El Culto de Belano y Lima

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[Fragmento de Entrevista a Roberto Bolaño en el Programa Perfiles de Dos Continentes] “A mí más que escribir poesía a los 20 años – que también escribía poesía, bueno solo escribía poesía –, lo que me interesaba era vivir como poeta, lo que yo creía que era vivir como poeta”. El que acaban de escuchar es Bolaño describiendo, no su ficción ni a los real visceralistas de los Detectives Salvajes, sino, más bien, su propia biografía, describiendo los hechos de su propia historia. En esa narrativa de su vida joven él enfatiza, más que la poesía que escribía, el vivir como poeta, el habitar esa identidad que compartía determinada comunidad de gentes que se llamaban poetas en el México DF de los años 70. Pero, como sabemos, la narrativa de esos hechos es también la narrativa de esta novela. Entonces lo que he tratado al leer el texto es preguntarme por esos elementos que construyen esa ficción tan real – o esos hechos tan ficcionalizados – de formar parte de una comunidad, o lo que también podría ser una asociación, una sociedad, un seminario, una cofradía, o, tomando algunos ejemplos del libro, una cooperativa (p. 235), un pueblo joven (p. 233), una pandilla (p. 56) un movimiento poético (p. 13), un taller (p. 45) o, como le llaman también por aquí, un culto. En otras palabras, qué elementos definen la pertenencia a un grupo que habita la ciudad, una ciudad que, de otro modo, se presenta como un espacio infinito, donde uno luego de despedirse no se vuelve a encontrar con la persona, donde la gente se puede perder por mucho tiempo (p. 21). Todo esto es, además, una pregunta personal, porque esa vida urbana colectiva o comunitaria es la que yo, en mi proyecto doctoral, buscaré reconstruir en la Lima del puente entre siglos. Pues, entonces, ¿qué es lo que he encontrado?

En los Detectives Salvajes he encontrado una radiografía precisa de lo que implica la conformación de un colectivo/movimiento/culto. Todo comienza con un reclutamiento, Arturo Belano y Ulises Lima haciendo en un taller de poesía en la UNAM una irrupción beligerante, propagandística y proselitista (p. 15). Reclutan al narrador de la historia, quien rápidamente encuentra un lugar en el colectivo. Es un colectivo que agrupa a personajes perdidos que vienen de otro país como Belano (p. 142), que vienen de otros estados como Piel Divina (p.74) o que vienen de estar perdidos en la misma Ciudad de México [narrador] (p. 121). La membresía parece una sensación real: [reunión en la azotea de Ulises Lima] “Hablamos de poesía. Nadie ha leído ningún poema mío y sin embargo todos me tratan como un real visceralista más. ¡La camaradería es espontánea y magnífica!”. Descubrimos que los real visceralistas tienen también un espacio que se orbita, a donde siempre se retorna, el Café Quito de la calle Bucareli. No solo en los inicios de la historia sino incluso en las fases posteriores de mayor descomposición del movimiento, ahí, a ese café, es a donde va María Font: “Cuando Ulises y Arturo volvieron, cuando los volví a ver, en el café Quito y poco menos que por casualidad, aunque si yo estaba en ese horrible lugar era porque en el fondo los estaba buscando, cuando los volví a ver, digo, casi no los reconocí” (p. 187).

Y aparece también un elemento – algo que estoy buscando en mi propia investigación – que podría decir que es legal o jurídico, puesto de manifiesto en que la entrada al colectivo/movimiento/culto tiene un ritual de aceptación: 

[en un bar de la calle bucareli al inicio] “(…) pero cuando empezaba a amanecer me dijeron si quería pertenecer a la pandilla. No dijeron “grupo” o “movimiento”, dijeron pandilla y eso me gustó. Por supuesto, dije que sí. Fue muy sencillo. Uno de ellos, Belano, me estrechó la mano, dijo que ya era uno de los suyos y después cantamos una canción ranchera. Eso fue todo. La letra de la canción hablaba de los pueblos perdidos del norte y de los ojos de una mujer” (p. 17)

A contramano del primer párrafo de la novela, donde se dice que no hubo “ceremonia de iniciación” (y “mejor así”), aparentemente hubo un modesto rito, un pasar a pertenecer, que implicó un antes y un después. Y esto va más allá. Más adelante, quienes deciden alejarse del real visceralismo también cumplen un rito de salida:

“Creo que fue en aquel verano cuando ambos [Felipe Muller y su compañera], de común acuerdo, nos separamos del realismo visceral. Publicamos una revista en Barcelona, una revista con muy pocos medios y de casi nula distribución y escribimos una carta en donde nos dábamos de baja del realismo visceral. No abjurábamos de nada, no echábamos pestes sobre nuestros compañeros en México, simplemente decíamos que nosotros ya no formábamos parte del grupo. En realidad, estábamos muy ocupados trabajando e intentando sobrevivir” (p. 243-4)

La membresía tiene, pues, importancia y se manifiesta en el protocolo de enviar una carta de renuncia. Y hay muchos elementos más: Arturo Belano como la madre del colectivo/movimiento/culto, su coliderazgo con Ulises Lima, la mitología de Cesárea Tinajero, el proyecto de la publicación de Lee Harvey Oswald [siempre una publicación cuando se forma cualquier grupo urbano], la acción benefactora de Quim Font y la inasible cantidad de real visceralistas donde nadie está más que a una o dos amistades de distancia de cualquier otro miembro. 

* * *

Lo sutil, sin embargo, es que la ficción de Bolaño que retrata la vida urbana colectiva es, a su vez, la de un colectivo que también tiene visos de ficticio. Primero, por cómo se ve desde afuera. La imaginación del grupo aparece en lo que se atribuye a los real visceralistas desde los lugares hegemónicos, especialmente desde aquellos espacios en donde habita la figura que eligieron como su némesis, Octavio Paz: 

[Este es Luis Sebastián Rosado, un escritor de los círculos mejor posicionados de Ciudad de México] “Por un momento, no lo niego, se me pasó por la cabeza la idea de una acción terrorista, vi a los real visceralistas preparando el secuestro de Octavio Paz, los vi asaltando su casa (pobre Marie-José, qué desastre de porcelanas rotas), los vi saliendo con Octavio Paz amordazado, atado de pies y manos y llevado en volandas o como una alfombra, incluso los vi perdiéndose por los arrabales de Netzahualcóyotl en un destartalado Cadillac negro con Octavio Paz dando botes en el maletero” (p. 171).

Tal vez fueran subversivos o tal vez solo estuvieran mal vestidos, pero los escritores bien de Ciudad de México los imaginan como terroristas, los imaginan. Así, con la descripción de Bolaño no solo es útil el retrato de los detalles menores y cotidianos de un grupo urbano – que es un material útil para compararlo con la realidad de la juventud de Bolaño en Ciudad de México o la de cualquier otro individuo en una metrópoli latinoamericana. No solo eso. Bolaño muestra también lo vacío que quizás está el propio colectivo/movimiento/culto. Ahora veamos desde adentro. La que mejor lo retrata es Laura Jáuregui, que llama al real visceralismo inicialmente una broma: 

“Fue entonces cuando nació el realismo visceral, al principio todos creíamos que era una broma, pero luego nos dimos cuenta que no era una broma. Y cuando nos dimos cuenta que no era una broma, algunos, por inercia, creo yo, o por que de tan increíble parecía posible, o por amistad, para no perder de golpe a tus amigos, le seguimos la corriente y nos hicimos real visceralistas, pero en el fondo nadie se lo tomaba en serio, muy en el fondo, quiero decir” (p. 148-9). Es broma, pero si quieres, no es una broma. 

Los miembros del grupo están en un permanente acto de equilibrio entre tomarse al grupo en serio o no. Algunos sí que se hubieran enfadado de ser excluidos de la antología o de ser incluidos en la purga que hicieron Bolaño y Lima [que también era una broma]. Algunos otros, al ser expulsados del grupo ni se enteraron (p. 101), o más bien se les quitó un lastre de encima y los liberó para unirse con “las huestes de los Poetas Campesinos” o con los “achichincles” de Octavio Paz (p. 101). Es por eso interesante lo ficticio que es el grupo que, a su vez, es el centro de esta ficción. Ahí vuelvo al testimonio de Laura Jáuregui: “Así era Arturo Belano, un pavorreal presumido y tonto. Y el realismo visceral, su agotadora danza de amor hacia mí [Ya antes se había dado cuenta de eso]. Pero el problema era que yo ya no lo amaba. Se puede conquistar a una muchacha con un poema, pero no se la puede retener con un poema. Vaya, ni siquiera con un movimiento poético” (p. 169).

Si el colectivo de Bolaño está en diálogo con las narrativas de colectivos urbanos reales, en ese diálogo entre ficción e historia urbana también debemos apreciar cómo de un lado y del otro, tal vez todo no es nada más que una broma o una imaginación. Y mejor así. El de los Detectives Salvajes, ¿era una pandilla falsa de ladrones de libros que nunca llegaban a leer, era un culto liderado por Belano, o era un movimiento poético? ¿Eran lo importante los poemas que escribían o la mera membresía en un colectivo/movimiento/culto o la revolución literaria de México? Tal vez la una cosa y la otra. Tal vez la una cosa por el mito de la otra. 

Contra la lectura que podría hacerse de la novela como una reivindicación del Bolaño poeta, o la reivindicación de la vocación literaria del poeta (Viviana Gonzales), aquí Bolaño parece haber contado la historia de otra cosa, no una historia de poetas y sus poemas, que, por lo demás, casi no aparecen en el libro. Como siempre sucede que tienes una idea tal vez interesante, termina pasando que ya alguien la había dicho; en este caso quien la dijo es el mismo Bolaño en una entrevista [Programa La Belleza de Pensar, pregunta sobre quién es el protagonista de sus novelas]:

 – “La Literatura Nazi en América es un libro en donde los protagonistas son escritores, y en donde la literatura es la protagonista principal, la protagonista principal de la novela

– Y los detectives salvajes?

