Por Alfredo Bullard
“Anatomía de un asesinato”, de Otto Preminger. James Stewart encarna al abogado Paul Biegler, quien en un juicio plagado de ambigüedades éticas, salva al acusado de ir a la cárcel. “Doce hombres en pugna”, de Sidney Lumet. Quizás la mejor película jurídica de la historia. Henry Fonda representa al ya mítico jurado número 8 que convence a sus 11 colegas de declarar no culpable a un muchacho acusado de matar a su padre.
“Avatar”, de James Cameron. Una tribu extraterrestre se enfrenta a mercenarios contratados por una empresa minera en la representación más taquillera del dilema entre la propiedad sobre los recursos naturales y la protección del medio ambiente. Los conflictos de Conga o de Bagua aparecen a ritmo de ciencia ficción.
“El secreto de sus ojos”, del argentino Juan José Campanella. Un romance imposible, atrapado entre los expedientes judiciales de un juzgado penal, sirve de excusa para mostrarnos lo irrelevante que puede ser el Derecho cuando los chicos malos lo obvian para hacer maldades y los chicos buenos lo obvian para hacer justicia, con lo que ya no queda claro quiénes son los buenos y quiénes los malos. Lo único claro es que el Derecho no sirve para nada.
La lista es interminable: “Matar un ruiseñor”, “El veredicto”, “Testigo de cargo”, “El informante”, “El proceso”, “El mercader de Venecia”, “Muerte al amanecer”, “La estrategia del caracol”, “Los increíbles”, “Ladrón de bicicletas”, “Rashomon”, “Los imperdonables”, “Star Wars”, “Brazil”, “Los juicios de Núremberg” y sigue un infinito etcétera. El Derecho en el cine es tan común como el celuloide.
El gran director italiano Ettore Scola decía que “el cine es un espejo pintado”: espejo porque nos refleja, pintado porque el arte del director deforma o da forma (en el fondo es lo mismo) a lo que hacemos, lo que queremos, lo que somos.
El cine no trata bien a los abogados y al Derecho. Son caricaturizados, satanizados, maltratados y condenados. Usualmente están del lado de los villanos o de los antihéroes. Yendo al cine podemos saber por qué la gente odia a los abogados.
Como bien dice Pedro Ruiz, “lo bueno del cine es que, durante dos horas, los problemas son de otros”. Sin embargo, al terminar la función, los abogados nos quedamos con la sensación de que esos problemas de los abogados de ficción (la avaricia, el formalismo, la deshonestidad, la trampa, la manipulación, la irrelevancia, la corrupción, el abuso, la frialdad) son también nuestros. La ficción se siente real, y quisiéramos que la realidad se volviera ficción para que se quedara en la sala del cine al final de la película.
Hace unos días se presentó “El Derecho va al cine”, libro editado por Cecilia O’Neill, publicado por el Fondo Editorial de la Universidad del Pacífico y que precisamente nos habla de ese espejo pintado, esta vez con pintura jurídica y pinceles legales. Los autores, todos ellos abogados, ven el Derecho a través del cine para entender por qué es como es.
Como bien dijo Giovanna Pollarolo en la presentación, a diferencia de la visión común que ve en el cine una mentira, el libro reconoce que la ficción no es mentira y la respeta como materia de reflexión. Dicho en otros términos, la ficción es una verdad con licencias. Es una verdad pintada. Como dijo Goddard, “la fotografía es verdad. Y el cine es una verdad 24 veces por segundo”.
Los invito a leer un libro cuyo mayor mérito está en la visión de la editora (que además, para mi fortuna, es mi esposa) y los autores de usar el arte para entender lo jurídico. Y es que cuando liberamos al Derecho del formalismo, rigidez, latinazgos, togas y pelucas, y lo vestimos de color, de luces, de música, de escenografía, de encuadres y de actuación, algo tan aburrido como lo jurídico se vuelve divertido y, además, se vuelve relevante.
Publicado en El Comercio 15 de junio de 2013