Lily Ku Yanasupo*
De un tiempo acá se ha vuelto frecuente en mí tomar conciencia del desfase cronológico que tengo con el resto de personas que me rodean, y no necesariamente esto se ha dado por una reducción en la vitalidad que requiere mi organismo para seguir con mi rutina diaria o porque las arrugas y la gravedad ya me estén mostrando su inevitable rostro más oscuro, eso no se ha dado…todavía. Aunque, para el agrado de muchos, mi opinión particular construida sobre la base de cierta experiencia es que un aspecto más maduro en el mundo de la Administración Pública (en el que aún me desenvuelvo) puede convertirse en una ventaja en cierto sentido; de manera contraria, verse joven puede resultar siendo una desventaja temporal, pues algunas veces es interpretado como un signo de inexperiencia, irreverencia y poca seriedad en el trabajo.
Volviendo a mi idea primigenia relacionada con el transcurso del tiempo y la edad; quisiera contar que pasé mi Pregrado en Derecho leyendo artículos de reconocidos abogados civilistas y penalistas (recuerdo que esas especialidades eran muy demandadas en dicha profesión, pues era la voz hacer prácticas en algún estudio jurídico de reconocido nombre, de esos que suelen ser compuestos y nadie termina por memorizar, salvo que trabajes en uno de ellos), algunos de los cuales explicaban muy afanosamente el por qué sería un orgullo transmitir o despertar en sus hijos la pasión por el Derecho, y lo más seguro es que estos jóvenes -quizás en ese momento mis contemporáneos- fueron formados con esa mística; me refiero a una época en la que todavía el Derecho se enseñaba con exaltación y las vicisitudes de nuestras propias vidas, sumadas a nuestra realidad nacional, se conjugaban en una necesidad de “justicia”; tiempos en los que era más frecuente encontrar estudiantes de Derecho a los que nadie debía convencer sobre la grandeza de ejercer esta profesión [el Derecho], tan igual de magnificente o más que ejercer la medicina, decían algunos profesores en las aulas sanmarquinas.
Ahora, en estos tiempos en los que transcurre mi etapa de adulta joven, la realidad tristemente me muestra una generación de jóvenes indecisos de espíritus letargosos y de sobresaltos momentáneos, cuya formación de una u otra manera se ha visto envuelta por esta era tecnológica y por un contexto nacional de problemáticas no tan evidentes que requieren de análisis mucho más profundos y acuciosos, una realidad en la que tal parece que el Derecho se ha reducido sólo a formas y formatos; nos referimos a jóvenes que también -por esas cosas de la vida- podrían verse influenciados por la contribución ética, profesional y académica que los de más edad estamos llamados a hacer desde nuestros modestos espacios.
Son tiempos en los que llevar un libro físico en la mano puede resultar incómodo o fuera de moda, tiempos en los que “Wikipedia” se ha establecido como la única solución a los problemas conceptuales de muchos estudiantes universitarios…y para qué más; una época en la cual las cosas ya están dadas y no existe la necesidad de discutir o debatir sobre la naturaleza y la racionalidad de las cosas, y por qué negarlo, estos cambios han incidido fuertemente en la forma como se enseña actualmente el Derecho, cuyos métodos están más dados hacia el pragmatismo y la complacencia a la inercia intelectual que suele admitir argumentos como: “son jóvenes, no debemos aburrirlos o cargarlos con tanta lectura” o “son demasiado adultos, fueron formados en la vieja escuela”, y todo se resume al “resumen”; esto sin contar que detrás muchas veces se esconde el elemento lucrativo que lleva a que diversas universidades o instituciones de educación superior en nuestro país adopten dichas prácticas para tener contentos a todos y mantener el negocio a flote, derivando esto en lo mismo: el conformismo intelectual y el incremento nefasto del umbral de tolerancia de muchos jóvenes a la baja calidad educativa, de los cuales un gran grupo terminará ejerciendo el Derecho. Y al final, es como dijo Jorge Drexler, el mundo sigue siendo lo que es por causa de las certezas.
No se piense que pretendo generalizar, tómese mis apreciaciones como los relatos de una experiencia personal reiterativa que en su mayoría se restringe al ámbito de la Administración Pública, y sobre la cual se busca una reflexión para no sentirse extraño o conformarse con integrar pequeños grupos de alabanza hacia lo pasado, para no saberse “viejo”: “¿Qué te apasiona del Derecho?: en realidad, mi primer intento fue con otra carrera pero no alcancé puntaje”, o “¿Qué autores son tus referentes de la especialidad que te gusta?: los he leído en mis tiempos de universidad, tendría que retomar la lectura”.
Sumado a lo anterior, se nos presenta un mercado cada día más crecido de abogados con diversas formaciones en todo y en casi nada en particular, todos agrupables en una lista incontable de abogados egresados o por egresar, cuya aspiración principal simplemente es ser “empleables”, es decir, obtener un empleo y mantenerse en él, sin buscar mayores retos sino que, por el contrario, tratando de adaptarse constantemente a la evolución del mismo; aunque, ya saben, como supliendo algún test vocacional se dice que nunca habrán demasiados abogados en un mundo plagado de tantas injusticias. Entonces, para muchos estudiantes de Derecho la meta ya no es lograr el título profesional de Abogado -que a muchos tanto nos costó- gracias al mérito y al desempeño académico, la meta sólo es “sacar” el título, y como algún político por allí dijese públicamente en el marco de su campaña electoral: de la manera más rápida y fácil.