– No, no creo, no creo, yo creo que allí es una pura comodidad de mi parte, hablo de lo que conozco, de lo que mejor conozco y no es más que eso.

– Podrían no haber sido poetas, podrían haber sido detectives o

– O carniceros, o aprendices de carniceros… “

Bolaño reconstruyó entonces, no la poesía, ni un movimiento poético, sino la vida colectiva en la ciudad. Esa búsqueda del migrante perdido, tal vez del humano en general, no de escribir poesía sino de vivir como poeta, la búsqueda de formar parte, de pertenecer.

 

Victoria Ocampo. La Viajera y sus Sombras

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En 1946, Victoria Ocampo escribía a su hermana desde París:

“Sufro a causa de las piedras de París. Y del hierro de la Torre Eiffel y Saint-Étienne-du-Mont, de Notre Dame y de la estación del quai d´Orsay. Las cosas pueden abrumarnos, en un momento dado, de modo más cruel que una presencia o ausencia humana. Precisamente porque representan, porque son testigos con atroz indiferencia de presencias y de ausencias desbordantes, desesperadamente familiares” (p. 242)

Familiares, desesperadamente familiares son para Victoria aquellos lugares y monumentos que los viajeros aspiran toda su vida a conocer cuando hagan finalmente su peregrinación a París. Estamos, pues, ante una viajera diferente. Entonces yo me he querido preguntar qué clase de viajera era Victoria o si es que acaso lo era realmente. 

Los testimonios de viajeros, las crónicas de viaje parecen de una naturaleza distinta. Lo que describen esos viajeros es todo lo contrario a lo familiar. Es, más bien, lo que Freud llamaba un acto de incredulidad. Freud describe esa sensación en la visita que hace con su hermano menor a la Acrópolis. Al decidir viajar hay una incredulidad sobre a dónde van: “We´re going to see Athens? Out of the question! – it will be far too difficult.” Y tal vez incluso sobre la existencia misma de Atenas: “It is not true that in my school days I ever doubted the real existence of Athens. I only doubted whether I should ever see Athens. It seemed to me beyond the realms of possibility that I should travel so far” (p. 246). Pero no solo el Freud de niño tenía esa duda. Incluso el Freud adulto, al estar ya en el destino, parado en la Acrópolis, sentía incredulidad: “By the evidence of my senses I am now standing on the Acropolis, but I cannot believe it´” (p. 243). El viaje, visto de cerca, provoca un sentimiento de incredulidad o de enajenación. Esa impresión de que realmente hemos logrado viajar muy lejos de nuestra casa, al punto de que nos preguntamos si realmente estamos ahí. Volviendo a leer esta versión del viaje para Freud, pensaba si acaso dentro de la construcción del acto de viajar se encuentra la proeza material, el sacrificio económico que el desplazamiento implica. Y si el viaje nos tiene que enajenar, nos tiene que hacer dudar si realmente hemos llegado ahí, ¿viajar es entonces algo que no hacen los ricos? ¿será acaso que solo los pobres viajan? 

Victoria Ocampo, desde luego, no era pobre. Para ella, visitar París o visitar Europa no eran proeza alguna. Esos desplazamientos no eran nada más que retornos a espacios y personas desesperadamente familiares para ella. Solo de anotar las menciones en este libro, Victoria visitó (o, más bien, vivió en) París siete veces; Nueva York, cinco veces. Y cruzó el Atlántico al menos diecisiete veces. Y lo hizo, por cierto, desde épocas previas a la aviación comercial, desde su niñez. La niña Victoria nunca dudó sobre lo que iba a poder conocer en su vida, como sí dudo el niño Freud.  

¿Cómo fue, entonces, la experiencia de Victoria al desplazarse? Es cierto que en sus primeros momentos, en una ciudad nueva, los acercamientos de Victoria se daban a tientas, poco a poco. De niña, celebrando su santo en París decía: “Madrina me ha regalado un coche que se llama tonneau, pero no servirá hasta que volvamos a San Isidro” (p. 47). De joven, también en Europa, decía: “Ahora extraño el sol, el cielo de mi tierra. Por primera vez comprendo que la tierra donde hemos nacido nos tiene atados. Quiero a América. Cuando pienso en el jardín de San Isidro, en sus flores (que están floreciendo en este mes), ¡qué nostalgia!” (p. 53). La Victoria de los primeros acercamientos extrañaba Buenos Aires, sí. Pero aun en todos esos momentos su experiencia en estos lugares no es la de una visita, la de un no-puedo-creer-que-estoy-aquí, la de un qué-lejos-he-llegado. Es siempre una tensión propia del proceso de acostumbrarse a vivir en un nuevo lugar; ella viajaba para vivir, no para visitar.

Tal vez lo que más llama la atención fue que esta particular experiencia de desplazamiento la reprodujo Victoria no solo en sus desde niña familiares capitales europeas, sino también años más tarde en su relación con un Nueva York en ascenso. Es muy claro que volver a París para ella era, en sus palabras, “un poco como volver a casa” (p. 283). En una continuación de la cita con que comencé la presentación, en París hasta los carteles de los teatros, el nombre de una juguería, eran detonadores, para Victoria, de avalanchas de recuerdos (p. 242). Pero no es solo París. ¿Cómo fue su relación con Nueva York? Cuando llega por primera vez allá también hay una primera sensación de expectativa, por el skyline de la ciudad y por el Central Park, un asombro por la Quinta Avenida y por el estruendo de la ciudad que escucha desde la ventana de su décimo piso (p. 79). Pero rápidamente se apodera de la ciudad como una persona local más. Frecuenta a neoyorquinos acostumbrados a esos edificios tumultuosos y a esas calles con chicles en el suelo. Alfred Stieglitz le dice sobre Nueva York, esa ciudad dinámica y que no cree en la idea de un centro histórico: “I have seen it growing. Is that beauty? I don´t know”. Aunque el ímpetu de renovar y reemplazar, de crecer, es la antítesis de las imperecederas ciudades europeas, también parece que Victoria encontró una forma de belleza ahí; no llegó como turista, sino para quedarse en Manhattan. 

Veamos nada más cómo la señora de la Villa Ocampo se encontró con esa nueva forma de vivir. Por ejemplo, la comida. Las donas, los hot dogs, los waffles y los panqueques: “Pero los griddle cakes tienen también su sabor, que se descubre poco a poco, a fuerza de comerlos. Se acaba por tomarles el gusto. Un buen día, cuando ya hemos salido de Estados Unidos, los echamos de menos” (p. 146) 

Pero Victoria fue más allá. Fue tan vecina de la ciudad que también fue ahí al médico: “Fui entonces a ver a ese médico quien, como es costumbre aquí (…), comenzó por mandarme hacer toda suerte de radiografías, análisis de sangre y otros, etc… Después de esos encantadores juegos, a los que me presté con ejemplar docilidad, vencida por la ciencia que se adueñaba de mi persona, de mis secretos, y que daba nombre de microbios a mis inquietudes metafísicas, llegamos a la conclusión siguiente: mis amígdalas no son tan inocentes como parecen” (p. 177). Y se las extirparon en una operación. Tan neoyorquina fue Victoria que le ofrendó sus amígdalas a esa su nueva ciudad. 

Como una nota adicional en este punto, parece que eso de viajar para quedarse, le venía aparentemente a los Ocampo desde tiempos inmemoriales. En medio de uno de sus retornos en barco desde Nueva York, su padre le había encargado averiguar en Perú sobre los orígenes remotos de su familia. Al hacer una parada en Lima se pregunta por la biblioteca y el archivo histórico que le gustaría visitar y dice: “Los Ocampo, en efecto, llegaron desde el Cuzco, o mejor dicho, el Ocampo que fundó acá la rama de nuestra familia vino del Cuzco para conocer estas tierras del Sur, y se quedó” (p. 95). 

Pero, ¿qué significa este viajar-para-quedarse de Victoria? ¿Qué podemos leer en él? El último punto con el que quiero ligar esta forma de vivir y desplazarse es el cosmopolitismo de los latinoamericanos. Recordemos que Victoria es una latinoamericana que nunca dejó de vivir en Buenos Aires – viajó mucho sí, pero nunca dejó de vivir en Buenos Aires – y que nunca pensó que eso fuera excluyente de ser una persona local, es decir, una vecina de Londres o de Manhattan. Podríamos decir que fue, usando palabras de Beatriz Sarlo, una “marginal que hizo libre uso de todas las culturas”, una porteña que hizo suyas todas las ciudades. Si otros dijeron sobre los latinoamericanos que “Nuestro patrimonio es el universo” (Borges), que “Todo lo humano es nuestro” (Mariátegui), Victoria en momentos de nostalgia también se alinea y dice en una carta: “Estoy aquí con Yvette y su hija. Adoro el clima de Normandía que se parece a mi querida Inglaterra. ¡Dios mío, cuánto habré amado la Tierra!” (p. 247)

Hay varios ejemplos de esto. Su San Isidro, para ella, no era mucho más ni mucho menos que el Mount Vernon de George Washington: “Este plantation de Virginia y la chacra de San Isidro tienen un aire de familia conmovedor. El mismo amor a las plantas y a la independencia en los propietarios, la misma sencillez, el mismo buen gusto, la misma carencia de ostentación, el mismo instinto de lo bello” (p. 118). Para su mirada, no eran muy diferentes el general San Martín y el general Washington, el cruce de los Andes y la batalla de Yorktown, las riberas del Río de la Plata y las del Potomac, ni el descanso de ambos libertadores, apacibles ellos bajo sus higueras y enredaderas. 

