[Fragmento de Entrevista a Roberto Bolaño en el Programa Perfiles de Dos Continentes] “A mí más que escribir poesía a los 20 años – que también escribía poesía, bueno solo escribía poesía –, lo que me interesaba era vivir como poeta, lo que yo creía que era vivir como poeta”. El que acaban de escuchar es Bolaño describiendo, no su ficción ni a los real visceralistas de los Detectives Salvajes, sino, más bien, su propia biografía, describiendo los hechos de su propia historia. En esa narrativa de su vida joven él enfatiza, más que la poesía que escribía, el vivir como poeta, el habitar esa identidad que compartía determinada comunidad de gentes que se llamaban poetas en el México DF de los años 70. Pero, como sabemos, la narrativa de esos hechos es también la narrativa de esta novela. Entonces lo que he tratado al leer el texto es preguntarme por esos elementos que construyen esa ficción tan real – o esos hechos tan ficcionalizados – de formar parte de una comunidad, o lo que también podría ser una asociación, una sociedad, un seminario, una cofradía, o, tomando algunos ejemplos del libro, una cooperativa (p. 235), un pueblo joven (p. 233), una pandilla (p. 56) un movimiento poético (p. 13), un taller (p. 45) o, como le llaman también por aquí, un culto. En otras palabras, qué elementos definen la pertenencia a un grupo que habita la ciudad, una ciudad que, de otro modo, se presenta como un espacio infinito, donde uno luego de despedirse no se vuelve a encontrar con la persona, donde la gente se puede perder por mucho tiempo (p. 21). Todo esto es, además, una pregunta personal, porque esa vida urbana colectiva o comunitaria es la que yo, en mi proyecto doctoral, buscaré reconstruir en la Lima del puente entre siglos. Pues, entonces, ¿qué es lo que he encontrado?
En los Detectives Salvajes he encontrado una radiografía precisa de lo que implica la conformación de un colectivo/movimiento/culto. Todo comienza con un reclutamiento, Arturo Belano y Ulises Lima haciendo en un taller de poesía en la UNAM una irrupción beligerante, propagandística y proselitista (p. 15). Reclutan al narrador de la historia, quien rápidamente encuentra un lugar en el colectivo. Es un colectivo que agrupa a personajes perdidos que vienen de otro país como Belano (p. 142), que vienen de otros estados como Piel Divina (p.74) o que vienen de estar perdidos en la misma Ciudad de México [narrador] (p. 121). La membresía parece una sensación real: [reunión en la azotea de Ulises Lima] “Hablamos de poesía. Nadie ha leído ningún poema mío y sin embargo todos me tratan como un real visceralista más. ¡La camaradería es espontánea y magnífica!”. Descubrimos que los real visceralistas tienen también un espacio que se orbita, a donde siempre se retorna, el Café Quito de la calle Bucareli. No solo en los inicios de la historia sino incluso en las fases posteriores de mayor descomposición del movimiento, ahí, a ese café, es a donde va María Font: “Cuando Ulises y Arturo volvieron, cuando los volví a ver, en el café Quito y poco menos que por casualidad, aunque si yo estaba en ese horrible lugar era porque en el fondo los estaba buscando, cuando los volví a ver, digo, casi no los reconocí” (p. 187).
Y aparece también un elemento – algo que estoy buscando en mi propia investigación – que podría decir que es legal o jurídico, puesto de manifiesto en que la entrada al colectivo/movimiento/culto tiene un ritual de aceptación:
“[en un bar de la calle bucareli al inicio] “(…) pero cuando empezaba a amanecer me dijeron si quería pertenecer a la pandilla. No dijeron “grupo” o “movimiento”, dijeron pandilla y eso me gustó. Por supuesto, dije que sí. Fue muy sencillo. Uno de ellos, Belano, me estrechó la mano, dijo que ya era uno de los suyos y después cantamos una canción ranchera. Eso fue todo. La letra de la canción hablaba de los pueblos perdidos del norte y de los ojos de una mujer” (p. 17)
A contramano del primer párrafo de la novela, donde se dice que no hubo “ceremonia de iniciación” (y “mejor así”), aparentemente hubo un modesto rito, un pasar a pertenecer, que implicó un antes y un después. Y esto va más allá. Más adelante, quienes deciden alejarse del real visceralismo también cumplen un rito de salida:
“Creo que fue en aquel verano cuando ambos [Felipe Muller y su compañera], de común acuerdo, nos separamos del realismo visceral. Publicamos una revista en Barcelona, una revista con muy pocos medios y de casi nula distribución y escribimos una carta en donde nos dábamos de baja del realismo visceral. No abjurábamos de nada, no echábamos pestes sobre nuestros compañeros en México, simplemente decíamos que nosotros ya no formábamos parte del grupo. En realidad, estábamos muy ocupados trabajando e intentando sobrevivir” (p. 243-4)
La membresía tiene, pues, importancia y se manifiesta en el protocolo de enviar una carta de renuncia. Y hay muchos elementos más: Arturo Belano como la madre del colectivo/movimiento/culto, su coliderazgo con Ulises Lima, la mitología de Cesárea Tinajero, el proyecto de la publicación de Lee Harvey Oswald [siempre una publicación cuando se forma cualquier grupo urbano], la acción benefactora de Quim Font y la inasible cantidad de real visceralistas donde nadie está más que a una o dos amistades de distancia de cualquier otro miembro.
