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Abraham Valdelomar

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I

El puerto de Pisco aparece en mis recuerdos como una mansísima aldea, cuya belleza serena y extraña acrecentaba el mar. Tenía tres plazas. Una, la principal, enarenada, con una suerte de pequeño malecón, barandado de madera, frente al cual se detenía el carro que hacía viajes “al pueblo”; otra, la desolada plazoleta donde estaba mi casa, que tenía por el lado de oriente una valla de toñuces; y la tercera, al sur de la población, en la que había de realizarse esta tragedia de mis primeros años.

En el puerto yo lo amaba todo y todo lo recuerdo porque allí todo era bello y memorable. Tenía nueve años, empezaba el camino sinuoso de la vida, y estas primeras visiones de las cosas, que no se borran nunca, marcaron de manera tan dulcemente dolorosa y fantástica el recuerdo de mis primeros años que así formóse el fondo de mi vida triste. A la orilla del mar se piensa siempre; el continuo ir y venir de olas; la perenne visión del horizonte; los barcos que cruzan el mar a lo lejos sin que nadie sepa su origen o rumbo; las neblinas matinales durante las cuales los buques perdidos pitean clamorosamente, como buscándose unos a otros en la bruma, cual ánimas desconsoladas en un mundo de sombras; las “paracas”, aquellos vientos que arrojan a la orilla a los frágiles botes y levantan columnas de polvo monstruosas y livianas; el ruido cotidiano del mar, de tan extraños tonos, cambiantes como las horas; y a veces, en la apacible serenidad marina, el surgir de rugidores animales extraños, tritones pujantes, hinchados, de pequeños ojos y viscosa color, cuyos cuerpos chasquean las aguas al cubrirlos desordenadamente.

En las tardes, a la caída del sol, el viaje de los pájaros marinos que vuelven del norte, en largos cordones, en múltiples líneas, escribiendo en el cielo no sé qué extrañas palabras. Ejércitos inmensos de viajeros de ignotas regiones, de inciertos parajes que van hacia el sur agitando rítmicamente sus alas negras, hasta esfumarse, azules, en el oro crepuscular. En la noche, en la profunda oscuridad misteriosa, en el arrullo solemne de las aguas, vanas luces que surgen y se pierden a lo lejos como vidas estériles… En mi casa, mi dormitorio tenía una ventana que daba hacia el jardín cuya única vid desmedrada y raquítica, de hojas carcomidas por el salitre, serpenteaba agarrándose en los barrotes oxidados. Al despertar abría yo los ojos y contemplaba, tras el jardín, el mar. Por allí cruzaban los vapores con su plomiza cabellera de humo que se diluía en el cielo azul. Otros llegaban al puerto, creciendo poco a poco, rodeados de gaviotas que flotaban a su lado como copos de espuma y, ya fondeados, los rodeaban pequeños botecillos ágiles. Eran entonces los barcos como cadáveres de insectos, acosados por hormigas hambrientas.

Levantábame después del beso de mi madre, apuraba el café humeante en la taza familiar, tomaba mi cartilla e íbame a la escuela por la ribera. Ya en el puerto, todo era luz y movimiento. La pesada locomotora, crepitante, recorría el muelle. Chirriaban como desperezándose los rieles enmohecidos, alistaban los pescadores sus botes, los fleteros empujaban sus carros en los cuales los fardos de algodón hacían pirámide, sonaba la alegre campana del “cochecito”; cruzaban en sus asnos pacientes y lanudos, sobre los hatos de alfalfa, verde y florecida en azul, las mozas del pueblo; llevaban otras en cestos de caña brava la pesca de la víspera, y los empleados, con sus gorritas blancas de viseras negras, entraban al resguardo, a la capitanía, a la aduana y a la estación del ferrocarril. Volvía yo antes del mediodía de la escuela por la orilla cogiendo conchas, huesos de aves marinas, piedras de rara color, plumas de gaviotas y yuyos que eran cintas multicolores y transparentes como vidrios ahumados, que arrojaba el mar.