Pero también quiero decir que Victoria rechazaba la pasividad, era una cosmopolita militante, una que cuestionaba con fervor aires de superioridad injustificados. Una que, por ejemplo, se rebelaba contra el lugar en que un chauffeur neoyorquino parecía colocar a los latinoamericanos, al nivel de subordinación que los judíos y los negros de esa ciudad (p. 120) o contra el industrializado punto de vista con que un periodista le preguntó sobre los retornos económicos de su revista Sur, a quien respondio con un “to hell with the United States” (p. 141). De todas esas rebeldías, hay una particularmente enfadada: la que se refiere a Latinoamérica y su supuesto clima cálido. Dice ella: “Los washingtonianos me decían cuando yo me quejaba del clima [el fuerte calor de Washington D.C.]: “Usted, sin embargo, debe estar acostumbrada, pues en su país…”. Yo no los dejaba terminar la frase. ¿Cómo podían atreverse?….(Esta absurda suspicacia patriótica en materia de temperatura siempre se me ha despertado, de la manera más desconcertante, en tierra extranjera)” (p. 120). 

Pues bien, con ese privilegio que da tener la visión insider-outsider del argentino y del latinoamericano, y con esa autoridad de ser vecina de todo lado, es probablemente ella quien dio la sentencia más creíble sobre la decadencia europea y el cambio de época. Me refiero a sus viajes apenas terminada la guerra, cuando asiste a las horas graves de los juicios de Nuremberg invitada por el British Council. Ahí, en esas crónicas se hace palpable su haber estado aquí y allá, no como turista, sino como ciudadana; su llegar desde Buenos Aires a observar un Londres desprolijo, pero también su haber compartido con cercanos amigos franceses el reproche a los que colaboraron con los alemanes y el miedo de que Europa se convierta en un nombre vago más, como las antiguas civilizaciones de Nínive y de Babilonia (P. V.). En fin, al escribir, a la vez, desde América y desde Europa, está ella en una situación privilegiada para dictaminar el cambio de época, como no lo podría hacer tal vez ningún otro habitante de otra región del mundo. Y su dictamen lo incluye en un postscript de una carta a su hermana Angélica en el 46: “La capital del mundo, con todos los defectos que tienen los americanos (y que son muchos) es hoy día Nueva York. Desde ya te lo digo. El reinado ha pasado de Gran Bretaña (y Europa me imagino) a los Estados Unidos de América. Nueva York es la capital de una nueva era del mundo en que la democracia (es decir, la falta de cierta qualité) impera.” 

Opus Lamont

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La biblioteca Lamont tiene tres niveles de espacios de trabajo, tal vez un piso adicional arriba, al que nunca he ido, y un laboratorio de multimedia en el sótano. Creo que también tiene conexiones subterráneas con las bibliotecas Pusey y Widener pero no necesitamos toda esa información ahora. Y tiene un nombre bonito. Cuando recién llegué a la universidad solía ir a trabajar al primer piso. Es básicamente un café con unos ventanales enormes que dan hacia los senderos peatonales de Harvard Yard, el campus principal de la universidad. Ves gente estudiando, algunas personas conversando. Es relativamente callado pero lejos del silencio sepulcral que tienen algunos lugares como la biblioteca Widener y la biblioteca de Derecho. Hace unos meses empecé a ir a trabajar al segundo piso, especialmente durante las tardes. Ahí la gente debe hacer silencio, pero se permiten las conversaciones en susurros, sotto voce. El ambiente es lindo porque, además de los anaqueles – hay uno sobre Perú en las ciencias sociales y humanidades – y las estaciones de trabajo, hay un balcón que da hacia el interior del primer nivel. No es un espacio que suela llenarse de gente, salvo tal vez en época de exámenes finales, así que ahí uno estudia casi a solas. Es también alfombrado, no sé por qué pero eso ayuda; imagino que es por las pisadas. Al tercer piso – el piso de estudio silencioso – iba en pocas ocasiones y solamente a la sala Farnsworth, la sala de historietas, misterios, ciencia ficción y literatura. Me gusta que tiene una diferente sensación que el resto de bibliotecas, creo que eso se lo dan los lomos de los mangas e historietas, casi como una Sala de los Requerimientos. También solía ir a esa sala para tomar los libros de Lonely Planet antes de algún viaje. Hace unas semanas estaba almorzando en el comedor de los estudiantes de phd con un amigo del departamento de historia cuando me encontré con dos amigas del departamento de literatura. Almorzamos juntos los cuatro. Recuerdo haber pensado en esa conversación lo parecido de las dos disciplinas. En lugar de tratar de predecir o modificar el futuro como intentan en la economía, las ciencias políticas, el derecho o el urbanismo, la historia y la literatura se dedican de lleno al pasado, a los textos del pasado. No creo que haya dicho nada de esto en ese momento. Una idea demasiado densa para un almuerzo al paso en día de semana. Creo que solo hablamos de clases y seminarios, todos quieren llevar algún curso con Mariano Siskind. Luego de almorzar salimos caminando con las dos amigas y les pregunté para dónde iban. Me dijeron que a comprar un café en Gato Rojo, la cafetería del edificio, y luego se iban a estudiar a la biblioteca Lamont. Me preguntaron si quería ir con ellas. Les dije que no podía, tenía clase de Portugués, sí, a esa hora, una y media de la tarde. Una de ellas me dijo, pues ven igual después de tu clase. Yo le pregunté a qué parte de la biblioteca iban. Me dijo que al tercer piso. Lo primero que pensé fue que solían ir a la sala Farnsworth. Al preguntarle, me dijo que no, que ahí hacía mucho frío, que iba normalmente al fondo del tercer piso, hacia las ventanas. Yo no sabía que hubiera ventanas hacia el fondo, pero le dije que perfecto, que nos veíamos ahí al terminar mi clase. Desde entonces voy siempre al tercer piso de Lamont. Voy algunos días por semana, a las mesas del fondo, normalmente al caer la noche – lo que en New England desde noviembre significa a eso de las cuatro y treinta de la tarde. Cada que voy, me siento en uno de los escritorios del fondo, cada uno tiene un foco de luz y un perchero en la pared para el saco, creo que ese perchero es el que marca la diferencia. Cuando veo por la ventana está ya todo oscuro, casi todo negro, se ven algunas luces, como de decoración navideña de un árbol, tal vez alguno que otro foco de alumbrado y, con cierta atención, se pueden ver algunos perfiles de edificios a lo lejos. Boston está en esa dirección. Estando dentro del Harvard Yard, me imagino que lo que se ve son unos edificios bajos de oficinas y algunos jardines, todos ellos vecinos por la parte posterior de la biblioteca Lamont. El paisaje típicamente universitario del campus y del famoso Harvard Yard, edificios rodeados de jardines. Pero algo pasó. Hace unos pocos días tuve no sé qué cambio en mi horario acostumbrado, creo que una clase cancelada, así que fui a Lamont más temprano de lo habitual. Subí al tercer piso y al sentarme en uno de los escritorios del fondo, siendo todavía de día, pude ver qué era lo que realmente está afuera de la ventana. Es la calle. Lamont está casi exactamente en la esquina de Harvard Yard, es decir, no está dentro del campus, no tiene más oficinas o edificios universitarios atrás, tampoco un jardín, no está lejos de la ciudad. Hacia afuera de la ventana está el cruce de la calle Quincy, la calle Harvard y la avenida Massachusetts. Desde la ventana se ve el letrero del restaurante Hong Kong y se ven los cachivaches que tienen en su techo. A esa hora hasta se llegan a escuchar bocinas y a veces una sirena de ambulancia. Le quitó casi automáticamente el encanto a este tercer piso, era como estar en un edificio más de la ciudad y no en una torre aislada dentro del idílico complejo del campus. Todo esto me molestó un poco, pero decidí seguir viniendo. Vengo solo al caer la noche y dejo que mi mente automáticamente se imagine estar donde había estado en un comienzo. 

Sociología, historia y memoria en el libro homenaje a Carlos Ramos

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El evento por el que no me fue posible estar hoy en esta presentación en la Feria del Libro de Lima, coincidentemente, me permitió conocer a una investigadora estudiosa de los “Libros Homenaje” en el mundo del derecho civil. Noémie Gourde-Bouchard es una investigadora de la École Normale Supérieure de París que publicó el año pasado un texto en francés cuyo título en español sería: “Los barones rampantes: ensayo sobre el surgimiento de los libros homenaje en la literatura jurídica de Quebec”. En este ensayo la autora afirma que los libros homenaje — conocidos en Europa con el nombre en francés de “melánges” y en alemán de “Festschriften” — son un género literario jurídico digno de ser estudiado por sí mismo. En este “extraño ritual” de homenajear la figura de un profesor elevado a la categoría de “maestro” mediante textos laudatorios, la investigadora afirma que se da un peculiar proceso de construcción de los mitos fundacionales de la profesión y de la identidad idealizada de lo que es un prototípico profesor de derecho en una determinada comunidad jurídica. El libro es un “bouquet” – dice Gourde-Bouchard – compuesto por artículos, semblanzas, anécdotas, reseñas y biografías, que nos hablan de la memoria colectiva construida del cuerpo de abogados y juristas de un país y, a la vez, de las virtudes que éstos atribuyen a sus figuras idealizadas. Por todo ello, los libros homenaje son portales inmejorables para reconstruir la historia cultural de la orden de los abogados de un determinado lugar. Leyendo los libros homenaje, uno conoce mejor a los abogados.

