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Nicolás Yerovi – PARA LE MONDE DIPLOMATIQUE

El escritor que se plagió a sí mismo Once años de hostigamiento y persecución contra un periodista insobornable

Imagínese que usted, ilustrado lector, soñó de niño con ser un Premio Nobel de Física, un eximio ebanista, un celebrado perito en matemáticas puras, un endocrinólogo de postín o un talabartero distinguido, pero no, señor, la naturaleza le mezquinó tales capacidades, confinándolo al dudosamente bien visto y peor remunerado talento creativo y, a falta de mejor opción, no tuvo para elegir más que la abnegada y procelosa profesión de escritor. Travesuras del destino.

Imagínese que usted se consuela –mal de varios-, coligiendo que tanto su padre como su abuelo hubieron de afrontar similar carestía de dones, motivo por el cual se vieron precisados de acometer, al igual que usted, la literatura y el periodismo.

Imagínese, plácido lector, que a fines de 1998, lleva más de veintiocho años de vida pública, ha cursado el bachillerato en Letras y Ciencias Humanas y el doctorado en Lingüística y Literatura Española, ha publicado siete libros de poemas, ha escrito diecisiete obras teatrales, todas ellas representadas durante varias temporadas, ha creado y publicado decenas de miles de páginas en todos los periódicos y revistas del Perú y algunos del extranjero, además de hacerlo en su propio semanario satírico, aquel que fundara su abuelo en 1905 y usted hiciera renacer hacia 1976, en plena dictadura militar y a lo largo de 541 ediciones.

Imagínese que aguarda, con ilusión casi pueril, tener entre sus manos la primera novela que ha escrito, titulada Más allá del aroma, impresa en Bogotá, Colombia, por la editorial PEISA.

De pronto, cuando eufórico se hallaba ante el regocijo del alumbramiento, aparece y se vende una edición pirata, mutilada y adulterada de su novela, Más allá del aroma, cuya impresión clandestina ha corrido por cuenta de alguien que jamás en su vida hubo escrito ni impreso nada más que su tarjeta de visita o su parte matrimonial.

Vaya ironía la que debe afrontar un ironista.

Imagínese, cándido lector, que usted y la editorial que posee los derechos de publicación de su novela, PEISA, recurren al INDECOPI para denunciar el delito, considerando que, además, su novela posee una partida de autoría en el propio INDECOPI fechada el 6 de abril de 1998, registrada sin ninguna observación, por cierto.

El INDECOPI ordena la incautación de la edición ilegal, la policía realiza el decomiso el 30 de diciembre de 1998 y el 5 de febrero de 1999 el pirata suscribe un acta de conciliación en las oficinas del INDECOPI –oronda confesión de culpa-, en presencia de su propio abogado y de la autoridad administrativa, reconociendo que usted es el autor de Más allá del aroma, comprometiéndose a no volver a publicarla jamás y a pagar una indemnización, cuyo monto discute con los agraviados, usted y la editorial PEISA, por lo tanto, el INDECOPI cita a los denunciantes y al denunciado pirata, para tratar ese único tema quince días después.

Usted, candoroso lector, ya da por finalizado el episodio. Al fin y al cabo, más claro no puede estar el latrocinio.

Olvida tan sólo un detalle, olvida que esto le ha sucedido a usted en el Perú asolado por la dictadura del japonés volador y su socio Montesinos.

Vaya olvido, el de aquella tiranía corrupta de la cual usted se ha ocupado fervorosa y sarcásticamente todos los días en el diario La República y en el semanario que lleva su nombre propio.

Olvida además que, primero, esta mafia intentó sobornarlo ofreciéndole el cielo en papel de regalo, utilizando para ello al padre de un compañero de estudios de la infancia y, segundo, a un general de la policía levemente allegado. Pero usted soltó la carcajada al oír tal despropósito y aseguró que los llamaría, después de sopesar tanta generosidad. Ellos pensaron que usted buscaba negociar las dimensiones de la gloria, pero se aburrieron de esperarlo. Muy cachaciento es usted, francamente.

Pronto habría de constarle -ya que antes tan sólo lo sospechaba-, que su verdadera tragedia era ser peruano, honrado e insobornable al mismo tiempo. Demasiados requisitos, en pocas palabras, para ser feliz.

Así las cosas ocurrieron, de improviso, tanto el disparate como la infamia.

La propia Oficina de Derechos de Autor del INDECOPI que presenció la confesión del denunciado pirata, pocas semanas después “vuelve la tortilla”, convierte al confeso delincuente en autor y a usted en pirata. Tras ocho meses de tinterilladas indignantes, risibles e innumerables, la Oficina de Derechos de Autor cancela su registro de autoría y lo denuncia ante el Ministerio Público. Trapisondas de la mafia.