II

Mi padre que era empleado en la Aduana tenía un hermoso tipo moreno. Faz tranquila, brillante mirada, bigote pródigo. Los días de llegada de algún vapor vestíase de blanco y en la falúa rápida, brillante y liviana, en cuya popa agitada por el viento ondeaba la bandera, iba mar afuera a recibirlo. Mi madre era dulcemente triste. Acostumbraba llevarnos todas las tardes a mi hermanita y a mí a la orilla a ver morir el sol. Desde allí se veía el muelle, largo con sus aspas monótonas, sobre las que se elevaban las efes de sus columnas, que en los cuadernos, en la escuela, nosotros pintábamos así:

f f f f
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Pues de los ganchitos de las efes pendían los faroles por las noches. Mi padre volvía por el muelle, al atardecer, nos buscaba desde lejos, hacíamos señales con los pañuelos y él perdíase un momento tras de las oficinas al llegar a tierra para reaparecer a nuestro lado. Juntos veíamos entonces “la procesión de las luces” cuando el sol se había puesto y el mar sonaba ya con el canto nocturno muy distinto del canto del día. Después de la procesión regresábamos a casa y durante la comida papá nos contaba todo lo que había hecho en la tarde.

Aquel día, como de costumbre, habíamos ido a ver la caída del sol y a esperar a papá. Mientras mi madre sobre la orilla contemplaba silenciosa el horizonte, nosotros jugábamos a su lado, con los zapatos enarenados, fabricando fortalezas de arena y piedras, que destruían las olas al desmayarse junto a sus muros, dejando entre ellos su blanquísima espuma. Lentamente caía la tarde. De pronto mamá descubrió un punto en el lejano límite del mar.

–¿Ven ustedes? -nos dijo preocupada- ¿no parece un barco?

–Sí, mamá, respondí. Parece un barco…

–¿Vendrá papá? -interrogó mi hermana.

–Él no comerá hoy con nosotros, seguramente, agregó mi madre. Tendrá que recibir ese barco. Vendrá de noche. El mar está muy bravo. Y suspiró entristecida…

El sol se ahogó en sangre en el horizonte. El barco se divisó perfectamente recortado en el fondo ocre. Sobre el puerto cayó la noche. En silencio emprendimos la vuelta a casa, mientras encendían el faro del muelle y desfilaba “la procesión de las luces”.

Así decíamos a un carro lleno de faroles que salía de la capitanía y era conducido sobre el muelle por un marinero, quien a cada cincuenta metros se detenía, colocando sobre cada poste un farol hasta llegar al extremo del muelle extendido y lineal; mas, como esta operación hacíase entrada la noche, sólo se veían avanzando sobre el mar, las luces, sin que el hombre ni el carro ni el muelle se viesen, lo que daba a ese fanal un aspecto extraño y quimérico en la profunda oscuridad de esas horas.

Parecía aquel carro un buque fantasma que flotara sobre las aguas muertas. A cada cincuenta metros se detenía, y una luz suspendida por invisible mano iba a colgarse en lo alto de un poste, invisible también. Así, a medida que el carro avanzaba, las luces iban quedando inmóviles en el espacio como estrellas sangrientas; y el fanal iba disminuyendo su brillor y dejando sus luces a lo largo del muelle, como una familia cuyos miembros fueran muriendo sucesivamente de una misma enfermedad. Por fin la última luz se quedaba oscilando al viento, muy lejos, sobre el mar que rugía en las profundas tinieblas de la noche.

