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(Editorial)

Es peligroso concentrar en el presidente del Poder Judicial la facultad de nombrar y remover jueces

Jueves 03 de mayo de 2012 – 07:00 am
Ha sido tema de gran debate durante los últimos días el proyecto de ley presentado por el Poder Judicial para conceder a su presidente, César San Martín, facultades extraordinarias que le permitirían reemplazar temporalmente a jueces investigados por corrupción. Los reparos frente a este proyecto son comprensibles, pues el remedio que prescribe puede resultar tan malo como la enfermedad que pretende curar.

Nadie puede negar el gran mérito del doctor San Martín, tanto de reconocer públicamente la difundida existencia de organizaciones delictivas dentro de la institución que preside, como de buscar una solución radical a esta situación. El problema, sin embargo, es que su propuesta de concentrar poderes para combatir la corrupción ignora uno de los principios en los que se funda el Estado de derecho: el poder absoluto no se le entrega a nadie.

Repartir el poder entre varias personas, más bien, es la manera que han encontrado las democracias de controlar que no se abuse del mismo. Cuando el poder está dividido, existen diferentes intereses decidiendo, hay contrapesos y hay más puertas que pueden tocar las víctimas de un abuso. Es más difícil, pues, que la vara de la autoridad sea utilizada para golpear a inocentes en vez de para protegerlos, cuando son varias las manos las que la sostienen. Es por esto que son órganos distintos y compuestos por un grupo de integrantes (el Consejo Nacional de la Magistratura y la Oficina de Control de la Magistratura) los que hoy se encargan del nombramiento y de la destitución de los jueces.

Además, la piedra con la que podríamos tropezar si tomamos este camino es una con la que ya nos hemos topado antes. El tropezón más grave, quizá, fue con Fujimori, a quien se le consintió un golpe de Estado que le permitió concentrar poderes extraordinarios bajo el argumento de que, al habernos salvado del terrorismo y de la debacle económica, era el hombre correcto para recibir todo el poder. Y llama la atención que este tropezón lo haya olvidado quien, precisamente, puso a Fujimori en la cárcel.

Los defensores de este peligroso proyecto de ley, sin embargo, sostienen que el caso del doctor San Martín es muy distinto. Se trata, a fin de cuentas, de uno de nuestros abogados penalistas más prestigiosos, que ostenta una brillante trayectoria académica y que goza, asimismo, de una reputación intachable. Por eso, argumentan, él sería el indicado para concentrar estas facultades extraordinarias, que le darían el poder necesario para acabar con los corruptos. El problema es que, por más méritos que hasta hoy tenga, siempre existe el miedo de que, como dice el dicho, frente al arca abierta hasta el justo peca.

Pero incluso cuando pudiésemos tener la seguridad de que el presidente del Poder Judicial nunca podrá ser corrompido ni cometerá otros abusos (como seleccionar arbitrariamente solo a jueces amigos o a los de sus preferencias ideológicas), habría que ser muy cándido para creer que esta institución se puede reformar encargándole a una sola persona el cambio de jueces. Independientemente de quien se trate, todos los hombres son finitos, se vuelven débiles, cambian de valores, mueren. Por eso, una reforma real nunca puede depender de la existencia de un solo hombre.

Más bien, lo que hay que desaparecer son las condiciones que permiten y crean incentivos para que hoy existan el abuso y la delincuencia. Es cierto que esta es una reforma más compleja y profunda, pero es necesaria. Solo cambiar a quienes hoy ocupan el asiento de los jueces corruptos es inútil para resolver el problema de fondo. Pasa como con los ríos: mientras no cambien su cauce, seguirán llegando al mismo destino, aunque renueven sus aguas.

La lucha contra la corrupción judicial, nadie puede discutirlo, debe ser una prioridad del Estado. No podemos caer, sin embargo, en el error de coronar a un solo individuo, por muy virtuoso que hasta hoy haya sido, como el sumo vigilante de la ética del Palacio de Justicia y aceptar que, a él, nadie lo vigile.

El Comercio, 3 de mayo de 2012

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