Leyendo y conversando en estos días con esta investigadora, me vino a la mente la pregunta sobre qué nos dice sobre nuestra orden de abogados y juristas este bouquet que se presenta hoy al por todos estimado profesor Carlos Ramos Nuñez. Qué nos dice especialmente considerando que quienes contribuyen a esta obra son principalmente juristas del campo del derecho civil peruano. Permitamos que Gourde-Bouchard nos lleve de la mano y observemos algunas ideas superficiales sobre lo que el libro homenaje al profesor Carlos Ramos nos puede decir transmitir, voluntaria o involuntariamente. 

En primer lugar, los autores de este libro homenaje nos recuerdan que Carlos Ramos era un investigador incansable y un prolífico autor de textos. En un mundo como el de los abogados en que se valoran los rankings de los despachos, las cuantías de las operaciones que se asesoran, la celebridad de los arbitrajes que se patrocinan, los abogados paradójicamente no dejan de exaltar – tal vez románticamente – al abogado investigador, aquel que lee más y escribe más. En nuestro medio local, el investigador legal tiene el mérito, además, de hacerlo gratuitamente. A diferencia de los campos en que el corazón de la profesión es la investigación, como es el caso de las humanidades y las ciencias sociales, para la mayoría de los autores nacionales de este volumen su actividad principal es el ejercicio de la profesión legal, no la investigación. La investigación es solo un noble complemento. Y ese tal vez era el caso de Carlos Ramos, especialmente durante sus últimos años. Con la tarea cotidiana de opinar en su posición de magistrado del Tribunal Constitucional, con la demanda intelectual y de tiempo que ello significaba, además de la presión política que se recibía, podría cualquier abogado haber abandonado su labor en la investigación. Pero no fue su caso, no solo le dio un impulso al campo de la historia del derecho y a la historia del derecho constitucional desde su labor como director del Centro de Estudios Constitucionales del Tribunal Constitucional, sino que ejecutaba la labor de investigador que el recuerdo colectivo le atribuye con proyectos propios como su “Historia del Derecho Peruano” y algunos textos que por distintas razones no han visto la luz como su libro sobre el Indio en el Derecho y el capítulo sobre la historia de la codificación en latinoamérica que tenía asignado en el libro colectivo sobre la historia del derecho en latinoamérica que viene siendo editado por Thomas Duve y Tamar Herzog. Los abogados valoran el esfuerzo del investigador part-time y Carlos Ramos era especialmente bueno en ese arte; los textos de este libro homenaje son un testimonio de ello. 

Retornando a los lentes sociológicos de Gourde-Bouchard, este paradigma del abogado que tiene a la investigación como una actividad complementaria, casi altruista, ¿qué limitaciones y problemas podría presentar? Este libro homenaje y los otros que existen en nuestro entorno local pueden decirnos mucho sobre esta pregunta y es una investigación que merecería ser emprendida tal vez por algún investigador joven o algún tesista. ¿Podemos medir la investigación y su rol dentro de la formación profesional de los abogados de la misma forma en que lo hacemos con las humanidades, las ciencias sociales o incluso las ciencias exactas? ¿Qué paradigma de abogado o jurista tenemos o deberíamos tener en mente cuando decidimos la malla curricular de la carrera de derecho y, dentro de ella, la inclusión o no de un curso de historia del derecho? ¿Qué sesgos podrían tener los investigadores jurídicos en sus hipótesis y propuestas si su actividad principal es el patrocinio de intereses privados, especialmente de los actores con mayor poder económico en nuestra sociedad? ¿Por qué no reflexionar sobre estas preguntas desde la lectura de este y otros libros homenaje en el mismo campo del derecho civil como los libros homenaje a Jorge Avendaño, Lizardo Taboada, Fernando de Trazegnies, Felipe Osterling, Manuel de la Puente o el homenaje reciente a Gastón Fernández? Hay mucho que explorar todavía sobre la manifestación de este género jurídico-literario en nuestro medio local. Gourde-Bouchard sería la madrina de toda una rama de investigaciones que aún no se han hecho en nuestro país.

El segundo y último punto que pienso que se puede observar en este libro homenaje es el siguiente: el abogado civilista no parece sentirse aludido por las críticas y planteamientos de Carlos Ramos. Si hablamos como Gourde-Bouchard de los “mitos fundacionales” que se repiten en los libros homenaje, Carlos Ramos sería probablemente considerado como el narrador del mitológico paso del antiguo régimen colonial al ilustrado proyecto de codificación civil. Ese proceso de codificación peruano, que se remonta en el mito hasta el surgimiento del Código Civil francés, que pasa por los códigos civiles peruanos de 1852 y 1936, y que llega hasta nuestro presente Código Civil de 1984. Los abogados civilistas, algunos de los cuales escriben en la sección nacional de este volumen, se localizan a sí mismos en aquella narración. Toman un tema de interés en el derecho civil, tal vez la clasificación de las obligaciones o el tratamiento de la compraventa y retornan en su estudio al contenido del Código de 1936 y de 1852. Tal vez se menciona el contenido relevante del código francés, del alemán o del italiano o, más recientemente, del portugués o del argentino. Y, sin embargo, ese análisis positivista, centrado en normas escritas y en la abstracción de la doctrina, no es el principal legado de la obra de Carlos Ramos desde mi punto de vista. Él no era un historiador del derecho positivo. 

Carlos Ramos era, más bien, un crítico del enfoque positivista en el derecho. Lo que escribo con más detalle en el texto que aporté a este libro homenaje es que el planteamiento de Ramos de entender el derecho como un producto cultural, así como sus intentos de estudiarlo desde esa perspectiva, fueron en realidad una diplomática pero severa crítica a la tradicional investigación dogmática en el campo del derecho civil. En la investigación jurídica en general, pero especialmente en un país plural y con un pasado colonial como el nuestro, es clave tomar el derecho no solo desde el lado del texto de las leyes o los textos de sus comentaristas. Hay que estudiarlo desde su aplicación en el día a día, desde el estudio de los espacios de disputa en que el derecho se manifiesta, los procesos judiciales, pero también – tarea más difícil – en los espacios en que el derecho se pone en operación sin necesidad de llegar a una disputa judicial. En todos esos espacios está el derecho en funcionamiento y en constante redefinición. Un notario que desarrolla una fórmula textual con la que iniciar sus escrituras públicas, un abogado local que guarda en su ordenador un modelo de demanda judicial con espacios para rellenar, los argumentos legales a los que recurre un grupo de vecinos al responder a un reportero de un periódico o de un noticiero. Ahí encontramos el derecho. Y la fuente para este tipo de estudio legal no son las leyes o las doctrinas, al menos no las fuentes principales. Las fuentes son, según el enfoque de la historia social del derecho, las de los historiadores y los antropólogos, los archivos y los trabajos de campo. Si se puede afirmar que Carlos Ramos generó una escuela o un conjunto de seguidores (disciples diría Gourde-Bouchard), sería el de aquellos que hacen esta labor. Pienso en investigadores como Hans Cuadros, Damián Gonzales y la labor experimentada de un jurista como Renzo Honores en nuestra comunidad jurídica y, por supuesto, lo que podemos aprender del trabajo de colaboradores internacionales de este volumen como Pamela Cacciavillani y Gustavo Siqueira. Si ese es el diálogo que permitió generar Carlos Ramos, la academia jurídica peruana tiene una deuda incalculable. Ese Carlos Ramos no es un narrador de la historia positivista del derecho civil, sino un apologeta de la historia social del derecho. 

Dejo, pues, la pregunta hecha sobre si los investigadores del derecho civil hicieron suya esta crítica al enfoque positivista y dogmático. Dejo también la pregunta sobre cuál es el jurista académico ideal que construye este libro homenaje. También la pregunta sobre si se entendió a Carlos Ramos realmente como un historiador social del derecho y no solo como un historiador del derecho positivo. Para ello, invito a todos los presentes a acceder al libro, leerlo, y juzgar por su propia lectura. Sin embargo, debo decir también que cualquiera que sea la imagen que nos representemos del Carlos Ramos idealizado, esta imagen será nada más que un ejercicio de memoria. Por una última vez citando a Gourde-Bouchard, los libros homenaje son, en fin, lieux de mémoire, “lugares de memoria”. Son un ejercicio subjetivo de construcción de un recuerdo de un personaje. ¿Se exige exactitud en un ejercicio de memoria? No necesariamente. A contramano de la búsqueda de los hechos a la que está acostumbrado el historiador, el intento de perpetuar la memoria de Carlos Ramos tiene todo el derecho de ser un recuerdo en parte fabricado, en parte personal, en parte colectivo: 

Carlos Ramos, “narrador de la historia de los códigos civiles peruanos”, tal vez también “el ideólogo del enfoque de la historia social del derecho”, tal vez también “fundador de la comunidad local de investigadores de la historia legal”, o tal vez simplemente “un generoso jurista arequipeño”.