Cuando se colgó el último farol, nosotros, cogidos de la mano de mi madre, abandonamos la playa tornando al hogar. La criada nos puso los delantales blancos. La comida fue en silencio. Mamá no tomó nada. Y en el mutismo de esa noche triste, yo veía que mamá no quitaba la vista del lugar que debía ocupar mi padre, que estaba intacto con su servilleta doblada en el aro, su cubierto reluciente y su invertida copa. Todo inmóvil. Sólo se oía el chocar de los cubiertos con los platos o los pasos apagados de la sirviente, o el rumor que producía el viento al doblar los árboles del jardín. Mamá sólo dijo dos veces con su voz dulce y triste:

–Niño, no se toma así la cuchara…

–Niña, no se come tan de prisa…

III

Papá debió volver muy tarde, porque cuando yo desperté en mi cama, sobresaltado al oír una exclamación, sonaron frías, lejanas, las dos de la madrugada. Yo no oí en detalle la conversación, de mis padres; pero no puedo olvidar algunas frases que se me han quedado grabadas profundamente.

–¡Quién lo hubiera creído! -decía papá-. Tú conoces a Luisa, sabes cuán honorable y correcto es su marido…

–¡No es posible, no es posible! -respondió mi madre, con voz medrosa.

–Ojalá no lo fuese. Lo cierto es que Fernando está preso; el juez cogió al niño y amenazó a Luisa con detenerlo si ella no decía la verdad, y ya ves, la pobre mujer lo ha declarado todo. Dijo que Fernando había venido a Pisco con el exclusivo objeto de perseguir a Kerr, pues había jurado matarlo por una vieja cuestión de honor…

–¿Y ella ha delatado a su marido? ¡Qué horrible traición, qué horrible!

–¿Y qué cuestión ha sido esa?…

–No ha querido decirlo. Pero, admírate. Esto ha ocurrido a las cuatro de la tarde; Kerr ha muerto a las cinco a consecuencia de la herida, y cuando trasladaban su cadáver se promovió en la calle un gran tumulto, oímos gritos y exclamaciones terribles, fuimos hacia allí y hemos visto a Luisa gritar, mesarse los cabellos y, como loca, llamar a su hijo. ¡Se lo habían robado!

–¿Le han robado a su hijo?

Sentí los sollozos de mi madre. Asustado me cubrí la cabeza con la sábana y me puse a rezar, inconsciente y temeroso, por todos esos desdichados a quienes no conocía.

–Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, Bendita eres…

Al día siguiente, de mañana, trajeron una carta con un margen de luto muy grande y papá salió a la calle vestido de negro.

IV

Recuerdo que al salir de la población, pasé por la plazuela que está al fin del barrio “del Castillo” y empecé a alejarme en la curva de la costa hacia San Andrés, entretenido en coger caracoles, plumas y yerbas marinas. Anduve largo rato y pronto me encontré en la mitad del camino. Al norte, el puerto ya lejano de Pisco aparecía envuelto en un vapor vibrante, veíanse las casas muy pequeñas, y los pinos, casi borrados por la distancia, elevábanse apenas. Los barcos del puerto tenían un aspecto de abandono, cual si estuvieran varados por el viento del Sur. El Muelle parecía entrar apenas en el mar. Recorrí con la mirada la curva de la costa que terminaba en San Andrés. Ante la soledad del paisaje, sentí cierto temor que me detuvo. El mar sonaba apenas. El sol era tibio y acariciador. Una ave marina apareció a lo lejos, la vi venir muy alto, muy alto, bajo el cielo, sola y serena como una alma; volaba sin agitar las alas, deslizándose suavemente, arriba, arriba. La seguí con la mirada, alzando la cabeza, y el cielo me pareció abovedado, azul e inmenso, como si fuera más grande y más hondo y mis ojos lo miraran más profundamente.

El ave se acercaba, volví la cara y vi la campiña tierra adentro, pobre, alargándose en una faja angosta, detrás de la cual comenzaba el desierto vasto, amarillo, monótono, como otro mar de pena y desolación. Una ráfaga ardiente vino de él hacia el mar.