Lo cierto es que más allá de las limitaciones que se nos puedan presentar durante nuestros estudios profesionales, uno nunca debe olvidar que la capacidad del estudiante de poder exigirse a sí mismo es y siempre será un elemento esencial de la calidad educativa. Atrás quedaron los tiempos en que estudiar o egresar de tal o cual universidad te marcaba necesariamente como un buen o mal profesional del Derecho, por mi propia experiencia esto ya no es así, aunque algunas instituciones lamentablemente todavía restrinjan sus perfiles de contratación a ello. Considero que prejuicios de esa naturaleza no deberían existir en nuestro mercado laboral, pero en cierto grado se podrían revertir en tanto cada estudiante haya colaborado en agenciar su propia formación a través de las diversas fuentes de conocimiento que actualmente abundan.
Y como las pasiones también se despiertan, cabe preguntarnos: ¿Qué nos puede apasionar del Derecho? Unas amigas con las que no sólo comparto el apelativo de “mosqueteras” sino también la pasión por el Derecho Constitucional, me respondieron: “la conjugación entre razón y moral”, “esa capacidad que nos brinda para reflexionar sobre problemas prácticos de nuestra vida cotidiana, y que desde su ejercicio se puedan impulsar cambios transformadores de la realidad a nivel general y particular”. Mi motivo: que el Derecho no siempre es el mismo, y lo digo reconociendo mi corto recorrido; la versatilidad de sus teorías y de su práctica quizás es uno de los principales atractivos que uno puede ir descubriendo de esta profesión, sea que pretendamos asentarnos en esta o en aquella de sus ramas, uno puede darse el lujo de aprender a diario que una o varias nociones de justicia escondidas en antiguos libros y autores pueden tomar vida en actividades diversas del quehacer jurídico, o trascender a nuestro propio accionar en un sentido principalista o valorativo (incluso con eficacia normativa, aunque ello pueda ser materia de divergencia según las teorías de Luigi Ferrajoli [1]).
A esto debemos sumarle la posibilidad que nos brinda el Derecho de maravillarnos cuando se nos presentan buenos argumentos para justificar una medida que procura el bienestar para alguien o para los demás, es una experiencia que se vive cuando se escudriña más de lo debido y se guarda diligencia en ello. Gustavo Zagrebelsky en uno de sus últimos libros[2] -cuya primera parte nos lleva por un interesante recorrido histórico sobre el desarrollo de las nociones de ley y Derecho para luego demostrar la intrínseca dualidad de este último, es decir, como sustancia y forma-, nos dice que la relación de la justicia con la ley es constitutiva del concepto mismo de ley, de no ser así, en la legislación no cabría la discusión entre argumentos ni la exigencia de la persuasión, sino que bastaría con conocer quién detenta el poder o quién dictó la norma para dar por sentada su obligatoriedad; no obstante, como nos dice este autor, el campo del Derecho ha sido siempre de la retórica, es decir, del arte de la persuasión mediante el discurso, el cual puede resultar convincente para unos pero no para otros, convincente hoy pero no mañana. (2014: 24, 69). Entonces, la argumentación y saber argumentar es parte del Derecho y consustancial a las democracias, en una democracia como la que vivimos y en la que seguramente queremos seguir viviendo.
¿A dónde vamos con todo esto? Sabemos que es inevitable el transcurso del tiempo, eso hay que aceptarlo; un cambio que sí podemos generar es que desde nuestros espacios nos arriesguemos a motivar a los jóvenes que se han aventurado a seguir la carrera de Derecho, a que lo hagan con compromiso, lo hagan con seriedad, lo hagan sabiendo de antemano que esta profesión requiere predisposición a la lectura e investigación, y para aquellos que se sienten atraídos por la Administración Pública: vocación de servicio; esto hace indispensable la exigencia continua hacia ellos y por parte de ellos, lo que en gran medida podría contribuir a asegurar una adecuada preparación de nuestras huestes jurídicas en un mundo que, ahora más que nunca, requiere de buenos argumentos para combatir lo que no es evidente, lo que se esconde en verdades viejas y asentadas. En suma, qué tanto debemos escuchar a quienes nos dicen que siempre hay tiempo para que las personas se terminen encontrando a sí mismas en esta profesión.
Concluyo este post que he impregnado de manera deliberada de un lenguaje libre y heterodoxo, y de apreciaciones netamente personales que albergan un mensaje constructivo, muy lejano de ser solamente jurídico, señalando que he comprobado que hasta los menos pensados se sienten prohibidos de abordar libremente, con apertura y sinceridad una problemática como es la baja calidad educativa universitaria en la carrera de Derecho en nuestro país, o siquiera para dar cabida o espacio a la discusión, con excusas que parecieran decir: “lo que señalas no va con nuestro perfil, no nos atañe” o “es que sí debe importar de qué universidad egreses para que seas bien considerado en el mercado laboral”. Ciertamente que esto se desdice con el rostro inclusivo y la formación librepensadora que algunas casas de estudios de “prestigio” quieren mostrar y dicen impartir. Felizmente aún quedan espacios -como éste- para decir lo que muchos piensan pero no dicen, ¿acaso ello no le da mayor sentido a esta breve reflexión?
* Abogada por la UNMSM. Postítulo en Derechos Fundamentales y en Derecho Procesal Constitucional por la PUCP. Diploma en Justicia Constitucional y Derechos Humanos por la Universidad de Alcalá. Magíster en Derecho Constitucional por la PUCP.
[1] Ferrajoli, Luigi. Constitucionalismo principalista y constitucionalismo garantista. DOXA, Cuadernos de Filosofía del Derecho, 34 (2011), pp. 15-53.
[2] Zagrebelsky, Gustavo. La ley y su justicia. Tres capítulos de justicia constitucional. Editorial Trotta, Madrid, 2014.