 

 

Camino de Santiago. Día después. Vigo, Porto, Santiago

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Ya es el día siguiente y en unas horas tomaré un tren hacia Vigo y luego a Porto. Da pena no haber dado algo más de tiempo para explorar la ciudad de Santiago de Compostela. Especialmente el museo y los archivos de la Catedral tienen tanto que observar y leer (en YouTube hay un documental sobre el robo del Códice Calixtino de ese archivo hace unos pocos años). Hoy también por curiosidad pregunté en la oficina de recepción del peregrino si ahí se encontraba la sede de la Archicofradía de Santiago de Compostela (eso era lo que aparecía en Google Maps). Una voluntaria amablemente me llevó hasta el segundo piso del antiguo edificio y me presentó con la señora Susana Río, la actual secretaria general de la archicofradía. No tenía yo nada preparado pero le hablé de la investigación de mi doctorado y conversamos un buen rato sobre la historia y experiencia moderna de su organización. Me regaló algunos libros y revistas de la Archicofradía y también una versión impresa de sus estatutos, que fueron actualizados en 2005 — ahora es posible que menores de edad sean miembros de la archicofradía en calidad de aspirantes, según me dijo. Quisiera creer que le interesó el tema de mi investigación, pero probablemente su amabilidad y apertura fueran fruto más que todo de la histórica hospitalidad de esta ciudad hacia los peregrinos. Eso sí, cuando el motivo de la conversación es una tesis, nunca he encontrado a nadie que te diga que no a una pregunta o pedido. Ya siendo la despedida de aquí, hay una última pregunta, que he estado pensando en el último par de días. ¿Puedo decir que esta es una experiencia que ha cambiado mi vida? Se lo he oído decir a casi todos los que conozco o a quienes he leído que han hecho el Camino de Santiago (Paulo Coelho entre ellos). En principio, pienso que no, que hasta el momento he tenido mucha suerte (o muchas suertes) en la vida y que no siento que ahora quiera hacer un abrupto giro de timón para cambiar de rumbo. A decir verdad, no es que tampoco en mi vida haya un rumbo claro, sino más bien un “hacer camino al andar”. Pero nada de eso creo que cambie ahora por esta experiencia. Las conversaciones que tuve durante el Camino y todo lo que pude meditar por mi cuenta caminando fueron tal vez simplemente momentos de mayor contemplación sobre lo que hasta ahora he tenido en mi vida. En los lugares que he rezado, claro, he agradecido por lo que tengo y pedido por que vaya todo bien con mi familia y conmigo, tal vez tengo esperanza en que aquello sea oído. Creo que lo más novedoso en mi percepción de las cosas podría ser la apertura al universo de acciones y creencias del catolicismo que me voy a llevar de aquí. Ya había hablado de la religiosidad popular antes pero creo que esto que digo hoy va incluso más allá. Por ejemplo, esta mañana estuve en la misa de los peregrinos de las 9 am en la Catedral. La estructura de la misa era exactamente la misma a como la recuerdo en las misas a las que he ido desde niño. Por una parte lo malo, lo dudoso: esos recuerdos de aburrimiento y tedio respecto de las ceremonias (propios de alguien que, forzado por las circunstancias, estudió en un colegio católico) se conectan también con sentimientos de escepticismo cuando, por ejemplo, se hace el rito de tomarse el pecho y decir “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”, más aún cuando minutos después — esto lo había olvidado porque hacía mucho que no iba a misa — viene una fase en que el sacristán viene fila por fila a recibir las limosnas en un saquito de tela. Mi pensamiento no pudo dejar de volar hacia los números de esa recaudación económica aquí y en cualquier iglesia en Perú (sin contar con los pagos de quienes piden que la misa se dedique al alma de alguien). En esos momentos en que Lutero rondaba por la cabeza, pensaba también si acaso tienen razón esos estudios que plantean que en realidad el mito de Santiago se trató de una astuta movida política y económica de las autoridades eclesiásticas y de las noblezas del norte de la península ibérica en la época altomedieval y que en realidad no hubo un real descubrimiento de restos de Santiago que ahora estén guardados en la caja que visitamos ayer al llegar de la peregrinación. ¿Era posible creer en algo de lo que estaba pasando a mi alrededor en esos momentos? Pues, creo que sí era posible creer. Así llegué a esta conclusión: poco después, el sacerdote que oficiaba la misa presentó y compartió algunos ritos con los padres foráneos que habían liderado grupos de peregrinos llegados a Santiago de dos lugares: Mato Grosso do Sul en Brasil y Tenerife en España. Para ellos y sus grupos en el público fue un momento muy especial y para mí fue una evidencia bonita de la formación (o, más bien, la renovación) de una comunidad extendida como la que se vincula por su cristianismo y catolicismo. Eso me conmovió mucho. Luego, cuando se hizo el rito de la transubstanciación, ese momento en el que, de acuerdo a la fe católica, la hostia se vuelve literalmente el cuerpo de Cristo, ya no pude seguir pensando en el escepticismo acerca de ese supuesto misterio. Más bien, me envolvió la ola de fe y energía con que todos los presentes en la iglesia, quién sabe de cuántos países en el mundo, se inclinaban ante ese acto. Lo que estuve pensando en el resto de la misa y aún después cuando salí de la Catedral es que lo importante es la potencia de la energía que existe aquí. Si la hostia es el cuerpo de Cristo, quién sabe; si los que están aquí enterrados son los restos del mismísimo apóstol, quién sabe; si el camino de Santiago tiene un efecto transformador; pues quién sabe. Lo que sí es innegable para mí es la fuerza que tiene la energía concentrada en este lugar, una fuerza que se alimenta todos los días con los cientos de peregrinos que llegan cada uno con su propia motivación y esperanza. Eso acumulado a la larga historia de peregrinos que por siglos han llegado y han depositado su fe en esos rituales de llegada en este mismo espacio. Todo eso es una realidad palpable que he observado en esta ciudad. Una realidad de la que, además, también he sido parte. Ayer, con el apuro y la acumulación de pensamientos de la culminación de la caminata no me fijé en esto: por las calles están los turistas y están los peregrinos. Ayer no pensé en lo más obvio, esta es una ciudad a la que llegan decenas o cientos de miles de personas que no hacen la caminata, solo vienen a visitar la ciudad, que es impresionante. Entonces, ayer que caminábamos con nuestro atuendo de caminantes (los báculos, las zapatillas, la mochila, la vieira, el sombrero, etc.), éramos casi una parte del atractivo que los turistas vienen a ver. Recién pienso conscientemente en ello. Entiendo en este momento la especial amabilidad de la gente en la calle y hasta las fotos que creo que algunos me pareció que nos tomaban. En este espectáculo, real o performativo, nosotros también éramos protagonistas. Esto me hizo pensar en algo parecido a lo que son los bailarines en las fiestas de Paucartambo en Cusco (siempre regreso a esa fiesta). A los bailarines se les tiene un respeto especial cada que caminan por el pueblo en sus trajes. Nuestro atuendos de caminantes eran nuestros trajes. Esa suerte de magia estuvo con nosotros a la llegada al centro de la ciudad y en los momentos posteriores, cuando rodeábamos la Catedral, cuando nos paramos en la plaza principal. Desapareció cuando nos fuimos al albergue para tomar una ducha y cambiarnos. Hoy que camino en la plaza ya en modo turista, miro con mucha alegría las expresiones de sentimiento que tienen los peregrinos que llegan hoy a la Catedral. Ayer fue nuestro día, hoy es el día de ellos. Y esto se irá repitiendo una y otra vez, día tras día, peregrino a peregrino, no se sabe hasta cuándo. 