En medio de esa hora me sentí solo, aislado, y tuve la idea de haberme perdido en una de esas playas desconocidas y remotas, blancas y solitarias donde van las aves a morir. Entonces sentí el divino prodigio del silencio; poco a poco se fue callando el rumor de las olas, yo estaba inmóvil en la curva de la playa y al apagarse el último ruido del mar, el ave se perdió a lo lejos. Nada acusaba ya a la Humanidad ni a la vida. Todo era mudo y muerto. Sólo quedaba un zumbido en mi cerebro que fue extinguiéndose, hasta que sentí el silencio, claro, instantáneo, preciso. Pero sólo fue un segundo. Un extraño sopor me invadió luego, me acosté en la arena, llevé mi vista hacia el sur, vi una silueta de mujer que aparecía a lo lejos, y mansamente, dulcemente, como una sonrisa, se fue borrando todo, todo, y me quedé dormido.

V

Desperté con la idea de la mujer que había visto al dormirme, pero en vano la buscaron mis ojos, no estaba por ninguna parte. Seguramente había dormido mucho, y durante mi sueño, la desconocida, que tenía un vestido blanco, había podido recorrer toda la playa. Observé, sin embargo, los pasos que venían por la orilla. Menudos rastros de mujer que el mar había borrado en algunos sitios, circundaban el lugar donde yo me había dormido y seguían hacia el puerto.

Pensativo y medroso no quise avanzar a San Andrés. El sol iba a ponerse ya, y restregándome los ojos, siguiendo los rastros de la desconocida, emprendí la vuelta por la orilla. En algunos puntos el mar había borrado las huellas, buscábalas yo, adivinándolas casi, y por fin las veía aparecer sobre la arena húmeda. Recogí una conchita rara, la eché en mi bolsillo y mi mano tropezó con un extraño objeto. ¿Qué era? Una medalla de la Purísima, de plata, pendiendo de una cadena delgada, larga y fría. Examiné mucho el objeto y me convencí de que alguien lo había puesto en mi bolsillo. Tuve una sospecha, la mujer; quise arrojarle, pero me detuve.

Guardé la medalla y cavilando en el hallazgo, llegué a casa cuando el sol se ponía. Mi curiosidad hizo que callara y ocultara el objeto; y al día siguiente, martes de Semana Santa, a la misma hora, volví. El mar durante la noche había borrado las huellas donde me acostara la víspera, pero aproximadamente elegí un sitio y me recosté. No tardó en aparecer la silueta blanca. Sentí un violento golpe en el corazón y un indecible temor. Y sin embargo tenía una gran simpatía por la desconocida que vestida de blanco se acercaba.

El miedo me vencía, quería correr y luchaba por quedarme. La mujer se acercaba cada vez más. Me miró desde lejos, quise irme aún; pero ya era tarde. El miedo y luego la apacible mirada de aquella mujer me lo impedían. Acercóse la señora. Yo, de pie, quitándome la gorra le dije:

–Buenas tardes, señora…

–¿Me conoces?…

–Mamá me ha dicho que se debe saludar a las personas mayores… La señora me acarició sonriendo tristemente y me preguntó:

–¿Te gusta mucho el mar?

–Sí, señora. Vengo todas las tardes.

–¿Y te quedas dormido?…

–¿Usted vino ayer señora?…

–No; pero cuando los niños se quedan dormidos a la orilla del mar, y son buenos, viene un ángel y les regala una medalla. ¿A ti te ha regalado el ángel?…

Yo sonreí incrédulo; la dama lo comprendió, y conversando, perdido el temor hacia la señora vestida de blanco, cogido de su mano, emprendí la vuelta a la población.

Al llegar a la plazuela del Castillo, vimos unos hombres que levantaban una especie de torre de cañas.

–¿Qué hacen esos hombres? -me preguntó la señora.

–Papá nos ha dicho que están preparando el castillo para quemar a Judas el sábado de gloria.

–¿A Judas? ¿Quién te ha dicho eso? Y abrió desmesuradamente los ojos.

