reequilibrio. Pero si tomo otro paraguas, ¿qué pasaría si es que no era confusión sino un robo de mi paraguas? Yo le estaría haciendo lo mismo a alguien más. O ¿qué pasaría si yo me llevo un paraguas negro que no era el de quien se llevó el mío? En ese caso, mi acción continuaría una cadena interminable de justicias e injusticias con los paraguas de los estudiantes de la escuela que quién sabe hasta dónde escalaría (¿no era eso lo que sucedió con Peter Parker y su tío?). Pensé que sería mejor irme, era un paraguas barato, por el que tampoco había pagado en su momento. Le dije eso al de seguridad, pero él riéndose me dijo, “oh, me siento mal por ti, deberías llevarte uno”. Sin poder decidir, me senté en un sillón del hall y empecé a comer mi cena, mientras pensaba y miraba. Vi entrar a seis o siete personas con un paraguas parecido al mío, pensando que habían regresado a devolverlo, pero ninguna de ellas era realmente la persona que se lo llevó. Eran otros paraguas. Comí fresca la cena, era pasta y pescado y esa era al menos la parte positiva de haber perdido veinte o treinta minutos en esto, no tendría que llegar a casa y calentar la comida. Después de comer un rato observando a la gente entrar y dejar sus paraguas, me acerqué otra vez al de seguridad y le dije que no me llevaría ningún paraguas. Le dije que tenía un candidato de paraguas negro con el que alguien se podría haber confundido, un negro con una línea blanca, pero no quería llevármelo de una vez porque era uno más bonito que el mío. ¿Valor? Unos 20 o 25 dólares. Le dije que si es que al final de la hora de atención quedaba un paraguas libre, ese pasaría a ser mío y que lo guardara para yo poder recogerlo al día siguiente. Sería un acto de justicia, pero retrasado hasta el día siguiente. Así llegaría a mi casa con tranquilidad de conciencia; mojado pero en paz. 

 

***

Hoy regresé al comedor y al entrar al edificio vi el pequeño puesto de madera del vigilante. Y encima de su mesita estaba el paraguas negro que era el candidato a ser el de quien se llevó el mío, era el que tenía la línea blanca. Pero lo que no estaba ahí era el vigilante. Se había movido a algún lugar a hacer su ronda de inspecciones o tal vez a buscar algo de comer. ¿Debía tomar el paraguas y llevármelo sin más? Era lo mejor. No había duda de que era el mío. Claro, no el mío, sino el que estaba tomando en compensación al mío. Si lo tomaba, probablemente el vigilante sabría que había sido yo. Y todo volvería a la normalidad. Pero tomar el paraguas sin más se me hacía algo incompleto, algo anticlimático. Además, sería más divertido agradecerle al vigilante, pues quién sabe cuándo volvería a tocarle un turno en este comedor. Decidí esperar, sentarme un rato mientras regresara el señor y entretanto escribir esta historia en el ipad. Justo cuando llegaba al punto de la historia en que me sentaba a comer mi cena en la misma silla en que en ese momento estaba sentado escribiendo, apareció el vigilante. Me saludó entusiasta, casi como un cómplice de una broma, y tomó el nuevo paraguas negro y me lo entregó a la mano. Se río mucho al contarme que la noche anterior, al quedarse hasta la hora de cierre, fue viendo cómo los paraguas del suelo los iba tomando la gente uno a uno, se iban yendo todos ellos y que había vivido intensamente el suspenso de saber si alguien finalmente se llevaría el paraguas negro con la línea blanca. Al final, después de todo, quedó el paraguas negro que ahora yo tenía en la mano. Todavía se aseguró durante la noche de ver si no era el paraguas de algún estudiante usando algún espacio diferente al comedor, antes de tomarlo y guardarlo en el cajón de su mesita. Me reí un montón de toda la historia y le pregunté cómo se llamaba. Me dijo que su nombre era Silva. Ya me había parecido que su acento era brasilero y le dije “¿Silva?”. Me dijo, “Bueno me dicen Silva aquí, pero mi nombre es Saulo, Saulo Silva”. Me contó que era de Brasil, de una ciudad que tal vez no conozca, de Recife. Le dije, “Ah de guecifi [como escucho que los brasileros pronuncian el nombre de la ciudad], sí he leído mucho de la ciudad, no he estado, pero espero que pronto me toque ir”. Me preguntó cómo me llamaba y le dije que “José Carlos, pero mis amigos me llaman Zeca Pagodinho”. Se rió y hablamos un rato de las chances de Brasil de campeonar en el mundial. Y eso fue todo. Así retornó a su equilibrio el universo.

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