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Lo sutil, sin embargo, es que la ficción de Bolaño que retrata la vida urbana colectiva es, a su vez, la de un colectivo que también tiene visos de ficticio. Primero, por cómo se ve desde afuera. La imaginación del grupo aparece en lo que se atribuye a los real visceralistas desde los lugares hegemónicos, especialmente desde aquellos espacios en donde habita la figura que eligieron como su némesis, Octavio Paz:
[Este es Luis Sebastián Rosado, un escritor de los círculos mejor posicionados de Ciudad de México] “Por un momento, no lo niego, se me pasó por la cabeza la idea de una acción terrorista, vi a los real visceralistas preparando el secuestro de Octavio Paz, los vi asaltando su casa (pobre Marie-José, qué desastre de porcelanas rotas), los vi saliendo con Octavio Paz amordazado, atado de pies y manos y llevado en volandas o como una alfombra, incluso los vi perdiéndose por los arrabales de Netzahualcóyotl en un destartalado Cadillac negro con Octavio Paz dando botes en el maletero” (p. 171).
Tal vez fueran subversivos o tal vez solo estuvieran mal vestidos, pero los escritores bien de Ciudad de México los imaginan como terroristas, los imaginan. Así, con la descripción de Bolaño no solo es útil el retrato de los detalles menores y cotidianos de un grupo urbano – que es un material útil para compararlo con la realidad de la juventud de Bolaño en Ciudad de México o la de cualquier otro individuo en una metrópoli latinoamericana. No solo eso. Bolaño muestra también lo vacío que quizás está el propio colectivo/movimiento/culto. Ahora veamos desde adentro. La que mejor lo retrata es Laura Jáuregui, que llama al real visceralismo inicialmente una broma:
“Fue entonces cuando nació el realismo visceral, al principio todos creíamos que era una broma, pero luego nos dimos cuenta que no era una broma. Y cuando nos dimos cuenta que no era una broma, algunos, por inercia, creo yo, o por que de tan increíble parecía posible, o por amistad, para no perder de golpe a tus amigos, le seguimos la corriente y nos hicimos real visceralistas, pero en el fondo nadie se lo tomaba en serio, muy en el fondo, quiero decir” (p. 148-9). Es broma, pero si quieres, no es una broma.
Los miembros del grupo están en un permanente acto de equilibrio entre tomarse al grupo en serio o no. Algunos sí que se hubieran enfadado de ser excluidos de la antología o de ser incluidos en la purga que hicieron Bolaño y Lima [que también era una broma]. Algunos otros, al ser expulsados del grupo ni se enteraron (p. 101), o más bien se les quitó un lastre de encima y los liberó para unirse con “las huestes de los Poetas Campesinos” o con los “achichincles” de Octavio Paz (p. 101). Es por eso interesante lo ficticio que es el grupo que, a su vez, es el centro de esta ficción. Ahí vuelvo al testimonio de Laura Jáuregui: “Así era Arturo Belano, un pavorreal presumido y tonto. Y el realismo visceral, su agotadora danza de amor hacia mí [Ya antes se había dado cuenta de eso]. Pero el problema era que yo ya no lo amaba. Se puede conquistar a una muchacha con un poema, pero no se la puede retener con un poema. Vaya, ni siquiera con un movimiento poético” (p. 169).
Si el colectivo de Bolaño está en diálogo con las narrativas de colectivos urbanos reales, en ese diálogo entre ficción e historia urbana también debemos apreciar cómo de un lado y del otro, tal vez todo no es nada más que una broma o una imaginación. Y mejor así. El de los Detectives Salvajes, ¿era una pandilla falsa de ladrones de libros que nunca llegaban a leer, era un culto liderado por Belano, o era un movimiento poético? ¿Eran lo importante los poemas que escribían o la mera membresía en un colectivo/movimiento/culto o la revolución literaria de México? Tal vez la una cosa y la otra. Tal vez la una cosa por el mito de la otra.
Contra la lectura que podría hacerse de la novela como una reivindicación del Bolaño poeta, o la reivindicación de la vocación literaria del poeta (Viviana Gonzales), aquí Bolaño parece haber contado la historia de otra cosa, no una historia de poetas y sus poemas, que, por lo demás, casi no aparecen en el libro. Como siempre sucede que tienes una idea tal vez interesante, termina pasando que ya alguien la había dicho; en este caso quien la dijo es el mismo Bolaño en una entrevista [Programa La Belleza de Pensar, pregunta sobre quién es el protagonista de sus novelas]:
– “La Literatura Nazi en América es un libro en donde los protagonistas son escritores, y en donde la literatura es la protagonista principal, la protagonista principal de la novela
– Y los detectives salvajes?
– No, no creo, no creo, yo creo que allí es una pura comodidad de mi parte, hablo de lo que conozco, de lo que mejor conozco y no es más que eso.
– Podrían no haber sido poetas, podrían haber sido detectives o
– O carniceros, o aprendices de carniceros… “
Bolaño reconstruyó entonces, no la poesía, ni un movimiento poético, sino la vida colectiva en la ciudad. Esa búsqueda del migrante perdido, tal vez del humano en general, no de escribir poesía sino de vivir como poeta, la búsqueda de formar parte, de pertenecer.