–Papá dice que Judas tiene que venir el sábado por la noche y que todos los hombres del pueblo, los marineros, los trabajadores del muelle, los cargadores de la Estación, van a quemarlo, porque Judas es muy malo… Papá nos traerá para que lo veamos…

–¿Y tú sabes por qué lo queman?…

–Sí, señora. Mamá dice que lo queman porque traicionó al Señor… – ¿Y no te da pena que lo quemen?…

–No, señora. Que lo quemen. Por él los judíos mataron a nuestro Señor Jesucristo. Si él no lo hubiese vendido, ¿cómo habrían sabido quién era los judíos?…

La señora no contestó. Seguimos en silencio hasta la población. Los hombres se quedaron trabajando y al despedirse la señora blanca me dio un beso y me preguntó:

–Dime, ¿tú no perdonarías a Judas?…

–No, señora blanca; no lo perdonaría.

La dama se marchó por la orilla oscura y yo tomé el camino de mi casa. Después de la comida me acosté.

VI

Estuve varios días sin volver a la playa, pero el sábado de gloria en que debían quemar a Judas, salí a la playa para dar un paseo y ver en la plaza el cuerpo del criminal, pues según papá, ya estaba allí esperando su castigo el traidor, rodeado de marineros, cargadores, hombres del pueblo y pescadores de San Andrés. Salí a las cuatro de la tarde y me fui caminando por la orilla. Llegué al sitio donde Judas, en medio del pueblo, se elevaba, pero le tenían cubierto con una tela y sólo se le veía la cabeza. Tenía dos ojos enormes, abiertos, iracundos, pero sin pupilas y la inexpresiva mirada se tendía sobre la inmensidad del mar. Seguí caminando y al llegar a la mitad de la curva, distinguí a la señora blanca que venía del lado de San Andrés. Pronto llegó hasta mí. Estaba pálida y me pareció enferma. Sobre su vestido blanco y bajo el sombrero alón, su rostro tenía una palidez de marfil. ¡Era tan blanca! Sus facciones afiladas parecían no tener sangre; su mirada era húmeda, amorosa y penetrante. Hablamos largo rato.

–¿Has visto a Judas?

–Lo he visto, señora blanca…

–¿Te da miedo?…

–Es horrible… A mí me da mucho miedo…

–¿Y ya le has perdonado?…

–No, señora, yo no lo perdono. Dios se resentiría conmigo si le perdonase… ¿Usted viene esta noche a verlo quemar?…

–Sí.

–¿A qué hora?…

–Un poco tarde. ¿Tú me reconocerías de noche?… ¿No te olvidarías de mi cara? Fíjate bien -y me miró extrañamente- Fíjate bien en mi cara… Yo vendré un poco tarde… Dime, ¿le has visto tú los ojos a Judas?…

–Sí, señora. Son inmensos, blancos, muy blancos…

–¿Dónde miran?…

–Al mar…

–¿Estás seguro? ¿Miran al mar? ¿Te has fijado bien?…

–Sí, señora blanca, miran al mar…

Sobre la arena donde nos habíamos sentado, la señora miró largamente el océano. Un momento permaneció silenciosa y luego ocultó su cara entre las manos. Aún me pareció más pálida.

–Vamos -me dijo.

Yo la seguí.Caminamos en silencio a través de la playa, pero al acercarnos a la plazuela donde estaba el cuerpo de Judas, la señora se detuvo y mirando al suelo, me dijo:

–Fíjate bien en él… Me vas a contar adónde mira. Fíjate bien… Fíjate bien.

Y al pasar ante el cuerpo, ella volvió la cara hacia el mar, para no ver la cara de Judas. Parecía temblar su mano, que me tenía cogido por el brazo, y al alejarnos me decía:

–Fíjate adónde mira, de qué color son sus ojos, fíjate, fíjate…

Pasamos. Yo tenía miedo. Sentí temblar fuertemente a la señora, que me preguntó nuevamente:

–¿Dónde miran los ojos?

–Al mar, señora blanca… Bien lejos, bien lejos…

Ya era tarde. La noche empezó a caer y las luces de los barcos se anunciaron débilmente en la bahía. Al llegar a la altura de mi casa, la señora me dio un beso en la frente, un beso muy largo, y me dijo:

–¡Adiós!

