Good vibration. Entre cabezas de pescado

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Solo tú comprenderías lo que es un mercado de Wanchaq, solo tú comprenderías que camine con el tesoro y me detenga a la altura de la Compañía de Bomberos ante la primera canasta de tunas de Paruro, que pregunte a cuánto están, que escoja las de 3 por un sol y que presencie a la señora pelarlas sin ningún tipo de guante y alcanzármela para tomarla con mi mano, hacer lo propio con el tesoro y volver a hacerlo conmigo. Que como medida de higiene la señora reciba la moneda de frente en el bolsillo delantero de su mandil. Que subamos las amplias gradas en cuyos costados se encuentren las señoras que venden los platitos de huevo y papa sancochados, las que venden los maicillos, los niños que venden flores y un abogado con voz de locutor absolviendo la consulta de una pareja. Que crucemos los puestos de lustrado de zapatos y que en la esquina de objetos de plástico la señora exclame “cómprame casero, cómprame”. Que al llegar a la zona de comidas las chicas que preparan jugos nos llamen a viva voz a su puesto blandiendo su carta de jugos como espantando a las moscas, ese movimiento ya parte de la costumbre. Que nos sentemos en el puesto de escabeche de “La Quillabambina”. Lo que es un escabeche de por acá. Que yo tome un sol y vaya corriendo a las gradas de la entrada a comprar un platito de huevo y papa con sal y mucho ají. Que al llegar a sentarme al puesto de escabeches un par de compadres me pregunten en qué parte vendían lo que yo tenía en la mano. Que el tesoro se casque los huesos hasta destrozarlos en pedazos para llegar al interior de ellos. Que al salir de la zona de comidas sin reparos compremos una bolsa de capulí, bajo la promesa de que ya estén bien lavados. Que en el puesto de quesos, compremos el más caro de todos, un queso Don Bosco de la prelatura de Ayaviri. Que solo al tesoro le pasen estas cosas: que al pasar por los pescados bote en un balde la servilleta que tenía en su mano sin darse cuenta de que también tenía en su mano un par de monedas de cinco soles. Que al reparar en ello, la señora rompa en carcajadas porque era el balde de cabezas de pescado. Que el tesoro tuviera que recibir sus monedas mojadas en sus manos y correr a la pileta a lavar manos y monedas. Que la pileta estuviera trabada con un candado y que solo la vendedora de chicha se apiadara del tesoro y le regalara algo de agua. Que antes de irnos del mercado dijeramos “salud” con un par de vasos de chicha de quinua para calmar la sed y las carcajadas del paseíto real maravilloso entre cabezas de pescado.

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