Alguien, un desconocido hacía destrozos en una chacra, de noche. Esto sucedió hace mucho tiempo. Las plantas amanecían rotas y a medio comer. Entonces, el dueño de la chacra construyó una trampa, la puso en el lugar adecuado y esperó atento, sin cerrar los ojos en ningún momento. A la media noche escuchó unos gritos; alguien había caído en la trampa.
Era un cuy grande y gordo. El dueño lo amarró a una estaca y regresó a su casa. -Mañana temprano hiervan agua para pelar un cuy. Almorzaremos cuyecito – les dijo a sus tres hijas, antes de irse a acostar. El cuy, amarrado a la estaca, forcejeaba y mordía inútilmente la soga.
Y, así lo encontró un zorro que pasaba por allí.
– Compadre – le dijo el zorro – ¿Qué has hecho para que te tengan así? -Ay, compadre, si supieras mi suerte -le dijo el cuy -. Yo enamoraba a la hija más gorda del dueño de esta chacra y ahora él quiere que me case con ella. Pero esa joven ya no me gusta.
También quiere que aprenda a comer carne de gallina que a mí me da asco. Así le mintió el cuy. Después, haciéndose el sonso, exclamó el muy ladino: – Creo que a ti sí te gusta la carne de gallina. – A veces, le dijo el Zorro, también haciéndose el sonso. -¿Por qué entonces no me desatas y te pones en mi lugar? Así te casarás con una joven gorda y comerás carne de gallina todos los días. -Te haré ese favor, compadre – le dijo el zorro. Al día siguiente, muy temprano, cuando el dueño de la chacra vino a llevarse al cuy, encontró al zorro.
– ¡Desgraciado! ¡Anoche eras cuy y ahora eres zorro! Igual te voy a zurrar – dijo el dueño dándole latigazos.
– ¡Sí me voy a casar con tu hija! ¡Te lo prometo! También te prometo que comeré carne de gallina todos los días- gritaba el zorro. Al oír este atrevimiento, el dueño lo azotaba con más fuerza, hasta que en una tregua de la tunda, el zorro le explicó toda la mentira del cuy. El dueño se puso a reír y después lo soltó, un tanto arrepentido de haber descargado su ira en otra persona. Desde ese día, el zorro comenzó a buscar al cuy. Quería cobrarse la revancha de todos los latigazos que recibió del chacarero.
Un día se topó con él y pensó que había llegado la hora de la venganza. El cuy, viendo que ya no podía huir se puso a empujar una enorme roca y el zorro se le acercó para cumplir su cometido; pero, el cuy reaccionó:
– Compadre zorro – le dijo – a tiempo has venido. Tienes que ayudarme a sostener esta roca. La santa tierra se va a voltear y esta roca puede aplastarnos a todos. Al comienzo el zorro dudaba, pero la cara de asustado que ponía el cuy terminó por convencerlo.
Y empezó a ayudarlo, es decir, a sostener la gigantesca roca. Después de un rato, el cuy le dijo: – Compadre, mientras tú empujas yo voy a buscar una piedra grande o un palo para acuñar esta roca. Paso un día, dos días, y el cuy no volvía con la cuña. El zorro ya no podía más. “Soltaré la roca aunque me mate”, pensó. Dio un salto hacia atrás, pero la roca ni se movió.
– Otra vez me ha engañado- dijo-. Pero, ésta será la última porque lo voy a matar. Día y noche le siguió el rastro hasta que lo encontró junto a un corral abandonado. El cuy lo vio de reojo, calculó que ya no podía escapar. Entonces se puso a escarbar el suelo.
– Rápido, rápido -decía como hablando para sí mismo -. Ya viene el juicio final, va a caer lluvia de fuego.
– Bueno, compadre mentiroso, hasta aquí has llegado – le dijo el zorro-. Te voy a comer.
– Está bien, compadre – le dijo el cuy- pero ahora hay que hacer algo más importante.
Ayúdame a hacer un hueco porque va a llover fuego. El zorro se puso a ayudar. Cuando el hueco ya estuvo hondo, el cuy saltó dentro de él.
– Échame tierra, compadre zorro – le rogaba el cuy-. Tápame por favor, no quiero que me queme la lluvia de fuego.
El zorro, asustado, le contestó: – Viendo bien las cosas, tú eres menos pecador que yo. A ti no te castigará demasiado la lluvia de fuego. Mejor entiérrame tú.
– Tienes razón compadre. Cambiemos, pues, de lugar – le dijo el cuy, saliendo del hueco. El cuy no solamente le echó tierra, sino también, ortigas y espinas. Y mientras lo tapaba iba diciendo:
-¡Achacau, achacau, ya empezó la lluvia de fuego! Cuando terminó, se limpió las manos y se fue riendo. Pasaron los días y dentro del hueco el zorro empezó a sentir hambre.
Quiso sacar una mano y se topó con las ortigas.
– Achacau- dijo-. Deben ser las brasas de la lluvia de fuego Guardó su mano y esperó. Días después, el hambre le hizo arriesgarse: salió entre el ardor de la ortigas y los pinchos de las espinas. Vio que afuera todo seguía igual.
“Ya se habrá enfriado el fuego “, pensó. Estaba más flaco que una paja. Finalmente, se convenció de que había sido burlado, nuevamente. Lo buscó, entonces, sin descanso, día tras día y noche tras noche. Una noche que andaba buscando comida, encontró al cuy al borde de un pozo de agua. El cuy, al verlo, se puso a lloriquear.
-¡Qué mala suerte tienes, compadre! – le dijo -. Yo estaba llevando un queso grande, pero se me ha caído en este pozo. El zorro se asomó al pozo y vio en el fondo el reflejo redondo de la luna.
– Ése es el queso – le dijo el cuy. – Tenemos que sacarlo – dijo el zorro. – Hagamos esto, compadre: Usted entra de cabeza y yo lo sujeto de los pies. – Y así lo hicieron por un buen rato. El cuy, sosteniéndolo, le decía:
– Es usted muy pesado, compadre. Ya casi no puedo sostenerlo. Dicho esto, lo soltó. El zorro, gritando, cayó de cabeza al fondo del pozo. Así dicen que murió.
– O – (*) Cuento extraído de la obra “Relatos de la Literatura Oral y Escrita del Altiplano Puneño, de Édwin P. Tito Quispe, Impresiones Gráficas REPSA, Puno 1997.