La noche tenía un color brumoso, pero no tan negro como otras veces. Avancé hasta mi casa pensativo, y encontré a mi madre llorando, porque debía salir un barco a esa hora y papá debía ir a despacharlo. Nos sentamos a la mesa. Allí se oía rugir el mar, poderoso y amenazador. Madre no tomó nada y me atreví a preguntarle:

–Mamá, ¿no vamos a ver quemar a Judas?…

–Si papá vuelve pronto. Ahora vamos a rezar…

Nos levantamos de la mesa. Atravesarnos el patiecillo. Mi hermana se había dormido y la criada la llevaba en brazos. La luna se dibujaba opacamente en el cielo. Llegamos al dormitorio de mi madre y ante el altar, donde había una virgen del Carmen muy linda, nos arrodillamos. Iniciamos el rezo. Mamá decía en su oración:

–Por los caminantes, navegantes, cautivos cristianos y encarcelados…

Sentimos, inusitadamente, ruidos, carreras, voces y lamentaciones. Las gentes corrían gritando y de pronto oímos un sonido estridente, característico, como el pitear de un buque perdido. Una voz gritó cerca de la puerta:

–¡Un naufragio!

Salimos despavoridos, en carrera loca, hacia la calle. El pueblo corría hacia la ribera. Mamá empezó a llorar. En ese momento apareció mi padre y nos dijo:

–Un naufragio. Hace una hora que he despachado el buque. Seguramente ha encallado…

El buque llamaba con un silbido doloroso, como si se quejara de un agudo dolor, implorante, solemne, frío. La luna seguía opacada. Salimos todos a la playa y pudimos ver que el barco hacía girar un reflector y que del muelle salían unos botes en su ayuda.

El pueblo se preparaba. Estaba reunido alrededor de la orilla, alistaba febrilmente sus embarcaciones, algunos habían sacado linternas y farolillos y auscultaban el aire. Una voz ronca recorría la playa como una ola, pasaba de boca en boca y estallaba:

–¡Un naufragio!

Era el eterno enemigo de la gente del mar, de los pescadores, que se lanzaban en los frágiles botes, de las mujeres que los esperaban temerosas, a la caída de la tarde; el eterno enemigo de todos los que viven a la orilla… El terrible enemigo contra el que luchan todas las creencias y supersticiones de los pueblos costaneros; que surge de repente, que a veces es el molino desconocido y siniestro que lleva a los pescadores hacia un vórtice extraño y no los deja volver más a la costa; otras veces el peligro surge en forma de viento que aleja de la costa las embarcaciones para perderlas en la inmensidad azul y verde del mar. Y siempre que aparece este espíritu desconocido y sorpresivo las gentes sencillas vibran y oran al apóstol pescador, su patrón y guía, porque seguramente alguna vida ha sido sacrificada.

Aún oímos el rumor de las gentes del mar. Cuando empezó a retirarse, se apagaron los reflectores y el piteo cesó. Nadie comprendía por qué el barco se alejaba; pero cuando éste se perdía hacia el sur, todo el pueblo, pensativo, silencioso e inmenso, regresó por las calles y se encaminó a la plaza en la que Judas iba a ser sacrificado. Mamá no quiso ir, pero papá y yo fuimos a verle.

Caminamos todo el barrio del Castillo y al terminarlo y entrar a la plazoleta, la fiesta se anunció con una viva luz sangrienta. A los pies de Judas ardía una enorme y roja llamarada que hacía nubes de humo y que iluminaba por dentro el deforme cuerpo del condenado, a quien yo quería ver de frente.

Pero al verlo tuve miedo. Miedo de sus grandes ojos que se iluminaban de un tono casi rosado. Busqué entre los que nos rodeaban a la señora blanca, pero no la vi. La plaza estaba llena, el pueblo la ocupaba toda y de pronto, de la casa que estaba a la espalda de Judas y que daba frente al mar, salieron varios hombres con hachones encendidos y avanzaron entre la multitud hacia Judas.