PEISA y usted apelan a la instancia superior, el Tribunal de Defensa de la Propiedad Intelectual, quien hacia septiembre del 2000 ratifica la vileza anterior, lo multa, embarga sus cuentas bancarias y lo despoja de su obra.

Pero aún más, el tribunal prevaricador señala en su resolución, textualmente, lo siguiente:

“…el denunciado (es decir, usted) a través de los medios de comunicación –diario La República- ha pretendido burlarse y ridiculizar las decisiones del INDECOPI así como de los funcionarios que las expidieron, llegando a poner en tela de juicio la objetividad e imparcialidad con que actúa la Autoridad administrativa. Tales circunstancias serán tomadas en cuenta al momento de fijar la multa”.

De tanta impunidad se sentía gozador el citado tribunal que alardeaba de violentar la libertad de expresión.

Imagínese usted, zarandeado lector, que después de aquello se debate en cavilaciones. ¿Qué podía haber sucedido con el criterio de aquellos funcionarios nombrados por el gobierno dictatorial de la mafia? ¿Corrupción? No, por Dios, cuándo había habido corrupción en el Perú, mucho menos en aquella década registrada, como luego se sabría, por los “vladivideos”. ¿Ignorancia? Qué locura, ¿cuándo un servidor público peruano había sido un nesciente conspicuo o un célebre ignaro? ¿Quizás llana oligofrenia, debilidad mental? Mucho menos. ¿En el Perú? Jamás.

Habían pasado veinticinco meses desde que el pirata confesara su delito y usted había sido expoliado de su derecho a la propiedad intelectual por la entidad encargada de defenderlo. ¿No era divino?

El tribunal mentado, ebrio del poder del cual se ufanaba esa dictadura farsesca, había omitido prestar atención al oficio de la Defensoría del Pueblo que le daba la razón a usted y a PEISA.

Imagínese, vapuleado lector, que usted y PEISA apelan a la Sala Civil de la Corte Suprema y que ésta -seis años después del 5 de febrero de 1999 cuando el victimario era aún victimario y, además, confeso-, en el 2005, ratifica lo dicho por el prevaricador INDECOPI  en sus dos instancias y prevarica también, ignorando un nuevo oficio de la Defensoría del Pueblo.

Imagínese por un instante, candoroso lector, que usted pensó para entonces que ya había pasado lo peor, pero se equivocaba.

El mediodía del 10 de enero del 2007, cuando usted regresó a casa después de enterrar a su madre, a quien había cuidado diariamente los últimos dieciséis años de su vida, encontró bajo la puerta una orden judicial del Sexto Juzgado Penal de Lima, obligándolo, de grado o fuerza, a concurrir el 14 de febrero para escuchar su sentencia por el delito contra la propiedad intelectual.
Ésta fue condenatoria, como podrá usted imaginar, a cuatro años de pena privativa de la libertad, al pago de una indemnización al Estado y otra al confeso plagiario.

¿Se está usted divirtiendo, condenado lector?

Imagínese que por primera vez, en junio del 2007, obtiene una victoria judicial en la sala Superior Penal, que anula la estólida sentencia de la instancia inferior y ordena la extinción de todos sus antecedentes policiales y penales. Usted no puede creerlo, naturalmente.

Imagínese que en septiembre del 2009 logra otro triunfo procesal, cuando la sala Constitucional de la Corte Suprema anula el fallo de la Sala Civil de esa misma Corte, que lo había condenado, y dispone que ésta vuelva a estudiar el caso y se rectifique.

Imagínese que esta mañana usted acaba de regresar del Palacio de Justicia, luego de asistir al informe oral de la causa ante los nuevos miembros de la misma Sala Civil que hace cuatro años prevaricara, condenándolo por “plagiarse a sí mismo”, como ha dado en llamar la prensa internacional a su caso.
Imagínese cuántos meses, cuántos años, cuántas décadas pueden faltar aún para que sus hijos, sus nietos, quizás sus bisnietos, tataranietos o choznos puedan llegar a leer, finalmente, la novela que usted escribió para que ellos pudieran leerla.

No, mejor no se imagine nada. Para qué. Es tan feo el masoquismo…
Veámoslo, si quiere, desde el punto de vista amable y, sin duda, entretenido.
Ahora sí comprenderá, imperecedero y sobreviviente lector, que usted, en el Perú, podrá morirse de justa indignación, de flamígera impotencia, de risa nerviosa, de cizaña, cursiadera o cominillo, pero nunca, definitivamente nunca, usted se morirá de aburrimiento.

 28 de Marzo de 2013

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