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Ángel H. Romero Díaz (*)

¿Se imaginan una sociedad sin jueces que administre justicia? ¿Una sociedad en la que todos hagan lo que sea, por considerar estar en su derecho y en ejercicio de su libertad? ¿Una sociedad donde el más fuerte se imponga al débil, o en la que nadie le reconozca al otro sus derechos ni menos acepte sus obligaciones para vivir en paz y en armonía? Sería, sencillamente, el caos, y la barbarie; es decir, una jungla de personas.

La sociedad se organiza por principios, normas y valores, ordenados estructuralmente y aceptados socialmente. Surge así el Estado en el que nos sentimos representados todos, sin excepción. El Estado genera sus propias leyes que rigen la vida de sus ciudadanos y establece las instituciones encargadas de ejecutar esas normas en procura del bienestar general, en paz y generando el deseado clima de armonía social.

La Constitución Política del Perú, que es la ley de leyes, establece la estructura del Estado con Poderes claramente definidos y señalados, siendo el Poder Judicial, uno de ellos. ¿Qué dice la Carta Magna del PJ? Le reconoce, primero, la potestad de administrar justicia “a través de sus órganos jerárquicos con arreglo a la Constitución y a las leyes”. Y entre los principios y derechos de la función jurisdiccional precisa con claridad:

“La independencia en el ejercicio de la función jurisdiccional. Ninguna autoridad puede avocarse a causas pendientes ante el órgano jurisdiccional ni interferir en el ejercicio de sus funciones. Tampoco puede dejar sin efecto resoluciones que han pasado en autoridad de cosa juzgada, ni cortar procedimientos en trámite, ni modificar sentencias ni retardar su ejecución…” (Art. 139, inciso 2)

No es bueno, ni prudente e ilustrativo, el irrespeto por la administración de justicia. Menos aún satanizar y ridiculizar a la autoridad que administra justicia y encarna el poder otorgado por la Constitución Política y reconocida por la sociedad. El desacato a su fallo, por más que disguste es peligroso, riesgoso para la estabilidad jurídica del país. Peor si el llamado al desacato proviene de las altas autoridades locales o políticas de gobierno, que deben cumplir las normas y ser íconos de conducta para las generaciones jóvenes. Existen vías procedimentales para expresar su desacuerdo y procurar dejar sin efecto aquellas resoluciones que se consideren errores de hecho y derecho.

El juez dicta sentencia en ejercicio de la función jurisdiccional. En él se confía la protección del honor, la vida y bienes de los ciudadanos. Es el depositario de la confianza del pueblo. Él debe gozar de libertad para el ejercicio de su función, con la única limitación de la ley y el de su conciencia. Los jueces aplicamos el derecho. Y sólo hacemos lo que la ley nos permite hacer. Así de simple y claro. Es necesario restablecer la confianza ciudadana en sus jueces, lejos de denostarlos y desacreditar sus resoluciones. No es bueno, ni es lo más recomendable para la vida democrática del país.

(*) Juez Superior de Lima

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