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José María de la Jara

– Gestión (19/05/2016)

Según un estudio del 2011, el 25% de jueces y fiscales del distrito judicial de Lima sufren de estrés, ansiedad o depresión. Esta situación es aún peor en Estados Unidos: los estudiantes de derecho tienen el doble de riesgo de adicción a drogas que el ciudadano norteamericano promedio y el 40% padece de depresión. Todos estos males son manifestaciones del virus del derecho.

En el segundo ciclo de la carrera presencié cómo el virus cobraba su primera víctima: un amigo inició sus prácticas pre-profesionales en el estudio Olaechea. Inmediatamente cambió jeans y polos por saco y corbata, estaba (o daba la impresión de estar) constantemente ocupado y se limitaba a hablar de sus casos y de sus clientes.

Aun cuando varios de los que practican se limitan a fotocopiar documentos y realizar notificaciones, proyectan una imagen de superioridad y reciben reconocimiento desmedido de parte de algunos profesores. Esa legitimación del sistema ocasiona que los que aún no han sido contagiados se acerquen inocentemente al virus, en vez de correr por sus vidas.

El primer síntoma de esta enfermedad es la infección de las habilidades de comunicación; el vocabulario cotidiano es reemplazado por latinismos (“a contrario sensu”), frases cargadas de adverbios (“ha quedado claramente probado”) y complejas construcciones lingüísticas para responder con suficiente cintura como para desdecirse luego (“tengo entendido que”, “mi recuerdo es que”).

En la siguiente fase, el portador del virus construye una visión del mundo polarizada donde no hay intermedios; solo ganadores y perdedores del caso. En esta perspectiva, cualquier tercero es percibido como un potencial enemigo. Se prefiere desconfiar y realizar un análisis drástico de sus intenciones; confiar en alguien y equivocarse genera pánico.

Esta deformación cognitiva es alimentada por comportamientos estratégicos, argumentos tajantes y una capacidad extraordinaria de construir historias para generar empatía en la audiencia o destruir a la contraparte. Si el enfermo no presta atención, es capaz de iniciar discusiones como autómata, argumentando por argumentar. Y luego se ve obligado a defender su posición, ocasionando una pérdida de tiempo por una batalla de egos.
Estas conductas pueden rendir frutos en el ámbito profesional. El problema es que también pueden contaminar la vida personal de los portadores del virus. Así, uno comienza a hablar como abogado sobre asuntos cotidianos como su plato de comida favorito, desconfía de alguien que acaba de conocer y argumenta como abogado en discusiones inocentes como qué película elegir.

De esta manera, el virus del derecho tiene efectos profundos en nuestra memoria. Nos hace olvidar que la vida no es un litigio donde hay ganadores y perdedores. Y poco a poco vamos dejando de ser humanos para convertirnos solo en abogados, a toda hora, en cada conversación y en compañía de cada persona.

En algún momento uno se da cuenta que ha tenido suficiente. A mí me pasó hace algunos meses, con una crisis de ansiedad generalizada. Ahí entendí la importancia de funcionar como ser humano fuera de la oficina; de bajar las defensas y enfocarse en lo que realmente importa.

Afortunadamente, tenemos la capacidad de borrar patrones y generar nuevas conductas. La neuroplasticidad del cerebro nos permite expulsar al virus del derecho y reinventarnos; buscar un balance entre una vida personal plena y un ejercicio profesional que tenga como objetivo ser feliz. Depende de cada uno cuándo hacerlo. Mi consejo: haz un corte limpio. Hoy. Aquí. Ahora.

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