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Sofocleto


Yo tenía diez años cuando me encontré un conejo en la calle. Bueno, lo de “encontré” es un eufemismo porque la verdad es que recién pude capturarlo tras dos horas de lucha cuerpo a cuerpo, no solo con el conejo propiamente dicho sino con su propietario que, por lo visto, estaba dispuesto a seguir siéndolo por tiempo indefinido. El conejo dormía, en una jaula de madera y en mi opinión –después de mirar de izquierda a derecha– no tenía dueño porque la calle estaba desierta en ambas direcciones. Entonces ocurrieron dos cosas: Primero, abrí la jaula para sacar el conejo y, segundo, el dueño del conejo me pegó la patada en el ángulo agudo que ambos, el conejo y yo, salimos disparados en la misma dirección. Ahora bien, al sentirse libre, el conejo decidió continuar en ese estado y se echó a correr con un entusiasmo solo comparable al de su dueño por alcanzarnos. Pero yo, por mi parte, ya me había hecho la ilusión de poseer un conejo y decidí perseguirlo hasta la muerte.

En consecuencia, durante veinte cuadras desarrollamos una maratón el conejo, yo y el dueño, en ese orden, hasta que el conejo cambió de rumbo en cuarenta y cinco grados y, al pretender hacer lo propio, me estrellé contra el dueño que corría en paralelas. Al levantarme, el conejo me había sacado ochenta metros de ventaja, por lo cual decidí amedrentarlo con unas cuantas pedradas que lo hicieron vacilar en su carrera. Simultáneamente me zumbaron otras pedradas por la cabeza y cuando me detuve, desconcertado, pensando que se trataba del conejo, comprendí que era más bien del dueño, quien venía como una locomotora en busca de los dos.

Así las cosas, me pareció oportuno repeler el ataque y las acciones se produjeron de tal modo que el dueño anestesió al conejo de una pedrada y yo tendí al dueño de otra. Entonces agarré al conejo de las orejas y me lo llevé a mi casa. En esa época estaban de moda los Conejos Gigantes, que se cotizaban a muy buen precio porque llegaban a pesar hasta trece kilos. Por lo tanto, cuando un señor me preguntó, en el camino, si mi conejo era gigante, le dije que sí.

– ¡No me digas! –me dijo- ¿Y qué edad tiene el animalito? – Una semana… El conejo tenía por lo menos cinco años y calculo que pesaba un par de kilos pero, de cualquier modo, el señor abrió los ojos en despliegue de asombro y me ofreció por el conejo lo que fácilmente podía costar un pavo. Naturalmente, se lo vendí. Eran épocas muy duras para los niños. Sobre todo para los niños de mi familia (o sea, yo  solito) donde el circulante escaseaba en una forma descomunal. Aquella noche guardé mi tesoro bajo el colchón y estuve largas horas  desvelado, pensando qué destino darle, hasta que tomé la decisión de continuar en la industria de los Conejos Gigantes. Al día siguiente fui al mercado y me compré diez conejos vulgares y silvestres, algunos de los cuales debían tener ya nietos y en la puerta de mi casa clavé un cartón que decía: “Se vende Conejos Gigantes recién nacidos”. Los vendí todos ese mismo día y en las próximas dos semanas me dediqué a vender conejos. Sin embargo, nunca faltaba un Judas y en efecto, cierta mañana se me apareció un cliente de dos días atrás, junto con el conejo que le había vendido como recién sacado del huevo.

-¡Oye, muchacho de miércoles –me dijo, mientras esgrimía el “ conejo por los aires– esta porquería de conejo no ha crecido ni un milímetro desde que te le compré…!
-¡Ah, señor –le expliqué- es que a usted le ha tocado un Conejo Gigante enano, que son más caros porque no hay…!
No aceptó mi explicación y me tumbó con un solo golpe de conejo en la cabeza, por lo cual esa noche tuvimos estofado de conejo en la casa y yo tuve que devolverle su dinero al cliente. Comprendí que algo comenzaba a funcionar mal en mi negocio y que era necesario tomar medidas. Dicho y hecho, les tomé las medidas a los conejos y ninguno pasaba los veinte centímetros, marca que fácilmente superaba cualquier conejo gigante en otros tantos días. Era evidente que mis conejos estaban dispuestos a no crecer bajo ningún concepto y no pesar más de dos kilos aunque los matasen. En consecuencia, a partir de ese día compraba en el mercado conejos recién nacidos y los ofrecía bajo mi nuevo rubro comercial: “Conejos Enanos, vendo para cría”. Creo que no pesaban doscientos gramos y escasamente cumplían ocho centímetros cada uno, pero la Casa garantizaba una vejez mínima de cinco años por conejo. Fue un éxito cuyo punto crucial y angustioso vino a coincidir con nuestra mudanza a otro barrio, donde abandoné la ganadería para dedicarme a distintas labores. Pero nunca, a través de los años, pude olvidar mi etapa de comerciante en conejos y por eso, días atrás, me emocioné cuando se me acercó un mocoso de más o menos la misma edad de mi aventura, ofreciéndome un conejo gigante, “de tres días de nacido”. Lo miré con melancolía…. con esa nostalgia que nos invade el corazón de recuerdos. “¡Este conejo –pensé– ha cumplido, mínimo catorce años y debe tener tres millones de tataranietos!”. Insistí en preguntarle si era un conejo gigante legítimo. Me miró a los ojos y me sostuvo la mirada jurando que sí. Entonces fue que ya no pude contenerme… ¡Y lo saqué a conejazo limpio por sinvergüenza!

Tomado de El ángulo agudo

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