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Era un día más y me sentía solo.
Muy solo.
Recostado sobre el lecho,
compañero inseparable
de tantas noches frías,
y de intensa oscuridad,
acurrucado en el refugio
de mi cobija,
de mi almohada,
de mi lecho y las paredes.

Las cuatro paredes,
aquellas cuatro paredes
que se me hacían una prisión insoportable,
que despedía el aroma
de la cruenta soledad,
y lloraban con el llanto
de amargura y de pesar.

Mi tristeza;
ha pasado tanto tiempo
y me es imposible
dejar de llevarla conmigo,
de me hace difícil tenerla,
inseparable de mi piel,
como piel de carne viva,
como tinta de papel.

No había luz.
No veía la luz de neón
encendida destellar,
pese a que mis ojos
no dejaban de mirar;
y tampoco escuché
la voz que me llamaba,
que mi nombre pronunciaba
segundo tras segundo,
instante tras instante.

Era una voz familiar
a la que nunca yo atendí,
a la que nunca le hice caso,
al sentirla junto a mí;
y tenía una mano
extendida hacia mí,
aun cuando yo hubiese
pasado de largo.

La voz, y la luz, y la mano extendida.
Y vi un rostro,
era un rostro familiar,
un rostro que jamás
había mirado con atención,
a pesar de estar tan cerca,
de tenerlo junto a mí.

Vi una puerta.
Una puerta que mirando
muchas veces detesté,
por tan espantoso aspecto,
tan siniestro y sepulcral,
una puerta cuyo umbral
jamás quise atravesar.

Y me encontré solo. Muy Solo.
De repente, muy de pronto,
no hubo frente a mí
más que la puerta,
la voz, la soledad,
la tristeza,
la luz encendida,
la mano extendida
que era la de aquella,
la del rostro familiar.
¡Detrás de mí no había nada!

Y con valor inusitado,
Olvidando cobardías,
los temores y las penas,
el temor, la soledad…
¡Atravesé el umbral!
Mas nunca se cerró la puerta.

Era un lugar oscuro,
Y sin duda tenebroso,
que yo les mentiría,
si nunca les dijera
que el miedo volvió a mí.

Y di un paso lentamente,
con la torpeza de un infante,
tropezando al avanzar.
Y caí.

Era un hoyo muy profundo,
que parecía no tener fin,
me sentía en el vacío
y pensé que nunca
el fondo podría ver.
Pero llegué.
De repente una luz
muy lejana y poco intensa,
se apagaba poco a poco
azotada por el viento
y el temor me sacudió.

De repente, en un segundo
la pequeña lucecita
se avivó un poquito más.
Y la ví.

Vi una mano extendida
dirigiéndose hacia mí,
una mano luminosa,
y vi un rostro que miraba
hacia la profundidad,
buscando mi mirada, que buscaba en lo más hondo
la más honda soledad.

Alce los ojos sin querer
Y pude ver aquellos ojos,
aquellos lindos ojos
que miraban con amor,
y vi unos labios
que mi nombre pronunciaron
y me asombró que lo supieran
habiendo tanta gente
que marchaba por afuera
sin saber a qué lugar.

Y la voz, y la voz
me resultaba con un tono familiar,
y era la voz que pronunciaba
mi nombre,
segundo tras segundo,
instante tras instante,
y yo sin escuchar.

Una voz
cuyo rostro y su mirada
me extendían
una mano luminosa
cada vez más cerca,
cada vez más junto a mí.

Y callé,
entré en el silencio
y pude ver,
que el viento que azotaba
a la luz era mi voz.
Y escuché.

De repente, muy de pronto,
todo se iluminó,
y pude verme asido
de la mano extendida
y sacado fuera,
lejos de la profundidad,
la oscuridad, la soledad
y la tristeza.

Fue una gran luz
que me cegó, con su potencia
cual un sol,
cual una estrella,
muy cercana,
junto a mí.

Y pude ver de nuevo
la puerta
de mi habitación
y entonces reconocí
esa mano amiga:
era la mano del amor,
la mano que tan cerca
tantas veces ignoré .

Y vi el rostro,
y su sonrisa,
y su mirada transparente
que me hablaba
y me decía:
“Ven”,
y fui tras Él,
y lo seguí,
y entré a mi habitación,
a mis paredes, a mi lecho,
a mis cobijas y a mi almohada
y su calor,
y de repente Él
tenía el rostro
y la voz de una mujer,
su mirada y su sonrisa,
y comprendí
en aquel instante,
cuando veía
que dormía junto a mí,
lo inmensamente ciego que fui
pese a que podía ver.

Y en silencio,
la abrigué con mi cobija,
y sus mejillas y sus labios
con los míos yo besé;
y tomando su mano
extendida hacia mí
sentí que alguien cerraba
la puerta de mi habitación
y pese a ir camino lejos,
se quedaba junto a mí,…
Digo a nosotros.

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