Camino de Santiago. Día 5. Santiago, Monte do Gozo, San Paio

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El Camino llegó a su fin hoy. De O Pedrouzo a Santiago de Compostela, el último tramo del antiguo Camino Francés. Era otra vez un tramo corto, de 20 kilómetros (mi nuevo parámetro de la longitud de una caminata son los infames 29 kilómetros de Palas de Rei a Arzúa). Fuimos a un ritmo bien pausado, mirando más los bosques y los montes alrededor; intenté saborear más el momento como lo hice en el primer día. Es extraño decirlo, pero el acto de caminar por estos senderos rurales ya para este tramo se volvió una experiencia memorable en sí misma, que no está determinada solo por la cercanía al destino final. Después de todo, al destino final se puede llegar hasta en avión — esta etapa del Camino rodea el aeropuerto Rosalía de Castro, para seguir en dirección a Santiago. Parte del Camino eran ya uno que otro amigo con quienes el saludo ya no era solo un “Buen Camino”, sino un intercambio más cercano de reacciones y sentimientos. Especialmente recordaré a José María “Chema”, un andaluz que antes había hecho el Camino, pero que esta vez lo hacía con su hija. Y a Miguel, un madrileño que ha hecho el Camino del Norte, que se une al Francés en Arzúa, quien iba hablando de cuando en cuando por teléfono con una amiga suya que hace el Camino Portugués, con quien se encontrarán cuando lleguen simultáneamente a Santiago. También nos detuvimos en más lugares en esta etapa. Entramos a la Capilla de Santa Lucía en San Paio, donde se guarda — nos contó una voluntaria italiana — una reliquia de Santa Lucía, que es una santa que cuida de la vista. Paramos también en el riachuelo de Sionlla, donde por siglos los peregrinos paraban para mojarse y bañarse antes de comenzar la entrada hacia Santiago. Queríamos acumular la mayor cantidad de sellos posibles en el cartón del peregrino. También cualquier excusa era bienvenida para descansar la espalda y, por qué no, retrasar un poco el evento de la llegada. Y ya con la llegada cercana, alcanzamos el Monte do Gozo, uno de los lugares más esperados de toda la peregrinación, porque es desde donde a lo lejos por primera vez se puede ver Santiago y las dos torres de la Catedral. Aunque luego quedaba algo menos de una hora de caminata, ese fue tal vez el momento más especial de todo el recorrido para mí, especialmente al entrar a rezar a la pequeña Capilla de San Marcos que está en la cima del monte. No sé describir lo que en ese momento sentía, ni tampoco en ese momento podía entender lo que me sucedía. Era una mezcla de sentimientos muy intensos que rebalsaban mi mente. Principalmente estaba nostálgico porque ya faltaban solo algunos kilómetros. Ya en este momento, después de caminar varios días, había asumido y hecho mía la identidad del peregrino (esa que se sintió extraña cuando el primer día cogí el báculo y empecé a intentar entender para qué servía). Me daba pena ver que esa identidad se desvanezca. Pero también estaba feliz — o quizás, mejor dicho, ansioso — por ya terminar, por ya decir “listo, lo logré”. Caminar es duro, el tercer día fue un esfuerzo físico al que no estoy acostumbrado y, con los estragos de ese tramo, desde el Monte do Gozo se veía tan cerca la idea de experimentar ese momento de llegada y el descanso ya ininterrumpido que vendría después. Ese era también el sentimiento que por siglos otros peregrinos habían sentido desde este mismo lugar (el pasado le da carácter épico a cualquier circunstancia), la emoción de la cercanía del fin, teniendo la visión en miniatura de la Catedral en el horizonte. En estos minutos, ya todo eso me tenía trastocado el ánimo y no sabía cómo sentirme, no sabía si seguir avanzando o hacer una pausa más larga. Pero encima de todo ello, como una capa adicional de complejidad en mi cabeza, había un juego adicional de sentimientos en lo religioso. Había muy cerca de mí un grupo de hermanos, monjas y jóvenes franceses, que probablemente habían llegado poco antes y que estaban entonado unos cantos suaves dentro de la capilla. La música transmite mucho. El canto me transmitió mucho de ese sentimiento ambiguo respecto de mi relación con Dios y la religión y el catolicismo. Tal vez no le entregaría toda mi energía a la fe cristiana de la forma en que el grupo de franceses vivían ese momento, pero no puedo negar que la energía que yo recibía de ellos en ese pequeño espacio era algo tangible y que no había percibido hasta entonces en todo el camino. Creo que hasta esos momentos, con toda la complejidad y belleza natural y cultural que se aprecia en una aventura como esta, aún podía llamarla una experiencia personal, un viaje material por un nuevo lugar por conocer en el mundo. Pero ahí, luego de salir de la capilla, sentí una cercanía mayor con el misticismo que generan los ritos, los lugares, los momentos y las personas del catolicismo. Todo eso también estaba en mi mente. Y aunque no podía definir y expresar bien estos sentimientos que ebullían en mí, creo que todos los que estaban a mi alrededor también lo sentían y no necesitaba explicarlo. En fin, ese fue el momento más especial, tal vez de todo el recorrido, porque lo que vino después fue una entrada a la ciudad con toda la modernidad y cotidianidad que una aglomeración humana tiene. Después de descender del monte atravesamos un puente sobre una autopista de ocho carriles, observamos unos carteles de vecinos oponiéndose a un plan de desarrollo urbano (“Labacolla en revolucion. Este plan hay que cambialo. Asi non vale”), gente local caminando en camisa para entrar a un bar-café de su barrio, semáforos y cruces peatonales con un botón para solicitar la luz verde. Además un calor sofocante como no habíamos tenido en los últimos días (treinta y algo grados). Y también teníamos ya pocos peregrinos alrededor, porque habíamos retrasado mucho la llegada. Tal vez fue todo eso algo bueno porque me bajo de esa suerte de trance que me había generado la parada en el Monte do Gozo y me pude concentrar en simplemente caminar el último tramo para completar la tarea. Después de media hora de una ciudad que se volvía cada vez más antigua a medida que nos íbamos adentrando en ella, fueron apareciendo algunas vistas de las torres de la Catedral. En la guía del viaje había leído varios ritos al llegar a la Catedral de Santiago, pero, al llegar a ella, no parecía nada inmediatamente posible; había tanta gente en las cercanías de la plaza principal y ya solo podía ver peregrinos que caminaban en sentido contrario después de seguramente haber llegado a destino. La llegada entonces fueron unos últimos diez minutos de caminar entre las multitudes por unas calles sinuosas entre balcones y capillas hasta llegar por un costado a la Plaza de Obradoiro, buscar la sombra dentro de ella y voltear a observar lo alto de las torres que antes solo habíamos visto a lo lejos. Ya estábamos por fin, luego de más de cien kilómetros a pie, delante de esa famosa fachada barroca, en medio de esta plaza a la que tanta gente ha caminado a través de los siglos desde toda Europa y aún más lejos. Nuestro único rito fue darnos un abrazo, respirar y tomar unas fotos apuradas. Creo que no dijimos una sola palabra. No tratamos de entender por cuál de las cinco o seis puertas tratar de entrar a la Catedral o a qué hora era la siguiente misa de peregrinos. Solo nos quedamos ahí, en el suelo empedrado recuperándonos unos momentos mirando la fachada y esas escalinatas enrejadas. Creo que algunos turistas nos miraban, probablemente a esa hora de la tarde, cerca de las 6, ya no había tantos peregrinos llegando con toda su parafernalia. Alguna pareja se ofreció a tomarnos una foto. Sin poder ordenar todo lo que había pasado o todo lo que estábamos observando decidimos ir por lo burocrático, es decir, ir hacia la oficina de recepción del peregrino para recibir el último sello de todo el viaje y la Compostela, que es una forma de certificado que dan al concluir el Camino completando una cantidad de sellos y un mínimo de distancia. Fue tal vez un poco anticlimática la llegada, comparada con el momento que sentí en el Monte do Gozo. La verdad no sé lo que estaba esperando, Santiago es una ciudad grande, no es un pequeño pueblo rural. Quizás llegando más temprano esta llegada hubiera sido una experiencia más colectiva y efusiva. La nuestra, ya que llegamos más rezagados, fue una experiencia más personal,  nostálgica y silenciosa. 

 

Más tarde, luego de dejar la mochila y las cosas, después también de un baño, nos acercamos a la Catedral e hicimos el ritual de ver la tumba de Santiago y de dar un abrazo a su estatua que está en lo alto de la nave principal. Luego de nosotros en la cola para entrar se colocó el guardia de la catedral. No dejó entrar a nadie más, ya eran cerca de las nueve. En otras palabras, fuimos los últimos peregrinos que abrazaron al santo este día. Entonces, ¿fue esta una experiencia que ha cambiado mi vida como he escuchado a muchos decir? Dejaré esa pregunta para el día después, cuando escriba con unas horas más de perspectiva. Por ahora, queda solo tratar de calmar las piernas y el corazón.

Camino de Santiago. Día 4. O Pedrouzo, A Salceda

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La de hoy fue una etapa corta, poco más de 19 kilómetros. La gran dificultad fueron los estragos físicos del día anterior, ese al que llaman “el rompepiernas”. El albergue en el que estuvimos anoche tenía tantos caminantes curándose heridas, poniéndose ungüentos, cubriéndose con vendas, que ahora entiendo por qué antiguamente había tantos hospitales de peregrinos en muchos puntos del Camino. Mis piernas y mi espalda también estaban muy adoloridas y este es el día en que desde el inicio se sintió como una peregrinación y no como una caminata lúdica para observar el paisaje gallego. Pero como el día anterior, no voy en ello solo. Son tantos los que caminan juntos, especialmente desde Arzúa, que es donde se cruzan el Camino del Norte y el Camino Francés. ¿Por qué caminan? ¿Cuál es la motivación de cada uno? Sería muy interesante escuchar las respuestas a esas preguntas de cada peregrino. Escucho que algunos se preguntan eso entre sí. Pero me da la impresión de que sería una pregunta muy personal para muchos. ¿Por qué hice yo el Camino de Santiago? En eso estuve pensando hoy, especialmente en los momentos en que la mochila se sentía más pesada. El nombre empezó a aparecer en el último par de años en que empecé a leer sobre historia colonial española y sobre historia moderna europea. La referencia extraña al Camino de Santiago aparecía en muchos momentos, a pesar de estarse hablando de algún lugar en Francia o Italia. ¿No que Santiago de Compostela estaba al oeste de la península ibérica? Luego, alguien en alguna de las infinitas llamadas zoom que tuve en tiempo de pandemia mencionó que se conectaba desde Santiago de Compostela y recuerdo tratar de ver cómo se veía la ciudad desde Google Maps y especialmente desde Google Street. Finalmente, hace algunos meses me encontré de nuevo con un amigo de Cusco al que llamamos “Pires” (por el parecido  no el jugador del Arsenal de la técnica que tenían con el balón de fútbol). Era psicólogo, ahora también es filósofo. Y en la conversación sobre amigos, libros, proyectos, experiencias e ideas, que por momentos estaba a punto de irse hacia cuestiones metafísicas, llegamos al tema del Camino de Santiago: religioso, espiritual, físico, aparentemente se trataba de una experiencia única y ahí me convencí que debía de hacerlo. Pero debo decir, más que espiritual (como hablando de encontrarse a sí mismo) o físico (como hablando de los que disfrutan de desafiar a su cuerpo con esfuerzos físicos extremos), mi motivación principal para este viaje ha sido la religiosa, la católica. No creo que yo sea un ferviente católico. Hasta hace algunos años tal vez me habría sido incluso indiferente llamarme católico o agnóstico. Pero después de leer más en los últimos tiempos sobre la historia del mundo medieval y moderno temprano, no pude dejar de ver cuánto la religión está imbricada en la sociedad cuando uno quiere estudiar cualquier elemento cultural del pasado, especialmente cuando se trata de la historia del derecho. No se puede entender la historia del derecho en occidente sin tener nociones claras de las instituciones de la iglesia católica y su evolución. Eso me hizo prestar más atención a la formación católica forzosa que tuve de niño y joven. La Biblia, una de las principales fuentes del credo catolico, del derecho canónico y del derecho en general, es para mí un documento masomenos familiar. Pero no solo eso. Al leer sobre historia social latinoamericana, he puesto mucho más atención en lo que se llama “la religiosidad popular”: las fiestas costumbristas, las hermandades y cofradías, los cultos a las reliquias, las creencias heredadas de la familia, la apreciación de la arquitectura religiosa (y la economía generada alrededor de todo esto), esa religiosidad que a veces concuerda con la religiosidad oficial, pero que en muchos casos se aparta y hasta la contradice. Tal vez el espacio en que más cuenta me di de estas interacciones (y, por tanto, me reconcilié con mi ser católico) fue al ir a la fiesta de Paucartambo, el lugar perfecto para explorar el interés cultural que puede generar la religiosidad popular. Ahí (donde he estado varios años seguidos gracias a Sven, un gran amigo que viene de una familia tradicional paucartambina) hasta para el más ateo es difícil escaparse del cariño a la Virgen del Carmen. Bueno, volviendo a la península ibérica, la mejor palabra que encuentro para describir la peregrinación a Santiago de Compostela es “religiosidad popular”. Las conchitas, las espadas de Santiago, las flechas amarillas, el saludo de “buen camino”, los albergues (por teléfono y en Booking.com), la venta de báculos para ayudar la caminata, el pulpo gallego, los hórreos, el icono del Camino y del apóstol Santiago que se ve en los polos, mochilas y sombreros, y las promesas que cada peregrino ha hecho al venir. Es la religión católica, sí, la gente está caminando hacia un templo cristiano donde la tradición ubica los restos de uno de los discípulos del mismísimo Jesús. Pero el Camino representa mucho también otros elementos culturales para los que vienen a realizar la ruta. O, puesto de otro modo, la gente, los peregrinos se han apropiado de la leyenda de Santiago y la han convertido en una experiencia contemporánea, un episodio memorable de la vida civil de muchos. Luego de terminar la travesía, no compartirán este viaje con el párroco de su ciudad, lo harán con sus amigos y colegas y se reproducirá este fenómeno cultural que escapa de lo puramente religioso. Pues creo que por eso he caminado estos días. Para observar y ser parte de esa experiencia cultural en parte católica y en parte uber-católica. Por eso, mañana será un momento emotivo la llegada hasta la Catedral de Santiago de Compostela.