–¡Ya lo van a quemar! -gritó el pueblo. Los hombres llegaron. Los hachones besaron los pies del traidor y una llama inmensa apareció violentamente. Acercaron un barril de alquitrán y la llamarada aumentó.

Entonces fue el prodigio. Al encenderse el cuerpo de Judas, los ojos con el reflejo de la luz tornáronse rojos, con un rojo iracundo y amenazador; y como si toda aquella gente semi-perdida en la oscuridad y en las llamas, hubiera pensado en los ojos del ajusticiado, siguió la mirada sangrienta de éste que fue a detenerse en el mar. Un punto negro había al final de la mirada que casi todo el pueblo señaló. Un golpe de luz de la luna iluminó el punto lejano y el pueblo, que aquella noche estaba como poseído de una extraña preocupación, gritó abandonando la plaza y lanzándose a la orilla:

–¡Un ahogado, un ahogado!…

Se produjo un tumulto horrible. Un clamor general que tenía algo de plegaria y de oración, de maldición pavorosa y de tragedia, se elevó hacia el mar, en esa noche sangrienta.

–¡Un ahogado!

El punto era traído mansamente por las olas hacia la playa. Al grito unánime siguió un silencio absoluto en el que podía percibirse el nudo manso del mar. Cada uno de los allí presentes esperaba la llegada del desconocido cadáver, con un presentimiento doloroso y silente. La luna empezó a clarear. Debía ser muy tarde y por fin se distinguió un cadáver ya muy cerca de la orilla, que parecía tener encima una blanca sábana. La luna tuvo una coloración violeta y alumbró aún el cadáver que poco a poco iba acercándose.

–¡Un marinero!, gritaron algunos.

–¡Un niño!, dijeron otros.

–¡Una mujer!, exclamaron todos. Algunos se lanzaron al mar y sacaron el cadáver a la orilla. El pueblo se agrupó al derredor. Le clavaban las luces de las linternas, se peleaban por verle, pero como allí en la orilla no hubiese luz bastante, lo cargaron y lo llevaron hacia los pies de Judas que aún ardía en el centro de la plaza. Todo el pueblo volvía a ella y con él yo -cogido siempre de la mano de papá-. Llegaron, colocaron en tierra el cadáver y ardió el último resto del cuerpo de Judas quedando sólo la cabeza, cuyos dos ojos ya no miraban a ningún lugar sino a todos. Yo tenía una extraña curiosidad por ver el cadáver. Mi padre seguramente no deseaba otra cosa, hizo abrir sitio y como las gentes de mar lo conocían y respetaban, le hicieron pasar y llegarnos hasta él.

Vi un grupo de hombres todos mojados, con la cabeza inclinada teniendo en la mano sus sombreros, silenciosos, rodeando el cadáver, vestido de blanco, que estaba en el suelo. Vi las telas destrozadas y el cuerpo casi desnudo de una mujer. Fue una horrible visión que no olvido nunca. La cabeza echada hacia atrás, cubierto el rostro con el cabello desgreñado. Un hombre de esos se inclinó, descubrió la cara y entonces tuve la más horrible sensación de mi vida. Di un grito extraño, inconsciente, y me abracé a las piernas de mi padre.

–¡Papá, papá, si es la señora blanca! ¡La señora blanca, papá!…

Creí que el cadáver me miraba, que me reconocía; que Judas ponía sus ojos sobre él y di un segundo grito más fuerte y terrible que el primero.

–¡Sí; perdono a Judas, señora blanca, sí, lo perdono! si lo perdono a judas señora blanca si lo perdono!!…

Padre me cogió como loco, me apretó contra su pecho, y yo, con los ojos muy abiertos, vi mientras que mi padre me llevaba, rojos y sangrientos, acusadores, siniestros y terribles, los ojos de Judas que miraban por última vez, mientras el pueblo se desgranaba silencioso y unos cuantos hombres se inclinaban sobre el cadáver blanco.

Ocultábase la luna…

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