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El espejo de Núremberg

por Alfredo Bullard

Paradójicamente, la ficción nos da más oportunidad de reflexión sobre la realidad que la realidad misma.

En 1961 se estrenó “El juicio de Núremberg”, del director Stanley Kramer. La película no trata del juicio a los jerarcas nazis. Trata del juicio a los jueces que aplicaron e hicieron cumplir las leyes nazis. Jueces juzgan a jueces. El dilema de la trama es si es contrario al Derecho aplicar leyes injustas o si el juez está obligado a inaplicarlas sin preguntarse si es justo o injusto.

Durante este fin de semana se está presentando, en un proyecto conjunto de las facultades de Derecho de la Pontificia Universidad Católica (y de su Comisión Arte y Derecho) y de la Universidad del Pacífico, la obra de teatro basada en la película. Dirigida por Malcolm Malca, cuenta con la actuación de profesores y alumnos de ambas facultades, y se presenta en el Centro Cultural de la Universidad del Pacífico.

Es interesante cómo la experiencia de actuar y vivir la ficción del teatro (toda ficción es finalmente una mentira) puede acercarte tanto a la verdad y la realidad. Participar en la obra me permitió vivir el complejo problema de equilibrar el Derecho, la justicia, la política y el mundo de lo práctico.
Todo en la obra gira en torno a un pregunta tan antigua como la humanidad, pero tan vigente como las noticias del periódico de esta mañana: El fin, ¿justifica los medios?

El abogado de los jueces acusados reitera, una y otra vez, la necesidad de actuar en beneficio del país y en protección de la patria. Había que hacer cosas que eran necesarias. Los distintos personajes lanzan frases o preguntas como “¿Qué importaba si algunos grupos o minorías pierden sus derechos por el bien de las mayorías?”. “Tenemos que protegernos de nuestros enemigos”. “Estábamos en crisis”. “Hitler hizo algunas cosas buenas. Hizo carreteras y escuelas”. ¿Le suena familiar?

El bienestar general siempre es una buena excusa para sacrificar algo de derechos, algo de valores, algo de principios. La practicidad en la política parece lo más importante. Y entonces no podemos hacer responsable a quien resuelve nuestros problemas de los excesos en que caen para resolverlos.
Pero poco a poco lo excepcional, la medida urgente que se toma para paliar un problema temporal, va convirtiéndose en permanente. Como ocurrió (con obvias diferencias) en el Tercer Reich o en la Venezuela de Chávez, o en el Perú de Fujimori, lo que en un inicio eran simples medios, terminan convirtiéndose en fines en sí mismos. El uso de la autoridad, un medio para mantener la paz, se convierte en un fin, y sacrificamos la paz para preservar la autoridad.

La practicidad malentendida termina apropiándose de nuestro destino y de nuestras conciencias. La eficacia en la aplicación de sanciones sustituye la eficacia en la protección de los derechos. Al aceptarse las esterilizaciones sexuales para reducir la criminalidad, la deficiencia mental o la sobrepoblación es fácil pasar a su uso contra rivales políticos. Al reducirse las garantías para facilitar la aplicación del Derecho Penal se puede terminar en un holocausto, ejecutando inocentes sin previo juicio. Al sacrificar la independencia de los jueces para obtener fines políticos apreciados por la mayoría, se llega a convertir a esos jueces en herramientas de la injusticia.

Para “salvar a la patria” justificamos excesos de las fuerzas armadas en épocas de terrorismo (de los que no solo fue responsable el fujimorato, sino el primer gobierno de Alan Garcia e incluso el segundo de Belaunde). “Es que era necesario”, nos dicen. O votamos por candidatos “que roban pero hacen obra”. Finalmente, ¿qué importa ser corrupto si al serlo genero bienestar?

El arte (como el teatro) tiene en común con la realidad el darnos la oportunidad de ver nuestros problemas. Pero curiosa, y lamentablemente, parece que en el teatro se ven con más nitidez. Paradójicamente, la ficción nos da más oportunidad de reflexión sobre la realidad que la realidad misma.

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