 

Camino de Santiago. Día 3. Arzúa, O Coto, Melide

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El viaje de hoy comenzó mejor que los días anteriores. Al menos había gente en el sendero durante la mayor parte de la caminata; salimos temprano esta vez. Y observar a la gente es todo un arte de mnemotecnia. Poco a poco vas recordando a quienes adelantaste o a quienes te adelantaron. Una pareja con la hija que pone piedritas en cada señal de kilómetro, la pareja que lleva un chihuahueño, el grupo de joven italianos boyscouts, la señora holandesa que camina lento pero seguro. A algunos los hemos ido perdiendo en el camino, a algunos los hemos estado descubriendo entre ayer y hoy. Caminar entre tanta gente hizo que se sintiera una real peregrinación, todos comparten la determinación de caminar, pero cada uno por sus propias motivaciones; algunos — me emociona pensar en ello — por una promesa que le hicieron a alguien. Por eso, todos se saludan, tienen una buena disposición para ayudarse y conocer a gente nueva, y portan de manera muy ostensible alguna forma de concha, que es el símbolo de los peregrinos de Santiago. El Camino comenzó bien también porque en su mayor parte no discurría al lado de una carretera de autos. Imagino que muchas de las rutas que los peregrinos tomaban en décadas y siglos pasados, con el tiempo de manera natural se volvieron la ruta de los automóviles. Para conservar la peregrinación por los caminos originales, en algunos momentos hay que seguir la ruta al lado de una pista. A veces también aparecen caminos alternativos, probablemente no los originales, pero eso sí, alejados de la autopista. En este tramo, hubo menos de eso, los senderos eran por caminos peatonales flanqueados por muros de piedra o árboles; vi muchos eucaliptos en los senderos (pensé que ese árbol solo aparecía en los Andes).En cierto momento del camino llegamos a un grupo de casas donde había un café-bar llamado “Campanilla”. Debe haber sido hacia las once de la mañana. Ahí paramos a comer una hamburguesa y un vino, que es lo que único que tomo en estos días. Miré la guía y me decía que el lugar en donde estábamos, “O Coto”, era el primer punto en que tocábamos la provincia de A Coruña, en castellano, La Coruña. Todos los días anteriores, desde nuestra llegada a Sarria, habíamos estado en otra provincia de Galicia: Lugo. No había caído en cuenta que en algún momento nos tendríamos que mover a otra provincia, donde se encontrará también Santiago de Compostela, y que esa provincia era La Coruña. La Coruña no es un nombre desconocido para mí debido a lo aficionado que era al fútbol cuando era un colegial. En esos tiempos, del Barcelona de Rivaldo y el Real Madrid de Raúl, había un equipo que les hacía batalla, como tal vez lo hace hoy el Atlético de Madrid. Ese era el Deportivo La Coruña. Recuerdo a Alvaro Luque, a Diego Tristán, a Roy Makaay. Mi hermano Alvaro se volvió incluso hincha de ese equipo, alguien le regaló esa camiseta de rayas celestes y blancas, tal vez ganaron La Liga en esos primeros años de los dos mil. Pues, veinte años después, aquí estaba yo poniendo un pie por primera vez en la provincia de La Coruña. Y aquí me voy a quedar por unos días porque todavía me queda harto Camino por recorrer. Al decidir sobre el viaje, simplemente tomamos la ruta del Camino Francés en sus últimas cinco etapas. Entonces hoy teníamos que llegar necesariamente a Arzúa, a 28.8 kilómetros de Palas de Rei. El punto medio, que, en un plan mejor pensado, hubiera sido la llegada de una etapa adicional más razonable, era Melide. Ahí Jorge, el presidente de la asociación de amigos del Camino en Sarria, nos recomendó que fuéramos a una pulpería llamada A Garnacha. En este viaje en que nuestra guía han sido las recomendaciones verbales de la gente, aquí nuestra parada técnica fue también un rotundo éxito culinario. Probamos el “Pulpo Gallego”. Una suerte de pulpo al olivo, como lo conocemos en Perú, pero con algunos toques adicionales de un polvito rojo y tal vez algo más que mi limitado vocabulario de persona que no sabe cocinar no puede describir. En fin, otro manjar que añado a la lista de platillos que describí en el anterior texto y que me hacen pensar que la comida peruana está emparentada con la cocina española mucho más de lo que inicialmente pensé. Hubo que volver a la realidad después de esto porque Melide era solamente la mitad del camino, faltaba la otra mitad. Esta vez, que no estábamos solos sino cerca a distintos grupos que también tenían propuesto llegar a Arzúa, lo desafiante no fue lo psicológico, sino lo físico. El trayecto fue extenuantemente largo y con muchas subidas pronunciadas. No ayudaba que no hubiera una sola nube en todo el cielo, ni una sola. En cierto momento fui consciente de cómo el camino en el último tramo fue una cuestión de subir y bajar tres cerros cubiertos por algunos bosques; no era más que eso, ese extraño ciclo de descender feliz hasta encontrar un bonito puente medieval para luego subir sufridamente las faldas de un nuevo cerro, teniendo con suerte algo de bosque para protegerse del sol. La entrada a Arzúa no fue mucho mejor. Justo lo que más se odia en el viaje, un sendero que va al lado de una autopista que conecta casas esporádicas y algún grifo. Visto de otra manera, era como una caminata cualquiera en una típica ciudad estadounidense. Todo este drama nos tomó casi exactamente ocho horas y media. Solo espero tomar un buen baño, descansar un poco y luego tratar de encontrar un buen pulpo gallego en alguna parte de Arzúa. 

Camino de Santiago. Día 2. Palas de Rei, Toxibo, Ventas de Narón

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Una vez más, debemos haber sido los últimos peregrinos en salir de Portomarín. En alimentos no escatimamos y, como es costumbre, tomamos un buen desayuno, esta vez no solo por la cantidad sino por el sabor: un jamón curado en una cubierta de tomate y café con leche. Sí que se come muy bien en este pueblo (¿en general en toda España?). El Restaurant Pérez, nombre muy original, es también una pensión para peregrinos. Ya nos lo habían recomendado desde Sarria y no había cómo pasarlo por alto pues el check in al albergue se hace en el mismo restaurant. Anoche comí ahí un Caldo Gallego, una Ternera Estofada, Natillas de postre y una copa de Rioja para tomar. Épico. No puedo dejar de pensar en esos platillos. Tal vez será más interesante esta bitácora si empiezo a hablar de culinaria española en lugar de derecho. Ya voy más de un mes de viaje en Europa y lo que comí en este pueblo está al menos en el podio de ganadores (junto con los salmones de Estocolmo y los mercados de comida de Helsinki). En fin, salimos últimos a caminar, pero con el estómago feliz. Ya en el Camino, seguí utilizando un pdf en mi celular que contiene una crónica hecha por alguien en la página “Camino de Santiago” de la Fundación Eroski. Es un relato que te va llevando por los hitos principales de cada tramo. En un trayecto tan largo como estos, te encuentras con esos hitos cada media hora o cada hora. No podrías describir cada edificio, puente o cuesta. Quien lo haya escrito tuvo fina pluma para combinar una descripción detallada del Camino y una pizca de storytelling y humor. En el tramo de ayer y en el de hoy, de cuando en cuando, la guía sugería echar una mirada a los “hórreos” al costado del Camino. ¿Qué son los hórreos? El resultado de la rápida búsqueda Google que hice hablaba de una especie de graneros sobre cuatro columnas que no me quedó muy claro qué eran. Entonces, al caminar cuando veía cualquier construcción grande en forma de depósito pensaba “esos deben ser los hórreos”, graneros cuadrados. De otra parte, lo que no veía explicado en la guía era un tipo de construcción que había visto desde ayer, una suerte de alacena de piedra, con rejas de madera (ladrillo en otros casos), construida sobre unos pilotes de piedra. Lo más llamativo es que llevaba — en el caso de los ejemplares más grandes — una cruz en su techo a dos aguas. Una belleza de algún modo misteriosa porque no sabía qué exactamente eran, qué función cumplían, si eran una forma de jaula de pájaros o tal vez una forma de altar religioso familiar al estilo Shinto. Ya fue por la mitad del trayecto cuando vi lo que aparece en la foto y se me ocurrió que estos objetos desconocidos podían ser este tipo de graneros llamados “hórreos”. Era tan obvio y no me había dado cuenta antes. No eran cualquier construcción, tenían un ornamento especial y muchos eran de piedra muy antigua. Tenía sentido que aparecieran en la guía. De ahí para adelante no dejé de buscarlos, observarlos y fotografiarlos en cada pueblo o caserío. Algo haré algún día con esta colección. Aparentemente tienen protección como patrimonio material en España y el tipo que ví son los hórreos típicos de Galicia. En Asturias, Cantabria y Navarra son algo diferentes. También existen algunos en León. Hace un tiempo Adriana Scaletti me enseñó lo que era una “espadaña” cuando vimos una en la iglesia de Huaro, en Cusco. Me pregunto si ella sabe de los hórreos, sería interesante por una vez hablarle de algo que no haya estudiado con detalle ella o los amigos del grupo Patrimonio Arquitectónico de la PUCP. Uno de esos lugares en que había un hórreo era Ventas de Narón, ubicado en una de las partes más altas de todo el trayecto. Ahí paramos a eso de las tres de la tarde para comer un almuerzo que fuimos retrasando cada vez tratando de hacer un pequeño esfuerzo más. No sé si este pueblo (o, más bien, grupo de casas) está todavía dentro de la jurisdicción de Portomarín, pero, a juzgar por la comida, debemos estar en el mismo municipio. Del menú para el día, escogí una Empanada Gallega como entrada, Merluza de plato de fondo y, otra vez, Natilla de postre. Y venía con una bebida a escoger. Al pedir vino la mesera me trajo una copa y una botella de vino local, de la provincia de Lugo, una botella casi llena entrecerrada con un corcho. Me quedé en la duda. ¿Vendría la chica a servirme en unos momentos o podría servirme lo que quisiera? Espere a que pase cerca para ver si lo hacía y no me sirvió. No pareció querer recoger la botella tampoco. Entonces ese fue mi momento, me tomé 2 copas y media con el almuerzo y ya no quise aumentarme porque la gente en otras mesas ya empieza a ser algo familiar, hemos caminado juntos. Fue un gran almuerzo, nada combina mejor con la comida que el vino. Eso tomaba la gente en estas rutas en el medioevo, eso quiero creer. La última parte del trayecto fue dura, otra vez no tanto por el esfuerzo físico, sino porque por la hora ya casi no había gente atrás o delante de nosotros. Los pocos grupos con los que habíamos coincidido al mismo ritmo en el día anterior se quedaron aparentemente en albergues de Ventas de Narón. Llegamos a las 6 y 12 a Palas de Rei, más de 8 horas después de haber salido de Portomarín. Esta vez es un albergue que no aparecía en Booking.com, en el que solo reservamos por teléfono. Está en la misma plaza del pueblo y acá me encuentro escribiendo antes de salir a dar una probada a la comida local. Palas de Rei parece más grande que Portomarín pero algo menos que Sarria. Es viernes y los locales y peregrinos están en los parques y plazas, hablando muy fuerte y cantando. La experiencia del Camino han sido también estas tarde-noches en las terrazas de los bares-cafe.

 

Camino de Santiago. Día 1. Portomarín, A Brea

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¿Cuándo exactamente comienza el viaje del Camino de Santiago? ¿Al salir del hotel (que se encuentra en el mismo trayecto del Camino)? ¿Al terminar el desayuno en el Bar de la Escalinata (donde también toma desayuno el señor Jorge, presidente de la asociación de amigos del Camino en Sarria, quien es también cofrade mayor de la cofradía de peregrinos de Santiago de Chile y que tiene en su oficina una foto con el rey de España poniendo cara seria a las tres o cuatro palabras que le dirigió en el apretón de manos)? ¿Comienza acaso en esa curva hacia la izquierda cerca al convento para enfilar hacia el cementerio y salir del pueblo? Por momentos pienso que comenzó en el Decathlon de San Sebastián de los Reyes en Madrid, donde compramos los implementos necesarios para senderistas novatos como nosotros. Tal vez voy a decir que comenzó cuando nos pusieron el primer sello en la libreta del peregrino que nos dieron en la oficina de turismo de Sarria. Estos sellos, que te ponen en cada hotel, iglesia, restaurant o tienda, me han dado la vida; serán un diploma, un archivo y un relicario. Se han convertido en una búsqueda en miniatura de reliquias medievales o también podría decir que en una forma de búsqueda épica de medallas pokemon en el mundo real. En Sarria nos pusieron el sello en la oficina de turismo, en el hotel, en el Bar de la Escalinata y en la tienda de la esquina en que compré el libro de Manuel Garrido sobre la historia del Camino de Santiago. Pues bien, ¿qué puedo decir de la caminata? Bueno, la caminata ha sido mucho más de lo que esperaba. Para empezar, no me aburrí como creía que lo haría. Había tanto que observar, los campos, los arroyos, los molinos de viento, las construcciones de piedra, la gente pasar (todos nos rebasaban, nosotros adelantamos a muy pocos). También los árboles de fruta en el camino. Con el peligro de convertir esta bitácora en un ensayo jurídico, esta vez estuvo en mi cabeza el Edicto 57 de Ulpiano (D.47.10.13.7), es decir, aquello que puedes o no poseer en el campo. Vas caminando y encuentras al costado del camino unas manzanas que cayeron de un árbol. El árbol está al borde de las parcelas agrícolas que cubren todo el paisaje, hacen las veces de un lindero de esa propiedad. Pero las manzanas, muchas de ellas cayeron al costado del camino. Es por lo visto temporada de frutas, temporada de manzanas en esta zona de Galicia. Me pregunto si el propietario de la finca puso los manzanos a propósito en el borde, para que los peregrinos puedan recoger algunas frutas al pasar o, si aquellos son más tímidos, tomar las que han caído al suelo. Ese propietario sería uno que disfruta vivir en esta zona del mundo. O tal vez el dueño de la finca está totalmente cansado de que los peregrinos, turistas despistados la mayoría de ellos, tome sin ningún permiso manzanas de sus árboles. También es posible. Entonces, ¿puedo recoger una de las manzanas que está en el piso para comerla un poco más tarde cuando esté con hambre? ¿Hasta dónde llega el derecho del dueño de estos campos al borde del Camino? Este que me rodea es un mundo rural como era la mayor parte del mundo entero hasta entrado el siglo XX. En ese mundo, los límites de las fincas eran más fluidos y grises que lo que tenemos (o queremos creer que tenemos) hoy. Desde la antigüedad romana, el terreno rural no era un polígono infranqueable. Uno podía “invadir” el terreno ajeno para ir en caza de animales salvajes, para ir a recuperar abejas escapadas, para buscar tesoros. Esa prerrogativa, claro, se limitaba cuando el terreno estaba cercado o cultivado, o ambas cosas. También cuando el dueño establecía prohibiciones expresas de entrar en sus terrenos. Son reglas en realidad de sentido común. Aunque tal vez el sentido común del que hablo haya sido construido en base a estas reglas que son tan antiguas que no recordamos de dónde vienen. Lo cierto es que en estas horas de caminar desde Sarria a Portomarín he visto un sinfín de formas en que estas intenciones de excluir se manifiestan. Algunas son cercas de piedra, algunos son alambres de púas, otros son solo pequeños mojones o cordeles de color verde o azul. Algunas parcelas solo tienen a su alrededor un tipo de planta que, como las rosas, tienen unos pequeños espinos en sus tallos; tres se me clavaron debajo de la rodilla ya cerca de llegar al destino. Algunos, interesantemente, no tenían ningún tipo de señal que impidiera el paso al terreno privado, pero la casa de campo estaba lo suficientemente cerca como para hacer sentir los ojos inquisidores de los propietarios. Algunos pocos lugares parecían no pertenecer a nadie, esos eran la excepción. Esa ruralidad idílica en que hay muchos terrenos del común y donde muchas veces no es claro si uno está caminando dentro de los límites de una parcela privada no existe por aquí. Todo está delimitado, mal que bien. La agricultura, aunque de pequeña escala, parece tecnificada. Y hasta los perros tienen correas con sus nombres y su dirección. Los paisajes y la experiencia de caminar de manera deliberada son nuevos y hermosos para mí. Pero no lo es la ruralidad. Los campos de maíz me recuerdan a Andahuaylillas, las vistas y olores de las vacas me recuerdan a Urubamba, hasta los bosques de pinos se parecen a Qenqo. Me pongo a pensar en que sería tan fácil generar un recorrido como este Camino tomando el Qapaq Ñan en Perú, ¿acaso alguien ya lo está haciendo? Con todo lo maravilloso que fue el camino en la mañana, en la tarde después de almorzar fue atemorizante, no por el desafío físico sino por el psicológico: me pareció tan preocupante no haber llegado ni siquiera a la mitad del trayecto a pesar de haber pasado tantas horas. Fue todo más tranquilo cuando encontramos tres grupos con los que empezamos a intercambiar sobrepasos hacia las tres o cuatro de la tarde. En cierto momento, al atravesar el bosque que se parecía a Qenqo, apareció de pronto una vista hacia lo lejos donde, después de una quebrada, se veían las casas blancas y techos grises de Portomarín, nuestro destino para este primer día de caminar. Con la perspectiva de la llegada, ya fue muy sencillo completar el trayecto; el físico, después de todo, no fue mayor problema. 22.5 kilómetros en 7 horas, un ritmo seguramente mediocre pero al menos he vivido para contabilizarlo. Al final, por cierto, recogí la manzana y esta me salvó porque a las 12 del día me dio un hambre brutal que me quitó todas las fuerzas, hambre que solo con la manzana pude distraer hasta encontrar una posada llamada “Mirador da Brea”. Opinión políticamente incorrecta: no sé cómo diferenciar el Gallego del Portuñol.